«Persiste un odio contra el 27-F, una cierta vergüenza» (Entrevista en Correo del Orinoco, 27 de febrero de 2013)


El 27F marcó el camino. Por: Ejército Comunicacional de Liberación
El 27F marcó el camino. Por: Ejército Comunicacional de Liberación

(Comparto con ustedes una entrevista en dos partes concedida al periodista Carlos Ortiz, del Correo del Orinoco, y que aparece publicada el día de hoy en dicho diario.

La primera parte la respondí íntegra por escrito. La última pregunta, referida a las dificultades de la izquierda para capitalizar la crisis de la «democracia representativa», no aparece publicada en el diario por razones de espacio.

La segunda parte es el resultado de una conversación directa con el periodista, y trata fundamentalmente del intento que hace el antichavismo de asimilar las recientes medidas económicas aplicadas por el gobierno bolivariano con el paquete neoliberal de Carlos Andrés Pérez.

Salud).

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PRIMERA PARTE. Con la rebelión del 27-F entró en escena un sujeto político que a partir del 4-F comenzaría a llamarse chavismo.

El 27-F es considerado la primera gran batalla contra el neoliberalismo. ¿Diría que El Caracazo fue un acicate o un ejemplo para otros países?
–No sé si el 27-F del 89 fue un ejemplo para otros pueblos. Tal vez sí. Dudo mucho que pueda afirmarse que haya sido la primera gran batalla contra el neoliberalismo. Diría que el 27-F se inscribe en un ciclo de protestas continentales antineoliberales. Sucesos similares ocurrieron en varios países latinoamericanos antes y después. En todo caso, quisiera destacar que este tipo de sucesos merecieron siempre una atención menor, si se la compara con la recibida por acontecimientos de tipo «político». Por eso es frecuente leer que la rebelión contra el neoliberalismo en Latinoamérica se inició con los zapatistas, aquel célebre 1 de enero de 1994. En el caso del 27-F, para redondear la idea, se produjo una rebelión popular en un contexto de aplicación de medidas neoliberales, pero el sujeto que irrumpió en escena en aquellas jornadas terminó poniendo en jaque a todo el status quo. Aquellos días la «democracia representativa» se resquebrajó tan hondamente que ya más nunca pudo recomponerse. Fue un suceso con profundas y decisivas repercusiones políticas, protagonizado por un sujeto político que años más tarde, en 1992, a raíz del 4-F, comenzaría a llamarse chavismo.

Hay quienes dicen que el 27-F no fue una protesta contra el neoliberalismo o contra el estamento político puntofijista, sino un saqueo motivado por rabia o por frustración. Se apoyan en el hecho de que la gente no atacó las sedes de los partidos ni a los políticos. ¿Qué diría usted al respecto?
–Diría que tú no puedes encerrar la política con llave en la sede de un partido político. Los partidos, ciertamente, intentaron monopolizar el ejercicio de la política, pero ese monopolio llegó a su fin el 27-F. Murió de muerte violenta. Y sin embargo, hay numerosos testimonios de ataques contra unidades de transporte, pero no contra los transportistas, o de ataques contra comercios, pero no contra comerciantes. Eso indica a las claras una cierta racionalidad, una particular «moderación», que está allí para el que la quiera ver. Si después de 24 años todavía asimilamos el 27-F con el saqueo, eso es producto del trabajo de conjura que se inició el martes 28 de febrero, con la brutal represión de las Fuerzas Armadas. Clase política, medios de comunicación, académicos (con las excepciones del caso): todos se unieron en la condena de los saqueadores, y fueron en este sentido cómplices de las Fuerzas Armadas. Persiste un odio contra el 27-F, una cierta vergüenza, que nos impide ver que el objetivo de los «saqueadores» no era el saqueo, sino moverse, respirar, ocupar y desplazarse por una ciudad que les había sido negada sistemáticamente. Luego, claro que sí, hubo infinidad de ataques contra los acaparadores. Siempre se saca a relucir el ejemplo de los saqueadores de televisores o de alcohol, como una manera de «demostrar» que la motivación no era el hambre, sino el robo. Este es el tratamiento que la gente «civilizada» siempre les ha dado a los «bárbaros». El pueblo es criminal incluso cuando se rebela, o precisamente porque se rebela.

¿Por qué una parte de la clase política tradicional rechazó las propuestas de CAP?
–A finales de los años ochenta estaba ocurriendo en Venezuela lo que Gramsci llamaría una «crisis hegemónica» del modelo puntofijista. Había un desencuentro entre el poder económico y la clase política, porque a esta última cada vez le costaba más acometer su tarea, que es garantizar eso que llaman «gobernabilidad», que no es otra cosa que la estabilidad que el poder económico requiere para saquear un país. Entonces se comenzó a pensar en una clase política de relevo, menos mediocre, mejor formada académica y técnicamente, más a tono con las exigencias del capital transnacional, dispuesta a reducir o a «modernizar» el Estado y fortalecer el mercado. Lo que estaba planteado era el desplazamiento progresivo de la vieja clase política.

Un informe de la Defensoría del Pueblo cita una declaración de Abdón Vivas Terán –del 11 de febrero de 1989– en la que expresa su rechazo al paquete de CAP, debido a que, en otros países, esas medidas habían “dejado un cuadro social desolador, caracterizado por el incremento de la pobreza, el desempleo y la inestabilidad política”. ¿Había conciencia entre los políticos –incluido CAP y su equipo– del tipo de efectos que generaría el paquetazo?
–Sí. Y fue público el rechazo de parte de la clase política tradicional, incluso de sectores de Acción Democrática, a los planes de la tecnocracia neoliberal que acompañaba a Carlos Andrés Pérez. Pero hay otro dato que me parece más interesante, y solemos dejar de lado: la participación activa del pueblo adeco en la rebelión popular. La participación, en general, del pueblo que alguna vez votó por socialdemócratas o socialcristianos, y que aquel día decidió darles la espalda. En este sentido, el 27-F puede ser interpretado como una extraordinaria y masiva manifestación de desengaño o de hartazgo contra una clase política a la que ya se le había hecho tarde para actos de contrición. Ese pueblo adeco, en buena medida, fue a parar a las filas del chavismo. En la recta final de la campaña presidencial de 1998, Luis Alfaro Ucero, el candidato adeco, le pidió perdón. Pero hacía años que era demasiado tarde.

¿Cree que quienes diseñaron e implementaron el paquete de CAP son responsables de la masacre de febrero y marzo del 89? ¿Deberían ser llevados a juicio por eso?
–Las acciones para sancionar los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles. Y el 27-F se cometieron crímenes de lesa humanidad.

Me refiero específicamente al equipo de especialistas que concibió las medidas y trazó los lineamientos para su ejecución. Usualmente, cuando se habla de esos crímenes, se piensa en la Disip y el Ejército, pero no suele mencionarse a los ministros del Gabinete Económico de CAP. ¿Usted cree que ellos también deberían ser juzgados?
–Entiendo. Usted se refiere a los autores intelectuales. Es una buena pregunta. Desconozco si existe jurisprudencia al respecto. Es conocido el juicio al que fueron sometidos los genocidas en Ruanda. Pero ¿acaso no hay abrumadora evidencia sobre los crímenes cometidos por los técnicos neoliberales a lo largo y ancho del planeta? En el caso del 27-F tienen una responsabilidad histórica. Merecen como mínimo una sanción moral. Muchos de ellos se valen de las libertades que les ofrece la democracia venezolana y escriben en los diarios y opinan en las televisoras. Nosotros estamos obligados a recordar quiénes son y lo que hicieron. Ni perdón ni olvido.

¿A qué atribuye que la izquierda no haya podido capitalizar la crisis de la democracia representativa?
-A su claudicación histórica. Buena parte de la izquierda terminó integrándose al modelo, abandonando la causa popular. Con la ultraizquierda sucedió que pretendió erigirse en vanguardia de un pueblo al que no comprendía, al que no escuchaba. En los análisis, todo se reducía a la «manipulación» de las masas que votaban por adecos o copeyanos. Así, el pueblo venezolano resultaba «culpable» de su situación. El mérito histórico de Chávez radica en haber roto estos esquemas: por una parte, aceptó competir según las reglas de la democracia representativa, pero no para luego acomodarse, sino con el claro propósito de reunir la fuerza suficiente que le permitiera imponer nuevas reglas del juego político. Y lo logró. Y si lo logró fue porque reunió esa fuerza, y si lo hizo fue porque no veía al pueblo venezolano como una partida de ignorantes en espera de alguien que le enseñara la verdad. Lo que hizo fue recorrer una y otra vez el país, adentrándose en sus catacumbas, escuchando la voz popular, y a ese mismo pueblo le llevó un mensaje que hablaba de nuestros héroes mancillados y enterrados, de la necesidad de recuperar nuestra dignidad como pueblo, y lo invitó a pelear. Chávez comenzó por tratar al pueblo con dignidad. Allí radica su liderazgo. Y eso es algo que aquellos que nos formamos en la izquierda debemos aprender.

SEGUNDA PARTE. Comparación entre el paquete de CAP y la política económica de Chávez «no resiste el menor análisis».

A 24 años del 27-F, la oposición mantiene una campaña que busca sembrar la percepción de que el ajuste cambiario establecido por el gobierno bolivariano es parte de un paquete de medidas similar al que en aquella ocasión aplicó el gobierno de Carlos Andrés Pérez. «Esa comparación no resiste el menor análisis», refutó Reinaldo Iturriza. Y enfatiza que «la orientación general de la política económica de un gobierno y otro son antagónicas: la de Pérez respondía a intereses transnacionales y era por tanto expresión de sumisión y cipayaje. La del comandante Chávez responde al interés nacional». Sin embargo, advierte que, lejos de ser un disparate, la analogía que trata de posicionar la oposición responde a una táctica desestabilizadora: «El antichavismo tiene sus esperanzas cifradas en el malestar popular que producen la inflación o el desabastecimiento. No es un secreto, lo plantean públicamente. Apuestan a que ese malestar, sumado a otras condiciones, produzca inestabilidad política», declaró al Correo del Orinoco.

¿Cree que esa apuesta es una espera pasiva o piensa que esos sectores están propiciando la desestabilización?
–Obviamente, los actores económicos del antichavismo propician esa situación. No son pasivos ante lo que está aconteciendo, todo lo contrario, aprovechan las circunstancias para provocar las situaciones de conflicto. Hay que tener en cuenta que esos sectores todavía son muy poderosos y tienen muchísima influencia.

¿Sería algo similar a lo que hicieron los grupos económicos contra Salvador Allende en Chile?
-Sí, aunque guardando siempre las distancias, es la misma táctica de generar desabastecimiento y agudizar el malestar que eso genera. Un documental de Patricio Guzmán llamado La batalla de Chile, y que recomiendo ver, muestra cómo los poderes económicos actuaron contra Allende para derrocarlo. Tú ves ese documental y no deja de sorprenderte la similitud entre las tácticas de la oposición chilena de esa época y las del antichavismo aquí en Venezuela. La similitud es asombrosa, y permite que uno se dé cuenta de que la derecha nunca actúa sola, sino que detrás de esas acciones está el respaldo del imperialismo, la inteligencia de Estado de Estados Unidos con todos sus recursos logísticos y financieros.

El ajuste cambiario implementado a comienzos de mes no está acompañado de medidas similares a las que aplicó CAP en 1989. Además, se mantienen las políticas sociales. Pero el antichavismo insiste en la matriz de un supuesto «paquete rojo», para hacer creer que el gobierno tiene un plan neoliberal. ¿Cómo pueden sostener ese planteamiento?
–Yo creo que uno de los grandes aciertos del chavismo en la pasada campaña presidencial fue resaltar que el programa de gobierno de la MUD era en realidad un paquete neoliberal como el de 1989. Ese documento era público y bastaba leerlo para darse cuenta de que, después de 23 años del 27-F, lo único que la derecha tenía para ofrecerle al país era un programa insólitamente neoliberal. El presidente Chávez tuvo el gran acierto de insistir mucho en eso, con lo que le dio un golpe muy duro a la candidatura de Capriles. Entre otras cosas, porque el Presidente no estaba exagerando ni inventando nada: Capriles firmó y se comprometió en público con ese documento. Ahora él trata de devolver ese golpe hablando de «paquete rojo».

Iturriza explicó que al «devolver el golpe» Henrique Capriles no está planteando un argumento sino un ardid simbólico: «Él intenta revertir el efecto que tuvo sobre su candidatura que lo asociaran con un paquete neoliberal, que es algo que tiene un gran peso simbólico. Está tratando de limpiarse, de que lo vean de otra manera porque está soñando que eventualmente volverá a ser un candidato en el corto plazo. Entonces, busca confundir con la idea de que el Gobierno es neoliberal».

¿Lo que usted quiere decir es que al acusar al gobierno de tener un paquete neoliberal oculto, Capriles quiere deslindar su imagen del neoliberalismo? ¿Sería algo así como decir: «neoliberal es el gobierno, no yo»?
–Sí, si lo planteas así, diría que sí. En términos generales, se está buscando invertir los términos del debate de esa manera porque es un elemento que afecta su aspiración a presentarse de nuevo como candidato.

Iturriza enfatiza la importancia de la batalla simbólica. Para la derecha es importante capitalizar la asociación que hace la gente entre «paquete neoliberal» y 27-F. Así busca anular en el discurso el hecho real de que la plataforma de la MUD se sostiene en un programa de ajustes que no es distinto del que produjo el estallido social de 1989. «Ahora, la gente no es tonta, ha aprendido mucho y no se chupa el dedo como para no saber distinguir la verdad», comentó. Pero lanzó una seria advertencia: «Lo que no puede perder de vista el chavismo es que el malestar al que apuesta la derecha es real. El desabastecimiento y la inflación le pegan a la gente todos los días. Eso no es un cuento, y hay que enfrentarlo en los hechos. Es fundamental la mano dura, que el gobierno imponga controles y sancione a quienes los violen, porque en la medida en que no lo haga se puede debilitar la base social del proceso revolucionario».

«Está bien, por ejemplo, que se diga que la banca se llevó miles de millones, pero también queremos saber quiénes se los llevaron y que se les sancione por ello», agregó. Y señaló que hay que analizar por qué la oligarquía se atreve a invocar las fuerzas que destruyeron el piso político sobre el cual se sostenía para controlar el Estado. «No es la primera vez que el antichavismo recurre a estas groseras analogías. Si hoy sueña con lo que ayer fue su pesadilla, si hoy anhela una ‘explosión social’ que barra con la revolución bolivariana, es en razón de su propia impotencia. Ya una vez intentaron crear las condiciones para una rebelión, cuando el paro petrolero en 2002, y no fueron capaces. El asunto es que, por definición, la oligarquía no organiza rebeliones populares», explicó. A la luz de ese argumento, reiteró su planteamiento: si la oligarquía no tiene la capacidad de conducir al pueblo contra la revolución, buscará la forma de alentar el descontento a la espera de un estallido social. «Al respecto, el gobierno nacional está en la obligación de actuar con firmeza. Es hora de hablar menos y actuar con mano dura contra los grupos económicos involucrados en estos planes», sentenció.

El chavismo y la segunda oleada


(Este artículo lo terminé de escribir hace ya casi tres meses, exactamente el 7 de septiembre, a pedido de los compañeros de la revista SIC, de la Fundación Centro Gumilla. Fue publicado en el número 718 , de septiembre-octubre de 2009, consagrado al tema: Socialismo a la venezolana.

Lo comparto con ustedes en ocasión de celebrarse hoy elecciones presidenciales en Uruguay y Honduras. En un caso, decidirá la participación popular masiva; en el otro, la abstención militante.

Se viene la segunda oleada).

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Tendríamos que comenzar por abandonar esa idea, tan seductora como ingenua, según la cual la construcción del socialismo es una carrera de cien metros planos que nosotros corremos como Usain Bolt. O una pelea por el título peso ligero que sentenciamos a nuestro favor en el décimo round. El problema con las revoluciones es que la carrera nunca acaba, la pelea nunca termina: podemos ser capaces, incluso, de propinar más de un nocaut fulminante, y aún así siempre tendremos en frente a un nuevo contendor.

Usain Bolt: cabalgando
Dicho lo anterior, es indudable que lo que resulta fascinante y alentador del actual momento histórico es que la pelea por el título se libra en toda América: en el transcurso de la última década, las fuerzas de izquierda han logrado propinar algunos nocauts, llegando incluso a coronar a varios de los suyos en la silla presidencial. En el caso venezolano, el defensor del título fue a dar a la lona, durante cuarenta y siete horas, y un gigantesco levantamiento popular y militar lo devolvió al ring, con la fuerza que es capaz de inspirar un aliento colectivo de tal naturaleza. Hay de todo: en países como Bolivia el intercambio de ganchos de izquierda y derechazos a la mandíbula inspiró la célebre frase del contrincante narrador: atravesamos por una etapa de «empate catastrófico»; en Ecuador, el defensor se da el lujo de corretear por el cuadrilátero, mientras su contrincante recibe conteo de protección; en Paraguay recibe una lluvia de insultos, acusaciones y dos, tres, cuatro, cinco golpes de puñalada; en Brasil, Argentina, Uruguay o Chile, cada cual con su estilo, propina algún izquierdazo contundente, pero inmediatamente se abraza con su rival, bien sea por agotamiento o por no disponer de mucha voluntad para encarar la pelea; en Colombia o Perú, los retadores de izquierda deben aguantar una andanada de golpes ilegales: por debajo de la cintura, por la nuca, patadas, tropezones, masacres y persecuciones.
Con sus profundas diferencias, sus indudables semejanzas, sus ritmos dispares y diversos estilos, el cambio de rumbo político continental es de tal manera inocultable que hasta los comentadores y analistas de la derecha han debido reconocer que en América se ha producido lo que todos reconocen como un giro a la izquierda. Rendidos ante la evidencia, a la media oligárquica y a sus mentores intelectuales no les ha quedado de otra que poner el acento en aquellas diferencias, distinguiendo entre una izquierda vegetariana, responsable, moderada y moderna y otra carnívora, malhablada, vulgar, expansionista, radical y decimonónica. El propósito es tan evidente que raya en lo vulgar: detrás de la muy decimonónica práctica que consiste en distinguir entre civilización y barbarie, lo que aparece es el esfuerzo por obstaculizar la unidad de propósitos.
El asunto se complica aún más cuando el mentado giro a la izquierda es utilizado por cierta intelectualidad progre, renuente a profundizar en la complejidad, el significado y el alcance del acontecimiento, como pretexto para no hacer lo que sin embargo estaría obligada a hacer: examinar con el rigor suficiente tanto los puntos de encuentro como los de desencuentro, las particularidades tanto como las generalidades, los flancos débiles tanto como los fuertes. En resumen: aquello que nos une y por tanto nos hace fuertes, tanto como aquello que nos amenaza y pone en riesgo la necesaria unidad. ¿El mayor riesgo en lo inmediato? Que el fulano giro a la izquierda se desvanezca en la próxima esquina, que desaprovechemos la oportunidad histórica de convertir el tal giro en camino y obliguemos a las generaciones futuras a tomar el testigo en una carrera cuya meta es el despeñadero.
Celebrar este giro a la izquierda con aire triunfalista, como prueba irrefutable de que de ahora en adelante los pueblos acumularán una victoria tras otra es, cuando menos, irresponsable. Muy por el contrario. La noticia es ésta: Usain Bolt tiene que comenzar a asimilar que lo que nos viene es un maratón. Ni siquiera Julio César Chávez ni Mano e Piedra Durán ganaron todas sus peleas. Planteado menos deportivamente: tarde o temprano habremos de sufrir alguna derrota. O cuatro. Muy difícil, casi imposible preverlo con exactitud: cuándo, cuántas. ¿Las causas? Pueden ser muchas, asociadas unas con otras, simultáneas: acumulación de errores internos, cambio drástico de la correlación de fuerzas, incapacidad para demoler el viejo Estado o para transformar las relaciones sociales y económicas, freno al proceso de radicalización democrática, repetición de viejos errores del socialismo burocrático. También: desestabilización con apoyo externo, corrupción de funcionarios, atentados, infiltración de fuerzas paramilitares, golpe de Estado, magnicidio, invasión.
Sin excepción, cada una de estas eventuales causas o escenarios reales están planteados o están en pleno desarrollo. Insisto: de manera simultánea, aunque como es obvio la situación varía según sea el caso. En algunos casos es posible que el proceso de cambios se vea detenido, así sea temporalmente, concluido el período del mandato presidencial, dada la inexistencia de una figura capaz de aglutinar el apoyo suficiente para triunfar en elecciones democráticas y con ello garantizar la continuidad del proyecto. Asestadas estas derrotas, ellas implicarán un freno o incluso un retroceso del proceso de cambios continental. Tendrá lugar entonces una feroz campaña propagandística y los ideólogos de la democracia liberal – y de otras formas menos santas de gobierno – cantarán sobre el inicio del fin del giro a la izquierda. Eso escríbanlo.
El golpe de Estado en Honduras ha sido una avanzada de esta contraofensiva continental. Como bien lo ha sabido interpretar Isabel Rauber en un artículo excepcional: «No es la vuelta al pasado, no hay que equivocarse: es el anuncio de los nuevos procedimientos de la derecha impotente. El neo-golpismo es ‘democrático’ y ‘constitucional’. Honduras anuncia por tanto la apertura de una nueva era: la de los ‘golpes constitucionales'». Con el derrocamiento de Zelaya, la derecha continental no sólo ha infligido un golpe a la Unasur, sino que lo ha hecho ensayando una nueva modalidad que no tardará en replicarse en otros países de América, allí donde modalidades más impresentables no tengan, por los momentos, posibilidades de éxito.

Pero este inicio del fin del giro a la izquierda estará muy lejos de significar lo que, sin embargo, proclamarán a los cuatro vientos los ideólogos del status quo: el fin de la era de los pueblos en rebeldía y un despertar de la borrachera democrática e igualitarista que sacudió, en mala hora, a la América toda. En medio del triunfalismo de la derecha – que, la historia así lo enseña, es mala perdedora y peor ganadora – lo que volverá a emerger, lo ha planteado también Rauber, es «una cuestión política de fondo: los procesos sociales de cambio solo pueden ser tales, si se construyen articulados a las fuerzas sociales, culturales y políticas que apuestan al cambio y generan el consenso social necesario para llevarlo adelante. Y esto solo puede realizarse desde abajo, cotidianamente, en todos los ámbitos del quehacer social y político: en lo institucional y en la sociedad toda. Un empeño político y social de esta naturaleza, no se alcanza espontáneamente. No basta con que un mandatario tenga una propuesta política que considere justa o de interés para su pueblo; es vital que el pueblo, los sectores y actores sociales y políticos sean parte de la misma, que hayan participado en su definición, que se hayan apropiado de ella».

Así, luego de este retroceso temporal del proceso de cambios revolucionarios a escala continental, sobrevendrá una segunda oleada democrática y revolucionaria, impulsada por los movimientos populares que en esta etapa, en mayor o menor grado según el país del que se trate, han sido mantenidos al margen por gobiernos que, a pesar de todo, se autodefinen como populares. Diagnóstico que vale, en particular, para los casos argentino y brasileño, pero del que no escapa Venezuela ni ningún otro país gobernando por la izquierda. Esta segunda oleada será acompañada por aquellos procesos que supieron aprender a tiempo la lección más importante, y cuyo desconocimiento constituye nuestra principal amenaza: la revolución la hacen los pueblos, no minorías iluminadas.

De allí que una de nuestras principales tareas consista en saber interpretar el carácter y la naturaleza bravía, potente y revolucionaria del chavismo, entendido como movimiento popular que aglutina tradiciones y saberes, estéticas y sensibilidades, que plantea demandas y formula propuestas. Mal haríamos relegándolo al papel de espectador en la pelea, ese cuya participación se limita a lanzar vítores a su gallo. Mal haríamos al pretender domeñar o contener la potencia de un movimiento que, cuando es necesario, corre como Usain Bolt y pega como Edwin Valero.
Edwin Valero: fulminante

En un universo paralelo…


(Primera contribución con el Correo del Orinoco. Publicado hoy jueves 17 de septiembre.

Gracias Vanessa).

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En un universo paralelo, la dictadura de Carmona logró prevalecer y Chávez fue asesinado. Miles de sus partidarios fueron perseguidos, detenidos, torturados, asesinados y desaparecidos. Corre el año 2009 y la prensa libre editorializa:

“A 7 años de los acontecimientos del 11 de abril de 2002, las actuales generaciones tienen derecho a disponer de una visión equilibrada, y justa, de las circunstancias que llevaron al empresariado del país a asumir la conducción del gobierno. Años de preeminencia de una interpretación sesgada de la realidad han logrado instalar estereotipos que se dan por ciertos, sin considerar que se trató de hechos complejos… con una sociedad venezolana que, afectada por la violencia y la división, distaba mucho de ser la tolerante y diversa comunidad de ciudadanos que hoy aparenta exhibir nuestro país.

«Mirado con los ojos de hoy, para la inmensa mayoría del país el 11 de abril parece lejano, e incluso ajeno. Para sus detractores… éste es un tema actual, ya que en la confrontación y en la división entre los venezolanos encuentran su razón de ser determinadas organizaciones políticas…

«… Lo que nadie podrá discutir… es el cambio trascendental ocurrido en el ADN de nuestro país a partir de esos hechos históricos… Hay quienes sostienen que el ‘costo social’ de esas iniciativas habría restado legitimidad a su implementación…

«… El próximo año 2010 Venezuela celebrará su Bicentenario como Nación independiente. Una fecha tan simbólica y representativa debiera servir de marco para producir un definitivo reencuentro entre los distintos integrantes de la familia venezolana. Unos y otros protagonistas directos de los hechos de confrontación ocurridos en 2002 han sufrido los rigores de las consecuencias de esos acontecimientos… Familias que antes estuvieron divididas por consideraciones políticas se reencuentran y construyen su presente de una manera armónica y afectuosa…».

¿Les suena familiar? Sustituyan 7 años por 36, abril de 2002 por septiembre de 1973, empresariado por Fuerzas Armadas y de Orden, venezolana por chilena. Acaban de leer fragmentos de la carta escrita por Hernán Guiloff Izikson al diario chileno El Mercurio, publicada este 11 de septiembre de 2009. Guiloff Izikson es el actual Presidente de la Fundación Presidente Augusto Pinochet. Ahora ya lo saben: así es como escriben los verdaderos demócratas.

Portada del diario chileno El Mercurio, 13 de septiembre de 1973.


Detalle de la portada del diario chileno El Mercurio, del 13 de septiembre de 1973. Todo un poema: arriba la Junta Militar. Abajo a la derecha, la noticia de la muerte de Allende. Abajo a la izquierda: El Mercurio hace un llamado «Hacia la Recuperación Nacional». Porque así es como escriben los verdaderos demócratas.

Encuesta: Venezuela es el país que menos confía en los medios


Según un tal Barómetro Iberoamericano de Gobernabilidad 2009, que realiza un tal Consorcio Iberoamericano de Investigaciones de Mercados y Asesoramiento, los noticieros de televisión venezolanos son los más impopulares de toda América. Sólo el 36% de los consultados manifestó tenerles confianza, un porcentaje que es significativamente menor a la media latinoamericana, que se ubica en 52%. República Dominicana mostró el mayor nivel de confianza, con un 73%, seguida de Puerto Rico y Paraguay, con 64% y 60% respectivamente.

La prensa venezolana tampoco sale muy bien parada: sólo el 42% de los interrogados les expresó su confianza, cifra igualmente por debajo de la media (46%), y que ubica a Venezuela en el puesto 13 de los 20 países en los que se formuló esta pregunta. Nuevamente República Dominicana se alzó con el primer lugar, con un 66% de confianza, mientras que Colombia, Paraguay y Bolivia acumularon un 53%. Caso curioso el dominicano, definitivamente.

Algunos otros datos dignos de mención:

– Venezuela es el país con la imagen más negativa del Fondo Monetario Internacional (apenas 23% de aprobación, cuando la media latinoamericana es de 40%). ¡Nicaragua! y México son los países con la imagen más positiva: 59%. En Argentina no se consultó sobre el particular.

– En Venezuela se tiene la imagen más negativa de Estados Unidos: sólo 22% de aprobación, siendo la media latinoamericana un 43%. Tienen la imagen más positiva: Puerto Rico (83%), los latinos estadounidenses (79%) y El Salvador junto con República Dominicana (68%). La encuesta no incluye la pregunta que indague sobre la imagen de Venezuela en el resto de América. No logro entender por qué.

– Ante la pregunta: «¿Usted considera que el mundo va por buen camino o por mal camino?», los países que respondieron con mayor optimismo fueron: Paraguay (36% por buen camino), Venezuela (33%) y Brasil (29%), los tres por encima de la media latinoamericana, de apenas 23%.

Volviendo a los medios venezolanos, he aquí la explicación sencilla y llana del porqué de tanta impopularidad, desconfianza o poca credibilidad: enterados de los resultados del fulano Barómetro Iberoamericano en su versión 2009, esto fue lo único que divulgaron:

El Universal: Sondeo ubica a Obama como el preferido de latinoamericanos y a Chávez de último.


Globovisión: Obama es el preferido de latinoamericanos; Chávez en último lugar según encuesta.

Y la nota (de AFP) fue difundida justo en la víspera de la V Cumbre de las Américas. Vaya casualidad.

Pero vale la pena detenerse en éste, el único aspecto en el que se detuvieron esos homenajes a la verdad y el equilibrio que son los medios opositores. Ciertamente, el Barómetro incluye una segunda parte dedicada exclusivamente al «desempeño e imagen internacional de dieciséis líderes de la región». Obama aparece, efectivamente, en primer lugar, con un 70% de simpatía, seguido de Lula (58,9%), Juan Carlos (54,7%), Zapatero (50%), Bachelet (48,9%), Calderón (48,6%), Uribe (47,8%), Cristina Fernández de K (44,8%), Leonel Fernández (37,9%), ¡Alan García! (37,9%), Tabaré (37,2%), Correa (36,2%), Daniel Ortega (33,5%), Evo Morales (31,7%), Raúl Castro (29,1%) y Chávez detrás de la ambulancia, con 28,1%.

Hay otros detalles que tampoco logro entender: la encuesta fue realizada también en El Salvador, Panamá, Costa Rica, Honduras, Paraguay y Guatemala, y sin embargo los líderes de estos países no fueron considerados en la consulta. No fue realizada en España, pero dos líderes españoles fueron incluidos: Zapatero y Juan Carlos. En el caso de Puerto Rico, debemos sobrentender que su líder es Obama.

Esto es como decir: si mañana tuviera lugar una elección para elegir al Presidente de Latinoamérica, salvadoreños, panameños, costarricenses, hondureños, paraguayos y guatemaltecos votarían, pero no postularían candidatos. Caso similar a los cubanos, los españoles no votarían, pero podrían postular a dos candidatos, esto suponiendo que Juan Carlos aceptara someterse a la consulta popular. Los latinos en Estados Unidos votarían, así como los puertorriqueños, pero sus votos no tendrían validez alguna. Sin embargo, podrían postular a su candidato. Todo lo cual, admito, debe tener alguna lógica, pero yo no se la consigo.

En fin. Lo cierto es que, según parece, Chávez gozaría de la simpatía del 67,3% de los venezolanos, del 56,9% de los guatemaltecos, del 56,8% de los paraguayos y del 55,4% de los dominicanos. De allí en adelante, sólo la simpatía de los hondureños sobrepasaría el 30% (33,3%, para ser exactos). Los latinos estadounidenses odiarían a Chávez: apenas 12,3% de simpatía.

Otros datos difíciles de explicarse:

– El 51% de los paraguayos simpatizaría con Raúl Castro. Sólo el 17,9% de los venezolanos lo haría.

– Los salvadoreños simpatizarían con Juan Carlos en un ¡70,5%!

– Los paraguayos simpatizarían con Evo incluso más que los propios bolivianos: 46,5% contra 43,7% respectivamente.

– Venezuela sería el país con menos simpatías hacia Rafael Correa: apenas 23,3%. ¿Colombia? 23,4%.

– A los hondureños no les agradaría Tabaré Vázquez: 26,5%. A los venezolanos tampoco: 27,8% de simpatía.

– La simpatía por Alan García no superaría el 50% en ningún país. En Paraguay tendría 0% de simpatías. Es decir: Alan García sería el Antipático Número Uno del Pueblo Paraguayo. Vaya usted a saber por qué.

– Sólo el 0,3% de los paraguayos manifestaría algún grado de simpatía con Leonel Fernández. Y seguro es algún dominicano que vive en La Asunción.

– Los bolivianos simpatizarían muy poco con Felipe Calderón (30,1%), los guatemaltecos con Bachelet (35,6%), Zapatero (32,2%), Lula (36,6%) y en antipatía hacia Obama sólo serían superados por… los bolivianos (49,2% y 43,4% respectivamente); de lo que es fácil concluir que los verdaderos antipáticos serían los bolivianos y guatemaltecos y no Obama.

Los invito a que los revisen ustedes mismos (arriba, en la primera línea, el enlace) y saquen sus propias conclusiones.

Más curioso aún: pasé largo rato intentando entender cómo es que el fulano Consorcio Iberoamericano… sacaba estas cuentas. Procedí entonces a sumar los porcentajes – tomando en cuenta la advertencia metodológica: al tratarse de un «Total Latinoamérica», no se suman las cifras correspondientes a «EE.UU. (Latinos)» ni «Puerto Rico» – y a dividirlo entre el número de países: eso suma 543, cifra que hay que dividir entre 17 – exceptuando, naturalmente, a la Argentina, de la que no se disponen datos. Pues bien, el resultado fue siempre 31,9% – que ciertamente sigue siendo bastante bajo, nadie lo discute.


¿De dónde sale, entonces, el 28,1% de la gráfica? Sencillo: de dividir 543 entre 18. Es decir, el Consorcio Iberoamericano… incurre en el elemental error de incluir a la Argentina, país del que sin embargo no están disponibles los datos. Peor aún: si se realiza idéntica operación en el caso de los datos correspondientes a Obama – sumar porcentajes y dividir entre 17 – el resultado no es 70%, sino 67% – y si se incurre en el elemental error ya mencionado, el resultado sería 63,2%.

Luego de lo cual es posible concluir, sin ninguna duda, que al menos la segunda parte del tal Barómetro Iberoamericano de Gobernabilidad 2009, que realiza un tal Consorcio Iberoamericano de Investigaciones de Mercados y Asesoramiento, no es más que un instrumento de propaganda, plagado de inexactitudes, carente del más elemental rigor estadístico, que fue empleado deliberadamente para influir en la percepción de la «opinión pública» latinoamericana, en la víspera de una Cumbre de las Américas en la que Estados Unidos puede asistir como cualquier otra cosa, pero jamás, nunca jamás, como el país más «popular» de América.

Insisto: es por eso que tanta gente ya no confía en los medios.

¿Por qué construir el pueblo es la principal tarea de una política radical? (fragmento) – Ernesto Laclau


(Sabemos de sobra que hace algunos años el gobierno estadounidense ha encontrado la fórmula retórica para acusar y descalificar a ciertos procesos políticos de Nuestra América: «populismo radical». La evidencia circula profusamente por la web: por ejemplo aquí, acá o más allá. El lector informado no tendrá ninguna necesidad de indagar en cualquiera de los enlaces anteriores, y lo más probable es que recuerde alguna referencia más reciente, y con toda seguridad más patética.

Pero el colmo del patetismo es cómo esta fraseología es inmediatamente adoptada sin el menor rubor por opinadores, politiqueros de oficio e intelectuales. Sobre esta última especie, resulta cuesta arriba poner en duda el liderazgo de un Mario Vargas Llosa – de quien hay que aclarar en justicia que es un personaje obsesionado con el tema del populismo aun antes de la sombría era George W. Bush – y su séquito de repetidores sin gracia, cuya principal virtud es precisamente esa: ser capaces de repetir cansonamente los mismos argumentos una y otra vez, en favor del libre mercado, la democracia liberal y la amenaza del populismo. En abierto contraste con ellos, el debate que se libra en la izquierda – perdonen los señores el «anacronismo» – a propósito, por ejemplo, del «socialismo del siglo XXI», es al menos más plural y menos desprejuiciado, lo que ciertamente no habla muy bien de la izquierda, sino infinitamente mal de esta derecha ilustrada.

A propósito de los intelectuales y populismo, los cámaras del blog Verboamérica – cuya lectura recomiendo ampliamente – publicaron ayer miércoles 14 de mayo una entrada intitulada Antipopulistas ilustrados. En éste, a su vez, incluyen el enlace de un artículo del mexicano Roger Bartra. A primera vista, se trata de un trabajo «académico», en el que cita a los ya clásicos estudios de Germani y di Tella. Pero también, no podía faltar, a Ernesto Laclau.

Todo lo cual no le impide esgrimir las ya manidas invectivas contra el populismo chavista, del tipo

– «… el extraño socialismo populista venezolano que propone Chávez se conecta con el obsoleto modelo revolucionario cubano».
– «Cada vez más venezolanos se percatan de las carencias y del atraso del proyecto de Chávez: por eso perdió el referendo de 2007 en que se proponía modificar la constitución y perpetuarse en el poder».

Además, se atreve a sugerir su propio concepto de populismo: «… podría decir que el populismo es una cultura política alimentada por la ebullición de masas sociales caracterizadas por su abigarrado asincronismo y su reacción contra los rápidos flujos de deslumbrante modernización; una cultura que en momentos de crisis tiñe a los movimientos populares, a sus líderes y a los gobiernos que eventualmente forman».

«¡Apártate de ahí, negra, y deja tu abigarrado asincronismo!» Así insultan los tipos que saben.

Tanta palabrería para terminar afirmando lo que aquí nos ha dicho un montón de veces Teodoro Petkoff, y por allá, también, algunos integrantes de la pandilla de Vargas Llosa:

«Pero hay otros caminos posibles para gobiernos de izquierda con bases populares sólidas. La alternativa más conocida y probada es la socialdemócrata, tal como se ha presentado en Chile, Brasil y Uruguay, donde los gobiernos de Bachelet, Lula y Tabaré se han distanciado claramente del populismo. Estos gobiernos de orientación socialdemócrata, al igual que los populistas, ponen en el centro la necesidad de impulsar sociedades igualitarias, incluyentes y protectoras de los grupos más pobres o vulnerables. Pero hay grandes diferencias: de un lado tenemos una defensa de la democracia representativa y una política que acepta claramente que hoy en día la globalización es el más importante motor del cambio. En contraposición, el populismo impulsa actitudes de confrontación hacia los empresarios, ve con sospecha las inversiones extranjeras, es agresivamente nacionalista e impulsa reformas políticas que propician la continuidad del poder autoritario del líder; reformas que minan la democracia electoral para favorecer mecanismos alternativos de participación e integración popular de carácter corporativo, clientelar y movilizador».

Es decir, hay dos izquierdas: una buena y otra malísima, bla bla bla.

Les contaba que el Bartra cita a Ernesto Laclau. Si desean tomarse la molestia de revisar lo que escribe sobre el argentino, allá arriba está el enlace.

Pues bien: resulta que el Fondo de Cultura Económica ha anunciado la publicación, durante este mes de mayo, del libro más reciente de Laclau, Debates y combates. Por un nuevo horizonte de la política. Y como nos tiene acostumbrados, el Fondo nos anticipa un fragmento del libro, que es el que les dejo acá. Concretamente, la breve Introducción y parte del capítulo con el que titulamos esta entrada. En el libro, como ya leerán a continuación, entra en debate con algunos autores (Zizek, Badiou, Agamben, Negri y Hardt). Pero he querido resaltar el par de frases con las que cierra la intro, y que tanto contrastan con lo que todo el tiempo repiten los Vargas Llosa y los Bartra de este mundo:

«Es para mí un motivo profundo de optimismo que después de tantos años de frustración política nuestros pueblos latinoamericanos estén en proceso de afirmar con éxito su lucha emancipatoria. Es este nuevo horizonte histórico el que ha estado en la base de mi reflexión al escribir estos ensayos».)

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Debates y combates. Por un nuevo horizonte de la política.

Introducción.
Los cuatro ensayos que componen este volumen fueron escritos en los últimos ocho años y se ocupan de aspectos cruciales vinculados al reciente debate político de la izquierda. El ensayo referido a Slavoj Žižek parte de una polémica que él inició en Critical Inquiry e intenta mostrar las falacias de sus argumentos, que son tan sólo una mezcla indigesta de determinismo económico y subjetivismo voluntarista, a lo cual se añade una distorsión sistemática de la teoría lacaniana. (Esta distorsión ha sido demostrada de modo inequívoco en el reciente libro de Yannis Stavrakakis, The Lacanian Left.)[i]

La obra de mis otros adversarios en este libro presenta una sustancia teórica mucho más considerable. Mi ensayo sobre Alain Badiou trata -desgraciadamente de modo muy sumario- uno de los enfoques más originales y promisorios de la filosofía actual. Una consideración, por mi parte, más seria y sistemática de su obra podrá encontrarse en mi libro en preparación La universalidad elusiva. El gran mérito de la obra de Badiou reside, en mi opinión, en su drástica separación entre “situación” y “acontecimiento”, que plantea la cuestión del estatuto ontológico de una interrupción radical, que rompa con todas las ilusiones y los señuelos de la mediación dialéctica. Los límites de su análisis están dados, desde mi perspectiva, por lo que considero una exploración insuficiente de aquello que está estructuralmente implícito en una interrupción radical. Éste es el punto en que mi enfoque -“hegemónico”- se diferencia del suyo, fundado en lo que él califica de “fidelidad al acontecimiento”. También es el punto en que su ontología –matemática- difiere de la mía -retórica-.

En el caso de Giorgio Agamben, pese a todo lo que separa su enfoque del de Hardt y Negri, mi objeción es comparable. Detrás de su tesis fundamental de que la reducción del bíos a zoé signa el destino de la modernidad -que encontraría su paradigma teleológico en el campo de concentración- hay una simplificación del sistema de alternativas que abre la modernidad. Como lo he insinuado en mi ensayo sobre su trabajo, su misma idea de lo que está implícito en la noción de “potencialidad” puede abrir horizontes para visiones considerablemente más matizadas de la política que las que él explora.

Finalmente, mis desacuerdos con Michael Hardt y Antonio Negri giran en torno a la constitución de las identidades colectivas. Para ellos, la articulación horizontal entre distintas luchas sociales debe ser desdeñada en provecho de un aislamiento vertical de las diversas movilizaciones, que no requerirían la construcción de ningún vínculo político entre sí. Por las razones que se exponen en este libro, no pienso que ésa sea una perspectiva adecuada. Dicha perspectiva está anclada en el enfoque del operaismo italiano de los años sesenta, con su énfasis en la autonomía y su abandono de la categoría de “articulación”. Si bien coincido con ellos en que ésta última categoría no puede ser reducida a las formas institucionales del “partido”, tal como lo había sido en la experiencia del comunismo italiano, pienso también que formas más complejas de articulación, que reintroduzcan la conexión horizontal entre movilizaciones sociales, siguen siendo esenciales en la programación de un proyecto político.

Detrás de cada una de las intervenciones de este volumen hay, de mi parte, un proyecto único: retomar la iniciativa política, lo que, desde el punto de vista teórico, significa hacer la política nuevamente pensable. A esta tarea ha estado destinado todo mi esfuerzo intelectual. Es para mí un motivo profundo de optimismo que después de tantos años de frustración política nuestros pueblos latinoamericanos estén en proceso de afirmar con éxito su lucha emancipatoria. Es este nuevo horizonte histórico el que ha estado en la base de mi reflexión al escribir estos ensayos.

Ernesto Laclau, febrero de 2008
¿Por qué construir al pueblo es la principal tarea de una política radical?[ii] (fragmento)
Me ha sorprendido bastante la crítica de Slavoj Žižek[iii] a mi libro La razón populista.[iv] Dado que ese libro es altamente crítico del enfoque de Žižek, esperaba, desde luego, alguna reacción de su parte. Sin embargo, ha elegido para su respuesta un camino por demás indirecto y oblicuo: no ha respondido a una sola de mis críticas a su trabajo y formula, en cambio, una serie de objeciones a mi libro que sólo tienen sentido si uno acepta enteramente su perspectiva teórica, que es exactamente lo que estaba en cuestión. Para evitar continuar con este diálogo de sordos, tomaré el toro por las astas, voy a reiterar lo que considero fundamentalmente erróneo en el enfoque de Žižek y, en el curso de mi argumentación, refutaré también sus críticas.

Populismo y lucha de clases
Dejaré de lado las secciones del ensayo de Žižek que se refieren a los referendos francés y holandés, un aspecto en el que mis opiniones no difieren demasiado de las suyas,[v] y me concentraré en cambio en los argumentos teóricos, en los que señala nuestras divergencias. Žižek comienza afirmando que yo prefiero el populismo a la lucha de clases.[vi] Ésta es una manera bastante absurda de presentar el argumento, pues sugiere que el populismo y la lucha de clases son dos entidades realmente existentes, entre las que uno tendría que elegir, tal y como cuando uno elige pertenecer a un partido político o a un club de fútbol. La verdad es que mi noción del pueblo y la clásica concepción marxista de la lucha de clases son dos maneras diferentes de concebir la construcción de las identidades sociales, de modo que si una de ellas es correcta la otra debe ser desechada, o más bien reabsorbida y redefinida en términos de la visión alternativa. Žižek realiza, sin embargo, una descripción adecuada de los puntos en que las dos perspectivas difieren:

La lucha de clases presupone un grupo social particular (la clase obrera) como agente político privilegiado; este privilegio no es el resultado de la lucha hegemónica, sino que se funda en la “posición social objetiva” de este grupo, la lucha ideológico-política se reduce así, en última instancia, a un epifenómeno de los procesos sociales y poderes “objetivos” y a sus conflictos. Para Laclau, por el contrario, el hecho de que cierta lucha sea elevada a un “equivalente universal” de todas las luchas no es un hecho predeterminado sino que es el resultado de una lucha contingente por la hegemonía. En una cierta constelación, esta puede ser la lucha de los trabajadores, en otra constelación, la lucha patriótica anticolonialista, en otra, la lucha antirracista por la tolerancia cultural. No hay nada en las calidades positivas inherentes a una lucha particular que la predestine al rol hegemónico de ser el “equivalente general” de todas las luchas.[vii]

Aunque esta descripción del contraste es obviamente incompleta, no tengo objeciones al cuadro general de las diferencias entre los dos enfoques que provee. Sin embargo, a dicha descripción Žižek añade un rasgo del populismo que yo no habría tomado en consideración. En tanto que yo habría señalado correctamente el carácter vacío del significante amo que encarna el enemigo, no habría mencionado el carácter seudoconcreto de la figura que lo encarna. Debo decir que no encuentro ninguna sustancia en esta crítica. El conjunto de mi análisis se basa, precisamente, en afirmar que todo campo político discursivo se estructura siempre a través de un proceso recíproco, por el que la dimensión de vacío debilita el particularismo de un significante concreto pero, a su vez, esa particularidad reacciona brindando a la universalidad un cuerpo que la encarne. He definido la hegemonía como una relación por la cual una cierta particularidad pasa a ser el nombre de una universalidad que le es enteramente inconmensurable. De modo que lo universal, careciendo de todo medio de representación directa, obtendría solamente una presencia vicaria a través de los medios distorsionados de su investimiento en una cierta particularidad.

Pero dejemos de lado esta cuestión por el momento, ya que Žižek tiene una adición mucho más fundamental que proponer a mi noción teórica de populismo. Según él:

Uno tiene que considerar también el modo en que el discurso populista desplaza el antagonismo y construye el enemigo. En el populismo el enemigo es externalizado o reificado en una entidad ontológica positiva (aun si esta entidad es espectral) cuya aniquilación restauraría el equilibrio y la justicia; simétricamente, nuestra propia identidad -la del agente político populista- es también percibida como preexistente al ataque del enemigo.[viii]

Desde luego, yo nunca he dicho que la identidad populista preexista al ataque del enemigo, sino exactamente lo opuesto: que tal ataque es la precondición de toda identidad popular. Incluso he citado, para describir la relación que tenía en mente, la afirmación de Saint-Just de que la unidad de la república es sólo la destrucción de lo que se opone a ella. Pero veamos cómo se desarrolla el argumento de Žižek. Él afirma que reificar el antagonismo en una entidad positiva implica una forma elemental de mistificación ideológica, y que aunque el populismo puede avanzar en una variedad de direcciones (reaccionaria, nacionalista, nacionalista progresiva, etc.), “en la medida en que, en su noción misma, él desplaza al antagonismo social inmanente hacia un antagonismo entre el pueblo unificado y el enemigo externo, él alberga, en la última instancia, una tendencia protofascista”.[ix] A esto añade sus razones para pensar que los movimientos comunistas no pueden ser nunca populistas, dado que mientras que en el fascismo la Idea estaba subordinada a la voluntad del líder, en el comunismo Stalin era un líder secundario -en el sentido freudiano- ya que se encontraba subordinado a la Idea. ¡Un bonito piropo para Stalin! Como todo el mundo sabe, él no estaba subordinado a ninguna ideología sino que manipulaba a esta última en la forma más grotesca para usarla como instrumento de su agenda política. Por ejemplo, el principio de la autodeterminación nacional ocupaba un lugar privilegiado en el universo ideológico estalinista; se agregaba, sin embargo, que tenía que ser aplicado “dialécticamente”, lo que significaba que podía ser violado tantas veces como se considerara conveniente políticamente. Stalin no era una particularidad subsumible bajo una universalidad conceptual; por el contrario, era la universalidad conceptual la que era subsumida bajo el nombre de Stalin. Desde este punto de vista, Hitler tampoco carecía de ideas políticas -la Patria, la Raza, etc.-, que manipulaba del mismo modo por razones de conveniencia política. Con esto no estoy afirmando, desde luego, que los regímenes nazi y estalinista no fueran diferentes entre sí, sino que esas diferencias no pueden fundarse en un tipo de relación distinta entre el líder y la Idea.[x] (Volveré más adelante a la cuestión de la relación entre populismo y comunismo.)

Pero retornemos a los pasos lógicos a través de los cuales se estructura el argumento de Žižek, es decir, cómo concibe su suplemento a mi construcción teórica. Dicho argumento no es nada más que una sucesión de conclusiones non sequitur. La secuencia es la siguiente: 1) comienza citando un pasaje de mi libro en el que, refiriéndome al modo en que las identidades populares se constituyeron en el cartismo inglés, muestro que los males de la sociedad no eran presentados como derivados del sistema económico sino como resultantes del abuso del poder por parte de grupos parasitarios y especulativos;[xi] 2) encuentra que algo similar acontece en el discurso fascista, en el que la figura del judío pasa a ser la encarnación concreta de todos los males de la sociedad (esta concretización es presentada por él como una operación de reificación); 3) concluye entonces que esto muestra que en todo populismo (¿por qué?, ¿cómo?) hay “una tendencia protofascista de largo plazo”; 4) el comunismo, sin embargo, sería inmune al populismo porque en su discurso la reificación no tiene lugar y el líder permanece a buen resguardo en su carácter secundario. No es difícil percibir la falacia de todo este argumento. Primero, el cartismo y el fascismo son presentados como dos especies del género populismo; segundo, el modus operandi de una de las especies (el fascismo) es concebido como reificación; tercero, por razones no especificadas (en este punto el ejemplo cartista es convenientemente olvidado), eso transforma al modus operandi de la especie en el rasgo definitorio del género en su conjunto; cuarto, una de las especies, en consecuencia, pasa a ser el destino teleológico de todas las otras especies pertenecientes a ese género. A esto habría que agregar, en quinto lugar, como otra conclusión no fundamentada, que si el comunismo no puede ser una especie del género populismo, esto es presumiblemente (el punto no es afirmado explícitamente) porque en él la reificación no tiene lugar. En el caso del comunismo, tendríamos una universalidad sin mediaciones; éste sería el motivo por el que la suprema encarnación de lo concreto, el líder, estaría enteramente subordinado a la Idea. De más está decir, esta última conclusión no está fundada en ninguna evidencia histórica sino en un puro argumento apriorístico.

Más importante, sin embargo, que insistir en la obvia circularidad del argumento de Žižek, es explorar los dos supuestos no explicitados en los que se funda. Ellos son: 1) que toda encarnación de lo universal en lo particular debe ser concebida como reificación; y 2) una tal encarnación es inherentemente fascista. A estos postulados opondremos dos tesis: 1) que la noción de reificación es enteramente inadecuada para entender el tipo de encarnación de lo universal en lo particular que es inherente a la construcción de una identidad popular; y 2) que esta última encarnación -si se la entiende correctamente- lejos de ser una característica del fascismo o de cualquier otro movimiento político, es inherente a todo tipo de relación hegemónica -es decir, al tipo de relación constitutiva de lo político como tal-.

Comencemos con la reificación. Éste no es un término del lenguaje corriente sino que tiene un contenido filosófico muy específico. Fue en primer término introducido por Georg Lukács, aunque la mayor parte de sus dimensiones ya operaban avant la lettre en varios de los textos de Karl Marx, especialmente en la sección de El Capital referida al fetichismo de la mercancía. La omnipotencia del valor de cambio en la sociedad capitalista haría imposible el acceso al punto de vista de la totalidad; las relaciones entre los hombres adquirirían un carácter objetivo y, mientras que los individuos serían convertidos en cosas, las cosas aparecerían como los verdaderos agentes sociales. Ahora bien, si prestamos atención a la estructura de la reificación, su rasgo dominante resulta inmediatamente visible: ella consiste esencialmente en una operación de inversión. Lo que es derivativo aparece como originario; lo que es apariencial es presentado como esencial. La inversión de la relación sujeto/predicado es el meollo de la reificación. En tal sentido, es enteramente un proceso de mistificación ideológica, y su correlato subjetivo es la noción de falsa conciencia. El conjunto categorial reificación/falsa conciencia sólo tiene sentido, sin embargo, si la distorsión ideológica puede ser revertida; si fuera constitutiva de la conciencia, no podríamos hablar de distorsión. Ésta es la razón por la que Žižek, para sostener su noción de falsa conciencia, tiene que concebir los antagonismos sociales como fundados en algún tipo de mecanismo inmanente que ve la conciencia de los agentes como meramente derivativa; o más bien, en el cual esta última, en la medida en que es admitida, es vista como una expresión transparente de dicho mecanismo. Lo universal hablaría en forma directa, sin requerir ningún papel mediador de lo concreto. En sus palabras: el populismo “desplaza el antagonismo social inmanente hacia el antagonismo entre el pueblo unificado y el enemigo externo”. Es decir, que la construcción discursiva del enemigo es presentada como una operación de distorsión. Y, verdaderamente, si lo universal, que es inherente al antagonismo, tuviera la posibilidad de una expresión no mediada, la mediación a través de lo concreto sólo podría ser concebida como reificación.

Desafortunadamente para Žižek, el tipo de articulación entre lo universal y lo particular que presupone mi enfoque acerca de la cuestión de las identidades populares es radicalmente incompatible con nociones tales como reificación y distorsión ideológica. No es cuestión de una falsa conciencia opuesta a otra verdadera -que nos estaría aguardando como un destino teleológicamente programado- sino, pura y simplemente, con la construcción contingente de una conciencia. Por lo tanto, lo que Žižek presenta como su suplemento a mi enfoque, no es en absoluto un suplemento, sino la puesta en cuestión de sus premisas básicas. Estas premisas se derivan de un acercamiento a la relación entre lo universal y lo particular, lo abstracto y lo concreto, que he discutido en mi trabajo desde tres perspectivas -psicoanalítica, lingüística y política- que resumo a continuación para mostrar su incompatibilidad con el crudo modelo de falsa conciencia de Žižek.

Comencemos con el psicoanálisis. He intentado mostrar en La razón populista cómo la lógica de la hegemonía y la del objeto a lacaniano se superponen en buena medida y se refieren ambas a una relación ontológica fundamental en la cual lo pleno (fullness) sólo puede ser tocado a través de su investimiento en un objeto parcial; que no es una parcialidad dentro de la totalidad sino una parcialidad que es la totalidad. En este punto, mis análisis se han beneficiado en gran medida de los trabajos de Joan Copjec, que ha hecho una seria exploración de las implicaciones lógicas de las categorías lacanianas, sin distorsionarlas al estilo Žižek con superficiales analogías hegelianas. El punto relevante para nuestro tema es que lo pleno -la Cosa freudiana- es inalcanzable; es tan sólo una ilusión retrospectiva que es sustituida por objetos parciales que encarnan esa totalidad imposible. En palabras de Lacan: la sublimación consiste en elevar un objeto a la dignidad de la Cosa. Como he intentado mostrar, la relación hegemónica reproduce todos estos momentos estructurales: una cierta particularidad asume la representación de una universalidad que siempre se aleja. Como vemos, el modelo de la reificación / distorsión / falsa conciencia es radicalmente incompatible con el de la hegemonía/objeto a; mientras que el primero presupone el acceso a lo pleno a través de la reversión del proceso de reificación, el segundo concibe lo pleno (la Cosa) como inalcanzable porque carece de todo contenido. Y mientras que el primero ve la encarnación en lo concreto como una reificación distorsionante, el segundo ve el investimiento radical en un objeto como el solo camino para lograr una cierta plenitud. Žižek sólo puede mantener su enfoque en términos de reificación/falsa conciencia al precio de erradicar radicalmente la lógica del objeto a del campo de las relaciones políticas.

Nueva etapa: significación. (Lo que he llamado la perspectiva lingüística se refiere no sólo a lo lingüístico en el sentido restringido sino también a todos los sistemas de significación. Como estos últimos coinciden con la totalidad de las relaciones sociales, las categorías y las relaciones exploradas por el análisis lingüístico no pertenecen a áreas regionales sino al campo de una ontología general.) Aquí encontramos la misma imbricación entre particularidad y universalidad que habíamos encontrado en la perspectiva psicoanalítica. He mostrado en otros escritos que la totalización de un sistema de diferencias es imposible sin una exclusión constitutiva.[xii] Sin embargo, esta última tiene, como un efecto lógico primario, la división de todo elemento significativo entre una dimensión equivalencial y una dimensión diferencial. Como estas dos dimensiones no pueden ser lógicamente suturadas, la consecuencia es que toda sutura será retórica; una cierta particularidad, sin cesar de ser particular, asumirá un cierto rol de significación universal. Es decir, que el desnivel al interior de la significación es el único terreno en el cual el proceso de significación puede desarrollarse. Catacresis = retoricidad = posibilidad misma del sentido. La misma lógica que encontramos en el psicoanálisis entre la Cosa (imposible) y el objeto a la hallamos nuevamente como la condición misma de la significación. El análisis de Žižek no se refiere directamente a la significación, pero no es difícil extraer la conclusión que se derivaría, en este campo, de su enfoque fundado en la reificación: que todo tipo de sustitución retórica que no alcanza una reconciliación literal plena equivale a una falsa conciencia.

Por último, la política. Tomemos un ejemplo al que me he referido en varios puntos de La razón populista: Solidaridad en Polonia. Tenemos ahí una sociedad en la que la frustración de una pluralidad de demandas por parte de un régimen represivo creó una equivalencia espontánea entre ellas que, sin embargo, necestaban expresarse a través de alguna forma de unidad simbólica. Tenemos aquí una clara alternativa: o bien hay un último contenido conceptualmente especificable que es negado por el régimen opresivo -en cuyo caso ese contenido puede ser directamente expresado en su identidad diferencial positiva-, o bien las demandas son radicalmente heterogéneas y lo único que ellas comparten es un rasgo negativo -su común oposición al régimen represivo-. En ese caso, como no es cuestión de la expresión directa de un rasgo positivo subyacente a las diversas demandas sino que lo que tiene que expresarse es una negatividad irreductible, su representación tendrá necesariamente un carácter simbólico.[xiii] Las demandas de Solidaridad pasarán a ser el símbolo de una cadena más extendida de demandas cuya equivalencia inestable en torno a ese símbolo constituirá una identidad popular más amplia. Esta constitución simbólica de la unidad del campo popular -y su correlato: la unificación simbólica del régimen opresivo a través de medios discursivo / equivalenciales similares- es lo que Žižek sugiere que debemos concebir como reificación. Pero está enteramente equivocado. En la reificación tenemos, como hemos visto, una inversión en la relación entre expresión verdadera y distorsionada, mientras que para nosotros la oposición verdadera/distorsionada carece de todo sentido. Dado que el vínculo equivalencial se establece entre demandas radicalmente heterogéneas, su “homogeneización” a través de un significante vacío es un puro passage à l’acte, la construcción de algo esencialmente nuevo y no la revelación de una “verdadera” identidad subyacente. Ésta es la razón por la que en mi libro he insistido en que el significante vacío es un puro nombre que no pertenece al orden conceptual. No se trata, por consiguiente, de verdadera o falsa conciencia. Como en el caso de la perspectiva psicoanalítica -la elevación de un objeto a la dignidad de la Cosa-, y como en el caso de la significación -donde la presencia de un término figural que es catacréstico porque nombra y da así presencia discursiva a un vacío esencial dentro de la estructura significante-, tenemos también en la política la constitución de nuevos agentes -pueblos, en nuestro sentido- a través de la articulación entre lógicas equivalenciales y diferenciales. Estas lógicas implican encarnaciones figurales resultantes de una creatio ex nihilo que no es posible reducir a ninguna literalidad precedente o final. Por lo tanto: olvidémosnos de la reificación.

Lo que hemos dicho hasta este punto ya anticipa que, en nuestra opinión, la segunda tesis de Žižek, según la cual la representación simbólica -que él concibe como reificación- sería esencialmente o, al menos, tendencialmente, fascista, es igualmente insostenible. Aquí Žižek usa un arma demagógica: el rol del judío en el discurso nazi, que inmediatamente evoca todos los horrores del Holocausto y provoca una instintiva reacción negativa. Ahora bien, es verdad que el discurso fascista utilizó formas de representación simbólica, pero no hay nada específicamente fascista en el hecho de hacerlo, ya que no hay discurso político que no construya sus propios símbolos de ese modo. Incluso diría que esta construcción es la definición misma de lo que es la política. El arsenal de posibles ejemplos ideológicos diferentes del que ha elegido Žižek es inagotable. ¿Qué otra cosa que una encarnación simbólica está implicada en un discurso político que presenta a Wall Street como fuente de todos los males económicos? ¿O en la quema de la bandera estadounidense por parte de manifestantes del Tercer Mundo? ¿O en los emblemas rurales, antimodernistas, de las agitaciones de Gandhi? ¿O en la quema de la Catedral de Buenos Aires por parte de las masas peronistas? Nos identificamos con algunos de esos símbolos en tanto que rechazamos otros, pero esto no es motivo para afirmar que la matriz de una estructura simbólica varía de acuerdo con el contenido material de los símbolos. Afirmar lo contrario no es posible sin alguna noción de reificación estilo Žižek, que permitiera adscribir algunos contenidos a la verdadera conciencia y otros a la falsa. Pero incluso esta operación ingenua no tendría éxito sin adicionar el postulado de que toda forma de encarnación simbólica sería una expresión de la falsa conciencia, en tanto que la verdadera conciencia estaría exenta de toda mediación simbólica. (Éste es el punto en que la teoría lacaniana pasa a ser la némesis de Žižek: eliminar enteramente la mediación simbólica y afirmar la posibilidad de una pura expresión de la conciencia verdadera es lo mismo que afirmar tener un acceso directo a la Cosa en cuanto tal, en tanto que a los objetos a sólo se les atribuiría el estatus de representaciones distorsionadas.

[i] Yannis Stavrakakis, The Lacanian Left, Edimburgo, Edimborough University Press, 2007.
[ii] Este artículo fue publicado en Critical Inquiry, año 32, verano de 2006, pp. 646-680. Traducción al español de Ernesto Laclau.
[iii] Véase Slavoj Žižek, “Against the Populist Temptation”, en Critical Inquiry, año 32, primavera de 2006, pp. 551-574.
[iv] Ernesto Laclau, La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005.
[v] Excepto, desde luego, cuando él identifica los rasgos específicos de las campañas por el “no” con los rasgos definitorios de todo populismo posible.
[vi] Véase Slavoj Žižek, op. cit., p. 554.
[vii] Ibid.
[viii] Ibid., p. 555.
[ix] Slavoj Žižek, op. cit., p. 557.
[x] Un subterfugio barato que puede encontrarse en muchos puntos de los trabajos de Žižek consiste en identificar la afirmación de ciertos autores acerca de un grado de comparabilidad entre rasgos de los regímenes nazi y estalinista con la imposibilidad de distinguir entre ellos, postulada por autores conservadores como Nolte. La relación entre un líder político y su “ideología” es un asunto sumamente complicado, que involucra muchos matices. No hay nunca una situación en la que el líder sea totalmente exterior a su ideología y que tenga respecto a ella una relación puramente instrumental. Muchos errores estratégicos cometidos por Hitler en el curso de la guerra, especialmente durante la campaña de Rusia, sólo pueden explicarse por el hecho de que él se identificaba con aspectos básicos de su discurso ideológico, de que él era, en tal sentido respecto a ese discurso, un líder “secundario”. Pero si es erróneo hacer de la relación de manipulación entre el líder y su ideología la esencia de un régimen “totalitario” indiferenciado, es igualmente erróneo afirmar, como lo hace Žižek, una mecánica diferenciación entre un régimen (comunista) en el que el líder sería puramente secundario y otro (fascista) en el que tendría una primacía irrestricta.
[xi] En el pasaje citado por Žižek estoy simplemente resumiendo, con aprobación, el análisis del cartismo de Gareth Stedman Jones, “Rethinking Chartism”, en Languages of Class, Studies in Working Class History, 1832-1902, Cambridge, Cambridge University Press, 1983 [trad. esp.: Lenguajes de clase. Estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa, Madrid, Siglo XXI, 1989].
[xii] Véase Ernesto Laclau, “Why do Empty Signifiers Matter to Politics?”, en Emancipation(s), Londres, 1996, pp. 36-46 [trad. esp.: “Por qué los significantes vacíos son importantes para la política?”, en Emancipación y diferencia, Buenos Aires, 1996].
[xiii] No usamos aquí el término simbólico en el sentido lacaniano sino en otro que se encuentra frecuentemente en discusiones relativas a la representación. Véase, por ejemplo, Hanna Fenichel Pitkin, The Concept of Representation, Berkeley, University of California Press, 1967, cap. 5 [trad. esp.: El concepto de representación, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1985].

A veces sucede que los medios no callan (ni mandan a callar)


Los medios opositores venezolanos han celebrado a rabiar la iracundia soberbia de un Juan Carlos de Borbón mandando a callar a Chávez durante la sesión de cierre de la XVII Cumbre Iberoamericana, celebrada en Chile. Poco importa si la afrenta ha sido dirigida hacia un compatriota. Pero vamos a estar claros: ni podemos esperar que los medios venezolanos asuman en relación con Chávez una postura semejante a la asumida por Zapatero en relación con Aznar ni tampoco deseamos que así sea. La derecha que defienda a la derecha. Zapatero, pues él sabrá.

En lo particular, estoy convencido de que la defensa de Aznar es una simple argucia retórica del presidente español. El cuestionamiento de fondo, que inició con Evo Morales y continuó con Chávez, va mucho más allá de la menguada figura de Aznar, y tiene que ver con la forma como comienza a concebirse a sí misma nuestra América rebelde y su relación histórica con los imperios, los de antes y el de ahora. El ejercicio de memoria histórica que han realizado Evo y Chávez ha chocado de frente con la mala conciencia española.

La noticia, para los medios, es el choque. Para los medios opositores venezolanos, y para la prensa conservadora de todo el hemisferio (que es casi toda), Chávez ha sido el responsable de este choque: por su impertinencia, por sus malas maneras, por su intemperancia, y por todo eso que ya hemos escuchado y leído miles y miles de veces. En cuanto a la memoria histórica, que quede sepultada en los libros de historia.

Los medios opositores venezolanos, la prensa y las cadenas televisivas conservadoras del hemisferio imponen de hecho lo que Juan Carlos ha mandado: el silencio. Pero a veces sucede que los medios no callan ni tampoco mandan a callar. Como esto es un fenómeno que suele presentarse tan poco, y como la prensa equilibrada, progresista e inteligente equivale en el mundo de los impresos noticiosos a lo que en el mundo animal son las especies en peligro de extinción, comparto con ustedes los casos de dos raros especimenes: dos diarios que se atreven a ir más allá de las simplezas que nos ha impuesto la hegemonía comunicacional conservadora.

El primero de ellos es un diario español, de muy reciente data: Público. En su edición del domingo 11 de noviembre, Público le apuesta a una primera página que centra su atención, precisamente, en la «bronca» protagonizada por Zapatero, Juan Carlos y Chávez:

Pero lean ahora la nota que escribe su director, Ignacio Escolar, en la página 3 de la misma edición:


Una lección para Aznar.
Un ejercicio de política-ficción fácil de resolver: ¿qué habría pasado si hubiese sido Aznar el que estuviese en el lugar de Zapatero ayer en Santiago de Chile? ¿Habría dado la cara el presidente de honor del PP, ese patriota, por el presidente de su país? Me cuesta imaginármelo. En los últimos tres años y medio, el hombre que nos quiso sacar del rincón de la historia se ha convertido en una especie de anti-embajador de España, que usa todos los contactos y amistades que mantiene tras su paso por La Moncloa para complicar lo más posible las relaciones diplomáticas españolas. Aznar ha aprovechado cada cita internacional, cada micrófono, cada entrevista, para cargar contra el Gobierno de su país, contra su política exterior, contra sus propios ciudadanos a los que tacha de cobardes, a los que riñe porque no votaron como su heredero al que él había señalado con su dedo.

Dice Zapatero que el Gobierno de España “siempre ha respetado, respeta y respetará a todos los gobernantes elegidos democráticamente”. Discrepo. El “ha respetado” se referirá a los últimos tres años y medio. Hugo Chávez tenía algo de razón cuando criticaba el papel que jugó el Gobierno de Aznar durante el golpe de estado de 2002 en Venezuela, aunque ayer no fuese ni el día ni el interlocutor ni el lugar oportuno para ese debate.

Sí, por supuesto, algo parecido hubiéramos podido leer en alguna editorial de El Nacional o de El Universal. Claro que sí.

La edición del domingo 12 de noviembre nos ofrece ir al «origen de la bronca»:

Yo pensé exactamente lo mismo: ¿un diario intentando, al menos, ir al fondo del problema? Pues sí, parece que aún existen. De esta edición quiero mostrarles acá dos buenas notas. La primera, publicada en la página 3, continúa la línea de análisis que ya trazara Ignacio Escolar el día anterior:

Las veces que Aznar no defendió a España.
Ha aprovechado sus viajes para cargar contra el Gobierno de Zapatero.
Yolanda González
Madrid


Quizá minutos antes de telefonear a Rodríguez Zapatero para agradecerle su defensa, a Aznar se le pasó por la cabeza todas las veces que él hizo justamente lo contrario.

Desde que abandonó la presidencia del Gobierno, la labor de José María Aznar ha tenido un claro escenario dominante: campus universitarios alrededor del mundo. Y en ninguna de sus conferencias han faltado referencias a España. Un país al borde del precipicio con un gran culpable: José Luis Rodríguez Zapatero.

Su último ataque llegó hace unos días a cuenta de la crisis de Chad. Tras agradecer a Sarkozy las gestiones para ayudar a los españoles, se confesó “humillado” porque no hubiera sido Zapatero quien acudiera al país africano a liberar a los retenidos. Hay más ejemplos.

10/09/04
“Partido del odio”
Sus dardos llegaron esta vez desde las páginas del diario alemán Die Welt. Aznar aseguró que “la izquierda que está en el gobierno” en España es “el partido del odio”. También acusó al gobierno de Zapatero de tener como objetivo “sistemático destruir el pasado, lo logrado hasta ahora”.


22/9/04
Sobre el 11-M
Era su primer día como profesor asociado en la Universidad de Georgetown (EEUU) y no faltaron en su discurso las alusiones al 11-M. A su juicio, el problema con Al Qaeda en España no empezó con la intervención en Irak, sino “que viene de mucho atrás”, desde que “España rechazó ser un trozo más del mundo islámico cuando fue conquistada por los moros, y rehusó perder su identidad”. Unas opiniones que en el PSOE calificaron de “patéticas y contradictorias”.

Dos años después, en octubre de 2006, en una entrevista concedida al diario chileno El Mercurio, insistió en que “sin el 11-M las elecciones españolas habrían sido distintas”.

8/10/2005
Momento crítico
Ante cientos de empresarios en México consideró que “España corre riesgos serios de desintegración y balcanización, de volver históricamente a las andadas”.


18/01/2007
Uniones gays
También llevó fuera de nuestras fronteras su discurso sobre la familia y sus valores. En su acto de investidura como doctor honoris causa de la Universidad Católica de Milán, José María Aznar señaló que “las uniones entre personas del mismo sexo pueden ser muy respetables, pero no deben ser equiparadas ni al matrimonio ni a la familia”.


Por estas fechas, la Ley de matrimonios entre personas del mismo sexo ya estaba en vigor en España. Concretamente, desde junio de 2005.

10/4/07
“Una calamidad”
El presidente de FAES consideró que la reciente visita a Cuba del ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, había sido “una calamidad para los disidentes”. Y criticó la política del gobierno hacia la isla. A su juicio, a Zapatero “no le interesan los derechos humanos ni las libertades de los cubanos, sino simplemente el mantenimiento del régimen”.

La segunda aparece publicada en la página 4, incluye entrevista a Luis Britto García, y va acompañada de la siguiente fotografía:

Chávez no olvida el golpe.
Sus partidarios justifican su actitud con el supuesto respaldo de Aznar a los golpistas en 2002.

Trinidad Deiros
Madrid

Los muchos partidarios que Hugo Chávez tiene en Venezuela han hecho suya su idea de que “la verdad no ofende”. De este parecer es el escritor y analista cercano al Gobierno venezolano, Luis Britto, que, en conversacion telefónica con Público, describe como “un hecho irrefutable” el apoyo del Gobierno de José María Aznar al golpe de Estado que en 2002 intentó derrocar al presidente de su país.

Este apoyo, que el mismo Miguel Ángel Moratinos desveló en 2004 en un programa de televisión, pasó bastante inadvertido en España. No así en Venezuela. Luis Britto cree que la ambigua postura de Aznar hacia la intentona golpista, “que no fue ajeno a los intereses de empresas españolas en Venezuela”, está en “el trasfondo del incidente entre Chávez, Zapatero y el rey”.

España y EEUU
El 11 de abril de 2002, un grupo de militares pidió la renuncia del presidente y, ante su negativa, ordenó su detención. El mismo día, Pedro Carmona, jefe de la patronal venezolana, se autoproclamó presidente, disolvió el Parlamento y anuló de un plumazo todas las instituciones democráticas.

Poco duró en el poder, dos días. Las manifestaciones populares y la reacción de un sector del Ejército forzaron el retorno de Hugo Chávez a la presidencia.

Dos países mostraron una clara ambigüedad hacia los golpistas: Estados Unidos y España. En una declaración conjunta firmada por ambos, se expresaba su solidaridad con “el pueblo de Venezuela”, así como el “deseo de que la excepcional situación que experimenta Venezuela conduzca en el plazo más breve a la normalización democrática plena”.

Ninguna mención a la ilegalidad del golpe ni a la situación de Chávez, que continuaba encarcelado.

Argentina, Chile, México y Brasil se negaron a firmar esta declaración.

Una reunión con el golpista
El embajador español en Venezuela, Manuel Viturro, mantuvo incluso una reunión posterior con el golpista Carmona –según reveló Moratinos también en el Congreso de los Diputados–, en la que también participó el embajador norteamericano, Charles Shapiro.

En su comparecencia en el Congreso, el actual ministro español de Asuntos Exteriores hizo público el contenido de un telegrama del embajador español en Caracas.

En él, se podían leer frases como la siguiente: “La reunión nos permitió incluso subrayar nuestra sorpresa por la disolución de la Asamblea y decirle que actitudes como ésa podían hacer difícil que pudiésemos en el futuro expresar nuestra amistad hacia él y nuestra comprensión hacia el anunciado proceso de consolidación de las instituciones democráticas en Venezuela”.

La diatriba de Chávez contra Aznar, al que describió en Chile como “un fascista”, un “cachorro del imperio” y un “tipo que da asco y lástima, de la misma calaña que Adolfo Hitler”, se remite para Luis Britto a la equívoca actuación del Gobierno español en aquel momento.

“Cuando alguien está a punto de perder la vida (Chávez), es normal que ataque a quienes apoyaron a sus agresores”, sostiene este intelectual.

Las “pretensiones de algunos medios de comunicación españoles” de que el Gobierno intervenga en asuntos internos de países latinoamericanos “cuando se supone que los intereses económicos españoles están siendo vulnerados” sorprenden a Britto. El ejemplo que evoca es aún reciente: el de la “legítima” nacionalización de la explotación de los hidrocarburos en Bolivia.

El analista estima que España debe olvidar “los tiempos del Imperio”. La reacción del rey ante los insultos a Aznar le parece además “fuera del protocolo” pues “no tenía derecho a mandar callar a otro jefe de Estado, lo mismo que si hubiera sucedido a la inversa”.

El segundo raro ejemplo de periodismo digno es el que nos ofrece el diario mexicano La Jornada. Si no lo ha leído, pues vaya y léalo. Les dejo la editorial del lunes 12 de noviembre, que suscribo completamente. Salud.

Editorial.
España: injerencias no explicadas.
Tras la agitación en la clausura de la Cumbre Iberoamericana en Santiago de Chile, en la que el rey de España, Juan Carlos de Borbón, intentó callar con malas maneras al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, es preciso ir más allá de los encontronazos verbales y ver que detrás de ellos hay un redimensionamiento inexorable de la presencia española –política, diplomática y económica– en nuestro hemisferio.

Por principio de cuentas, sería necio desconocer que, tras la muerte de Franco, la antigua metrópoli desempeñó un papel positivo en América Latina, asolada entonces por sangrientas dictaduras militares alentadas desde Washington. Durante los años 80 del siglo pasado, España fue, junto con Francia, un contrapeso –pequeño y a veces tímido, pero siempre reconfortante– a los intereses hegemónicos de Estados Unidos en la región y tierra de asilo para opositores perseguidos.

En la década siguiente, conforme se colapsaban los regímenes militares en este lado del Atlántico y las nacientes democracias enfrentaban los saldos de desastre, se produjo una notable expansión de las inversiones peninsulares en América Latina. El flujo de capitales correspondiente resultó importante para la recuperación de economías devastadas por la crisis de la deuda externa.

El avance de la integración española a la Europa comunitaria y la llegada de los posfranquistas del Partido Popular (PP) a La Moncloa implicó un realineamiento de la percepción de Latinoamérica en los órganos del Estado español. Desaparecieron los matices que diferenciaban a Madrid de Washington y los países de este hemisferio dejaron de ser vistos como parte de un universo idiomático y cultural común para ser considerados mercados, en los cuales era preciso aplicar las normas de rapiña y depredación características del modelo globalizador en curso. A medida que las economías salían del amargo trance de fin de siglo, de este lado del mar se cayó en la cuenta que las trasnacionales españolas, ya por entonces con fuerte presencia regional, no eran menos voraces ni menos implacables que las estadunidenses.

La rapacidad de las grandes corporaciones peninsulares –especialmente las que tienen intereses en los sectores hídricos y energéticos– les ha generado conflictos de diversos grados con gobiernos de Argentina, Bolivia y con las sociedades de casi todos los países en los que tienen presencia.

Ante el surgimiento de gobiernos latinoamericanos con propuestas económicas alternativas al Consenso de Washington y con políticas exteriores independientes, el gobierno que encabezaba José María Aznar emprendió una política de abierta injerencia para favorecer a las fuerzas derechistas de este lado del Atlántico. En el encuentro de anteayer, el presidente nicaragüense, Daniel Ortega, dio cuenta de cómo, ya en tiempos de Rodríguez Zapatero, en la embajada de España en Managua se conspiró para impedir el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional, lo que generó por segunda vez la ira del jefe del Estado español, quien abandonó con rudeza la sesión.

Ayer Chávez recordó que el gobierno de Aznar participó en la conjura que desembocó en el fallido golpe de Estado de 2002, que por un par de días alejó al presidente venezolano del poder. El ex jefe del gobierno español buscó, además, inducir a varios países latinoamericanos –con especial énfasis México y Chile– a la catastrófica y criminal aventura bélica de Estados Unidos en Irak (y antes en Afganistán), faltando con ello al elemental respeto a las soberanías nacionales y a las facultades exclusivas de cada país de fijar su política exterior.

No hay que equivocarse: no es que Chávez u Ortega le hayan colmado la paciencia al rey de España, es que algunos gobiernos de este hemisferio han sido demasiado pacientes ante el intervencionismo español.

Ahora resulta fácil imputar al cavernario Aznar las responsabilidades por estos actos hostiles, inadmisibles y contrarios a la legalidad internacional; sin embargo, el ahora destemplado Juan Carlos de Borbón, en su calidad de jefe de Estado y responsable máximo de la política exterior de su país, no puede eludir su responsabilidad en las tropelías cometidas por el gobernante defenestrado luego de los atentados del 11 de marzo de 2004 en los trenes de Madrid.

Las autoridades españolas le deben una explicación a los gobiernos y pueblos de Venezuela y Nicaragua, deuda que posiblemente se quedará pendiente por tiempo indefinido, habida cuenta de la arrogancia y el desdén hacia América Latina que imperan en las altas esferas políticas de Madrid.