Política, campos, representación. (Para pensar la militancia). (II)


Hugo Chávez entrega el Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2010 a Enrique Dussel.
Hugo Chávez entrega el Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2010 a Enrique Dussel.

I.-
El concepto de «campo político», tal y como lo trabaja Enrique Dussel, puede aportarnos algunas pistas para revisar lo que entendemos por política, para imaginar y hacer posibles prácticas emancipatorias y, más específicamente, para profundizar en el ineludible tema de la crisis de representación política.

De esta última tenemos evidencias tan incontestables que lo curioso es que no nos detengamos con más frecuencia en el análisis del problema. Sobre todo tomando en cuenta los efectos políticos inmediatos de dicha crisis: el freno de las prácticas emancipatorias.

Con todo, hay que tener cuidado cuando se habla de crisis de representación política: el enunciado no alude al fracaso de la revolución bolivariana a la hora de producir una clase política, como pudiera interpretarse desde posturas fatalistas. Antes al contrario, lo que se quiere es subrayar que el chavismo, como fenómeno histórico, hubiera sido inconcebible sin esa crisis: mientras crujía la representación (la idea, el modelo, una cultura, un conjunto de prácticas e instituciones), el chavismo se colaba por los intersticios.

Pero si el chavismo anuncia una política otra, de corte emancipatorio, liberada de las pesadas antiguallas de la «democracia representativa», la pelea es peleando: mientras tenía lugar el proceso de subjetivación del chavismo (su constitución como sujeto político), mientras se iba politizando a su manera, en abierto antagonismo con eso que Bourdieu llamaba «políticos profesionales«, de derecha y de izquierda, muchos de estos procedían a mimetizarse con ese sujeto brioso, resuelto, audaz y desprejuiciado. A la vieja política sólo la mímesis le garantizaba la supervivencia.

Mucho de la vieja política sobrevive entre nosotros, dentro del chavismo. De allí que tengamos que seguir lidiando con tantos viejos vicios, y por eso el amplio rechazo del pueblo chavista a esos «políticos profesionales» que terminan siendo más de lo mismo y casi siempre frustrando la posibilidad del cambio social, o al menos entorpeciéndolo. No tiene ningún mérito afirmar nada de esto. Lo sospechoso, en todo caso, es hacer como si no estuviera sucediendo o pretender desconocer de dónde venimos.

II.-
Volviendo sobre el planteo inicial, algunos compañeros comenzamos a estudiar el concepto de «campo político» justo en momentos en que se desarrollaba la discusión sobre las líneas estratégicas del partido, a comienzos de 2011, y luego a propósito del proceso de conformación del Gran Polo Patriótico, en el último trimestre del mismo año. Lo que ponía en evidencia la primera discusión era precisamente la crisis de representación política (y la intención de encararla), mientras que el segundo proceso era expresión de aspiraciones más ambiciosas: explorar el terreno de la política más allá de la forma partido, aunque sin descartarla.

Si el Gran Polo Patriótico ha terminado reducido, en casi todas partes, al conjunto de partidos aliados, seguidos muy de lejos por instancias casi siempre precarias de articulación sectorial, esto no hace sino demostrar que, como diría un compañero revolucionario portugués, las revoluciones se hacen con los recursos existentes y no con los que serían necesarios.

Dicho de otra forma, siguen siendo necesarios los recursos teóricos que nos permitan pensar la política revolucionaria más allá de las formas tradicionales de organización. Hace falta, por decir lo menos, un trabajo de sistematización de lo que vienen siendo nuestras prácticas militantes, prácticas que discurren, por cierto, casi siempre al margen de cualquier dinámica partidista, y nada más esto último ya debería llamar poderosamente nuestra atención.

No sólo la idea de partido, sino también la de sector o gremio, incluso la de «movimiento social», tendrían que ser sometidas a revisión, no por un delirio posmo, sino porque ellas han demostrado ser insuficientes para comprender la política en tiempos del chavismo. No se trata, por supuesto, de decretar la muerte de ninguna de estas formas de organización, sino de crear las condiciones para el nacimiento de otras nuevas.

A grandes rasgos, se diría que cada una de estas formas parte de un equívoco, que consiste en la separación artificial, arbitraria, entre campos: el partido pretende un monopolio sobre el campo político (que a su vez tiende a reducir a lo electoral) y concibe a los movimientos como las correas de transmisión de sus líneas al campo social (para Dussel no existe tal, sino una «esfera material de la política»); los movimientos se conforman con un dudoso monopolio de lo social, y muy eventualmente disputan a los partidos el control del campo político. Al mismo tiempo, tenemos variedad de sectores «sociales» (mujeres, campesinos, jóvenes, indígenas, afrodescendientes, sexo-género diversos, etc.), «culturales» (intelectuales, artistas, etc.), «económicos» (distintos gremios de trabajadores), etc. En fin, todo un parcelamiento no sólo de la realidad, sino fundamentalmente de la lucha política, que termina garantizando el monopolio de la política a la burocracia que controla el partido.

En el segundo volumen de su Política de liberación (arquitectónica), Dussel plantea que tanto el liberalismo como el «marxismo estándar» reproducen esta lógica parcelada de la realidad: el primero «independiza radicalmente» los campos político y económico, «minimiza el político y lo circunscribe a un individualismo metafísico de los derechos individuales». Mientras tanto, el marxismo estándar «maximiza la importancia del campo económico, minimiza en el diagnóstico lo político, pero, después de la revolución, y con la excusa de la «dictadura del proletariado», maximiza la política con la pretensión de una planificación total de la economía».

En contraste, Dussel concibe un «campo político» cruzado por diversos «campos materiales». Nos habla de una «esfera material de la política» o «nivel material de la permanencia y crecimiento de la vida de la comunidad política, que se encuentra en el cruce… de este campo con los campos ecológico, económico y cultural y otros que podrían agregarse a la lista», y que «determinan el ámbito político que se denomina social«.

Luego, enumera tres «sub-esferas» o «campos materiales» que se cruzan con el «campo político». La «sub-esfera ecológica», que tiene que ver con la «producción, reproducción y desarrollo de la vida humana», y uno de cuyos desafíos políticos es «evitar la extinción de la vida en el planeta Tierra». La «sub-esfera económica», referida a la «producción económica de los bienes materiales (siempre como contenido referido a la «permanencia y aumento de la vida» humana), que nos hablan de la sobrevivencia de la corporalidad humana». Por último, la «sub-esfera cultural», aparte en el cual Dussel se interroga: «¿cuál es la última instancia: la sub-esfera económica o la cultural? Es el falso dilema, no de Karl Marx, de la infraestructura económica y la supra-estructura ideológica. No hay tal. En un materialismo pensado ontológica y antropológicamente (que es lo mismo) economía y cultura… son momentos de la esfera material (en el sentido de contenidos referidos a la vida humana). La cultura no es una ideología. La ideología puede ser un aspecto casi insignificante del mundo cultural. Además, la economía no es la última instancia, sino más bien la ecología, pero ni siquiera ella es ese nivel fundamental, sino la vida humana misma».

Dicho esto, ¿acaso no es posible pensar en una forma de organización que, más allá de parcelamientos arbitrarios, conciba el ejercicio de la política como el despliegue militante por todo el campo político, entendiendo por tal las sub-esferas (ecológica, económica y cultural) que lo comprenden?

Por supuesto que sí. Fue lo que intentó hacer el comandante Chávez durante una reunión con la dirección ampliada del PSUV, el lunes 28 de marzo de 2011. ¿Recuerda usted ese discurso?

Que la vida misma zanje la cuestión


 

Escenas al inicio de Tiempos Modernos, de Charles Chaplin. No hay tal cosa como una organización neutra. Que lo diga Taylor.

El domingo pasado, en diálogo con José Vicente Rangel, el comandante Chávez expresaba que «las organizaciones sociales del Gran Polo Patriótico tienen una naturaleza muy diferente a la de los partidos políticos». Acto seguido, proponía «dos mecanismos de alianza»: una de partidos y otra de movimientos. Es un asunto sobre el que sin duda profundizará más adelante, y respecto del cual tendríamos que discutir públicamente, puesto que no se trata de un detalle sin relevancia.

Mi punto de partida es el siguiente: en última instancia, lo central de la discusión no es si los partidos deben ocupar un lugar distinto de los grupos y movimientos. Consideraciones tácticas mediante, incluso puede suscribirse sin trauma alguno la propuesta de los «dos mecanismos de alianza». Lo peligroso, a mi juicio, es cuando se insiste en una distinción artificiosa entre lo social y lo político, que no nos permite avanzar.

Esta distinción, la falsa dialéctica entre lo social y lo político, ha hecho que nos encontremos, para decirlo con palabras de Alfredo Maneiro, en un «punto muerto entre la inercia y la iniciativa». Para ir más allá de este punto muerto e iniciar con paso firme el proceso de acumulación política, tendríamos que emplearnos a fondo en la tarea de trascender el falso dilema: partido versusmovimientos, en todas sus variantes. Ni «movimientismo» ni «defensa» del partido. Todos son necesarios. Incluso si no están reunidos en el GPP.

La clave para salir de la trampa está en asumir que la contradicción fundamental se da entre los opuestos: movimientos, colectivos, organizaciones, partidos, de un lado, y problemas concretos de la población, allí donde debe discurrir la política revolucionaria real, del otro. Movimientos, partidos, toda forma de organización revolucionaria, tendrían que estar al servicio de lo que Marx, en La ideología alemana, llamaba la «liberación real», que «no es posible si no es en el mundo real y con medios reales».

Partidos, movimientos, grupos: ninguno aporta mayor cosa si lo que pretende es «colonizar» lo real. Los primeros suelen hacerlo desde una pretensión de universalidad que termina quedándoles muy grande (impuesta la lógica del partido/maquinaria, lo que predomina es el sectarismo), y los demás (grupos, pero también gremios, etc.) desde lo sectorial. Nada más «anti-político» que una política divorciada de lo real. Ponerse al servicio de  los problemas reales de la población, pasa entonces por combatir tanto el sectarismo como la «sectorialización» de la política, para dejar de excluir a la mayor parte del pueblo.

Siempre hay que optar por apelar a la vida real de nuestro pueblo, a sus condiciones materiales y espirituales de vida. De hecho, allí radica la potencia del Chávez líder. Como diría Aimé Césaire, en su célebre Carta a Maurice Thorez: «la vida misma zanja la cuestión». «El atolladero en el que estamos hoy en las Antillas, pese a nuestros triunfos electorales, me parece que zanja la cuestión: opto por lo más amplio contra lo más estrecho; por el movimiento que nos coloca codo a codo con los otros contra aquel que nos encierra; por aquel que reúne las energías contra aquel que las divide en capillas, en sectas, en iglesias; por aquel que libera la energía creadora de las masas, contra aquel que las canaliza y finalmente las esteriliza».

En cuanto al GPP, esta apertura hacia el movimiento real debe expresarse en sus documentos programáticos, claro está, pero sobre todo en el funcionamiento de las Asambleas Patrióticas Populares y, más clave aún, en la estructura que termine adoptando. De nuevo: el problema no es dotar al GPP de una estructura para evitar que los grupúsculos anarcoides que no creen en la autoridad se salgan con la suya (versión paranoica). Esto es desviarse del asunto central. El problema es concebir una forma de organización que obedezca a los problemas reales de la población, a sus luchas concretas, a campos específicos, en los términos en que los define Dussel. De lo contrario, y en nombre de la lucha contra los grupúsculos, podemos terminar reproduciendo la misma lógica aparatera y excluyente de los partidos tradicionales. No existe tal cosa como una organización neutra. Si no que lo diga Frederick Taylor, creador de la «organización científica del trabajo«.

Incluso el «desdoblamiento», que como lo ha planteado el mismo comandante Chávez es uno de los objetivos actuales del grupo promotor, tendría que ser no sólo territorial, sino también por problemas reales, luchas concretas o por campos. La tarea de identificar estos campos, de definirlos, equivale a identificar ámbitos de gobierno, y es una forma expedita de vincular la lucha política con el acto de gobernar socialistamente. En este nivel, considero, es donde se construye realmente dirección colectiva, más allá de la retórica: en el acto de gobernar, desplegados en el movimiento real. Es allí donde se construye, simultáneamente, agenda popular de luchas y propuesta de programa de gobierno para impulsar la candidatura del comandante Chávez.

Carta abierta a quienes militan en el campo popular y revolucionario


Chávez en Plaza O’Leary. Al término de la movilización popular del 13 de noviembre de 2011. Por: Fidel Ernesto Vásquez.

Es preciso no perder de vista que el proceso de construcción del Gran Polo Patriótico es el corolario de un período de la revolución bolivariana que se caracterizó por una suerte de pulsión por monopolizar la política revolucionaria. Me refiero a ese lapso de tiempo signado, entre otros hitos, por la entronización del discurso sobre el socialismo, una propuesta de reforma constitucional que sentaría las bases jurídicas para acelerar la transición del capitalismo al socialismo, y por supuesto el llamado del presidente Chávez a conformar el Partido Socialista Unido de Venezuela.

Este pretendido monopolio sobre la política revolucionaria se tradujo muy pronto en un intento de aplanar, normalizar, uniformizar y disciplinar al chavismo, volviendo a invisibilizar y criminalizar a sujetos que la misma revolución se había encargado de reivindicar durante sus años iniciales (buhoneros, motorizados, jóvenes de los barrios, incluso colectivos y organizaciones que integran el debilitado movimiento popular, etc.); y se expresó también, lo que es peor, en la casi total clausura de los espacios públicos de debate y crítica democráticos.

Naturalmente, nunca estuvimos a las puertas de la inminente instauración de un régimen totalitario y castro-comunista, tal y como lo propagandiza el antichavismo más histérico. Todo lo contrario: este período nos enseñó que la amplísima y mayoritaria base social del chavismo no tiene ninguna voluntad de acompañar unánime y acríticamente un proceso que degenere en el encumbramiento de nuevas elites políticas y económicas.

De allí que el chavismo nunca volviera a participar tan masivamente en unas elecciones como lo hiciera en diciembre de 2006, cuando lo que estaba en juego, ciertamente, era la reelección de Chávez. Aun cuando está fuera de toda discusión que es imposible comparar el caudal de votos correspondiente a contiendas electorales de distinta naturaleza, no es menos cierto que el comportamiento electoral del chavismo ha sido, desde entonces, significativamente irregular. No puede hablarse, por ejemplo, de una tendencia al alza, como sí puede decirse en el caso del antichavismo.

Éste no es un dato menor: en la Venezuela bolivariana, cada contienda electoral significa una verdadera confrontación, por la vía pacífica, de dos modelos antagónicos, lo que supone un proceso de agitación, movilización y participación popular que termina fortaleciendo a la revolución. En eso consiste lo que cualquier observador desinformado pudiera calificar como el «secreto» de la fuerza del proceso venezolano. Es decir, desde 1998 el hecho electoral está muy lejos de significar una mistificación de la participación popular.

La abstención no es más que el correlato electoral de ese fenómeno que puede denominarse hastío por la política, el cual, insisto, debe distinguirse siempre del desencanto. El hastío por la política que expresa parte considerable de la base social del chavismo no es consecuencia de su desorientación política (como llegó a plantearse cuando la derrota electoral de la propuesta de reforma constitucional), sino el resultado de ese extravío estratégico derivado de la pretensión de la burocracia partidista de monopolizar la política revolucionaria. Una práctica monopólica que terminó cercenando cualquier posibilidad de construir un partido genuinamente democrático, y sobre la cual se fundó lo que terminó imponiéndose como lógica del partido/maquinaria. Todo esto, dicho sea de paso, en nombre de un discurso sobre el socialismo cada vez más vaciado de contenido.

El predominio de esta lógica del partido/maquinaria, con toda su estela de autosuficiencia, soberbia y sectarismo; la peligrosa tendencia a concebir el hecho electoral como un fin en sí mismo, a contravía de lo que éste significó históricamente para el chavismo; todo lo cual sumado a la descalificación de la crítica, por más constructiva que ésta fuera, terminó conspirando en favor del debilitamiento, lento, a veces casi inadvertido, pero continuo, de la revolución bolivariana.

De hecho, no es en lo absoluto casual que durante este período se instalara y adquiriera relativa fuerza el discurso sobre los anarcoides, pequeñoburgueses, desviados y espontaneístas que estarían poniendo en peligro, con sus cuestionamientos y propuestas siempre inoportunos, el curso normal del proceso bolivariano. Esta forma de proceder no es para nada novedosa: estigmatizar de entrada al adversario para luego menospreciar sus argumentos forma parte de la nefasta tradición de la izquierda anti-democrática. El objetivo, una vez más, es asegurarse el monopolio de la Verdad revolucionaria, reclamar el papel de vanguardia esclarecida que debe conducir a las masas, etc.

Este discurso senil, autoritario, anti-popular, es justamente el que está llamado a ser desplazado en el período que se abre con la convocatoria del presidente Chávez a conformar el Gran Polo Patriótico. Un discurso caduco, asociado a prácticas que condujeron al fracaso estrepitoso de los socialismos realmente inexistentes, como diría Daniel Bensaïd.

Era realmente predecible que volveríamos a escuchar el estribillo sobre los anarcoides y espontaneístas que estarían apostándole al espacio del Gran Polo Patriótico como una oportunidad para darle rienda suelta a su inmadurez política, a sus taras y resentimientos, para acometer la tarea malsana de acabar de una vez y para siempre con el Partido, condenando a la revolución a un destino trágico e irreversible.

No obstante, en lugar de transarnos en una polémica estéril con quienes han envilecido de tal manera un debate que tendría que ser irreverente, pero fraterno y respetuoso, como corresponde entre revolucionarios, es momento de sumarnos al esfuerzo colectivo de construir, de una vez por todas, ese espacio público de debate democrático que esta revolución reclama.

No caigamos en la trampa: para entrar con paso firme en el período que recién inicia, y que marca el fin del monopolio de la política revolucionaria que reclamaba para sí la burocracia política, lo primero es que sepamos identificar la impostura que supone una discusión entre quienes entenderían la necesidad de una vanguardia y quienes le apostarían, repitámoslo, al espontaneísmo. Otras oposiciones más o menos análogas: partidos políticos versus movimientos sociales, izquierda senil versus infantilismo de izquierda, etc., vendrían a ser versiones distintas del mismo falso dilema.

La tarea que tenemos por delante, además de vencer a la abstención el 7 de octubre de 2012 (de la manera más categórica posible), es la construcción de una dirección colectiva de la revolución bolivariana.

Para ello, es imprescindible hacernos de una caja de herramientas conceptual que nos permita, antes que nada, identificar la singularidad del momento político, y luego ir liberando la práctica política de las viejas ataduras de las lógicas de aparato. En tal sentido, sugiero cuatro líneas de análisis sobre asuntos que solemos dar por sobreentendidos:

1. El asunto de la organización: partidos y movimientos. ¿Cómo construir dirección colectiva sobre la base de esa distinción artificiosa entre movimientos sociales y partidos políticos? ¿Los partidos están llamados a dirigir al conjunto de los colectivos y movimientos no políticos? ¿Nuestras críticas van dirigidas a los partidos realmente existentes o contra la forma partido? ¿Son necesarios los partidos? ¿Acaso no existen movimientos y, más allá, miles de pequeños grupos que actúan reproduciendo la misma lógica excluyente y sectaria de los partidos? Cuando hablamos de los partidos, ¿tiene sentido hacer alguna distinción entre sus bases y su dirigencia?

2. El asunto del sujeto de la revolución. ¿Puede hablarse de un sujeto central de la revolución bolivariana? Si así fuera, ¿dónde está? ¿En las fábricas? ¿En Petróleos de Venezuela? ¿En la Administración Pública? ¿En las comunidades? ¿Existe un sujeto chavista? ¿Qué es el chavismo: esa parte de la población que sigue a Chávez o la forma de enunciar una pluralidad de sujetos? ¿El sujeto de la revolución bolivariana se viste siempre de rojo?

3. El asunto del Estado. ¿Monstruo devorador o muro de contención frente a otros monstruos más feroces (como el capital globalizado)? ¿El Estado es el mismo aquí y en todas partes? Si bien es cierto que todo Estado se funda en la violencia, ¿cómo se fundó el Estado venezolano, de qué manera concreta se ejerció esa violencia, qué efectos políticos produjo? ¿Cuál es la relación histórica entre Estado y burguesía vernácula (pienso en las nociones de Brito Figueroa: «acumulación delictiva de capital» y «burguesía burocrática»)? ¿Cuál es la relación histórica entre Estado y partidos políticos? ¿Y entre Estado y movimiento popular? ¿A qué nos referimos cuando hablamos de burocracia? ¿Tiene alguna eficacia política el uso del vocablo «derecha endógena»? ¿Transformar al Estado, perpetuarlo, reformarlo, abolirlo?

4. El asunto del socialismo. ¿Cómo evitar que el discurso del socialismo se convierta en un señuelo para legitimar nuevas formas de sujeción? Cuando hablamos de socialismo, ¿nos referimos a un conjunto de ideas plasmadas en libros que habría que leerse para saber qué hacer? ¿Existen prácticas socialistas de gobierno? De ser así, ¿cómo distinguirlas?

Líneas de análisis que, por supuesto, no agotan un temario que debe ser construido de manera colectiva por quienes militamos en el campo popular y bolivariano.

El uyuyuísmo ilustrado


Hay uyuyuis en el amor, en la guerra, en las escuelas, en la familia, en las tribunas de los campos deportivos… y por supuesto en la política
Uyuyui se hace, no se nace. Nadie nace aprendido. Uyuyui: dícese de aquel que se jacta de saberlo todo. Desde hace mucho. En ocasiones, ese saber viene de la lectura de libros, bibliotecas enteras. Nadie sabe más que un uyuyuísta ilustrado. Ni siquiera pescado frito.

Decir uyuyuísmo ilustrado es enunciar una paradoja: trátase de aquellos que reclaman su infinito conocimiento del mundo, cuando en realidad no conocen más que una caverna.

El uyuyuísmo es también cierta actitud ante la vida. Nadie está a salvo de padecerla. Tiene que ver con la dificultad para lidiar con los cambios, lo nuevo, lo intempestivo. No hay nada que inventar, porque todo está hecho. No hay nada que elaborar, ya todo está escrito. No hay nada que decir, ya todo está dicho. Otros, sabios, excepcionales, se han tomado la molestia de pensar por usted.

El día menos pensado, usted puede descubrirse mirando al mundo con los ojos melancólicos de un decrépito amargado, convencido de que su misión es persuadir a los demás de que nadie será capaz de librar con dignidad las batallas que usted ha librado.

Hay en el uyuyuísmo algo de esa tristeza vaga que deja la derrota.

Por tanto, hay que estar prevenidos. Aprender a lidiar con el uyuyuísmo, intentar comprenderlo, ser capaces de identificarlo, para conjurarlo, exorcizarlo. Tolerarlo sólo en la medida de lo posible, preferiblemente esquivarlo. Nunca tratarlo con condescendencia.

Uyuyuísmo en el amor, en la guerra, en las escuelas, en la familia, en las tribunas de los campos deportivos. Por supuesto, también en la política.

Chávez llegó al gobierno porque le dio la espalda a tanto uyuyui que pulula en los círculos de la izquierda. Uyuyuísmo que siempre nos habló de revolución, pero nunca fue capaz de hacerla; que siempre se creyó vanguardia de un pueblo al que jamás supo cómo hablarle, qué decirle, y por eso tanto odio, todavía, contra el 27F de 1989: porque el pueblo es una masa informe e ignorante que hay que conducir para que no se pierda.

Hay uyuyuísmo de partido, y también de movimiento, aunque hay que reconocer que con notable ventaja para los primeros. Uyuyuísmo de aparato y uyuyuis que sueñan con controlarlo.

Frente a las críticas contra la lógica del partido/maquinaria, el uyuyuísmo ilustrado respondió con virulencia. Porque no hay nada que inventar, no hay nada nuevo que decir. Ya todo está escrito: el problema del partido lo resolvió Lenin en 1902. Siempre el señuelo paranoico: ¡lo que sucede es que no creen en el partido!

Pero no se le había visto tan desencajado, tan fuera de lugar, tan ofuscado y chillón, tan desconcertado como ahora, en pleno proceso de conformación del Gran Polo Patriótico. De nuevo el mismo señuelo, el mismo cuento del partido amenazado, de la revolución puesta en peligro por los que no creen que hay que «tomar el poder» (un problema que el chavismo resolvió en 1998), de la terrible amenaza que supone la «anti-política», del lugar subordinado que le corresponde a los «movimientos sociales». En fin.

Sectario, arrogante, soberbio, el uyuyuísmo ilustrado se jacta de saberlo todo, cuando lo cierto es que no ha aprendido nada. Con sus actos, demuestra que no ha entendido que en las actuales circunstancias la tarea principal de todo revolucionario es construir la unidad en la diversidad y defenderla a toda costa.

Para seguir triunfando en la arena política, el chavismo está obligado a hacer todo lo contrario de lo que pontifica amarga y melancólicamente el uyuyuísmo ilustrado.

Para triunfar el 7 de octubre de 2012


Para triunfar el 7 de octubre de 2012, tanto como evitar el triunfalismo a toda costa, es preciso tener certeza sobre la magnitud de la propia fuerza, porque de esta forma conocemos también nuestros flancos débiles. Esto pasa, por cierto, por un mínimo de rigurosidad en el análisis, y por la intransigencia frente a «saberes» ampliamente cuestionados, y que no por casualidad ocupan bastante centimetraje en la prensa y privilegiado espacio en la televisión. Así, por ejemplo, la encuestología ha tenido relativo éxito imponiendo como «verdad científica» lo que no es más que su versión interesada sobre el electorado venezolano. No hacen falta mucha pericia ni mucha imaginación para dibujar una torta partida en tres: de un lado, dos tercios simétricos, equivalentes, correspondientes al electorado con filiación ideológica (chavistas y antichavistas); del otro lado, un tercio mayoritario de indecisos.

Para el antichavista que milita en política, una versión tal implica la ventaja de saberse una fuerza cuando menos equiparable a su acérrimo enemigo: bastaría con hacer los ajustes necesarios para ganar el apoyo de la mayor cantidad de indecisos, y el trabajo está hecho. Del lado chavista, aceptar este cuadro de fuerzas como un retrato fiel del paisaje, implica una disposición previa para la derrota. No será la primera vez que militantes de una fuerza mayoritaria actúen como minoría, sustituyendo la política revolucionaria por la baja política, dándole la espalda al pueblo, repitiendo las viejas formas y las peores mañas de una vieja clase política que no termina de morir, simplemente porque la mayoría (buena parte de la clase gobernante que la encarna) la desea con vida, aún a riesgo de ver pasar su oportunidad histórica, porque no es capaz de entenderse con más nadie.

En otras palabras, una versión tal pretende disimular la verdad incontrovertible, hasta nuevo aviso, de que el chavismo sigue siendo, por lejos, la principal fuerza política; y más allá, que este predominio en lo político tiene efectos perdurables en lo cultural. El chavismo sigue siendo una fuerza tal porque logró imponer una cultura política, y contra este pivote clave de la construcción hegemónica (una hegemonía popular y democrática) va dirigido el grueso de las baterías antichavistas.

Parto de la premisa de que buena parte de eso que la encuestología enuncia como «indecisos» está hecho de puro chavismo descontento, hastiado, incluso indiferente, que ha redescubierto la política con Chávez; que ha sido testigo a veces, otras protagonista de excepción de unos años intensos, extraordinarios, exuberantes, durante los cuales todo se puso en discusión, y no fue poco lo que cambió; un pueblo que le dio la espalda y saldó cuentas con la vieja clase política; que entrompó, enfureció, aguantó, lloró y festejó como nunca, y que no desea ser seducido por sus viejos sepultureros. En fin, un chavismo que, enfrentado al dilema de expresar su legítimo descontento por la vía electoral, optará por la abstención en lugar de votar contra Chávez.

Para plantearlo en líneas gruesas, este chavismo descontento fue lo que apareció cuando el antichavismo abandonó la calle como escenario de lucha política, allá por 2007. Es cierto que aparecieron algunos estudiantes por aquí y otros gremios por allá, pero de aquellas marchas multitudinarias exigiendo la renuncia de Chávez no quedaba sino el recuerdo. Pero desmovilizándose, es decir, reconociendo de hecho su derrota, retirándose de la calle, el antichavismo precipitó (sin que fuera su intención) una crisis en las filas del chavismo: eso que he llamado en otra parte una crisis de polarización.

De manera inesperada, en lugar de revitalización del espacio público, vía la multiplicación de las iniciativas de participación, encuentro, organización y articulación popular, tuvo lugar un proceso de disciplinamiento y normalización del chavismo popular, y en general de progresiva burocratización de la política. Más temprano que tarde, terminó imponiéndose la lógica del partido/maquinaria, que lejos de movilizar, según hemos visto, privilegia la concentración, etc.

Esto, unido a los efectos de la estrategia de desgaste opositora (que persigue, justamente, desmovilizar y desmoralizar a la base social de apoyo a la revolución), a la gestionalización de los medios públicos (cero chavismo crítico en pantalla, cero interpelación, cero control popular de la gestión), en fin, a todos los factores de distinto signo que confluyen en la despopularización del chavismo, no podía producir sino descontento, para decirlo elegantemente. Un descontento, insisto, que es una muy buena señal de la madurez política alcanzada por el pueblo venezolano durante estos años (porque no está dispuesto a tolerar un simulacro de revolución, capitaneado por una clase gobernante demasiado similar a su predecesora).

Para triunfar el 7 de octubre de 2012, necesario es interpretar este descontento legítimo como un dato que hay que tomar en cuenta y en serio, a riesgo de no entender el cuadro de fuerzas a lo interno del chavismo, la principal fuerza política de este país. Porque se lo toma muy en serio, Chávez ha planteado, entre otras iniciativas de envergadura (y en un contexto de reflexión constante sobre temas como el liderazgo, el socialismo bolivariano, el pueblo como sujeto activo de la revolución, el papel del movimiento popular, etc.) desde unas Líneas Estratégicas del partido hasta la creación de un Gran Polo Patriótico (la política más allá del partido).

No es juego: la lógica del partido/maquinaria debe ser sustituida por la lógica del partido/movimiento. Es decir, no basta con hablar de «maquinaria en movimiento«, como está de moda ahora, y cambiar una palabra aquí y allá para que nada cambie. Para esto, es indispensable comenzar a entender la importancia estratégica de una iniciativa como el Polo Patriótico Popular, que ya ha cogido calle. Lo contrario sería disponerse a afrontar un examen decisivo, en octubre del año próximo, sin haber aprendido absolutamente nada.

Los ochenta y el furor anti-partido


(Artículo escrito en julio de 2009, publicado en el número 7 de la revista Día-Crítica, que felizmente reaparece, luego de unos cuantos meses de ausencia).

********

Carlos Andrés Pérez: fue inútil la acrobacia de la partidocracia.

Gramsci escribía sobre los partidos políticos que, en el caso de algunos de ellos, «se comprueba la paradoja de que están perfectos y formados cuando ya no existen, o sea, cuando su existencia se ha hecho históricamente inútil». Explicaba: «como un partido no es sino una nomenclatura de clase, es evidente que para el partido que se propone anular la división de clases su perfección y cumplimiento consisten en haber dejado de existir porque no existen ya clases». En Venezuela, hacia finales de la década de los 80, fuimos testigos de un singular fenómeno con dos expresiones muy claras: por una parte, las agudas contradicciones de clase emergían bajo la forma de profundas convulsiones políticas y sociales; por la otra – y en estrecha relación con lo anterior – nos asaltaba la creciente sospecha de que los partidos – y no sólo los partidos del status quo – se habían hecho históricamente inútiles.

Mi generación, la que bordeaba la mayoría de edad en los últimos 80, la que no se reconocía en la herencia de la «Generación Boba», creció cantando, bailando y deseando fervientemente que todos «los políticos fueran paralíticos», y entonando canciones contra el sistema, como aquella que retrataba a la gente de los cerros que, cansada y hastiada, le devolvía a la ciudad «una sonrisa al revés». Entre otras, estas canciones fueron – siguen siendo – genuinas expresiones culturales de un cierto desencanto, de un cierto cinismo, pero sobre todo de una furia indomable que se parecía demasiado al furor total que finalmente se apoderó de las calles de casi toda Venezuela el 27 de Febrero de 1989.

Políticos paralíticos. Desorden Público.

El sistema. Sentimiento Muerto.

La casi unánime incomprensión de la que hizo gala el amplio espectro de los partidos políticos sobre la naturaleza de aquel acontecimiento iniciático, vino a confirmar nuestra sospecha de que los partidos eran, como nunca antes, definitivamente inútiles: los de la derecha, por supuesto, que no sólo condenaron la furia popular, sino que celebraron la brutal represión de Estado; pero también los de izquierda: que se sumaron a la condena de la «irracionalidad» popular. La paradoja es clara: los partidos daban cuenta de su inutilidad histórica en un episodio histórico clave, de profunda conflictividad política y social y, en suma, de clases.

Cualquier propagandista podría sentirse tentado a resumir en unas pocas líneas lo que ocurriría en los veinte años siguientes: el dilema del neoliberalismo durante la década de los 90, que mientras abría fuego contra los partidos tradicionales, era incapaz de granjearse una expresión política sólida, que resolviera a su favor la severa crisis hegemónica del sistema político venezolano; del otro lado, el irrefrenable ascenso del chavismo y su triunfo en 1998: luego, la hegemonía del chavismo y sus fuerzas aliadas, y su creciente control de los cargos de elección popular; finalmente, la creación del Partido Socialista Unido de Venezuela.

Pero éste, que sería el final soñado de nuestro propagandista, suerte de «fin de la historia» revolucionario, no es sino la continuación de una historia que comenzó, al menos, hace veinte años. De lo que se desprende, en primer lugar, que toda construcción organizativa revolucionaria está en la obligación de reconocerse heredera de aquel legítimo furor anti-partido de finales de los 80, y que está en el origen del chavismo. En segundo lugar, es imperativo identificar y debatir ampliamente sobre las razones de ese mismo furor anti-partido: ¿la ausencia de democracia, y por tanto la exclusión política, en nombre de la democracia? En tercer lugar, revisar a cada paso – y rectificar oportunamente a cada paso en falso – la relación con otras formas de organización popular revolucionarias. Diríamos incluso: alentarlas, en lugar de pretender suplantarlas.

Tal vez sea necesario despejar algunas dudas: trazar la línea de continuidad entre el furor anti-partido de finales de los 80 y la tarea de construcción del partido revolucionario veinte años después, no desdice de la necesidad histórica de esta última. Todo lo contrario. Lo que señalamos es que esta tarea será en vano si procedemos como advertía Walter Benjamin que recomendaba Fustel de Colanges: «al historiador que quiera revivir una época que se quite de la cabeza todo lo que sabe del curso ulterior de la historia». Benjamin señalaba que el origen de este procedimiento estaba «en la apatía del corazón», en la que ciertos teólogos vieron «el origen profundo de la tristeza». «Historiadores historicistas», les llamó Benjamin, a los que oponía el rigor que debe hacer suyo el «materialista histórico»: «La naturaleza de esta tristeza se esclarece cuando se pregunta con quién empatiza el historiador historicista. La respuesta resulta inevitable: con el vencedor. Y quienes dominan en cada caso son los herederos de todos aquellos que vencieron alguna vez. Por consiguiente, la empatía con el vencedor resulta en cada caso favorable para el dominador del momento. El materialista histórico tiene suficiente con esto. Todos aquellos que se hicieron de la victoria hasta nuestros días marchan en el cortejo triunfal de los dominadores de hoy, que avanza por encima de aquellos que hoy yacen en el suelo». ¿Cuál debe ser nuestra tarea? Benjamin responde: «cepillar la historia a contrapelo».

Subrayar, entonces, la importancia de trazar la línea de continuidad a la que nos hemos referido, para por no ceder frente a «la apatía del corazón» y cierta soberbia que nos puede conducir a creer que los furores de antaño justifican, de plano, todas las construcciones del presente, todos sus procedimientos. Porque puede suceder que en nombre de la necesidad histórica de construir un partido revolucionario, no hagamos más que domesticar y silenciar aquellos furores que siguen latentes. Resulta claro que, de incurrir en este procedimiento, estaremos ubicándonos del lado de los vencedores de siempre, cuando nuestra tarea continua siendo acompañar a los que fueron vencidos. «Cepillar la historia a contrapelo» no significa rendir homenaje oficial a nuestros muertos, sino mantener vivas las llamas de su herencia. De lo contrario, el partido revolucionario en construcción terminaría siendo, inevitablemente, un pertrecho históricamente inútil.

¿Por qué construir el pueblo es la principal tarea de una política radical? (fragmento) – Ernesto Laclau


(Sabemos de sobra que hace algunos años el gobierno estadounidense ha encontrado la fórmula retórica para acusar y descalificar a ciertos procesos políticos de Nuestra América: «populismo radical». La evidencia circula profusamente por la web: por ejemplo aquí, acá o más allá. El lector informado no tendrá ninguna necesidad de indagar en cualquiera de los enlaces anteriores, y lo más probable es que recuerde alguna referencia más reciente, y con toda seguridad más patética.

Pero el colmo del patetismo es cómo esta fraseología es inmediatamente adoptada sin el menor rubor por opinadores, politiqueros de oficio e intelectuales. Sobre esta última especie, resulta cuesta arriba poner en duda el liderazgo de un Mario Vargas Llosa – de quien hay que aclarar en justicia que es un personaje obsesionado con el tema del populismo aun antes de la sombría era George W. Bush – y su séquito de repetidores sin gracia, cuya principal virtud es precisamente esa: ser capaces de repetir cansonamente los mismos argumentos una y otra vez, en favor del libre mercado, la democracia liberal y la amenaza del populismo. En abierto contraste con ellos, el debate que se libra en la izquierda – perdonen los señores el «anacronismo» – a propósito, por ejemplo, del «socialismo del siglo XXI», es al menos más plural y menos desprejuiciado, lo que ciertamente no habla muy bien de la izquierda, sino infinitamente mal de esta derecha ilustrada.

A propósito de los intelectuales y populismo, los cámaras del blog Verboamérica – cuya lectura recomiendo ampliamente – publicaron ayer miércoles 14 de mayo una entrada intitulada Antipopulistas ilustrados. En éste, a su vez, incluyen el enlace de un artículo del mexicano Roger Bartra. A primera vista, se trata de un trabajo «académico», en el que cita a los ya clásicos estudios de Germani y di Tella. Pero también, no podía faltar, a Ernesto Laclau.

Todo lo cual no le impide esgrimir las ya manidas invectivas contra el populismo chavista, del tipo

– «… el extraño socialismo populista venezolano que propone Chávez se conecta con el obsoleto modelo revolucionario cubano».
– «Cada vez más venezolanos se percatan de las carencias y del atraso del proyecto de Chávez: por eso perdió el referendo de 2007 en que se proponía modificar la constitución y perpetuarse en el poder».

Además, se atreve a sugerir su propio concepto de populismo: «… podría decir que el populismo es una cultura política alimentada por la ebullición de masas sociales caracterizadas por su abigarrado asincronismo y su reacción contra los rápidos flujos de deslumbrante modernización; una cultura que en momentos de crisis tiñe a los movimientos populares, a sus líderes y a los gobiernos que eventualmente forman».

«¡Apártate de ahí, negra, y deja tu abigarrado asincronismo!» Así insultan los tipos que saben.

Tanta palabrería para terminar afirmando lo que aquí nos ha dicho un montón de veces Teodoro Petkoff, y por allá, también, algunos integrantes de la pandilla de Vargas Llosa:

«Pero hay otros caminos posibles para gobiernos de izquierda con bases populares sólidas. La alternativa más conocida y probada es la socialdemócrata, tal como se ha presentado en Chile, Brasil y Uruguay, donde los gobiernos de Bachelet, Lula y Tabaré se han distanciado claramente del populismo. Estos gobiernos de orientación socialdemócrata, al igual que los populistas, ponen en el centro la necesidad de impulsar sociedades igualitarias, incluyentes y protectoras de los grupos más pobres o vulnerables. Pero hay grandes diferencias: de un lado tenemos una defensa de la democracia representativa y una política que acepta claramente que hoy en día la globalización es el más importante motor del cambio. En contraposición, el populismo impulsa actitudes de confrontación hacia los empresarios, ve con sospecha las inversiones extranjeras, es agresivamente nacionalista e impulsa reformas políticas que propician la continuidad del poder autoritario del líder; reformas que minan la democracia electoral para favorecer mecanismos alternativos de participación e integración popular de carácter corporativo, clientelar y movilizador».

Es decir, hay dos izquierdas: una buena y otra malísima, bla bla bla.

Les contaba que el Bartra cita a Ernesto Laclau. Si desean tomarse la molestia de revisar lo que escribe sobre el argentino, allá arriba está el enlace.

Pues bien: resulta que el Fondo de Cultura Económica ha anunciado la publicación, durante este mes de mayo, del libro más reciente de Laclau, Debates y combates. Por un nuevo horizonte de la política. Y como nos tiene acostumbrados, el Fondo nos anticipa un fragmento del libro, que es el que les dejo acá. Concretamente, la breve Introducción y parte del capítulo con el que titulamos esta entrada. En el libro, como ya leerán a continuación, entra en debate con algunos autores (Zizek, Badiou, Agamben, Negri y Hardt). Pero he querido resaltar el par de frases con las que cierra la intro, y que tanto contrastan con lo que todo el tiempo repiten los Vargas Llosa y los Bartra de este mundo:

«Es para mí un motivo profundo de optimismo que después de tantos años de frustración política nuestros pueblos latinoamericanos estén en proceso de afirmar con éxito su lucha emancipatoria. Es este nuevo horizonte histórico el que ha estado en la base de mi reflexión al escribir estos ensayos».)

********

Debates y combates. Por un nuevo horizonte de la política.

Introducción.
Los cuatro ensayos que componen este volumen fueron escritos en los últimos ocho años y se ocupan de aspectos cruciales vinculados al reciente debate político de la izquierda. El ensayo referido a Slavoj Žižek parte de una polémica que él inició en Critical Inquiry e intenta mostrar las falacias de sus argumentos, que son tan sólo una mezcla indigesta de determinismo económico y subjetivismo voluntarista, a lo cual se añade una distorsión sistemática de la teoría lacaniana. (Esta distorsión ha sido demostrada de modo inequívoco en el reciente libro de Yannis Stavrakakis, The Lacanian Left.)[i]

La obra de mis otros adversarios en este libro presenta una sustancia teórica mucho más considerable. Mi ensayo sobre Alain Badiou trata -desgraciadamente de modo muy sumario- uno de los enfoques más originales y promisorios de la filosofía actual. Una consideración, por mi parte, más seria y sistemática de su obra podrá encontrarse en mi libro en preparación La universalidad elusiva. El gran mérito de la obra de Badiou reside, en mi opinión, en su drástica separación entre “situación” y “acontecimiento”, que plantea la cuestión del estatuto ontológico de una interrupción radical, que rompa con todas las ilusiones y los señuelos de la mediación dialéctica. Los límites de su análisis están dados, desde mi perspectiva, por lo que considero una exploración insuficiente de aquello que está estructuralmente implícito en una interrupción radical. Éste es el punto en que mi enfoque -“hegemónico”- se diferencia del suyo, fundado en lo que él califica de “fidelidad al acontecimiento”. También es el punto en que su ontología –matemática- difiere de la mía -retórica-.

En el caso de Giorgio Agamben, pese a todo lo que separa su enfoque del de Hardt y Negri, mi objeción es comparable. Detrás de su tesis fundamental de que la reducción del bíos a zoé signa el destino de la modernidad -que encontraría su paradigma teleológico en el campo de concentración- hay una simplificación del sistema de alternativas que abre la modernidad. Como lo he insinuado en mi ensayo sobre su trabajo, su misma idea de lo que está implícito en la noción de “potencialidad” puede abrir horizontes para visiones considerablemente más matizadas de la política que las que él explora.

Finalmente, mis desacuerdos con Michael Hardt y Antonio Negri giran en torno a la constitución de las identidades colectivas. Para ellos, la articulación horizontal entre distintas luchas sociales debe ser desdeñada en provecho de un aislamiento vertical de las diversas movilizaciones, que no requerirían la construcción de ningún vínculo político entre sí. Por las razones que se exponen en este libro, no pienso que ésa sea una perspectiva adecuada. Dicha perspectiva está anclada en el enfoque del operaismo italiano de los años sesenta, con su énfasis en la autonomía y su abandono de la categoría de “articulación”. Si bien coincido con ellos en que ésta última categoría no puede ser reducida a las formas institucionales del “partido”, tal como lo había sido en la experiencia del comunismo italiano, pienso también que formas más complejas de articulación, que reintroduzcan la conexión horizontal entre movilizaciones sociales, siguen siendo esenciales en la programación de un proyecto político.

Detrás de cada una de las intervenciones de este volumen hay, de mi parte, un proyecto único: retomar la iniciativa política, lo que, desde el punto de vista teórico, significa hacer la política nuevamente pensable. A esta tarea ha estado destinado todo mi esfuerzo intelectual. Es para mí un motivo profundo de optimismo que después de tantos años de frustración política nuestros pueblos latinoamericanos estén en proceso de afirmar con éxito su lucha emancipatoria. Es este nuevo horizonte histórico el que ha estado en la base de mi reflexión al escribir estos ensayos.

Ernesto Laclau, febrero de 2008
¿Por qué construir al pueblo es la principal tarea de una política radical?[ii] (fragmento)
Me ha sorprendido bastante la crítica de Slavoj Žižek[iii] a mi libro La razón populista.[iv] Dado que ese libro es altamente crítico del enfoque de Žižek, esperaba, desde luego, alguna reacción de su parte. Sin embargo, ha elegido para su respuesta un camino por demás indirecto y oblicuo: no ha respondido a una sola de mis críticas a su trabajo y formula, en cambio, una serie de objeciones a mi libro que sólo tienen sentido si uno acepta enteramente su perspectiva teórica, que es exactamente lo que estaba en cuestión. Para evitar continuar con este diálogo de sordos, tomaré el toro por las astas, voy a reiterar lo que considero fundamentalmente erróneo en el enfoque de Žižek y, en el curso de mi argumentación, refutaré también sus críticas.

Populismo y lucha de clases
Dejaré de lado las secciones del ensayo de Žižek que se refieren a los referendos francés y holandés, un aspecto en el que mis opiniones no difieren demasiado de las suyas,[v] y me concentraré en cambio en los argumentos teóricos, en los que señala nuestras divergencias. Žižek comienza afirmando que yo prefiero el populismo a la lucha de clases.[vi] Ésta es una manera bastante absurda de presentar el argumento, pues sugiere que el populismo y la lucha de clases son dos entidades realmente existentes, entre las que uno tendría que elegir, tal y como cuando uno elige pertenecer a un partido político o a un club de fútbol. La verdad es que mi noción del pueblo y la clásica concepción marxista de la lucha de clases son dos maneras diferentes de concebir la construcción de las identidades sociales, de modo que si una de ellas es correcta la otra debe ser desechada, o más bien reabsorbida y redefinida en términos de la visión alternativa. Žižek realiza, sin embargo, una descripción adecuada de los puntos en que las dos perspectivas difieren:

La lucha de clases presupone un grupo social particular (la clase obrera) como agente político privilegiado; este privilegio no es el resultado de la lucha hegemónica, sino que se funda en la “posición social objetiva” de este grupo, la lucha ideológico-política se reduce así, en última instancia, a un epifenómeno de los procesos sociales y poderes “objetivos” y a sus conflictos. Para Laclau, por el contrario, el hecho de que cierta lucha sea elevada a un “equivalente universal” de todas las luchas no es un hecho predeterminado sino que es el resultado de una lucha contingente por la hegemonía. En una cierta constelación, esta puede ser la lucha de los trabajadores, en otra constelación, la lucha patriótica anticolonialista, en otra, la lucha antirracista por la tolerancia cultural. No hay nada en las calidades positivas inherentes a una lucha particular que la predestine al rol hegemónico de ser el “equivalente general” de todas las luchas.[vii]

Aunque esta descripción del contraste es obviamente incompleta, no tengo objeciones al cuadro general de las diferencias entre los dos enfoques que provee. Sin embargo, a dicha descripción Žižek añade un rasgo del populismo que yo no habría tomado en consideración. En tanto que yo habría señalado correctamente el carácter vacío del significante amo que encarna el enemigo, no habría mencionado el carácter seudoconcreto de la figura que lo encarna. Debo decir que no encuentro ninguna sustancia en esta crítica. El conjunto de mi análisis se basa, precisamente, en afirmar que todo campo político discursivo se estructura siempre a través de un proceso recíproco, por el que la dimensión de vacío debilita el particularismo de un significante concreto pero, a su vez, esa particularidad reacciona brindando a la universalidad un cuerpo que la encarne. He definido la hegemonía como una relación por la cual una cierta particularidad pasa a ser el nombre de una universalidad que le es enteramente inconmensurable. De modo que lo universal, careciendo de todo medio de representación directa, obtendría solamente una presencia vicaria a través de los medios distorsionados de su investimiento en una cierta particularidad.

Pero dejemos de lado esta cuestión por el momento, ya que Žižek tiene una adición mucho más fundamental que proponer a mi noción teórica de populismo. Según él:

Uno tiene que considerar también el modo en que el discurso populista desplaza el antagonismo y construye el enemigo. En el populismo el enemigo es externalizado o reificado en una entidad ontológica positiva (aun si esta entidad es espectral) cuya aniquilación restauraría el equilibrio y la justicia; simétricamente, nuestra propia identidad -la del agente político populista- es también percibida como preexistente al ataque del enemigo.[viii]

Desde luego, yo nunca he dicho que la identidad populista preexista al ataque del enemigo, sino exactamente lo opuesto: que tal ataque es la precondición de toda identidad popular. Incluso he citado, para describir la relación que tenía en mente, la afirmación de Saint-Just de que la unidad de la república es sólo la destrucción de lo que se opone a ella. Pero veamos cómo se desarrolla el argumento de Žižek. Él afirma que reificar el antagonismo en una entidad positiva implica una forma elemental de mistificación ideológica, y que aunque el populismo puede avanzar en una variedad de direcciones (reaccionaria, nacionalista, nacionalista progresiva, etc.), “en la medida en que, en su noción misma, él desplaza al antagonismo social inmanente hacia un antagonismo entre el pueblo unificado y el enemigo externo, él alberga, en la última instancia, una tendencia protofascista”.[ix] A esto añade sus razones para pensar que los movimientos comunistas no pueden ser nunca populistas, dado que mientras que en el fascismo la Idea estaba subordinada a la voluntad del líder, en el comunismo Stalin era un líder secundario -en el sentido freudiano- ya que se encontraba subordinado a la Idea. ¡Un bonito piropo para Stalin! Como todo el mundo sabe, él no estaba subordinado a ninguna ideología sino que manipulaba a esta última en la forma más grotesca para usarla como instrumento de su agenda política. Por ejemplo, el principio de la autodeterminación nacional ocupaba un lugar privilegiado en el universo ideológico estalinista; se agregaba, sin embargo, que tenía que ser aplicado “dialécticamente”, lo que significaba que podía ser violado tantas veces como se considerara conveniente políticamente. Stalin no era una particularidad subsumible bajo una universalidad conceptual; por el contrario, era la universalidad conceptual la que era subsumida bajo el nombre de Stalin. Desde este punto de vista, Hitler tampoco carecía de ideas políticas -la Patria, la Raza, etc.-, que manipulaba del mismo modo por razones de conveniencia política. Con esto no estoy afirmando, desde luego, que los regímenes nazi y estalinista no fueran diferentes entre sí, sino que esas diferencias no pueden fundarse en un tipo de relación distinta entre el líder y la Idea.[x] (Volveré más adelante a la cuestión de la relación entre populismo y comunismo.)

Pero retornemos a los pasos lógicos a través de los cuales se estructura el argumento de Žižek, es decir, cómo concibe su suplemento a mi construcción teórica. Dicho argumento no es nada más que una sucesión de conclusiones non sequitur. La secuencia es la siguiente: 1) comienza citando un pasaje de mi libro en el que, refiriéndome al modo en que las identidades populares se constituyeron en el cartismo inglés, muestro que los males de la sociedad no eran presentados como derivados del sistema económico sino como resultantes del abuso del poder por parte de grupos parasitarios y especulativos;[xi] 2) encuentra que algo similar acontece en el discurso fascista, en el que la figura del judío pasa a ser la encarnación concreta de todos los males de la sociedad (esta concretización es presentada por él como una operación de reificación); 3) concluye entonces que esto muestra que en todo populismo (¿por qué?, ¿cómo?) hay “una tendencia protofascista de largo plazo”; 4) el comunismo, sin embargo, sería inmune al populismo porque en su discurso la reificación no tiene lugar y el líder permanece a buen resguardo en su carácter secundario. No es difícil percibir la falacia de todo este argumento. Primero, el cartismo y el fascismo son presentados como dos especies del género populismo; segundo, el modus operandi de una de las especies (el fascismo) es concebido como reificación; tercero, por razones no especificadas (en este punto el ejemplo cartista es convenientemente olvidado), eso transforma al modus operandi de la especie en el rasgo definitorio del género en su conjunto; cuarto, una de las especies, en consecuencia, pasa a ser el destino teleológico de todas las otras especies pertenecientes a ese género. A esto habría que agregar, en quinto lugar, como otra conclusión no fundamentada, que si el comunismo no puede ser una especie del género populismo, esto es presumiblemente (el punto no es afirmado explícitamente) porque en él la reificación no tiene lugar. En el caso del comunismo, tendríamos una universalidad sin mediaciones; éste sería el motivo por el que la suprema encarnación de lo concreto, el líder, estaría enteramente subordinado a la Idea. De más está decir, esta última conclusión no está fundada en ninguna evidencia histórica sino en un puro argumento apriorístico.

Más importante, sin embargo, que insistir en la obvia circularidad del argumento de Žižek, es explorar los dos supuestos no explicitados en los que se funda. Ellos son: 1) que toda encarnación de lo universal en lo particular debe ser concebida como reificación; y 2) una tal encarnación es inherentemente fascista. A estos postulados opondremos dos tesis: 1) que la noción de reificación es enteramente inadecuada para entender el tipo de encarnación de lo universal en lo particular que es inherente a la construcción de una identidad popular; y 2) que esta última encarnación -si se la entiende correctamente- lejos de ser una característica del fascismo o de cualquier otro movimiento político, es inherente a todo tipo de relación hegemónica -es decir, al tipo de relación constitutiva de lo político como tal-.

Comencemos con la reificación. Éste no es un término del lenguaje corriente sino que tiene un contenido filosófico muy específico. Fue en primer término introducido por Georg Lukács, aunque la mayor parte de sus dimensiones ya operaban avant la lettre en varios de los textos de Karl Marx, especialmente en la sección de El Capital referida al fetichismo de la mercancía. La omnipotencia del valor de cambio en la sociedad capitalista haría imposible el acceso al punto de vista de la totalidad; las relaciones entre los hombres adquirirían un carácter objetivo y, mientras que los individuos serían convertidos en cosas, las cosas aparecerían como los verdaderos agentes sociales. Ahora bien, si prestamos atención a la estructura de la reificación, su rasgo dominante resulta inmediatamente visible: ella consiste esencialmente en una operación de inversión. Lo que es derivativo aparece como originario; lo que es apariencial es presentado como esencial. La inversión de la relación sujeto/predicado es el meollo de la reificación. En tal sentido, es enteramente un proceso de mistificación ideológica, y su correlato subjetivo es la noción de falsa conciencia. El conjunto categorial reificación/falsa conciencia sólo tiene sentido, sin embargo, si la distorsión ideológica puede ser revertida; si fuera constitutiva de la conciencia, no podríamos hablar de distorsión. Ésta es la razón por la que Žižek, para sostener su noción de falsa conciencia, tiene que concebir los antagonismos sociales como fundados en algún tipo de mecanismo inmanente que ve la conciencia de los agentes como meramente derivativa; o más bien, en el cual esta última, en la medida en que es admitida, es vista como una expresión transparente de dicho mecanismo. Lo universal hablaría en forma directa, sin requerir ningún papel mediador de lo concreto. En sus palabras: el populismo “desplaza el antagonismo social inmanente hacia el antagonismo entre el pueblo unificado y el enemigo externo”. Es decir, que la construcción discursiva del enemigo es presentada como una operación de distorsión. Y, verdaderamente, si lo universal, que es inherente al antagonismo, tuviera la posibilidad de una expresión no mediada, la mediación a través de lo concreto sólo podría ser concebida como reificación.

Desafortunadamente para Žižek, el tipo de articulación entre lo universal y lo particular que presupone mi enfoque acerca de la cuestión de las identidades populares es radicalmente incompatible con nociones tales como reificación y distorsión ideológica. No es cuestión de una falsa conciencia opuesta a otra verdadera -que nos estaría aguardando como un destino teleológicamente programado- sino, pura y simplemente, con la construcción contingente de una conciencia. Por lo tanto, lo que Žižek presenta como su suplemento a mi enfoque, no es en absoluto un suplemento, sino la puesta en cuestión de sus premisas básicas. Estas premisas se derivan de un acercamiento a la relación entre lo universal y lo particular, lo abstracto y lo concreto, que he discutido en mi trabajo desde tres perspectivas -psicoanalítica, lingüística y política- que resumo a continuación para mostrar su incompatibilidad con el crudo modelo de falsa conciencia de Žižek.

Comencemos con el psicoanálisis. He intentado mostrar en La razón populista cómo la lógica de la hegemonía y la del objeto a lacaniano se superponen en buena medida y se refieren ambas a una relación ontológica fundamental en la cual lo pleno (fullness) sólo puede ser tocado a través de su investimiento en un objeto parcial; que no es una parcialidad dentro de la totalidad sino una parcialidad que es la totalidad. En este punto, mis análisis se han beneficiado en gran medida de los trabajos de Joan Copjec, que ha hecho una seria exploración de las implicaciones lógicas de las categorías lacanianas, sin distorsionarlas al estilo Žižek con superficiales analogías hegelianas. El punto relevante para nuestro tema es que lo pleno -la Cosa freudiana- es inalcanzable; es tan sólo una ilusión retrospectiva que es sustituida por objetos parciales que encarnan esa totalidad imposible. En palabras de Lacan: la sublimación consiste en elevar un objeto a la dignidad de la Cosa. Como he intentado mostrar, la relación hegemónica reproduce todos estos momentos estructurales: una cierta particularidad asume la representación de una universalidad que siempre se aleja. Como vemos, el modelo de la reificación / distorsión / falsa conciencia es radicalmente incompatible con el de la hegemonía/objeto a; mientras que el primero presupone el acceso a lo pleno a través de la reversión del proceso de reificación, el segundo concibe lo pleno (la Cosa) como inalcanzable porque carece de todo contenido. Y mientras que el primero ve la encarnación en lo concreto como una reificación distorsionante, el segundo ve el investimiento radical en un objeto como el solo camino para lograr una cierta plenitud. Žižek sólo puede mantener su enfoque en términos de reificación/falsa conciencia al precio de erradicar radicalmente la lógica del objeto a del campo de las relaciones políticas.

Nueva etapa: significación. (Lo que he llamado la perspectiva lingüística se refiere no sólo a lo lingüístico en el sentido restringido sino también a todos los sistemas de significación. Como estos últimos coinciden con la totalidad de las relaciones sociales, las categorías y las relaciones exploradas por el análisis lingüístico no pertenecen a áreas regionales sino al campo de una ontología general.) Aquí encontramos la misma imbricación entre particularidad y universalidad que habíamos encontrado en la perspectiva psicoanalítica. He mostrado en otros escritos que la totalización de un sistema de diferencias es imposible sin una exclusión constitutiva.[xii] Sin embargo, esta última tiene, como un efecto lógico primario, la división de todo elemento significativo entre una dimensión equivalencial y una dimensión diferencial. Como estas dos dimensiones no pueden ser lógicamente suturadas, la consecuencia es que toda sutura será retórica; una cierta particularidad, sin cesar de ser particular, asumirá un cierto rol de significación universal. Es decir, que el desnivel al interior de la significación es el único terreno en el cual el proceso de significación puede desarrollarse. Catacresis = retoricidad = posibilidad misma del sentido. La misma lógica que encontramos en el psicoanálisis entre la Cosa (imposible) y el objeto a la hallamos nuevamente como la condición misma de la significación. El análisis de Žižek no se refiere directamente a la significación, pero no es difícil extraer la conclusión que se derivaría, en este campo, de su enfoque fundado en la reificación: que todo tipo de sustitución retórica que no alcanza una reconciliación literal plena equivale a una falsa conciencia.

Por último, la política. Tomemos un ejemplo al que me he referido en varios puntos de La razón populista: Solidaridad en Polonia. Tenemos ahí una sociedad en la que la frustración de una pluralidad de demandas por parte de un régimen represivo creó una equivalencia espontánea entre ellas que, sin embargo, necestaban expresarse a través de alguna forma de unidad simbólica. Tenemos aquí una clara alternativa: o bien hay un último contenido conceptualmente especificable que es negado por el régimen opresivo -en cuyo caso ese contenido puede ser directamente expresado en su identidad diferencial positiva-, o bien las demandas son radicalmente heterogéneas y lo único que ellas comparten es un rasgo negativo -su común oposición al régimen represivo-. En ese caso, como no es cuestión de la expresión directa de un rasgo positivo subyacente a las diversas demandas sino que lo que tiene que expresarse es una negatividad irreductible, su representación tendrá necesariamente un carácter simbólico.[xiii] Las demandas de Solidaridad pasarán a ser el símbolo de una cadena más extendida de demandas cuya equivalencia inestable en torno a ese símbolo constituirá una identidad popular más amplia. Esta constitución simbólica de la unidad del campo popular -y su correlato: la unificación simbólica del régimen opresivo a través de medios discursivo / equivalenciales similares- es lo que Žižek sugiere que debemos concebir como reificación. Pero está enteramente equivocado. En la reificación tenemos, como hemos visto, una inversión en la relación entre expresión verdadera y distorsionada, mientras que para nosotros la oposición verdadera/distorsionada carece de todo sentido. Dado que el vínculo equivalencial se establece entre demandas radicalmente heterogéneas, su “homogeneización” a través de un significante vacío es un puro passage à l’acte, la construcción de algo esencialmente nuevo y no la revelación de una “verdadera” identidad subyacente. Ésta es la razón por la que en mi libro he insistido en que el significante vacío es un puro nombre que no pertenece al orden conceptual. No se trata, por consiguiente, de verdadera o falsa conciencia. Como en el caso de la perspectiva psicoanalítica -la elevación de un objeto a la dignidad de la Cosa-, y como en el caso de la significación -donde la presencia de un término figural que es catacréstico porque nombra y da así presencia discursiva a un vacío esencial dentro de la estructura significante-, tenemos también en la política la constitución de nuevos agentes -pueblos, en nuestro sentido- a través de la articulación entre lógicas equivalenciales y diferenciales. Estas lógicas implican encarnaciones figurales resultantes de una creatio ex nihilo que no es posible reducir a ninguna literalidad precedente o final. Por lo tanto: olvidémosnos de la reificación.

Lo que hemos dicho hasta este punto ya anticipa que, en nuestra opinión, la segunda tesis de Žižek, según la cual la representación simbólica -que él concibe como reificación- sería esencialmente o, al menos, tendencialmente, fascista, es igualmente insostenible. Aquí Žižek usa un arma demagógica: el rol del judío en el discurso nazi, que inmediatamente evoca todos los horrores del Holocausto y provoca una instintiva reacción negativa. Ahora bien, es verdad que el discurso fascista utilizó formas de representación simbólica, pero no hay nada específicamente fascista en el hecho de hacerlo, ya que no hay discurso político que no construya sus propios símbolos de ese modo. Incluso diría que esta construcción es la definición misma de lo que es la política. El arsenal de posibles ejemplos ideológicos diferentes del que ha elegido Žižek es inagotable. ¿Qué otra cosa que una encarnación simbólica está implicada en un discurso político que presenta a Wall Street como fuente de todos los males económicos? ¿O en la quema de la bandera estadounidense por parte de manifestantes del Tercer Mundo? ¿O en los emblemas rurales, antimodernistas, de las agitaciones de Gandhi? ¿O en la quema de la Catedral de Buenos Aires por parte de las masas peronistas? Nos identificamos con algunos de esos símbolos en tanto que rechazamos otros, pero esto no es motivo para afirmar que la matriz de una estructura simbólica varía de acuerdo con el contenido material de los símbolos. Afirmar lo contrario no es posible sin alguna noción de reificación estilo Žižek, que permitiera adscribir algunos contenidos a la verdadera conciencia y otros a la falsa. Pero incluso esta operación ingenua no tendría éxito sin adicionar el postulado de que toda forma de encarnación simbólica sería una expresión de la falsa conciencia, en tanto que la verdadera conciencia estaría exenta de toda mediación simbólica. (Éste es el punto en que la teoría lacaniana pasa a ser la némesis de Žižek: eliminar enteramente la mediación simbólica y afirmar la posibilidad de una pura expresión de la conciencia verdadera es lo mismo que afirmar tener un acceso directo a la Cosa en cuanto tal, en tanto que a los objetos a sólo se les atribuiría el estatus de representaciones distorsionadas.

[i] Yannis Stavrakakis, The Lacanian Left, Edimburgo, Edimborough University Press, 2007.
[ii] Este artículo fue publicado en Critical Inquiry, año 32, verano de 2006, pp. 646-680. Traducción al español de Ernesto Laclau.
[iii] Véase Slavoj Žižek, “Against the Populist Temptation”, en Critical Inquiry, año 32, primavera de 2006, pp. 551-574.
[iv] Ernesto Laclau, La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005.
[v] Excepto, desde luego, cuando él identifica los rasgos específicos de las campañas por el “no” con los rasgos definitorios de todo populismo posible.
[vi] Véase Slavoj Žižek, op. cit., p. 554.
[vii] Ibid.
[viii] Ibid., p. 555.
[ix] Slavoj Žižek, op. cit., p. 557.
[x] Un subterfugio barato que puede encontrarse en muchos puntos de los trabajos de Žižek consiste en identificar la afirmación de ciertos autores acerca de un grado de comparabilidad entre rasgos de los regímenes nazi y estalinista con la imposibilidad de distinguir entre ellos, postulada por autores conservadores como Nolte. La relación entre un líder político y su “ideología” es un asunto sumamente complicado, que involucra muchos matices. No hay nunca una situación en la que el líder sea totalmente exterior a su ideología y que tenga respecto a ella una relación puramente instrumental. Muchos errores estratégicos cometidos por Hitler en el curso de la guerra, especialmente durante la campaña de Rusia, sólo pueden explicarse por el hecho de que él se identificaba con aspectos básicos de su discurso ideológico, de que él era, en tal sentido respecto a ese discurso, un líder “secundario”. Pero si es erróneo hacer de la relación de manipulación entre el líder y su ideología la esencia de un régimen “totalitario” indiferenciado, es igualmente erróneo afirmar, como lo hace Žižek, una mecánica diferenciación entre un régimen (comunista) en el que el líder sería puramente secundario y otro (fascista) en el que tendría una primacía irrestricta.
[xi] En el pasaje citado por Žižek estoy simplemente resumiendo, con aprobación, el análisis del cartismo de Gareth Stedman Jones, “Rethinking Chartism”, en Languages of Class, Studies in Working Class History, 1832-1902, Cambridge, Cambridge University Press, 1983 [trad. esp.: Lenguajes de clase. Estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa, Madrid, Siglo XXI, 1989].
[xii] Véase Ernesto Laclau, “Why do Empty Signifiers Matter to Politics?”, en Emancipation(s), Londres, 1996, pp. 36-46 [trad. esp.: “Por qué los significantes vacíos son importantes para la política?”, en Emancipación y diferencia, Buenos Aires, 1996].
[xiii] No usamos aquí el término simbólico en el sentido lacaniano sino en otro que se encuentra frecuentemente en discusiones relativas a la representación. Véase, por ejemplo, Hanna Fenichel Pitkin, The Concept of Representation, Berkeley, University of California Press, 1967, cap. 5 [trad. esp.: El concepto de representación, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1985].

¿Es necesaria una dirección política transitoria del Psuv?


En la edición del viernes 20 de julio de 2007 del diario Últimas Noticias, en su página 16, puede leerse una breve nota titulada: MEP pide dirección política para el PSUV.

Según la nota, la dirigencia del Movimiento Electoral del Pueblo habría manifestado su «preocupación por la ausencia de líneas políticas que supone la desmovilización de las toldas que ingresan al Partido Socialista Unido de Venezuela (Psuv), y el hecho de que éste se mantiene en proceso de formación»

«Es necesario que emerja una dirección política transitoria», habría afirmado Eustoquio Contreras, diputado a la Asamblea Nacional, Secretario General del MEP e integrante de la Comisión Promotora del Psuv.

Por su parte, el diario El Universal recoge en otra nota del mismo día, lo que al parecer corresponde a las declaraciones textuales del dirigente del MEP:

«Los partidos están en etapa de transición y no desaparecen hasta que no exista el nuevo partido con personalidad jurídica. Por eso, si están desmontadas en la práctica las direcciones políticas de los que hemos asumido la idea de formación de un partido unido y todavía no ha surgido la estructura de dirección del nuevo partido y, entendiendo que éste es un proceso revolucionario muy dinámico, vemos que hay como un vacío de dirección política que debe ser llenado».

¿Cómo llenar este vacío? El dirigente del MEP propone «que emerja un espacio de conducción política: o se le da atribución de dirección a la Comisión Promotora del PSUV o se crea una instancia, pero eso le correspondería al presidente Chávez como líder del proceso revolucionario que se vive en Venezuela».

Fin de las citas.

Lo significativo de estas declaraciones es que ponen al descubierto un tipo de ejercicio de la política que, por decir lo mínimo, no se corresponde con una democracia revolucionaria. Importa muy poco que el declarante se llame Eustoquio Contreras. Preocupa, en cambio, que esta postura sea la regla, y no la excepción, entre los dirigentes de los partidos políticos que apoyan el proceso bolivariano.

En la Venezuela en la que yo vivo, no sólo la noción de dirigencia política, sino incluso la idea misma de partido político entró en crisis terminal hace varios lustros. El surgimiento y la posterior consolidación del chavismo como fenómeno político, social y cultural, aconteció precisamente en este contexto de severa crisis de la democracia entendida como representación.

El chavismo triunfó en las elecciones presidenciales de 1998 porque el pueblo mayoritario que lo votó se sintió absolutamente identificado con el discurso antipartido del candidato Chávez. Y más, Chávez se hizo presidente no gracias a los partidos políticos de izquierda, sino a pesar de la izquierda partidista. Cualquiera que revise estas páginas no tan lejanas de nuestra historia contemporánea, puede constatar sin mayor dificultad que la candidatura de Chávez fue padecida por la izquierda partidista como una experiencia traumática.

La izquierda tradicional comparte con la derecha del mismo signo, su afición por la idea de representación. Lo que sucede hoy día es que, mientras los viejos partidos de la derecha casi han desaparecido de la escena política, nuestros viejos camaradas de la izquierda se resisten a sentirse aludidos cuando ese chavismo que se les antoja como demasiado tumultuoso, les demuestra una y otra vez que es capaz de movilización política sin necesidad de la línea de ningún partido. De ninguno.

Lo saben ustedes y lo sabemos nosotros, ni es un secreto ni soy el primero que lo afirma: el único capaz de dictar líneas políticas se llama Hugo Chávez. Y si Chávez es capaz de hacerlo, no es por sus dotes de mago o porque sea un maestro de la manipulación, sino por su extraordinaria capacidad para escuchar el rumor de la calle, para asimilar las múltiples demandas populares. El pueblo sigue a Chávez no por su identificación con el poder del Estado, sino porque es un subversivo en Miraflores.

Más reciente aún que aquella historia de la campaña electoral de 1998, están las jornadas de abril de 2002: camaradas, ahí no hizo falta Chávez, y mucho menos los partidos políticos de izquierda, para que el pueblo se movilizara. No hubo partido que dictara la línea. Pero sobre todo, camaradas, no hizo falta. La línea la dictó el pueblo en la calle. Es preciso aprender de las lecciones de la historia.

Por eso, preocuparse por una eventual «ausencia de líneas políticas» como consecuencia de la ausencia de los partidos de izquierda, es un falso problema. Preocupante resulta invocar la necesidad de «una dirección política transitoria» a horas de instalarse las primeras asambleas de batallones socialistas. Preocupante resulta que se invoque un supuesto «vacío de dirección política», justo antes de iniciarse el amplio y profundo debate democrático que suponen estas asambleas.

Camaradas: no hay vacío, no hay ausencia de línea política. Lo que existe es la posibilidad de construcción colectiva de líneas de acción colectivas. Las asambleas de batallones son el germen de este «espacio de conducción política» que no aparece por ningún lado para la «dirigencia», precisamente porque esta dirigencia se acostumbró a arrogarse la conducción política. Y así, camaradas, ya no se hace la política revolucionaria. Así no se construyen partidos revolucionarios.

A %d blogueros les gusta esto: