Contra la lealtad resignada


Chávez, firmes hasta siempre

En esta nueva etapa de la revolución bolivariana, difícilmente haya una actitud más peligrosa que la lealtad resignada.

La lealtad resignada es lo propio de estos personajes que no pierden oportunidad para jurar que lucharán hasta un final que es inminente. No importan todos los elementos de análisis que apuntan a que esta historia, lejos de terminar, apenas comienza. La resignación es un estado de ánimo, y está más acá de cualquier análisis de la situación.

Resignados pero leales, porque, como suelen repetir de memoria, no serían capaces de traicionar el legado del comandante Chávez, van por la vida ostentando su impostura casi con orgullo, disfrazando de heroicidad lo que es realmente derrotismo. Todos tienen algo negativo que señalar. Son tantos los errores, según nos dicen, que seguir apoyando esta revolución es casi un sacrificio, un acto de desprendimiento. Un favor que nos estarían haciendo.

Si revisáramos las manifestaciones más extremas de este fenómeno, concluiríamos que el chavismo también tiene sus profetas del desastre, sus apologetas de Termidor, y no es casual que proliferen en los momentos más difíciles. Es normal: el miedo es libre. En cambio, para afrontar las dificultades hay que tener carácter, buen humor, audacia, inteligencia. Qué rápido se les olvida a algunos la manera como el comandante Chávez afrontaba las circunstancias más adversas.

Allá están, esos son, con su copioso inventario de defectos debajo del brazo, listo para esgrimirse en el momento inevitable de la caída. ¿Inevitable? ¿O es que algunos ya cayeron víctimas de la resignación y no son capaces más que de mirarlo todo desde el suelo? A ellos les decimos con José Martí: «Necesitamos levantar, no poetizar las caídas».

El correlato político de la resignación es el pragmatismo. Nadie discute el hecho de que, con frecuencia, una dosis de pragmatismo no sólo es necesaria, sino deseable. El problema es cuando el pragmatismo se instala como el signo de la política. El problema es cuando comienza a concebirse como condición para permanecer, lo que significa renunciar a la posibilidad de avanzar.

Por cierto, esta actitud no es la que prevalece en el chavismo. No es esto lo que vemos en la calle, y sobre todo no es lo que percibimos en las bases. Para el pragmático se trata de aferrarse a lo existente. Su propósito en la vida deja de ser modificar el estado de cosas y actúa para preservarlo. El pragmatismo es en esencia conservador. El pueblo chavista, al contrario, siente una profunda inconformidad con el estado de cosas y lucha para cambiarlo. Lo sigue animando un espíritu fundamentalmente revolucionario: desea cambiar todo lo que tiene que ser cambiado.

Si antes el pragmático, obligado por un entorno opresivo, nos hablaba de socialismo, y si de esa forma lograba pasar desapercibido, por estos días se siente a sus anchas, liberado, y se da el lujo de poner en entredicho la viabilidad del horizonte socialista de esta revolución. Negado el horizonte, se produce automáticamente la clausura estratégica. La política queda reducida a la táctica permanente para superar, a duras penas, coyuntura tras coyuntura.

Al pragmático nunca le faltan argumentos, todos los cuales son variaciones del argumento primario: el pueblo venezolano no está preparado para el socialismo, por lo que corresponde renunciar al intento de construirlo. Se entenderá que más que un argumento, se trata de un prejuicio de vieja data, fundante de la política de elites, y del que no estamos exentos.

No está de más repetirlo: no dudemos ni un segundo de la capacidad del pueblo para enfrentar las adversidades presentes y futuras.

Minoritario como sigue siendo, al pragmatismo es preciso mantenerlo a raya. No vaya a ser que llegue el tiempo en que, frente a nuevos problemas, los pragmáticos nos exijan más pragmatismo para solucionarlos. Entonces, y de manera progresiva, los problemas dejarán de ser aquellos que se plantean los pueblos cuando hacen una revolución.

Contra la lealtad resignada, hay que afirmar que el momento es ahora. No es el «ya fue» de los nostálgicos ni es el «en algún momento será» de los conformistas. El momento es ahora. Y la sentencia pesa como en su momento pesó el «por ahora» del comandante Chávez, que nos prometía un futuro de lucha, y el hombre nos cumplió. Y porque nos cumplió y porque cumplimos el futuro es ahora.

Llegó el momento de demostrar en qué pueblo nos hemos convertido después de todos estos años en revolución.

Desear la Comuna


Comunera

El 10 de agosto de 2012, hace poco más de un año, se registró la primera Comuna en Venezuela. Eso ocurrió en el municipio San Francisco del estado Zulia. «Gran Cacique Guaicaipuro» lleva por nombre la Comuna que también se llevó los honores.

Pero no fue sino hasta después del célebre «Golpe de Timón» del comandante Chávez, aquel 20 de octubre, que se aceleró el proceso de registro: dos en noviembre, nueve en diciembre, veintiséis en enero de 2013. En adelante sobrevino un lento pero sostenido declive, sin duda determinado por las urgencias políticas que nos tocó enfrentar y superar, hasta que en junio pasado, en pleno gobierno de calle, comenzamos a remontar: trece registros, veinticuatro más en julio…

Al día de hoy, la cantidad de Comunas registradas asciende a ciento tres. Esto es, Comunas «reconocidas» por el gobierno bolivariano. Pero además (y ésta, como la anterior, es una cifra que crece sostenidamente), existen trescientas setenta y siete Comunas llamadas «en construcción». Por último, hemos identificado al menos cuatrocientos nueve casos adicionales de pueblo organizado que ha manifestado su voluntad de constituirse en Comunas.

Los que sacan cuentas ya lo saben: entre todas, estamos hablando de ochocientas ochenta y nueve trincheras desde las cuales se batalla para construir nuestra muy singular, irrepetible y «topárquica» versión de socialismo. Y tenga usted por seguro que hay más: lugares a los que no hemos llegado todavía, experiencias que no hemos conocido.

Ahora bien, más allá de los números, indispensables para guiarnos, están las historias. La gente de carne y hueso.

Contar la historia de las Comunas es contar la historia del chavismo, le comentaba hace algunos días a Carola Chávez, con quien he conversado en extenso sobre el asunto. No es posible entender por qué una porción de la sociedad venezolana ha decidido organizarse en Comunas si no somos capaces de identificar la singularidad histórica del fenómeno chavista.

En estos días difíciles, en que afloran temores e incertidumbres, es oportuno recordar uno de los signos distintivos del chavismo: si lo normal de las sociedades es resistirse al cambio, lo que define al chavismo es su resistencia a conformarse con más de lo mismo. El chavismo es un sujeto político beligerante, cuya cultura política está profundamente reñida con la resignación.

En nuestras sociedades capitalistas contemporáneas se impuso un sentido común, que se expresa de múltiples formas: no hay nada más allá del capital. Uno de los éxitos indiscutibles del capitalismo es haber persuadido a millones de personas en todo el mundo, y en particular a los más jóvenes, de que luchaban por su «superación» personal cuando de hecho estaban declarándose vencidos y resignados.

El capital, que a la hora de autorreproducirse no conoce de límites ni de fronteras, construye sin embargo una sociedad donde no hay horizonte más allá de sí mismo, no importa si pone en serio riesgo la supervivencia de la especie humana. Dentro del capitalismo todo es posible, a condición de que todo sea posible para unos pocos, y de que los muchos no tengan nada. Todo es posible, sí, pero no para los invisibles, porque ellos no cuentan, porque ellos no entrarán a la historia, porque la historia es lo que sucede a pesar de ellos, de su existencia insignificante.

En el capitalismo la «superación» personal es en realidad el sálvese quien pueda. La competencia desalmada. El egoísmo. Nada de libre desarrollo de la personalidad, porque la personalidad sólo se desarrolla plenamente en colectivo, con el otro, con los comunes.

Volviendo sobre lo central: puede que esta revolución no se parezca a las revoluciones de libritos de autores europeos que nos leímos como cartillas. Pero cuando uno tiene el extraño privilegio histórico de ver cómo un pueblo aparece; cómo se estremece y moviliza; cuando uno ve un pueblo renuente a resignarse; cuando uno ve a un pueblo votando «locuras» como la construcción del socialismo bolivariano o la preservación de la vida en el planeta, uno sabe que está en presencia de una revolución.

Cuando una parte del pueblo chavista expresa su deseo de organizarse en Comunas es porque, para decirlo con Óscar Varsavsky, ha desarrollado un nivel de conciencia tal que no se resigna a la tendencia más probable. En cambio, está apostándole a construir «futuros más deseables».

Acompañar este extraordinario proceso de construcción de Comunas significa al menos dos cosas: en primer lugar, crear las condiciones para que cada vez más pueblo desee agruparse en Comunas. La Comuna no será una realidad que se imponga, ni habrá Comuna aérea que valga. Ella debe ser un anhelo, una necesidad incluso. La Comuna no es otra cosa que la oportunidad de vivir mejor, de vivir una vida que nos guste, que merezca la pena ser vivida. Por eso la construcción de Comunas está estrechamente asociada a una de las doce líneas de trabajo que definió nuestro Presidente Nicolás Maduro: «Impulsar una revolución cultural y comunicacional». Hay que vencer el sentido común capitalista, sinónimo de resignación y pueblo vencido, allí donde se exprese.

En segundo lugar, este proceso nos exige, siguiendo con Varsavsky, hacer de ese futuro deseable por nuestro pueblo un futuro viable. Porque sabemos de sobra que deseos no empreñan. Hay que arremangarse la camisa y trabajar incansablemente para que la nueva sociedad termine de nacer. En este punto el imperativo continua siendo: reducir progresivamente la distancia entre institucionalidad y pueblo organizado. Apurarnos para caminar al ritmo del movimiento real.

En esa andamos.

La fuerza principal


Chávez en la hamaca

Lo comentaba hace un par de días en una asamblea popular en Palo Negro, Aragua, y lo reitero por esta vía: con todo y sus limitaciones, es innegable el enorme impacto que han tenido los consejos comunales en el proceso de democratización de la sociedad venezolana. Ha sido tanta su influencia, ha sido tan decisivo el hecho mismo de su creación y multiplicación, que sus efectos políticos sólo es posible compararlos con el producido por figuras más clásicas de participación, como los sindicatos e incluso los partidos políticos.

Sobre ellos ha llovido mucho fuego enemigo. Por citar sólo un ejemplo muy reciente, en el documento Lineamientos para el Programa de Gobierno de Unidad Nacional (2013-2019) se les atacaba con virulencia: “Ellos deben ser deslastrados de todo sesgo ideológico-partidista así como de toda confusión que los configure como instancias híbridas que terminen asumiendo funciones públicas que le (sic) son ajenas”. Para el antichavismo, el mejor consejo comunal es el que no existe… o el que está bajo su control.

En campo amigo también se les mira con recelo. Con alguna frecuencia, militantes de izquierda con una formación política tradicional se refieren a ellos como instancias más bien “primarias” de organización, en las que confluyen fundamentalmente personas que nunca en su vida participaron en política, para resolver cuestiones “básicas” que afectan a la comunidad.

En las instituciones, por supuesto que sí, muchas veces identificamos esta misma lógica de razonamiento, pero llevada al extremo: en líneas generales, esa porción de pueblo reunido en torno a la figura de consejos comunales vendría a ser una suerte de pedigüeñería organizada, que actúa amparada por la ley, que en el mejor de los casos “ayuda” al Estado a ocuparse de los asuntos de los que jamás se ocupó y le permite llegar a lugares a los que nunca llegó.

Sin duda alguna, en cada uno de estos casos, más que de diagnósticos de la situación, se trata de opiniones determinadas por prejuicios, cuando no de posiciones políticas disimuladas a duras penas, y que dejan entrever una honda desconfianza en el pueblo organizado.

Se dice mucho que hay que tomar todas las previsiones contra la idealización del pueblo, y eso es correcto. En muchos consejos comunales vemos reproducirse las prácticas de la vieja cultura política: clientelismo, oportunismo, sectarismo, “voceros” que realmente actúan como representantes y, peor, como jefecillos que deciden a diestra y siniestra sin consultar a nadie. Hay consejos comunales que sólo buscan el beneficio de unos pocos, de manera que ya no hablaríamos de beneficios propiamente, sino de privilegios.

Pero con muchísima más frecuencia nos conseguimos con un contingente realmente formidable de líderes y lideresas entregados a la lucha por transformar su entorno inmediato, su país y el mundo; líderes y lideresas que militan a sol y sombra, que convocan, movilizan, organizan y prestan su voz para traducir las demandas populares ante las instituciones. Podría decirse que ellos integran las primeras líneas de lucha popular. La verdadera vanguardia.

Con ellos es vital (literalmente, porque en esto se le va la vida a la revolución bolivariana) establecer sólidas alianzas, desde las instituciones. Muchos lo han comprendido, pero todavía hay demasiado funcionario que no lo comprende. Todavía hay mucho funcionario indolente, pusilánime, prepotente, que ve en el pueblo un sujeto de asistencia, un “inválido”, al que hay que enseñarle cómo conducirse en todo y para todo.

Luego de un intenso mes de gobierno en la calle que nos ha llevado hasta Zulia, Miranda, Táchira, Barinas, Anzoátegui, Bolívar, Vargas, Aragua y Carabobo; luego de mucho observar, escuchar y palpar; luego de haber saldado cuentas con mis propios prejuicios, puedo decir que creo haber entendido la apuesta del comandante Chávez, cuando decidió convocar al pueblo a que se organizara en consejos comunales.

Lo que estaba en juego, primero que nada, era la creación de un lugar de encuentro de los comunes, de aquellos que nunca participaron en política porque nunca creyeron en ella, porque ésta fue siempre sinónimo de trampa, rencillas, mentiras. Y si participaron, la experiencia casi siempre fue poco estimulante, más bien traumática, decepcionante. Es a este pueblo al que convoca la revolución bolivariana, con Chávez a la cabeza. Será este pueblo el que constituya el chavismo, el sujeto político más potente en la historia de Venezuela.

Con los consejos comunales nunca se trató de nivelar por debajo, sino de incorporar a los de abajo, garantizarles un espacio, un lugar.

Luego, sí, está el asunto de los recursos. Los consejos comunales como espacios a través de los cuales el Estado debía comenzar a distribuir la renta. Todo el costo político asociado al impacto que pudo haber tenido el manejo directo de recursos por parte de comunidades organizadas (la malversación, la mala administración, la interrupción de procesos organizativos en ascenso) es muy inferior a la extraordinaria ganancia política que supone haber dado inicio a experiencias de autogobierno popular. Más allá de los errores e incluso de retrocesos puntuales, la señal del comandante Chávez era clara: esta revolución va en serio y aquí le estamos apostando a la construcción de una nueva sociedad. Aquí le estamos apostando al cambio revolucionario.

Si bien hay otras formas de organización popular, la de los consejos comunales es una que tenemos que cuidar y acompañar especialmente. Es fundamental un análisis profundo de su funcionamiento. Debemos ser capaces de producir un saber sobre estos asuntos decisivos, que nos ayude a identificar y solucionar problemas.

El Presidente Nicolás Maduro nos ha convocado a pensar y a discutir sobre el tema del “gobierno socialista”, y es una convocatoria que no podemos eludir. Debemos superar nuestra inclinación a discutir sobre política en abstracto, sin tomar en cuenta las prácticas de gobierno. Gobernar equivale a prácticas, lógicas de razonamiento y por supuesto a fuerzas. Sucede con frecuencia que unas ciertas lógicas de razonamiento nos gobiernan, y éstas lógicas inducen prácticas que nos gobiernan igualmente, y un buen día despertamos siendo gobernados por fuerzas que no son las nuestras.

¿Qué lógicas de razonamiento están detrás de nuestras políticas hacia los consejos comunales? Ese es un tema de primer orden para los revolucionarios. Sin embargo, con demasiada frecuencia nos encontramos discutiendo sobre banalidades, cediéndole espacio a la intriga y el fraccionalismo, inventándonos claudicaciones inexistentes, cuando deberíamos estar discutiendo sobre las prácticas que nos permitan crear las condiciones para que nuestro pueblo sea cada vez más fuerte. Para que siga siendo la fuerza principal. La fuerza que nos gobierne, para que esta revolución no dé marcha atrás.

Domingo de resurrección


Chávez se asoma

Quiso la providencia que esta justa electoral se desarrollara exactamente once años después del retorno del comandante Chávez a Miraflores, tras su derrocamiento a manos de la sociedad civil movilizada bajo la conducción de las fuerzas oligárquicas e imperiales, y luego de ser rescatado por el pueblo en la calle y los militares patriotas.

Para quienes estuvimos a las afueras de Miraflores aquella madrugada del 14 de abril de 2002, las imágenes de los tres helicópteros surcando la agitada noche caraqueña, las luces, el sonido de las hélices, las lágrimas de júbilo, los abrazos, la insólita certeza de que, contra todo pronóstico, habíamos logrado traer de vuelta a nuestro líder y recuperado la democracia, quedarán grabadas en nuestra memoria como algunos de los más hermosos recuerdos de nuestra vida. Una vida que, vivida y peleada de esta forma, vaya que vale la pena ser vivida.

Una vida que fue muerte, persecución y muerte, y una inolvidable madrugada de resurrección.

Si acaso el destino existe, algo quiere decirnos. Pensando en esto me releí detenidamente el memorable discurso de nuestro comandante aquella madrugada, sobre la cual dijo: «es como un renacimiento».

De sus palabras rescato el significado de la gesta patriótica, popular y militar, de aquellos días. Para Chávez, el pueblo venezolano acababa de dar un ejemplo: «El ejemplo de un pueblo que ha despertado definitivamente, de un pueblo que ha reconocido y asumido sus derechos, sus obligaciones; de una Fuerza Armada cuya esencia, cuyo corazón… cuyos oficiales, suboficiales y tropas están conscientes de su responsabilidad histórica y no se han dejado confundir, ni manipular, ni engañar».

Significado histórico sobre el que volvió en sus palabras finales: «Si hace dos días yo los amaba a ustedes, hoy, después de esta jornada histórica, de esta demostración sin precedentes en el mundo de cómo un pueblo y sus soldados detienen una contrarrevolución y hacen una contra-contrarrevolución sin disparar un tiro, sin derramar sangre, y reponen las cosas en su sitio, después de esta jornada memorable, histórica, imborrable para siempre jamás, hoy los amo muchísimo más. Amor con amor se paga».

Amor con amor se paga, comandante.

Por eso, este domingo acudiremos a las urnas electorales para asegurarnos de que seguirás viviendo entre nosotros. Once años después, será de nuevo como un renacimiento. Y derrotaremos una vez más, sin disparar un tiro, sin derramar sangre, a los que dan vivas a la muerte. Ojalá supieran apreciarlo quienes ven en la dolorosa circunstancia de tu muerte una nueva «oportunidad».

Éste volverá a ser un domingo de resurrección.

Nosotros y el mantuanaje


Chávez pueblo

El miedo es libre, incluso si se trata del miedo a ser libres. Nadie está obligado a apoyar la revolución bolivariana. Nadie está obligado a declararse chavista. Nadie está obligado siquiera a pensar que el chavismo es sinónimo de libertad. Y si al caso vamos, el chavismo está obligado a construir una sociedad donde realmente se respete al que piense diferente. Algo inédito en nuestra historia.

El chavismo está igualmente obligado a exponer sus razones y propuestas al conjunto de la sociedad, pero fundamentalmente al pueblo explotado y excluido. El chavismo es, de hecho, ese mismo pueblo convertido en sujeto político. Siendo así, mal puede permitirse que una porción del pueblo milite en la causa de sus verdugos. Éste continúa siendo uno de nuestros principales desafíos.

Lo que resulta inaceptable es que cualquiera pretenda que nos creamos el cuento de que el mantuanaje está a favor de la democracia. El mantuanaje es por definición aristocrático: el gobierno de los «mejores», de los que tienen más méritos. Los «mejores» fueron primero los conquistadores y luego sus descendientes. Gobernar fue siempre un derecho hereditario. Los «mejores» eran los ricos, lo que quiere decir que se trataba de una plutocracia. Eran también los blancos, lo que significa que gobernaba una casta. Gobernar fue siempre cosa de pocos, de manera que era una oligarquía. Cualquiera de estos títulos: aristócrata, plutócrata, oligarca, define con precisión tanto al mantuano como al que ocupe el lugar de su representante. Nunca el de demócrata.

El chavismo, por definición, está hecho de los «peores». De pueblo conquistado, gobernado, empobrecido, sin nada que heredar. Si se tratara de los inicios de nuestra era republicana, el chavismo sería el pueblo mestizo, mulato, zambo, indio, negro, blanco de orilla. Los muchos. Los nadie.

¿Quiere decir esto que todo el que milita en el chavismo es un demócrata a carta cabal? En lo absoluto. Los hay quienes piensan que las elecciones son puro formalismo burgués, que la revolución bolivariana es una oportunidad para hacerse ricos, que el pueblo ignorante debe ser adoctrinado, etc.

¿Debe deducirse que todo el que milite en el antichavismo es un dictador en potencia? De ninguna manera. Los hay quienes están convencidos de que el chavismo tiene su razón de ser en las desigualdades e injusticias de la sociedad venezolana, pero no están de acuerdo con los métodos empleados para combatirlas.

Pero si bien puede hablarse de diferencias de grado a lo interno del chavismo, tanto como del antichavismo, es indudable que entre ambas fuerzas lo que existe es diferencia de naturaleza.

No somos lo mismo. Si hoy no somos lo mismo, unos y otros, es porque nunca han sido lo mismo el pueblo y el mantuanaje. El chavismo tuvo el coraje de alumbrar esta diferencia. El antichavismo aún trata de hacerle pagar por su afrenta, y ensaya infinitas versiones del mismo discurso pletórico de referencias a una unidad nacional original perdida desde que apareció el chavismo. Según esta lógica, el fin del chavismo sería el comienzo de la reconciliación nacional. Pero en el origen de la nación fue la desunión de unos contra otros. En el origen fue la diferencia, la desigualdad.

Para el antichavista promedio, sin embargo, cualquiera de las afirmaciones precedentes equivale a un exceso. La verdad histórica convertida en apología de la violencia.

Excesivo fue el comandante Chávez desde el inicio, según la perspectiva antichavista. Excesivamente pugnaz, violento, incendiario. Claro que ha habido excesos durante estos catorce años. Excesos que fueron al mismo tiempo errores. Y si el exceso es el punto de partida podría discutirse eternamente sobre el exceso.

Pero podríamos hablar también de moderación. ¿Por qué no interrogarse sobre la insólita moderación de la revolución bolivariana? ¿Pero es que acaso los bárbaros son capaces de moderación? Si hay algo que la oligarquía no le perdonó nunca a Chávez fue su estricto y celoso apego a la regla democrática. El hecho de haberle vencido en su propio terreno, jugando sus reglas. Su capacidad, que fue la del chavismo en general, para no caer en provocaciones, su sentido de la oportunidad política, su habilidad para la estrategia, virtudes éstas que se suponen vedadas para un zambo.

Exceso, moderación: ninguno de estos puede ser el punto de partida. El punto de partida es que hay desigualdad; que nos tuvieron siempre como desiguales en tanto seres humanos, más allá de lo que decían sus leyes más avanzadas; desiguales en cuanto a dignidad, inteligencia, capacidad de raciocinio. El punto de partida es que cuando comenzamos a tratarlos como iguales, y no como amos, patrones o sabios, dijeron que se trataba del «exceso» de una partida impresentable de igualados.

Resulta que el mantuanaje, en sus orígenes tan obsesionado con la pureza de sangre, tan cerrado, tan endogámico, tan ocupado en blanquearse, ahora intenta «negrearse», mal que le pese a Ibsen Martínez y su «merienda de negros«. Capriles Radonski, por su parte, hace hasta lo imposible por parecerse al zambo Chávez.

Mientras tanto, se ve a mucho antichavista de buena fe afanado en la denuncia de los «burgueses» enquistados en el chavismo, y no es que no los haya, que también hay corruptos y nuevos ricos. El punto es que más que condenar el vicio, lo reclaman como un derecho inalienable del antichavismo.

El mantuanaje ha llevado tan lejos su trabajo de mímesis del chavismo, superando límites insospechados, que tal pareciera que el propósito es transmitir el mensaje de que todo es relativo: a fin de cuentas todos somos lo mismo, sólo que los chavistas son una versión desmejorada y caduca de lo mismo que somos todos. Hasta tienen sus artistas, como el antichavismo, sólo que los chavistas son tarifados y cometieron el gravísimo error de involucrarse en política; que los artistas que apoyaron a Capriles Radonski en 2012 no hacían política, sino que le apostaban a la reconciliación nacional.

Pero el chavismo no es diferencia de grado, sino diferencia de naturaleza. No somos lo mismo.

Somos los que no éramos. Comenzamos a serlo. Somos juntos lo que somos. Y Chávez tiene mucho que ver en esto. El 14A está en juego preservar su legado. Para que sigamos siendo.

Brillar con luz propia


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No me gustan los escritos del tipo «Chávez y yo». Chávez fue, y de cierta forma sigue siendo, un ser humano que alumbraba, una persona que centelleaba una fuerza extraordinaria que, por cierto, no debe confundirse con el carisma. Fue ciertamente eso que llaman un líder carismático, pero también fue más que eso. Fue un hombre que irradiaba luminosidad. Un hombre, ante todo, y no un santo adornado con su respectiva aureola, como en las estampitas religiosas. Chávez ha sido para mí, fundamentalmente, un motivo de alegría. Por eso me parece que la peor manera de rendirle homenaje es pretender robarle algo de esa luz para iluminarnos con ella. No porque debamos permanecer a la sombra del gran hombre que fue, sino porque fue un hombre que nos alentó siempre a brillar con luz propia.

Si el pueblo venezolano hoy resurge y resplandece, material y espiritualmente, es porque supo reconocerse en el hombre que llegó un buen día para decirle en su cara a los poderosos de este mundo lo que teníamos atravesado en la garganta; pero también porque supo reconocer las limitaciones del hombre, sus errores y los errores de los suyos, que son también nuestros errores y limitaciones. Me parece que esta disposición para el reconocimiento recíproco es lo que explica la relación de proximidad entre el líder y su pueblo. Chávez no fue nunca figura lejana y ajena porque aprendimos desde muy temprano a aceptarnos mutuamente, tal como somos. El nuestro fue siempre un amor, una rabia, un dolor correspondidos. Eso nos hizo fuertes e inseparables. Fuertes para cambiar.

Eso es la revolución bolivariana: un acto de alumbramiento colectivo. Chávez hablaba de un ardimiento. El mismo ardimiento del pueblo anhelante que alumbra cuando se dispone a luchar, es decir, a cambiar lo que somos y lo que nos circunda.

Ese pueblo anhelante que alumbra ha vuelto a desparramarse por las calles con la muerte de Chávez. La noticia fue recibida con un estremecedor lamento colectivo, y de inmediato un eco de dolor resonó por todas partes, o por casi todas. Es algo que nunca olvidaremos quienes lo vivimos. Desde entonces, cada quien a lo suyo: quienes lo odiaron en vida celebraron su partida, y no han dejado de escupir sobre su cadáver. Para su desdicha, centenares de miles hemos acudido hasta su féretro para acompañarle y reafirmarle nuestro compromiso de seguir adelante, en una procesión interminable. Muy pronto serán millones. Como él mismo lo profetizara, Chávez se ha hecho millones.

¿Algo que no me gustaba de Chávez? Los días en que le daba por recordar las palabras de ese Bolívar apesadumbrado, abatido y enfermo que veía cómo se derrumbaba su sueño de unión latinoamericana: «He arado en el mar». En ocasiones hurgaba más a fondo en la vergüenza nacional y acompañaba estas palabras con fragmentos de la última proclama del Libertador, del 10 de diciembre de 1830: «Mis enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más sagrado, mi reputación y mi amor a la libertad». Y se largaba el comandante a rememorar cómo la noticia de la muerte de Bolívar había sido recibida con tibieza y hasta con indiferencia por el pueblo venezolano. Me resultaba demasiado extraño escuchar a un Chávez presa de la angustia, seguramente agobiado por la responsabilidad histórica que reposaba sobre sus hombros. Debo reconocer que lo juzgaba muy severamente: un Chávez acongojado era un lujo que no nos podíamos permitir. Estaba obligado a permanecer incólume.

Estos días he pensado mucho en esto último. Carajo comandante, no has arado en el mar. No sembraste en el viento.

Hay otro pensamiento que tampoco me abandona: Chávez se nos fue sin pronunciar su último discurso. Estoy convencido. Qué duda puede caber de que el comandante estaba al tanto de los riesgos que correría durante su cuarta intervención quirúrgica. Su alocución del 8 de diciembre es testimonio de esto. Pero lo que ha debido ser sólo testimonio terminó siendo testamento. Quién hubiera podido imaginar que aquella noche sería la última vez que lo escucharíamos cantar, hacer chistes, reflexionar, tomar decisiones. Tengo para mí que el comandante tenía la plena confianza de que volvería a estar entre nosotros. Supongo que todos la teníamos. No pudo ser. Y esta imposibilidad hace mil veces más dura su partida. Porque no es justo. Porque todos sabemos cuánto hubiera querido volver y sonreír y cantar y decir que Florentino había vuelto a vencer al diablo. Duele la oportunidad que le robó el destino.

Tal vez me equivoque, por supuesto. Tal vez eso que llamo convencimiento sea una de las formas que asume el duelo. Quizá se trate, simplemente, de que Chávez, el comandante, pero sobre todo el hombre, nos hace falta, mucha falta. De la misma forma que muy de vez en cuando a Chávez le asaltaba la duda, temiendo no estar a la altura de su pueblo (que es lo que estaba detrás de sus referencias al Bolívar en sus últimos días), a nosotros nos asalta la duda, temiendo no estar a la altura del legado de nuestro líder. Cuánto quisiéramos escuchar su palabra, un último discurso, por breve que fuera.

Pero son cosas del dolor, propias de estas circunstancias difíciles. No está de más que pasemos revista de nuestros temores y limitaciones, porque sólo de esa manera podremos evitar incurrir en errores que pongan en riesgo el camino que hemos comenzado a andar. La cuestión es clara: el mejor homenaje que le podemos rendir al comandante Chávez es convertirnos en un pueblo que brilla con luz propia. Asumir que nos queda su palabra dicha y escrita, y que nos corresponde a nosotros seguir alzando nuestra voz. Para que se siga escuchando firme y clara. Para que se haga la voluntad popular, Chávez nuestro que recorriste esta tierra y quedaste sembrado en ella, amén.

Contra la corrupción política, la opción es reinventarnos. (Para pensar la militancia). (y III)


Chávez puño en alto

I.-
Obligados como estamos a ocuparnos de lo urgente, no podemos darnos el lujo de dejar de volver sobre los asuntos estratégicos, y que son los que dotan de sentido a nuestras prácticas militantes. Si hoy el momento es apremiante, y si nos invade la incertidumbre, lo que corresponde en pensar también a largo plazo. De nuevo: con sentido estratégico.

Lo estratégico, en sentido amplio, es el cambio revolucionario. La Venezuela revolucionaria y bolivariana ha avanzado como nunca antes en su historia en la lucha contra inequidades e injusticias, y en el camino ha intentado aportar al esfuerzo de construcción de nuevos referentes políticos continentales y globales, porque se trata de enfrentar a un enemigo global que está poniendo en serio riesgo la supervivencia de la especie humana: el capitalismo.

Es cierto que queda mucho por hacer. En nuestra sociedad persisten inequidades e injusticias. Explotación. Entre nosotros, el capitalismo sigue vivo y coleando. No obstante, durante los últimos catorce años nos hemos dado el gusto de propinarles a sus representantes en nuestros patio (cipayos de toda ralea) unas cuantas palizas y otras tantas blanqueadas. La han pasado realmente mal y vienen por la revancha.

Esta descomunal y hermosa empresa que es el cambio revolucionario supone no sólo el arduo trabajo de prefigurar la sociedad otra, sino inventar las herramientas teóricas y prácticas que nos permitan ir construyéndola. Pero aún la ecuación no está completa: el acto de invención de estas herramientas debe prefigurar la sociedad otra, en el sentido de que es sencillamente imposible crear lo nuevo con herramientas caducas o inapropiadas.

Es simple: no es posible construir una sociedad más justa con instrumentos o herramientas prácticas injustas, tanto como resulta imposible hacerlo echando mano de ideas que no se corresponden en lo absoluto con nuestra realidad. Hacer esto último (y quienes hemos sido formados en la izquierda lo hacemos con mucha frecuencia) es como pretender martillar con un destornillador.

El detalle está en que ambas acciones, prefiguración e invención, tienen que ser acometidas por nosotros, simples mortales plagados de vicios y defectos (y no por seres de otro mundo), lo que implica que debemos ser capaces de reinventarnos a nosotros mismos: tener la fuerza, el coraje, la voluntad para desaprender una manera de pensar y actuar que nos relega a la condición de dominados, incluso cuando nos creemos lo suficientemente aptos para dominar o «dirigir», y procedemos como pequeños déspotas o tiranuelos, sojuzgando a quienes consideramos más débiles o más ignorantes.

Por lo antes dicho, militar en la causa revolucionaria, bolivariana, no consiste simplemente en declararse partidario de una idea, sino en ser partícipe de un esfuerzo colectivo de reinvención de nosotros mismos en tanto seres humanos, lo que pasa por revisar en profundidad y sin contemplaciones las formas tradicionales de militancia, más cercanas a prácticas despóticas que a prácticas emancipatorias. Pasa por dejar atrás lo que hemos sido desde hace mucho tiempo. En mi modesto juicio, el tiempo del chavismo es también el tiempo de esta oportunidad histórica.

Es también el tiempo de experimentar e inventar en materia de formas de organización, de no conformarnos con lo menos malo (el partido realmente existente), porque de esto, de nuestra capacidad y voluntad para experimentar en este terreno, puede depender la viabilidad de lo estratégico.

Lo contrario sería resignarnos, renunciar a la posibilidad de cambio revolucionario y dedicarnos a administrar lo existente.

II.-
De allí la importancia de las reflexiones que hacía el comandante Chávez el lunes 28 de marzo de 2011, en reunión con la dirección ampliada del PSUV, a partir de su lectura del segundo volumen de Política de liberación (arquitectónica), de Enrique Dussel.

«¿Qué es la política y para qué la política?», comenzó por interrogarse Chávez. «¿Para buscar cargos? ¿Para enriquecernos? ¿Para hacer grupitos y estar enfrentados internamente allá en un municipio por la alcaldía o en el estado por la gobernación o por los negocios de mis amigos y mis familiares y las empresas que yo conozco? No, para eso no es la política».

¿Cómo desplegarnos por lo que Dussel define como «campo político» sin brújula, sin acimut? Advertía Chávez: «Si no tuviéramos ese acimut bien inscrito, bien firme, nos vamos a perder en el complicadísimo campo de batalla, en el campo político, nos traga la vieja política, nos traga la corrupción de la política».

¿Cuál es el acimut principal de la política revolucionaria? Chávez precisaba: el «poder obediencial». Entonces desarrolló:

«Estamos aquí para obedecer… para que el pueblo nos mande, nos interpele, nos regañe, nos oriente, nos critique… Si nosotros nos convertimos en simples representantes del pueblo y… nos asumimos como el poder para mandar mandando… si eso llegara a ocurrir, entonces estaríamos en presencia de la verdadera y profunda corrupción política… Cuando eso ocurre, cuando nosotros, la potestas, el poder constituido, los voceros o delegados o representantes, llámese Presidente… diputado… gobernador… alcalde, se asume a sí mismo como el fin último de la política, como que ‘estoy aquí para mandar’ y me olvido del poder constituyente originario y me olvido de que yo estoy aquí es para obedecer a ese poder, me debo a él, al supremo poder popular, a los intereses populares, entonces estamos en presencia (repito, lo dice Dussel y yo lo creo profundamente) de la más grande de las corrupciones, y todas las demás provienen de esa. De ahí viene el enriquecimiento ilícito, los negocios: porque me olvido del pueblo y ahora vienen los amigotes, los negociantes, familiares, etc., y estoy es para ‘yo’: dinero, dinero para pensar en el futuro, los hijos, el futuro, en ‘qué voy a hacer yo después de que me vaya de aquí, hay que asegurar el futuro’. Siempre hay excusas para el corrupto».

Más claro imposible. De este análisis se desprendía la necesidad de un instrumento político desplegado por los «campos materiales» o «sub-esferas»: «El partido desplegado tiene que ir por esas sub-esferas», planteaba Chávez.

Pero volvamos a la pregunta: ¿cómo realizar el despliegue? He allí la pregunta que nos interpela en tanto militantes. Las respuestas tendrían que estar dirigidas al propósito de reinventarnos. Chávez ha expuesto claramente lo que no podemos seguir siendo, y cualquier pretensión de que eso (tiranuelos, corruptos y «representantes») siga pasando como «militante revolucionario» equivale a un fraude.

Mandar obedeciendo, ponernos siempre en el lugar de los que sufren, identificar la forma como se ejerce la dominación en cada campo, caminar al lado de las «víctimas» (eso que para Dussel es una «ética de liberación»). He allí algunas pistas para seguir andando.

Comuna: gobernar, construir, destruir


Comuna Ataroa

(Escribí este artículo en agosto de 2011 para la revista Día-Crítica. Lo he modificado muy ligeramente para su publicación en el Correo del Orinoco, el domingo 24 de febrero de 2013.

Salud).

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1. Dejémonos de tonterías, no perdamos más tiempo intentando esculpir en bronce la obra de nuestros iconoclastas: cuando Marx, el viejo camarada convertido primero en santo y luego en santurrón por la izquierda de librito, escribió sobre la Comuna de París, no lo hizo prefigurando la sociedad que habrá de llegar alguna vez, “inevitablemente”, cuando el monstruoso capitalismo sea por fin derrotado. Marx tuvo siempre en mente el asunto urgente y siempre actual del gobierno, del acto de gobernar.

2. Porque es gobernando como se construye la nueva sociedad.

3. Marx estuvo bastante lejos de ser un espectador pasivo que luego hace balance. Lo que hoy conocemos como “La guerra civil en Francia” fue redactado originalmente como un “Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores”. Marx era el Secretario por Alemania y Holanda de este Consejo. Inició la redacción del documento el 18 de abril de 1871, exactamente a un mes de proclamada la Comuna. En la dirección de la Comuna tuvieron participación activa varios integrantes de la Asociación. Incluso, hoy se sabe que Marx envío a un emisario a París.

4. Gobernar es atreverse: “Cuando la Comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de la revolución” fue la “primera vez en la historia” que “simples obreros se atrevieron a violar el privilegio gubernamental de sus ‘superiores naturales’”.

5. El secreto revelado, el descubrimiento: “He aquí su verdadero secreto: la Comuna era en esencia el gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política, descubierta, al fin, bajo la cual podía llevarse a cabo la emancipación económica del trabajo”.

6. La más importante medida de todas: “La gran medida social de la Comuna fue su propia existencia, su labor. Sus medidas concretas no podían menos de expresar la línea de conducta de un gobierno del pueblo por el pueblo”. En ello radica su infinita novedad.

7. Gobernar no es tomar posesión: “Pero la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está, y a servirse de ella para sus propios fines. El Estado, “esa máquina nacional de guerra del capital contra el trabajo”, se materializa en “el ejército permanente, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura”.

8. Gobernar es ejercer el poder contra los viejos poderes: “… el primer decreto de la Comuna fue para suprimir el ejército permanente y sustituirlo por el pueblo armado. La Comuna estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio universal en los diversos distritos de la ciudad. Eran responsables y revocables en todo momento. La mayoría de sus miembros eran, naturalmente, obreros o representantes reconocidos de la clase obrera. La Comuna no había de ser un organismo parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo. En vez de continuar siendo un instrumento del Gobierno central, la policía fue despojada inmediatamente de sus atributos políticos, y convertida en instrumento de la Comuna, responsable ante ella y revocable en todo momento. Lo mismo se hizo con los funcionarios de las demás ramas de la administración. Desde los miembros de la Comuna para abajo, todos los servidores públicos debían devengar salarios de obreros. Los intereses creados y los gastos de representación de los altos dignatarios del Estado desaparecieron con los altos dignatarios mismos. Los cargos públicos dejaron de ser propiedad privada de los testaferros del Gobierno central. En manos de la Comuna se pusieron no solamente la administración municipal, sino toda la iniciativa ejercida hasta entonces por el Estado. Una vez suprimidos el ejército permanente y la policía, que eran los elementos de la fuerza física del antiguo Gobierno, la Comuna tomó medidas inmediatamente para destruir la fuerza espiritual de represión, el ‘poder de los curas’, decretando la separación de la Iglesia y el Estado y la expropiación de todas las iglesias como corporaciones poseedoras… Todas las instituciones de enseñanza fueron abiertas gratuitamente al pueblo y al mismo tiempo emancipadas de toda intromisión de la Iglesia y del Estado. Así, no sólo se ponía la enseñanza al alcance de todos, sino que la propia ciencia se redimía de las trabas a que la tenían sujeta los prejuicios de clase y el poder del Gobierno. Los funcionarios judiciales debían perder aquella fingida independencia que sólo había servido para disfrazar su abyecta sumisión a los sucesivos gobiernos, ante los cuales iban prestando y violando, sucesivamente, el juramento de fidelidad. Igual que los demás funcionarios públicos, los magistrados y los jueces habían de ser funcionarios electivos, responsables y revocables”.

9. Volver sobre el punto anterior. Léase, créase, disfrútese. Fue y sigue siendo posible. Sólo habrá que hacer los necesarios ajustes que imponen el tiempo y en general las circunstancias. En esto último está la clave.

10. Porque es gobernando como se destruye la vieja sociedad, el viejo Estado.

11. Digresión que no lo es tanto: “La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyes no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país…”. José Martí en “Nuestra América”.

12. Sobre ajustes, tiempo y circunstancias: no aportan nada quienes desean construir la Comuna de París en Caracas en 2013 cual si fuera 1871, y condenan todo lo presente en nombre del pasado. Pero tampoco suman quienes pretenden no sacar ninguna enseñanza de ella. Si es risible renunciar a librar la pelea dentro del Estado (siempre habrá quien pretenda que sean otros los que libren la pelea), creer que la revolución se hará desde el Estado es motivo de carcajada.

13. Desconfiar de todo aquel que va diciendo que basta con “tomar posesión de la máquina del Estado”, y construir una, dos, cien Comunas, cincuenta mil consejos comunales.

14. La destrucción del viejo Estado se juega en el acto de crear las condiciones para que el autogobierno popular sea posible. En eso consiste el acto de gobernar. Tal debe ser el horizonte estratégico de la revolución bolivariana.

15. Decía Martí que “hay que atender para gobernar bien”. Por ejemplo, saber leer el diagnóstico que ofrece el documento conclusivo del cuarto encuentro de la Red Nacional de Comuneros y Comuneras, a finales de 2011:

– La “tensión” entre las instituciones del Estado y las Comunas obedece “a la incompatibilidad de las dinámicas y racionalidades; para las instituciones cumplir con su trabajo significa gastar su presupuesto… y cumplir con sus metas del POA. Para las Comunas, por el contrario, lo más importante es el proceso y la construcción real…”. Gestionalización de la política.
– Hay revolucionarios y revolucionarias “dirigiendo instituciones”, pero “el funcionariato es fundamentalmente contrarrevolucionario”.
– “Es inconsistente establecer como objetivo impulsar el poder popular creando instancias como las Salas de Batalla, que no obedecen a la dinámica genuina de las comunidades y que intentan controlar el proceso de emancipación”.
– “Ningún Estado se autodestruirá, es por definición conservador, preserva el status quo, por lo tanto este Estado burgués no puede parir el nuevo, ni facilitará el proceso, fue creado para oprimir a una clase y reproducir la lógica del capital”.
– “Las revoluciones las hacen los pueblos, así que la pelota está de nuestro lado, construyamos más fuerza y dediquemos más tiempo en el qué hacer que en las lamentaciones, sin que desechemos las criticas pertinentes, responsables y con mucho respeto. Tenemos todos los elementos para vencer, el objetivo estratégico definido, el socialismo; uno de los mejores líderes del mundo, el cámara presidente Chávez; y nosotros como pueblo, que quiere ser independiente y socialista”.

16. Dejémonos de tonterías, no perdamos más tiempo intentando esculpir en bronce la obra de nuestro principal iconoclasta: el pueblo organizado.

Política, campos, representación. (Para pensar la militancia). (II)


Hugo Chávez entrega el Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2010 a Enrique Dussel.
Hugo Chávez entrega el Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2010 a Enrique Dussel.

I.-
El concepto de «campo político», tal y como lo trabaja Enrique Dussel, puede aportarnos algunas pistas para revisar lo que entendemos por política, para imaginar y hacer posibles prácticas emancipatorias y, más específicamente, para profundizar en el ineludible tema de la crisis de representación política.

De esta última tenemos evidencias tan incontestables que lo curioso es que no nos detengamos con más frecuencia en el análisis del problema. Sobre todo tomando en cuenta los efectos políticos inmediatos de dicha crisis: el freno de las prácticas emancipatorias.

Con todo, hay que tener cuidado cuando se habla de crisis de representación política: el enunciado no alude al fracaso de la revolución bolivariana a la hora de producir una clase política, como pudiera interpretarse desde posturas fatalistas. Antes al contrario, lo que se quiere es subrayar que el chavismo, como fenómeno histórico, hubiera sido inconcebible sin esa crisis: mientras crujía la representación (la idea, el modelo, una cultura, un conjunto de prácticas e instituciones), el chavismo se colaba por los intersticios.

Pero si el chavismo anuncia una política otra, de corte emancipatorio, liberada de las pesadas antiguallas de la «democracia representativa», la pelea es peleando: mientras tenía lugar el proceso de subjetivación del chavismo (su constitución como sujeto político), mientras se iba politizando a su manera, en abierto antagonismo con eso que Bourdieu llamaba «políticos profesionales«, de derecha y de izquierda, muchos de estos procedían a mimetizarse con ese sujeto brioso, resuelto, audaz y desprejuiciado. A la vieja política sólo la mímesis le garantizaba la supervivencia.

Mucho de la vieja política sobrevive entre nosotros, dentro del chavismo. De allí que tengamos que seguir lidiando con tantos viejos vicios, y por eso el amplio rechazo del pueblo chavista a esos «políticos profesionales» que terminan siendo más de lo mismo y casi siempre frustrando la posibilidad del cambio social, o al menos entorpeciéndolo. No tiene ningún mérito afirmar nada de esto. Lo sospechoso, en todo caso, es hacer como si no estuviera sucediendo o pretender desconocer de dónde venimos.

II.-
Volviendo sobre el planteo inicial, algunos compañeros comenzamos a estudiar el concepto de «campo político» justo en momentos en que se desarrollaba la discusión sobre las líneas estratégicas del partido, a comienzos de 2011, y luego a propósito del proceso de conformación del Gran Polo Patriótico, en el último trimestre del mismo año. Lo que ponía en evidencia la primera discusión era precisamente la crisis de representación política (y la intención de encararla), mientras que el segundo proceso era expresión de aspiraciones más ambiciosas: explorar el terreno de la política más allá de la forma partido, aunque sin descartarla.

Si el Gran Polo Patriótico ha terminado reducido, en casi todas partes, al conjunto de partidos aliados, seguidos muy de lejos por instancias casi siempre precarias de articulación sectorial, esto no hace sino demostrar que, como diría un compañero revolucionario portugués, las revoluciones se hacen con los recursos existentes y no con los que serían necesarios.

Dicho de otra forma, siguen siendo necesarios los recursos teóricos que nos permitan pensar la política revolucionaria más allá de las formas tradicionales de organización. Hace falta, por decir lo menos, un trabajo de sistematización de lo que vienen siendo nuestras prácticas militantes, prácticas que discurren, por cierto, casi siempre al margen de cualquier dinámica partidista, y nada más esto último ya debería llamar poderosamente nuestra atención.

No sólo la idea de partido, sino también la de sector o gremio, incluso la de «movimiento social», tendrían que ser sometidas a revisión, no por un delirio posmo, sino porque ellas han demostrado ser insuficientes para comprender la política en tiempos del chavismo. No se trata, por supuesto, de decretar la muerte de ninguna de estas formas de organización, sino de crear las condiciones para el nacimiento de otras nuevas.

A grandes rasgos, se diría que cada una de estas formas parte de un equívoco, que consiste en la separación artificial, arbitraria, entre campos: el partido pretende un monopolio sobre el campo político (que a su vez tiende a reducir a lo electoral) y concibe a los movimientos como las correas de transmisión de sus líneas al campo social (para Dussel no existe tal, sino una «esfera material de la política»); los movimientos se conforman con un dudoso monopolio de lo social, y muy eventualmente disputan a los partidos el control del campo político. Al mismo tiempo, tenemos variedad de sectores «sociales» (mujeres, campesinos, jóvenes, indígenas, afrodescendientes, sexo-género diversos, etc.), «culturales» (intelectuales, artistas, etc.), «económicos» (distintos gremios de trabajadores), etc. En fin, todo un parcelamiento no sólo de la realidad, sino fundamentalmente de la lucha política, que termina garantizando el monopolio de la política a la burocracia que controla el partido.

En el segundo volumen de su Política de liberación (arquitectónica), Dussel plantea que tanto el liberalismo como el «marxismo estándar» reproducen esta lógica parcelada de la realidad: el primero «independiza radicalmente» los campos político y económico, «minimiza el político y lo circunscribe a un individualismo metafísico de los derechos individuales». Mientras tanto, el marxismo estándar «maximiza la importancia del campo económico, minimiza en el diagnóstico lo político, pero, después de la revolución, y con la excusa de la «dictadura del proletariado», maximiza la política con la pretensión de una planificación total de la economía».

En contraste, Dussel concibe un «campo político» cruzado por diversos «campos materiales». Nos habla de una «esfera material de la política» o «nivel material de la permanencia y crecimiento de la vida de la comunidad política, que se encuentra en el cruce… de este campo con los campos ecológico, económico y cultural y otros que podrían agregarse a la lista», y que «determinan el ámbito político que se denomina social«.

Luego, enumera tres «sub-esferas» o «campos materiales» que se cruzan con el «campo político». La «sub-esfera ecológica», que tiene que ver con la «producción, reproducción y desarrollo de la vida humana», y uno de cuyos desafíos políticos es «evitar la extinción de la vida en el planeta Tierra». La «sub-esfera económica», referida a la «producción económica de los bienes materiales (siempre como contenido referido a la «permanencia y aumento de la vida» humana), que nos hablan de la sobrevivencia de la corporalidad humana». Por último, la «sub-esfera cultural», aparte en el cual Dussel se interroga: «¿cuál es la última instancia: la sub-esfera económica o la cultural? Es el falso dilema, no de Karl Marx, de la infraestructura económica y la supra-estructura ideológica. No hay tal. En un materialismo pensado ontológica y antropológicamente (que es lo mismo) economía y cultura… son momentos de la esfera material (en el sentido de contenidos referidos a la vida humana). La cultura no es una ideología. La ideología puede ser un aspecto casi insignificante del mundo cultural. Además, la economía no es la última instancia, sino más bien la ecología, pero ni siquiera ella es ese nivel fundamental, sino la vida humana misma».

Dicho esto, ¿acaso no es posible pensar en una forma de organización que, más allá de parcelamientos arbitrarios, conciba el ejercicio de la política como el despliegue militante por todo el campo político, entendiendo por tal las sub-esferas (ecológica, económica y cultural) que lo comprenden?

Por supuesto que sí. Fue lo que intentó hacer el comandante Chávez durante una reunión con la dirección ampliada del PSUV, el lunes 28 de marzo de 2011. ¿Recuerda usted ese discurso?

Por una cuestión de principios. (Para pensar la militancia). (I)


S/T. César Vásquez. 120 x 130. Acrílico.
S/T. César Vásquez. 120 x 130. Acrílico.

«Uno tiene que ir muy de cuando en cuando a los principios, volver a los principios… retomar, recargar, refrescar, reimpulsar».
Hugo Chávez, en reunión con dirección ampliada del PSUV, lunes 28 de marzo de 2011.

Se me hiela la sangre cada vez que recuerdo el relato de cierto taxista anónimo sobre la ocasión en que arrolló a un motorizado, dejándolo tendido sobre el pavimento, muy probablemente muerto. Me contó que aquello sucedió por El Paraíso, durante la madrugada, lo que facilitó la fuga. Pero sobre todo recuerdo la absoluta serenidad del taxista, la ausencia en su voz de cualquier asomo de arrepentimiento o culpa: el motorizado había cometido alguna imprudencia, y él no había tenido otra opción que atropellarlo. Además, argumentaba, los motorizados eran una especie de «plaga» que vendría bien exterminar.

Hay silencios que  no son cómplices: sentí vergüenza y rabia.

Todavía me pregunto qué puede llevar a un ser humano a rozar de esta forma, a franquearlos más bien, los límites de la deshumanización. No estoy muy seguro. Pero lo que sí tengo claro es que nada, absolutamente nada, justifica un razonamiento de este tipo. Nada justifica la naturalización de la muerte, mucho menos del homicidio, de la clase que sea.

Pensaba en esto a propósito del rumor silencioso que percibí luego de la muerte de más de una cincuentena de presos en Uribana. Cuando escribo esto no tengo en mente a los portavoces oficiales del gobierno nacional. Ese sería otro tema. Me refiero en parte al entorno más cercano, conformado por amigos y compañeros militantes de la causa bolivariana. Pienso en la gente que leo frecuentemente a través de las redes, por ejemplo. Tal silencio, casi unánime (siempre habrá excepciones honrosas), una cierta indiferencia y hasta cierto desdén, me hicieron sentir vergüenza. Rabia.

Luego, al ver cómo un problema tan urgente y una tragedia tan terrible se subsumía dentro de la lógica de la política boba, sentí impotencia. En ocasiones dejamos mostrar una dependencia tal por el insulto (como si insultar a quienes nos insultan nos hiciera más dignos), una afición tal por la denuncia de macabros planes ocultos (no descarto que a veces existan), que pasamos por alto el problema central. En el caso de Uribana, como en casi todos, es la vida.

¿Qué puede justificar nuestra indiferencia frente a lo acontecido en Uribana? No hablo de la población general. Hablo de nosotros, militantes bolivarianos. Más grave aún: ¿cómo es posible que cualquiera que se asuma como revolucionario pueda llegar a justificar, bajo el argumento que sea (se trata de pranes y asesinos armados que no merecen misericordia, se trata de un plan desestabilizador, etc.), la muerte de seres humanos?

Sin duda, Uribana nos plantea los dilemas éticos propios de una situación límite. No obstante, en situaciones si se quiere ordinarias, es decir, aquellas que no necesariamente comprometen la vida humana, he llegado a percibir el mismo desdén de gente que se dice muy de izquierda. Gente de izquierda a la que no le gusta mezclarse con el pueblo chavista, y respecto del cual tiene una imagen en extremo parecida a la que de él tiene el antichavista promedio: igualado, ignorante, pedigüeño, de mal gusto. El caso del desprecio cuasi «universal» por el motorizado (y quizá sea por eso que establecí la relación, en primer lugar), tanto como el caso de la reacción (semejante al asco) frente a los jóvenes que escuchan o bailan reguetón, por citar sólo un par de ellos, son emblemáticos de lo que aquí expongo.

Los más cínicos suelen interpretar esta «defensa» de los motorizados y de los jóvenes que escuchan reguetón como una impostura característicamente pequeño-burguesa, que históricamente se ha expresado como admiración romántica y acrítica por los delincuentes, los proscritos o los trashumantes. Lo más irónico es que casi nunca escucho reguetón y nunca he manejado motocicletas. No los considero como «modelos» de absolutamente nada, pero tampoco considero «modelos» las grandes camionetas (y si es con escoltas, pues mucho mejor), y mucho menos la música que llaman «clásica», como sí lo hacen muchos de nuestros izquierdistas. Dicho brevemente, si tenemos que hablar de imposturas, la mayor de todas es esa doble moral con la que juzgamos y disimulamos nuestros prejuicios o privilegios, según sea el caso.

Incluso preguntaría: ¿acaso existe un modelo de lo que debe tenerse como «revolucionario», una ética, una estética revolucionarias?

Al respecto, dejo sentada mi postura: por una cuestión de principios siento un profundo respeto por todas las expresiones éticas y estéticas del pueblo pobre, y estoy absolutamente convencido de que su «risa bárbara» (al decir de Walter Benjamin) encierra más humanidad y alegría que cualquier otra.

Lo cierto es que es posible identificar los signos de un conservadurismo entre nosotros, los militantes bolivarianos, que no por disfrazarse de «revolucionario» o «socialista» lo es menos. Y así pasamos al siguiente punto: ¿qué sucede cuando el mismo desdén se manifiesta en situaciones que conciernen a la esfera política?

En un seminario que impartiera Enrique Dussel en la sede del Partido Sandinista, en Nicaragua, en 2002, y con la presencia de varios comandantes, discutían sobre el hecho de que «frecuentemente…  los «revolucionarios» de izquierda habían sido hasta heroicos en sus actos políticos (o en su estrategia militar como guerrilleros en las inhóspitas montañas), pero se conocían casos de «doble moral» (incoherencia ética) con respecto a las «compañeras», en el nivel de las relaciones de género, con las que se ejercía un machismo tradicional; o en la cuestión de la raza, discriminando a los de raza afro-latinoamericana; o en la cuestión de la propiedad ocupando residencias del antiguo régimen y contando dichos bienes como propiedad privada de algún comandante sin el pago respectivo, etc.».

Dussel, que concibe un «campo político» cruzado por varios «campos materiales» (o «sub-esferas» ecológica, económica y cultural, como las más relevantes), trabaja la hipótesis de que la referida «doble moral» de los comandantes tenía su explicación en la inobservancia del «principio de coherencia».

Resumiendo un planteamiento que es más denso, y que vale la pena revisar con detenimiento, Dussel concluye que los militantes revolucionarios tenemos que situarnos «desde el «lugar» de los que sufren efectos negativos de las acciones de un sistema, de una institución, de un «orden»… En cada «campo» habrá sistemas específicamente diferenciados, y en cada uno de ellos habrá «otro» tipo de víctimas (en la familia, la dominación o exclusión de la mujer; en la economía, de los pobres excluidos; en la política, de minorías o mayorías dominadas; etc.). Para ser «coherente» habrá que descubrir en cada «campo» concreto el tipo de estructura, y dentro de ella la dominación, y por lo tanto definir con precisión el tipo de «víctima»».

Así, una «ética de la liberación» es la que identifica «a la víctima primeramente como «pobre»». Pero luego existen otras: «el niño y la cultura popular en el «campo» pedagógico; la mujer en el erótico; las naciones periféricas subdesarrolladas y explotadas por un capitalismo del centro metropolitano desarrollado; etc.».

Una eficaz «política de la liberación», agregaría, no es la que privilegia la lucha que se desarrolla en determinado campo, sino la que traduce la articulación de los sujetos que en cada campo padecen la dominación, y que juntos luchan por su emancipación.

Observaciones que tendríamos a bien tomar en cuenta para no terminar militando en las filas de los dominadores.

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