(Serie cine) Avatar (2009)


(Con el veinticinco en Ciudad CCS, publicado este jueves 11 de marzo, retomo la muy demandada serie sobre cine. Qué se puede hacer si la gente que lee este blog lo que quiere es entretenerse y no saber nada de política. Así que nada mejor que escribir sobre la película más taquillera de todos los tiempos: Avatar, de James Cameron.

Este artículo es una suerte de homenaje a todos los que se sintieron defraudados por el hecho de que Avatar no se alzara con el Oscar a la mejor película. Por cierto, ¿ya vieron The hurt locker? Yo casi me duermo. No soporté tanto sufrimiento de «nuestros muchachos» en Irak.

Pero volvamos con Avatar. El pretexto es un reciente artículo de Slavoj Zizek, cuya lectura recomiendo. Allí podrán encontrar, resumidos, los argumentos de una de las líneas de interpretación crítica de la película de Cameron, que suscribo en buena medida. Pero además, el jodedor de Zizek establece alguna relación entre Avatar y Titanic, del mismo Cameron, y Reds, de Warren Beatty. Es la mejor parte del artículo.

No fue sino hasta esta mañana que me enteré de que existía una traducción al español del artículo de Zizek. Mala mía. Hubiera podido evitarme el trabajo de traducirlo libremente, literalmente a la libre. En fin: pueden leerlo aquí.

Por último, debo aclarar que el artículo publicado en Ciudad CCS, que es una versión ligeramente más corta, lo intitulé Avatar: esa película ya la vi. El porqué, es algo que sólo se entiende al leer la última frase del artículo. Tipo película de suspenso.

Vayan a preparar sus cotufas.

Salud).

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Feroces guerreros na’vi. Su lucha es tan pero tan justa, que conmueve y enternece…

Un reciente artículo de Slavoj Zizek, Return of the natives (El retorno de los nativos), resume lo que ha sido una de las líneas de interpretación crítica de la película Avatar, de James Cameron.

Según Zizek, Avatar no sólo es una película políticamente correcta («un honesto tipo blanco apoyando a los aborígenes ecológicamente sanos contra el ‘complejo militar-industrial’ de los invasores imperialistas»), sino que además es posible descubrir en ella «una variedad de motivos racistas brutales: un paria parapléjico de la Tierra es lo suficientemente bueno como para tomar la mano de la hermosa princesa local, y ayudar a los nativos a ganar la batalla decisiva. La película nos enseña que la única opción que tienen los aborígenes es ser salvados por los seres humanos o ser destruidos por ellos».

Mientas Avatar se convierte en la película más taquillera de la historia del cine, ¿qué acontece en el mundo real? «Las colinas sureñas del estado de Orissa, en la India, habitadas por el pueblo Dongria Kondh, fueron vendidas a compañías mineras que planean explotar sus inmensas reservas de bauxita… En reacción a este proyecto, ha estallado una rebelión armada maoísta (naxalita)».

Mapa de la India. Orissa resaltada en amarillo.

Pero, ¿quiénes integran esta guerrilla? Zizek cita a Arundhati Roy: «Está integrada casi por completo por gente desesperadamente pobre, viviendo en condiciones de hambre crónica tales, que es del tipo de hambruna que sólo podemos asociar con el África subsahariana. Es gente que, incluso después de 60 años de independencia de la India, no ha tenido acceso a la educación o a la salud… Gente que ha sido despiadadamente explotada durante décadas, estafada permanentemente por pequeños comerciantes y prestamistas, las mujeres violadas como por cuestión de derechos por la policía y el personal del departamento forestal. Su retorno a algo parecido a la dignidad se debe en buena medida a los maoístas que han vivido, trabajado y luchado a su lado durante décadas. Si han tomado las armas, lo han hecho porque el gobierno que no les ha dado nada más que violencia y abandono, ahora quiere arrebatarles lo último que les queda: su tierra… Están convencidos de que si no luchan por su tierra, serán aniquilados».

Feroz guerrillero naxalita. Su lucha es tan pero tan justa… que es un asesino terrorista.

Prosigue Zizek: «El Primer Ministro indio ha caracterizado a esta rebelión como la ‘más grande amenaza a la seguridad interna’; los grandes medios, que la presentan como una resistencia extremista al progreso, están repletos de historias sobre el ‘terrorismo rojo’, que han reemplazado a las historias sobre el ‘terrorismo islámico'».

¿Dónde queda Avatar en todo esto? «En ningún parte», responde Zizek. «En Orissa no hay nobles princesas esperando por héroes blancos que las seduzcan y ayuden a su pueblo, sólo maoístas organizando a campesinos famélicos. La película nos permite practicar la típica división ideológica: simpatizar con los idealizados aborígenes, mientras se rechaza su lucha real. La misma gente que disfruta la película y admira sus rebeldes aborígenes, seguramente rechazaría con horror a los naxalitas, desestimándolos como terroristas asesinos. El verdadero avatar es la misma Avatar: la película sustituyendo la realidad».

¿Qué será de la vida de Sabino Romero?

Feroz guerrero yukpa. Su lucha es tan pero tan justa… que hay quienes dicen que no es más que un ladrón de ganado y un cómplice del narcotráfico. «El mismo Sabino declaró a ViVe, repetidas y airadas veces, que él quería ser ganadero, que él quería ser rico».


¿Por qué construir el pueblo es la principal tarea de una política radical? (fragmento) – Ernesto Laclau


(Sabemos de sobra que hace algunos años el gobierno estadounidense ha encontrado la fórmula retórica para acusar y descalificar a ciertos procesos políticos de Nuestra América: «populismo radical». La evidencia circula profusamente por la web: por ejemplo aquí, acá o más allá. El lector informado no tendrá ninguna necesidad de indagar en cualquiera de los enlaces anteriores, y lo más probable es que recuerde alguna referencia más reciente, y con toda seguridad más patética.

Pero el colmo del patetismo es cómo esta fraseología es inmediatamente adoptada sin el menor rubor por opinadores, politiqueros de oficio e intelectuales. Sobre esta última especie, resulta cuesta arriba poner en duda el liderazgo de un Mario Vargas Llosa – de quien hay que aclarar en justicia que es un personaje obsesionado con el tema del populismo aun antes de la sombría era George W. Bush – y su séquito de repetidores sin gracia, cuya principal virtud es precisamente esa: ser capaces de repetir cansonamente los mismos argumentos una y otra vez, en favor del libre mercado, la democracia liberal y la amenaza del populismo. En abierto contraste con ellos, el debate que se libra en la izquierda – perdonen los señores el «anacronismo» – a propósito, por ejemplo, del «socialismo del siglo XXI», es al menos más plural y menos desprejuiciado, lo que ciertamente no habla muy bien de la izquierda, sino infinitamente mal de esta derecha ilustrada.

A propósito de los intelectuales y populismo, los cámaras del blog Verboamérica – cuya lectura recomiendo ampliamente – publicaron ayer miércoles 14 de mayo una entrada intitulada Antipopulistas ilustrados. En éste, a su vez, incluyen el enlace de un artículo del mexicano Roger Bartra. A primera vista, se trata de un trabajo «académico», en el que cita a los ya clásicos estudios de Germani y di Tella. Pero también, no podía faltar, a Ernesto Laclau.

Todo lo cual no le impide esgrimir las ya manidas invectivas contra el populismo chavista, del tipo

– «… el extraño socialismo populista venezolano que propone Chávez se conecta con el obsoleto modelo revolucionario cubano».
– «Cada vez más venezolanos se percatan de las carencias y del atraso del proyecto de Chávez: por eso perdió el referendo de 2007 en que se proponía modificar la constitución y perpetuarse en el poder».

Además, se atreve a sugerir su propio concepto de populismo: «… podría decir que el populismo es una cultura política alimentada por la ebullición de masas sociales caracterizadas por su abigarrado asincronismo y su reacción contra los rápidos flujos de deslumbrante modernización; una cultura que en momentos de crisis tiñe a los movimientos populares, a sus líderes y a los gobiernos que eventualmente forman».

«¡Apártate de ahí, negra, y deja tu abigarrado asincronismo!» Así insultan los tipos que saben.

Tanta palabrería para terminar afirmando lo que aquí nos ha dicho un montón de veces Teodoro Petkoff, y por allá, también, algunos integrantes de la pandilla de Vargas Llosa:

«Pero hay otros caminos posibles para gobiernos de izquierda con bases populares sólidas. La alternativa más conocida y probada es la socialdemócrata, tal como se ha presentado en Chile, Brasil y Uruguay, donde los gobiernos de Bachelet, Lula y Tabaré se han distanciado claramente del populismo. Estos gobiernos de orientación socialdemócrata, al igual que los populistas, ponen en el centro la necesidad de impulsar sociedades igualitarias, incluyentes y protectoras de los grupos más pobres o vulnerables. Pero hay grandes diferencias: de un lado tenemos una defensa de la democracia representativa y una política que acepta claramente que hoy en día la globalización es el más importante motor del cambio. En contraposición, el populismo impulsa actitudes de confrontación hacia los empresarios, ve con sospecha las inversiones extranjeras, es agresivamente nacionalista e impulsa reformas políticas que propician la continuidad del poder autoritario del líder; reformas que minan la democracia electoral para favorecer mecanismos alternativos de participación e integración popular de carácter corporativo, clientelar y movilizador».

Es decir, hay dos izquierdas: una buena y otra malísima, bla bla bla.

Les contaba que el Bartra cita a Ernesto Laclau. Si desean tomarse la molestia de revisar lo que escribe sobre el argentino, allá arriba está el enlace.

Pues bien: resulta que el Fondo de Cultura Económica ha anunciado la publicación, durante este mes de mayo, del libro más reciente de Laclau, Debates y combates. Por un nuevo horizonte de la política. Y como nos tiene acostumbrados, el Fondo nos anticipa un fragmento del libro, que es el que les dejo acá. Concretamente, la breve Introducción y parte del capítulo con el que titulamos esta entrada. En el libro, como ya leerán a continuación, entra en debate con algunos autores (Zizek, Badiou, Agamben, Negri y Hardt). Pero he querido resaltar el par de frases con las que cierra la intro, y que tanto contrastan con lo que todo el tiempo repiten los Vargas Llosa y los Bartra de este mundo:

«Es para mí un motivo profundo de optimismo que después de tantos años de frustración política nuestros pueblos latinoamericanos estén en proceso de afirmar con éxito su lucha emancipatoria. Es este nuevo horizonte histórico el que ha estado en la base de mi reflexión al escribir estos ensayos».)

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Debates y combates. Por un nuevo horizonte de la política.

Introducción.
Los cuatro ensayos que componen este volumen fueron escritos en los últimos ocho años y se ocupan de aspectos cruciales vinculados al reciente debate político de la izquierda. El ensayo referido a Slavoj Žižek parte de una polémica que él inició en Critical Inquiry e intenta mostrar las falacias de sus argumentos, que son tan sólo una mezcla indigesta de determinismo económico y subjetivismo voluntarista, a lo cual se añade una distorsión sistemática de la teoría lacaniana. (Esta distorsión ha sido demostrada de modo inequívoco en el reciente libro de Yannis Stavrakakis, The Lacanian Left.)[i]

La obra de mis otros adversarios en este libro presenta una sustancia teórica mucho más considerable. Mi ensayo sobre Alain Badiou trata -desgraciadamente de modo muy sumario- uno de los enfoques más originales y promisorios de la filosofía actual. Una consideración, por mi parte, más seria y sistemática de su obra podrá encontrarse en mi libro en preparación La universalidad elusiva. El gran mérito de la obra de Badiou reside, en mi opinión, en su drástica separación entre “situación” y “acontecimiento”, que plantea la cuestión del estatuto ontológico de una interrupción radical, que rompa con todas las ilusiones y los señuelos de la mediación dialéctica. Los límites de su análisis están dados, desde mi perspectiva, por lo que considero una exploración insuficiente de aquello que está estructuralmente implícito en una interrupción radical. Éste es el punto en que mi enfoque -“hegemónico”- se diferencia del suyo, fundado en lo que él califica de “fidelidad al acontecimiento”. También es el punto en que su ontología –matemática- difiere de la mía -retórica-.

En el caso de Giorgio Agamben, pese a todo lo que separa su enfoque del de Hardt y Negri, mi objeción es comparable. Detrás de su tesis fundamental de que la reducción del bíos a zoé signa el destino de la modernidad -que encontraría su paradigma teleológico en el campo de concentración- hay una simplificación del sistema de alternativas que abre la modernidad. Como lo he insinuado en mi ensayo sobre su trabajo, su misma idea de lo que está implícito en la noción de “potencialidad” puede abrir horizontes para visiones considerablemente más matizadas de la política que las que él explora.

Finalmente, mis desacuerdos con Michael Hardt y Antonio Negri giran en torno a la constitución de las identidades colectivas. Para ellos, la articulación horizontal entre distintas luchas sociales debe ser desdeñada en provecho de un aislamiento vertical de las diversas movilizaciones, que no requerirían la construcción de ningún vínculo político entre sí. Por las razones que se exponen en este libro, no pienso que ésa sea una perspectiva adecuada. Dicha perspectiva está anclada en el enfoque del operaismo italiano de los años sesenta, con su énfasis en la autonomía y su abandono de la categoría de “articulación”. Si bien coincido con ellos en que ésta última categoría no puede ser reducida a las formas institucionales del “partido”, tal como lo había sido en la experiencia del comunismo italiano, pienso también que formas más complejas de articulación, que reintroduzcan la conexión horizontal entre movilizaciones sociales, siguen siendo esenciales en la programación de un proyecto político.

Detrás de cada una de las intervenciones de este volumen hay, de mi parte, un proyecto único: retomar la iniciativa política, lo que, desde el punto de vista teórico, significa hacer la política nuevamente pensable. A esta tarea ha estado destinado todo mi esfuerzo intelectual. Es para mí un motivo profundo de optimismo que después de tantos años de frustración política nuestros pueblos latinoamericanos estén en proceso de afirmar con éxito su lucha emancipatoria. Es este nuevo horizonte histórico el que ha estado en la base de mi reflexión al escribir estos ensayos.

Ernesto Laclau, febrero de 2008
¿Por qué construir al pueblo es la principal tarea de una política radical?[ii] (fragmento)
Me ha sorprendido bastante la crítica de Slavoj Žižek[iii] a mi libro La razón populista.[iv] Dado que ese libro es altamente crítico del enfoque de Žižek, esperaba, desde luego, alguna reacción de su parte. Sin embargo, ha elegido para su respuesta un camino por demás indirecto y oblicuo: no ha respondido a una sola de mis críticas a su trabajo y formula, en cambio, una serie de objeciones a mi libro que sólo tienen sentido si uno acepta enteramente su perspectiva teórica, que es exactamente lo que estaba en cuestión. Para evitar continuar con este diálogo de sordos, tomaré el toro por las astas, voy a reiterar lo que considero fundamentalmente erróneo en el enfoque de Žižek y, en el curso de mi argumentación, refutaré también sus críticas.

Populismo y lucha de clases
Dejaré de lado las secciones del ensayo de Žižek que se refieren a los referendos francés y holandés, un aspecto en el que mis opiniones no difieren demasiado de las suyas,[v] y me concentraré en cambio en los argumentos teóricos, en los que señala nuestras divergencias. Žižek comienza afirmando que yo prefiero el populismo a la lucha de clases.[vi] Ésta es una manera bastante absurda de presentar el argumento, pues sugiere que el populismo y la lucha de clases son dos entidades realmente existentes, entre las que uno tendría que elegir, tal y como cuando uno elige pertenecer a un partido político o a un club de fútbol. La verdad es que mi noción del pueblo y la clásica concepción marxista de la lucha de clases son dos maneras diferentes de concebir la construcción de las identidades sociales, de modo que si una de ellas es correcta la otra debe ser desechada, o más bien reabsorbida y redefinida en términos de la visión alternativa. Žižek realiza, sin embargo, una descripción adecuada de los puntos en que las dos perspectivas difieren:

La lucha de clases presupone un grupo social particular (la clase obrera) como agente político privilegiado; este privilegio no es el resultado de la lucha hegemónica, sino que se funda en la “posición social objetiva” de este grupo, la lucha ideológico-política se reduce así, en última instancia, a un epifenómeno de los procesos sociales y poderes “objetivos” y a sus conflictos. Para Laclau, por el contrario, el hecho de que cierta lucha sea elevada a un “equivalente universal” de todas las luchas no es un hecho predeterminado sino que es el resultado de una lucha contingente por la hegemonía. En una cierta constelación, esta puede ser la lucha de los trabajadores, en otra constelación, la lucha patriótica anticolonialista, en otra, la lucha antirracista por la tolerancia cultural. No hay nada en las calidades positivas inherentes a una lucha particular que la predestine al rol hegemónico de ser el “equivalente general” de todas las luchas.[vii]

Aunque esta descripción del contraste es obviamente incompleta, no tengo objeciones al cuadro general de las diferencias entre los dos enfoques que provee. Sin embargo, a dicha descripción Žižek añade un rasgo del populismo que yo no habría tomado en consideración. En tanto que yo habría señalado correctamente el carácter vacío del significante amo que encarna el enemigo, no habría mencionado el carácter seudoconcreto de la figura que lo encarna. Debo decir que no encuentro ninguna sustancia en esta crítica. El conjunto de mi análisis se basa, precisamente, en afirmar que todo campo político discursivo se estructura siempre a través de un proceso recíproco, por el que la dimensión de vacío debilita el particularismo de un significante concreto pero, a su vez, esa particularidad reacciona brindando a la universalidad un cuerpo que la encarne. He definido la hegemonía como una relación por la cual una cierta particularidad pasa a ser el nombre de una universalidad que le es enteramente inconmensurable. De modo que lo universal, careciendo de todo medio de representación directa, obtendría solamente una presencia vicaria a través de los medios distorsionados de su investimiento en una cierta particularidad.

Pero dejemos de lado esta cuestión por el momento, ya que Žižek tiene una adición mucho más fundamental que proponer a mi noción teórica de populismo. Según él:

Uno tiene que considerar también el modo en que el discurso populista desplaza el antagonismo y construye el enemigo. En el populismo el enemigo es externalizado o reificado en una entidad ontológica positiva (aun si esta entidad es espectral) cuya aniquilación restauraría el equilibrio y la justicia; simétricamente, nuestra propia identidad -la del agente político populista- es también percibida como preexistente al ataque del enemigo.[viii]

Desde luego, yo nunca he dicho que la identidad populista preexista al ataque del enemigo, sino exactamente lo opuesto: que tal ataque es la precondición de toda identidad popular. Incluso he citado, para describir la relación que tenía en mente, la afirmación de Saint-Just de que la unidad de la república es sólo la destrucción de lo que se opone a ella. Pero veamos cómo se desarrolla el argumento de Žižek. Él afirma que reificar el antagonismo en una entidad positiva implica una forma elemental de mistificación ideológica, y que aunque el populismo puede avanzar en una variedad de direcciones (reaccionaria, nacionalista, nacionalista progresiva, etc.), “en la medida en que, en su noción misma, él desplaza al antagonismo social inmanente hacia un antagonismo entre el pueblo unificado y el enemigo externo, él alberga, en la última instancia, una tendencia protofascista”.[ix] A esto añade sus razones para pensar que los movimientos comunistas no pueden ser nunca populistas, dado que mientras que en el fascismo la Idea estaba subordinada a la voluntad del líder, en el comunismo Stalin era un líder secundario -en el sentido freudiano- ya que se encontraba subordinado a la Idea. ¡Un bonito piropo para Stalin! Como todo el mundo sabe, él no estaba subordinado a ninguna ideología sino que manipulaba a esta última en la forma más grotesca para usarla como instrumento de su agenda política. Por ejemplo, el principio de la autodeterminación nacional ocupaba un lugar privilegiado en el universo ideológico estalinista; se agregaba, sin embargo, que tenía que ser aplicado “dialécticamente”, lo que significaba que podía ser violado tantas veces como se considerara conveniente políticamente. Stalin no era una particularidad subsumible bajo una universalidad conceptual; por el contrario, era la universalidad conceptual la que era subsumida bajo el nombre de Stalin. Desde este punto de vista, Hitler tampoco carecía de ideas políticas -la Patria, la Raza, etc.-, que manipulaba del mismo modo por razones de conveniencia política. Con esto no estoy afirmando, desde luego, que los regímenes nazi y estalinista no fueran diferentes entre sí, sino que esas diferencias no pueden fundarse en un tipo de relación distinta entre el líder y la Idea.[x] (Volveré más adelante a la cuestión de la relación entre populismo y comunismo.)

Pero retornemos a los pasos lógicos a través de los cuales se estructura el argumento de Žižek, es decir, cómo concibe su suplemento a mi construcción teórica. Dicho argumento no es nada más que una sucesión de conclusiones non sequitur. La secuencia es la siguiente: 1) comienza citando un pasaje de mi libro en el que, refiriéndome al modo en que las identidades populares se constituyeron en el cartismo inglés, muestro que los males de la sociedad no eran presentados como derivados del sistema económico sino como resultantes del abuso del poder por parte de grupos parasitarios y especulativos;[xi] 2) encuentra que algo similar acontece en el discurso fascista, en el que la figura del judío pasa a ser la encarnación concreta de todos los males de la sociedad (esta concretización es presentada por él como una operación de reificación); 3) concluye entonces que esto muestra que en todo populismo (¿por qué?, ¿cómo?) hay “una tendencia protofascista de largo plazo”; 4) el comunismo, sin embargo, sería inmune al populismo porque en su discurso la reificación no tiene lugar y el líder permanece a buen resguardo en su carácter secundario. No es difícil percibir la falacia de todo este argumento. Primero, el cartismo y el fascismo son presentados como dos especies del género populismo; segundo, el modus operandi de una de las especies (el fascismo) es concebido como reificación; tercero, por razones no especificadas (en este punto el ejemplo cartista es convenientemente olvidado), eso transforma al modus operandi de la especie en el rasgo definitorio del género en su conjunto; cuarto, una de las especies, en consecuencia, pasa a ser el destino teleológico de todas las otras especies pertenecientes a ese género. A esto habría que agregar, en quinto lugar, como otra conclusión no fundamentada, que si el comunismo no puede ser una especie del género populismo, esto es presumiblemente (el punto no es afirmado explícitamente) porque en él la reificación no tiene lugar. En el caso del comunismo, tendríamos una universalidad sin mediaciones; éste sería el motivo por el que la suprema encarnación de lo concreto, el líder, estaría enteramente subordinado a la Idea. De más está decir, esta última conclusión no está fundada en ninguna evidencia histórica sino en un puro argumento apriorístico.

Más importante, sin embargo, que insistir en la obvia circularidad del argumento de Žižek, es explorar los dos supuestos no explicitados en los que se funda. Ellos son: 1) que toda encarnación de lo universal en lo particular debe ser concebida como reificación; y 2) una tal encarnación es inherentemente fascista. A estos postulados opondremos dos tesis: 1) que la noción de reificación es enteramente inadecuada para entender el tipo de encarnación de lo universal en lo particular que es inherente a la construcción de una identidad popular; y 2) que esta última encarnación -si se la entiende correctamente- lejos de ser una característica del fascismo o de cualquier otro movimiento político, es inherente a todo tipo de relación hegemónica -es decir, al tipo de relación constitutiva de lo político como tal-.

Comencemos con la reificación. Éste no es un término del lenguaje corriente sino que tiene un contenido filosófico muy específico. Fue en primer término introducido por Georg Lukács, aunque la mayor parte de sus dimensiones ya operaban avant la lettre en varios de los textos de Karl Marx, especialmente en la sección de El Capital referida al fetichismo de la mercancía. La omnipotencia del valor de cambio en la sociedad capitalista haría imposible el acceso al punto de vista de la totalidad; las relaciones entre los hombres adquirirían un carácter objetivo y, mientras que los individuos serían convertidos en cosas, las cosas aparecerían como los verdaderos agentes sociales. Ahora bien, si prestamos atención a la estructura de la reificación, su rasgo dominante resulta inmediatamente visible: ella consiste esencialmente en una operación de inversión. Lo que es derivativo aparece como originario; lo que es apariencial es presentado como esencial. La inversión de la relación sujeto/predicado es el meollo de la reificación. En tal sentido, es enteramente un proceso de mistificación ideológica, y su correlato subjetivo es la noción de falsa conciencia. El conjunto categorial reificación/falsa conciencia sólo tiene sentido, sin embargo, si la distorsión ideológica puede ser revertida; si fuera constitutiva de la conciencia, no podríamos hablar de distorsión. Ésta es la razón por la que Žižek, para sostener su noción de falsa conciencia, tiene que concebir los antagonismos sociales como fundados en algún tipo de mecanismo inmanente que ve la conciencia de los agentes como meramente derivativa; o más bien, en el cual esta última, en la medida en que es admitida, es vista como una expresión transparente de dicho mecanismo. Lo universal hablaría en forma directa, sin requerir ningún papel mediador de lo concreto. En sus palabras: el populismo “desplaza el antagonismo social inmanente hacia el antagonismo entre el pueblo unificado y el enemigo externo”. Es decir, que la construcción discursiva del enemigo es presentada como una operación de distorsión. Y, verdaderamente, si lo universal, que es inherente al antagonismo, tuviera la posibilidad de una expresión no mediada, la mediación a través de lo concreto sólo podría ser concebida como reificación.

Desafortunadamente para Žižek, el tipo de articulación entre lo universal y lo particular que presupone mi enfoque acerca de la cuestión de las identidades populares es radicalmente incompatible con nociones tales como reificación y distorsión ideológica. No es cuestión de una falsa conciencia opuesta a otra verdadera -que nos estaría aguardando como un destino teleológicamente programado- sino, pura y simplemente, con la construcción contingente de una conciencia. Por lo tanto, lo que Žižek presenta como su suplemento a mi enfoque, no es en absoluto un suplemento, sino la puesta en cuestión de sus premisas básicas. Estas premisas se derivan de un acercamiento a la relación entre lo universal y lo particular, lo abstracto y lo concreto, que he discutido en mi trabajo desde tres perspectivas -psicoanalítica, lingüística y política- que resumo a continuación para mostrar su incompatibilidad con el crudo modelo de falsa conciencia de Žižek.

Comencemos con el psicoanálisis. He intentado mostrar en La razón populista cómo la lógica de la hegemonía y la del objeto a lacaniano se superponen en buena medida y se refieren ambas a una relación ontológica fundamental en la cual lo pleno (fullness) sólo puede ser tocado a través de su investimiento en un objeto parcial; que no es una parcialidad dentro de la totalidad sino una parcialidad que es la totalidad. En este punto, mis análisis se han beneficiado en gran medida de los trabajos de Joan Copjec, que ha hecho una seria exploración de las implicaciones lógicas de las categorías lacanianas, sin distorsionarlas al estilo Žižek con superficiales analogías hegelianas. El punto relevante para nuestro tema es que lo pleno -la Cosa freudiana- es inalcanzable; es tan sólo una ilusión retrospectiva que es sustituida por objetos parciales que encarnan esa totalidad imposible. En palabras de Lacan: la sublimación consiste en elevar un objeto a la dignidad de la Cosa. Como he intentado mostrar, la relación hegemónica reproduce todos estos momentos estructurales: una cierta particularidad asume la representación de una universalidad que siempre se aleja. Como vemos, el modelo de la reificación / distorsión / falsa conciencia es radicalmente incompatible con el de la hegemonía/objeto a; mientras que el primero presupone el acceso a lo pleno a través de la reversión del proceso de reificación, el segundo concibe lo pleno (la Cosa) como inalcanzable porque carece de todo contenido. Y mientras que el primero ve la encarnación en lo concreto como una reificación distorsionante, el segundo ve el investimiento radical en un objeto como el solo camino para lograr una cierta plenitud. Žižek sólo puede mantener su enfoque en términos de reificación/falsa conciencia al precio de erradicar radicalmente la lógica del objeto a del campo de las relaciones políticas.

Nueva etapa: significación. (Lo que he llamado la perspectiva lingüística se refiere no sólo a lo lingüístico en el sentido restringido sino también a todos los sistemas de significación. Como estos últimos coinciden con la totalidad de las relaciones sociales, las categorías y las relaciones exploradas por el análisis lingüístico no pertenecen a áreas regionales sino al campo de una ontología general.) Aquí encontramos la misma imbricación entre particularidad y universalidad que habíamos encontrado en la perspectiva psicoanalítica. He mostrado en otros escritos que la totalización de un sistema de diferencias es imposible sin una exclusión constitutiva.[xii] Sin embargo, esta última tiene, como un efecto lógico primario, la división de todo elemento significativo entre una dimensión equivalencial y una dimensión diferencial. Como estas dos dimensiones no pueden ser lógicamente suturadas, la consecuencia es que toda sutura será retórica; una cierta particularidad, sin cesar de ser particular, asumirá un cierto rol de significación universal. Es decir, que el desnivel al interior de la significación es el único terreno en el cual el proceso de significación puede desarrollarse. Catacresis = retoricidad = posibilidad misma del sentido. La misma lógica que encontramos en el psicoanálisis entre la Cosa (imposible) y el objeto a la hallamos nuevamente como la condición misma de la significación. El análisis de Žižek no se refiere directamente a la significación, pero no es difícil extraer la conclusión que se derivaría, en este campo, de su enfoque fundado en la reificación: que todo tipo de sustitución retórica que no alcanza una reconciliación literal plena equivale a una falsa conciencia.

Por último, la política. Tomemos un ejemplo al que me he referido en varios puntos de La razón populista: Solidaridad en Polonia. Tenemos ahí una sociedad en la que la frustración de una pluralidad de demandas por parte de un régimen represivo creó una equivalencia espontánea entre ellas que, sin embargo, necestaban expresarse a través de alguna forma de unidad simbólica. Tenemos aquí una clara alternativa: o bien hay un último contenido conceptualmente especificable que es negado por el régimen opresivo -en cuyo caso ese contenido puede ser directamente expresado en su identidad diferencial positiva-, o bien las demandas son radicalmente heterogéneas y lo único que ellas comparten es un rasgo negativo -su común oposición al régimen represivo-. En ese caso, como no es cuestión de la expresión directa de un rasgo positivo subyacente a las diversas demandas sino que lo que tiene que expresarse es una negatividad irreductible, su representación tendrá necesariamente un carácter simbólico.[xiii] Las demandas de Solidaridad pasarán a ser el símbolo de una cadena más extendida de demandas cuya equivalencia inestable en torno a ese símbolo constituirá una identidad popular más amplia. Esta constitución simbólica de la unidad del campo popular -y su correlato: la unificación simbólica del régimen opresivo a través de medios discursivo / equivalenciales similares- es lo que Žižek sugiere que debemos concebir como reificación. Pero está enteramente equivocado. En la reificación tenemos, como hemos visto, una inversión en la relación entre expresión verdadera y distorsionada, mientras que para nosotros la oposición verdadera/distorsionada carece de todo sentido. Dado que el vínculo equivalencial se establece entre demandas radicalmente heterogéneas, su “homogeneización” a través de un significante vacío es un puro passage à l’acte, la construcción de algo esencialmente nuevo y no la revelación de una “verdadera” identidad subyacente. Ésta es la razón por la que en mi libro he insistido en que el significante vacío es un puro nombre que no pertenece al orden conceptual. No se trata, por consiguiente, de verdadera o falsa conciencia. Como en el caso de la perspectiva psicoanalítica -la elevación de un objeto a la dignidad de la Cosa-, y como en el caso de la significación -donde la presencia de un término figural que es catacréstico porque nombra y da así presencia discursiva a un vacío esencial dentro de la estructura significante-, tenemos también en la política la constitución de nuevos agentes -pueblos, en nuestro sentido- a través de la articulación entre lógicas equivalenciales y diferenciales. Estas lógicas implican encarnaciones figurales resultantes de una creatio ex nihilo que no es posible reducir a ninguna literalidad precedente o final. Por lo tanto: olvidémosnos de la reificación.

Lo que hemos dicho hasta este punto ya anticipa que, en nuestra opinión, la segunda tesis de Žižek, según la cual la representación simbólica -que él concibe como reificación- sería esencialmente o, al menos, tendencialmente, fascista, es igualmente insostenible. Aquí Žižek usa un arma demagógica: el rol del judío en el discurso nazi, que inmediatamente evoca todos los horrores del Holocausto y provoca una instintiva reacción negativa. Ahora bien, es verdad que el discurso fascista utilizó formas de representación simbólica, pero no hay nada específicamente fascista en el hecho de hacerlo, ya que no hay discurso político que no construya sus propios símbolos de ese modo. Incluso diría que esta construcción es la definición misma de lo que es la política. El arsenal de posibles ejemplos ideológicos diferentes del que ha elegido Žižek es inagotable. ¿Qué otra cosa que una encarnación simbólica está implicada en un discurso político que presenta a Wall Street como fuente de todos los males económicos? ¿O en la quema de la bandera estadounidense por parte de manifestantes del Tercer Mundo? ¿O en los emblemas rurales, antimodernistas, de las agitaciones de Gandhi? ¿O en la quema de la Catedral de Buenos Aires por parte de las masas peronistas? Nos identificamos con algunos de esos símbolos en tanto que rechazamos otros, pero esto no es motivo para afirmar que la matriz de una estructura simbólica varía de acuerdo con el contenido material de los símbolos. Afirmar lo contrario no es posible sin alguna noción de reificación estilo Žižek, que permitiera adscribir algunos contenidos a la verdadera conciencia y otros a la falsa. Pero incluso esta operación ingenua no tendría éxito sin adicionar el postulado de que toda forma de encarnación simbólica sería una expresión de la falsa conciencia, en tanto que la verdadera conciencia estaría exenta de toda mediación simbólica. (Éste es el punto en que la teoría lacaniana pasa a ser la némesis de Žižek: eliminar enteramente la mediación simbólica y afirmar la posibilidad de una pura expresión de la conciencia verdadera es lo mismo que afirmar tener un acceso directo a la Cosa en cuanto tal, en tanto que a los objetos a sólo se les atribuiría el estatus de representaciones distorsionadas.

[i] Yannis Stavrakakis, The Lacanian Left, Edimburgo, Edimborough University Press, 2007.
[ii] Este artículo fue publicado en Critical Inquiry, año 32, verano de 2006, pp. 646-680. Traducción al español de Ernesto Laclau.
[iii] Véase Slavoj Žižek, “Against the Populist Temptation”, en Critical Inquiry, año 32, primavera de 2006, pp. 551-574.
[iv] Ernesto Laclau, La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005.
[v] Excepto, desde luego, cuando él identifica los rasgos específicos de las campañas por el “no” con los rasgos definitorios de todo populismo posible.
[vi] Véase Slavoj Žižek, op. cit., p. 554.
[vii] Ibid.
[viii] Ibid., p. 555.
[ix] Slavoj Žižek, op. cit., p. 557.
[x] Un subterfugio barato que puede encontrarse en muchos puntos de los trabajos de Žižek consiste en identificar la afirmación de ciertos autores acerca de un grado de comparabilidad entre rasgos de los regímenes nazi y estalinista con la imposibilidad de distinguir entre ellos, postulada por autores conservadores como Nolte. La relación entre un líder político y su “ideología” es un asunto sumamente complicado, que involucra muchos matices. No hay nunca una situación en la que el líder sea totalmente exterior a su ideología y que tenga respecto a ella una relación puramente instrumental. Muchos errores estratégicos cometidos por Hitler en el curso de la guerra, especialmente durante la campaña de Rusia, sólo pueden explicarse por el hecho de que él se identificaba con aspectos básicos de su discurso ideológico, de que él era, en tal sentido respecto a ese discurso, un líder “secundario”. Pero si es erróneo hacer de la relación de manipulación entre el líder y su ideología la esencia de un régimen “totalitario” indiferenciado, es igualmente erróneo afirmar, como lo hace Žižek, una mecánica diferenciación entre un régimen (comunista) en el que el líder sería puramente secundario y otro (fascista) en el que tendría una primacía irrestricta.
[xi] En el pasaje citado por Žižek estoy simplemente resumiendo, con aprobación, el análisis del cartismo de Gareth Stedman Jones, “Rethinking Chartism”, en Languages of Class, Studies in Working Class History, 1832-1902, Cambridge, Cambridge University Press, 1983 [trad. esp.: Lenguajes de clase. Estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa, Madrid, Siglo XXI, 1989].
[xii] Véase Ernesto Laclau, “Why do Empty Signifiers Matter to Politics?”, en Emancipation(s), Londres, 1996, pp. 36-46 [trad. esp.: “Por qué los significantes vacíos son importantes para la política?”, en Emancipación y diferencia, Buenos Aires, 1996].
[xiii] No usamos aquí el término simbólico en el sentido lacaniano sino en otro que se encuentra frecuentemente en discusiones relativas a la representación. Véase, por ejemplo, Hanna Fenichel Pitkin, The Concept of Representation, Berkeley, University of California Press, 1967, cap. 5 [trad. esp.: El concepto de representación, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1985].

(Serie "Leamos a Lenin") Un Lenin ciberespacial: ¿por qué no? – Slajov Zizek


«Hay que continuar fortaleciendo la solidez de la base. Hay que incrementar… la estrategia de las alianzas nuestras… No podemos dejarnos arrastrar por las corrientes extremistas. Nosotros no somos extremistas ni podemos serlo. No. Tenemos que buscar alianzas con las clases medias… incluso con la burguesía nacional. Bueno, ¡lean a Lenin, pues, leamos a Lenin!».
Hugo Chávez, 3 de enero de 2008

(A propósito de la muy cordial invitación que nos hiciera Chávez a leer a Lenin, y muy a pesar de la furibunda pandilla de extremistas que no quieren leer nada, aquí voy con mi modesto aporte. La idea de este serie «Leamos a Lenin», es contribuir con la difusión de los planteos de alguna gente que se la pasa por allí escribiendo sobre los clásicos del marxismo desde una perspectiva que bien pudiéramos calificar de «heterodoxa». Es decir, ¡alerta!, porque lo que viene huele a «revisionismo» y casi raya en el criminal extremismo de pensar sobre la revolución con cabeza propia. Guerra avisada…

Doy inicio, pues, a esta serie con un artículo del esloveno Slajov Zizek. Fue publicado originalmente en International Socialism, N° 95, 2002, pero sin duda redactado el año anterior, antes del ataque al World Trade Center, antes de la locura guerrerista e imperial estadounidense, en tiempos donde aún se hablaba con mucho entusiasmo sobre la movida Seattle, y por supuesto desde una perspectiva muy europea. Sin embargo, sabrán identificar tres o cuatro ideas bastante sugerentes por allí. La traducción es de Guillermo Crux y algún par de correcciones corren por cuenta de este servidor).
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Si hay un acuerdo general entre (lo que queda de) la izquierda radical de hoy, es que, para resucitar el proyecto político radical, uno debe dejar atrás el legado leninista: el énfasis despiadado sobre la lucha de clases, el partido como la forma privilegiada de organización, la toma revolucionaria del poder por medios violentos, la subsiguiente “dictadura del proletariado” … ¿acaso todos estos no son “conceptos zombie” que la izquierda tiene que abandonar si quiere tener algún tipo de oportunidad en las condiciones del capitalismo tardío “posindustrial”?
El problema con este argumento aparentemente convincente es que se compra muy fácilmente la imagen heredada de Lenin como el sabio líder revolucionario que, después de formular las coordenadas básicas de su pensamiento y práctica en el ¿Qué hacer?, simplemente se dedicó, de forma consistente y despiadada, a llevarlos a cabo. ¿Qué pasa si hay para contar otra historia sobre Lenin? Es verdad que la izquierda de hoy está sufriendo una experiencia fulminante del fin de toda una época del movimiento progresista, cuya experiencia la empuja a reinventar incluso las coordenadas básicas de su proyecto – no obstante que fue precisamente una experiencia homóloga la que alumbró al leninismo. Recordemos cómo se conmocionó Lenin cuando, en el otoño de 1914, todos los partidos socialdemócratas europeos (con la honrosa excepción de los bolcheviques rusos y los socialdemócratas serbios) adoptaron la “línea patriótica” – Lenin incluso llegó a pensar que el número del Vorwärts, el diario de la socialdemocracia alemana que informaba cómo los socialdemócratas en el Reichstag habían votado por los créditos de guerra, era una falsificación de la policía secreta rusa pensada para engañar a los obreros rusos. En esa era de conflicto militar que cortó al continente europeo por la mitad, ¡cuán difícil era rechazar la noción de que uno debía tomar partido en este conflicto, y luchar contra el “fervor patriótico” en el propio país donde uno habitaba! ¡Cuántas grandes mentes (incluso Freud) sucumbieron a la tentación nacionalista, aunque más no fuera por un par de semanas! Esta conmoción de 1914 fue – para ponerla en los términos de Alain Badiou – un “desastre”, una catástrofe en la que todo un mundo desapareció: no sólo la idílica fe burguesa en el progreso, sino también el movimiento socialista que lo acompañó. El propio Lenin (el Lenin del ¿Qué hacer?) sintió que cedía la tierra bajo sus pies – no hay, en su reacción desesperada, ninguna satisfacción, ningún “¡se los dije!” Este momento de Verzweiflung, esta catástrofe, abrió el sitio para el evento leninista, por romper el historicismo evolutivo de la Segunda Internacional – y sólo Lenin estaba a la altura de esta apertura, fue el único en articular la verdad de la catástrofe. Éste es el Lenin del que todavía tenemos algo que aprender. La grandeza de Lenin fue que, en esta situación catastrófica, no tuvo miedo de tener éxito – en contraste con el pathos negativo discernible desde Rosa Luxemburg hasta Adorno, para quienes el acto auténtico en última instancia es la admisión de la derrota que alumbra la verdad. En 1917, en lugar de esperar el momento correcto de madurez, Lenin organizó una huelga preventiva. En 1920, como líder del partido de la clase obrera sin clase obrera (la mayoría de ella había perecido en la guerra civil), prosiguió la organización de un estado, aceptando en su totalidad la paradoja del partido que tiene que organizar, incluso recrear, su propia base, su clase obrera.
En ninguna parte se palpa más esta grandeza que en los escritos de Lenin que cubren el lapso de tiempo entre febrero de 1917, cuando la primera revolución abolió el zarismo e instaló un régimen democrático, hasta la segunda revolución en octubre. En febrero, Lenin era un emigrado político semi-anónimo, perdido en Zurich, sin contactos confiables en Rusia, enterándose de los eventos principalmente a través de la prensa suiza. En octubre dirigió la primera revolución socialista victoriosa – ¿pero qué fue lo que ocurrió entre medio? En febrero, Lenin percibió inmediatamente la oportunidad revolucionaria, el resultado de circunstancias contingentes únicas – si no se echaba mano del momento, la oportunidad para la revolución se desperdiciaría, quizás por décadas. En su terca insistencia de que uno debe aceptar el riesgo y pasar a la próxima fase, es decir, repetir la revolución, Lenin estaba solo, ridiculizado por la mayoría de los miembros del comité central de su propia partido, y la lectura de los textos de Lenin de 1917 proporciona un pantallazo único sobre el obstinado, paciente, y a menudo frustrante trabajo revolucionario a través del cual Lenin impuso su visión. Sin embargo, por más indispensable que haya sido la intervención personal de Lenin, uno no debe modificar la historia de la Revolución de Octubre haciéndola pasar por la del genio solitario confrontado con las masas desorientadas que impone su visión gradualmente. Lenin tuvo éxito porque su apelación, mientras pasaba por alto a la nomenklatura del partido, encontró un eco en lo que uno tiene la tentación de llamar la micropolítica revolucionaria: la explosión increíble de la democracia de base, de los comités locales que crecen alrededor de todas las grandes ciudades de Rusia y, mientras ignoran la autoridad del gobierno “legítimo”, toman las cosas en sus manos. Ésta es la historia acallada de la Revolución de Octubre.
Lo primero que conmueve al lector de hoy es cuán directamente legibles eran los textos de Lenin de 1917. No hay necesidad de largas notas explicativas – aun cuando los nombres que suenan extraño nos sean desconocidos, inmediatamente nos damos cuenta de lo que estaba sucediendo. Desde la distancia de hoy los textos despliegan una claridad casi clásica de los contornos de la lucha en la que participan. Lenin es totalmente consciente de la paradoja de la situación: en la primavera de 1917, después de la Revolución de febrero que derrocó al régimen zarista, Rusia era el país más democrático de toda Europa, con un grado inaudito de movilización de masas, de libertad de organización y de libertad de prensa – y aún así esta libertad daba a la situación un carácter no-transparente, completamente ambiguo. Si hay un hilo común que recorre todos los textos de Lenin escritos “entre las dos revoluciones” (la de febrero y la de octubre), es su insistencia en la distancia que separa los contornos formales “explícitos” de la lucha política entre la multitud de partidos y otros sujetos políticos de sus tareas sociales reales (paz inmediata, distribución de la tierra, y, por supuesto, “todo el poder a los soviets”, es decir, el desmantelamiento del aparato estatal existente y su reemplazo por las nuevas formas de dirección social del tipo de la Comuna).
Esta distancia – la repetición de la distancia entre 1789 y 1793 en la Revolución Francesa – es el espacio preciso de la original intervención de Lenin: la lección fundamental del materialismo revolucionario es que la revolución debe golpear dos veces, y por razones esenciales. La distancia no es simplemente la separación entre forma y contenido. Lo que le falta a la “primera revolución” no es el contenido, sino la forma misma – permanece atrapada en la forma vieja, y piensa que la libertad y la justicia pueden lograrse sencillamente si utilizamos el aparato estatal ya existente y sus mecanismos democráticos. ¿Qué pasa si el “buen” partido gana las elecciones libres e implementa “legalmente” la transformación socialista? (La expresión más clara de esta ilusión, orillando el ridículo, es la tesis de Karl Kautsky, formulada en los años veinte, de que la forma política lógica de la primera fase del socialismo, del pasaje del capitalismo al socialismo, es la coalición parlamentaria de los partidos burgueses y proletarios.) El paralelo aquí es perfecto con la era de la temprana modernidad en la que la oposición a la hegemonía ideológica de la iglesia se articuló primero en la forma de otra ideología religiosa, como una herejía. Siguiendo las mismas líneas, los partidarios de la “primera revolución” quieren subvertir la dominación capitalista dentro de la misma forma política de la democracia capitalista. Ésta es la “negación de la negación” hegeliana: primero el antiguo orden es negado dentro de su propia forma ideológico-política; luego esta misma forma tiene que ser negada. Aquellos que oscilan, aquellos que tienen miedo de dar el segundo paso de superar la forma misma, son aquellos que (repitiendo a Robespierre) quieren una “revolución sin revolución” – y Lenin despliega toda la fuerza de su “hermenéutica de la sospecha” para discernir las distintas formas de esta retirada.
En sus escritos de 1917 Lenin se reserva su agria ironía para quienes se dedican a la búsqueda interminable de algún tipo de “garantía” para la revolución. Esta garantía asume dos formas principales: ya sea la noción reificada de la necesidad social (uno no debe arriesgar la revolución demasiado temprano; uno tiene que esperar el momento correcto, cuando la situación está “madura” con respecto a las leyes del desarrollo histórico: “es demasiado temprano para la revolución socialista – la clase obrera no está madura aún”) o la legitimidad normativa – “democrática” (“la mayoría de la población no está de nuestro lado, entonces la revolución no sería realmente democrática”) – como dice en repetidas oportunidades Lenin, es como si antes de que el agente revolucionario tome el poder estatal tuviera que recibir permiso de alguna figura del gran Otro (organizar un referéndum que determinará que la mayoría apoya la revolución). Con Lenin, como con Lacan, el punto está en que la revolución sólo puede ser autorizada por ella misma: uno debe asumir que el acto revolucionario no está cubierto por el gran Otro – el miedo de tomar el poder “prematuramente”, la búsqueda de una garantía, es el miedo del abismo del acto. En ello reside la última dimensión de lo que Lenin denuncia continuamente como “oportunismo”, y su apuesta es que el “oportunismo” es una posición que es inherentemente falsa en sí misma y que enmascara el temor a acometer la tarea con la pantalla protectora de los hechos, leyes o normas “objetivos”.
La respuesta de Lenin no es la referencia a un conjunto diferente de “hechos objetivos”, sino la repetición del argumento formulado una década antes por Rosa Luxemburgo contra Kautsky: los que esperan que lleguen las condiciones objetivas de la revolución esperarán por siempre – esa posición del observador objetivo (y no de un agente comprometido) es en sí misma el obstáculo principal para la revolución. El contra-argumento de Lenin contra los críticos formal-democráticos del segundo paso es que esta misma opción “puramente democrática” es utópica: en las circunstancias concretas de Rusia, el estado democrático-burgués no tiene ninguna oportunidad de sobrevivir –la única “manera realista” de proteger las verdaderas conquistas de la Revolución de febrero (libertad de organización y de prensa, etc.) es avanzar hacia la revolución socialista – de no ser así, la reacción zarista será la que gane.
Tenemos aquí dos modelos, dos lógicas incompatibles de la revolución: aquellos que esperan el momento teleológico maduro de la crisis final cuando la revolución explotará “en su hora adecuada” por la necesidad de la evolución histórica; y aquellos que son conscientes que la revolución no tiene ninguna “hora adecuada”, aquellos que perciben la oportunidad revolucionaria como algo que surge y que tiene que ser capturado en los propios desvíos del desarrollo histórico “normal”. Lenin no es un voluntarista “subjetivista” – él insiste con que la excepción (el conjunto extraordinario de circunstancias, como las de Rusia en 1917) ofrece un camino para socavar la propia norma. ¿Y acaso esta línea de argumentación, esta posición de principios, no es más real hoy que nunca? ¿Acaso no vivimos también en una era en la que el estado y su aparato, incluyendo sus agentes políticos, simplemente son cada vez menos capaces de articular los problemas claves (ecología, la degradante atención médica, la pobreza, el papel de las compañías multinacionales, etc.)? La única conclusión lógica es que es urgente una nueva forma de politización, que “socializará” directamente estos problemas cruciales. La ilusión de 1917 de que los problemas urgentes que enfrentaba Rusia (paz, distribución de la tierra, etc.) podrían haberse resuelto a través de medios “legales” parlamentarios es igual a la ilusión de hoy de que, por ejemplo, la amenaza ecológica podría evitarse extendiendo la lógica del mercado a la ecología (haciendo que los que contaminan paguen el precio por el daño que causan). Sin embargo, ¿cuán relevantes son las opiniones específicas de Lenin sobre este punto? Según el pensamiento ortodoxo, la declinante fe de Lenin en las capacidades creativas de las masas durante los años posteriores a la Revolución de Octubre, lo llevaron a enfatizar el papel de la ciencia y los científicos. Él saludaba “el principio de esa época feliz cuando la política desaparecerá en el trasfondo… y los ingenieros y los agrónomos tendrán la mayor parte de la palabra.”[i] ¿Pos-política tecnocrática? Las ideas de Lenin sobre cómo corre la ruta hacia el socialismo por el terreno del capitalismo monopolista pueden parecer peligrosamente ingenuas hoy:
“El capitalismo ha creado un aparato de contabilidad en la forma de los bancos, consorcios, servicio postal, sociedades de consumidores, y sindicatos de empleados de oficina. Sin los grandes bancos el socialismo sería imposible… nuestra tarea consiste sencillamente en amputar lo que mutila capitalistamente este aparato excelente, hacerlo aún más grande, aún más democrático, más aun abarcador… Será un registro nacional, una contabilidad nacional de la producción y la distribución de bienes; será, por así decirlo, algo así como la naturaleza del esqueleto de la sociedad socialista.”[ii]
¿No es ésta la expresión más radical de la noción de Marx del intelecto general que regula toda la vida social de una manera transparente, del mundo pos-político en el que “la administración de las personas” será suplantada por “la administración de las cosas”? Por supuesto que es fácil jugar contra esta cita la carta de la “crítica de la razón instrumental” y del “mundo administrado [verwaltete Welt]”. El potencial “totalitario” está inscrito en esta misma forma de control social total. Es fácil comentar sarcásticamente cómo, en la época stalinista, el aparato de administración social se volvió, efectivamente, “aún más grande”. No obstante, ¿esta visión pos-política no es acaso el extremo opuesto de la noción maoísta de la eternidad de la lucha de clases (“todo es político”)?
Sin embargo, ¿es todo tan inequívoco? ¿Qué pasa si uno reemplaza el ejemplo (obviamente anticuado) del banco central con el de la world wide web, el candidato perfecto actual para el papel del Intelecto General (General Intellect)? Dorothy Sayers planteaba que la Poética de Aristóteles es efectivamente la teoría de las novelas policiales antes de que fueran escritas – como el pobre Aristóteles no conocía todavía la novela policial, tenía que referirse a los únicos ejemplos a su disposición, las tragedias… Siguiendo las mismas líneas, Lenin estaba desarrollando efectivamente la teoría del papel de la world wide web, pero, como no conocía Internet, tenía que referirse a los desafortunados bancos centrales. Por consiguiente, ¿podría decir uno que “sin la world wide web el socialismo sería imposible… nuestra tarea sencillamente es amputar lo que mutila capitalistamente este aparato excelente, hacerlo aún más grande, aún más democrático, aún más abarcador”? En estas condiciones, uno se siente tentado a resucitar la vieja, abusiva y medio olvidada dialéctica marxiana de las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Ya es un lugar común plantear que, irónicamente, fue esta misma dialéctica la que enterró el “socialismo realmente existente”: el socialismo no pudo sostener el pasaje de la economía industrial a la pos-industrial. Una de las víctimas tragicómicas de la desintegración del socialismo en la ex-Yugoslavia fue un viejo apparatchik comunista entrevistado por la radio estudiantil de Ljubljana en 1988. Los comunistas sabían que estaban perdiendo poder, y por eso trataban desesperadamente de complacer a todos. Cuando a este viejo cuadro le hicieron preguntas provocativas sobre su vida sexual, él también intentó demostrar desesperadamente que estaba en contacto con la generación joven. Sin embargo, como el único idioma que conocía era el de la hosca burocracia, el resultado fue una particular mezcla obscena – declaraciones como, “La sexualidad es un componente importante de mi actividad diaria. Al tocar a mi esposa entre sus muslos me da nuevos grandes incentivos para mi trabajo de construir el socialismo.” Y cuando uno lee documentos oficiales de Alemania Oriental de los años setenta y comienzos de los ochenta, formulando su proyecto de convertir a la RDA en una especie de Silicon Valley del bloque socialista de Europa Oriental, uno no puede evitar la impresión de la misma distancia tragicómica entre la forma y el contenido. Mientras eran totalmente conscientes de que la digitalización era el camino del futuro, se aproximaron a ella en los términos de la antigua lógica socialista de la planificación industrial centralizada – sus propias palabras enmascaraban el hecho de que no estaban captando lo que está ocurriendo efectivamente, las consecuencias sociales de la digitalización. No obstante, ¿el capitalismo realmente proporciona el marco “natural” de las relaciones de producción para el universo digital? ¿No hay también un potencial explosivo para el propio capitalismo en la world wide web? ¿Acaso la lección del monopolio Microsoft no es precisamente la lección leninista: en lugar de combatir su monopolio a través del aparato estatal (recordemos la división de Microsoft ordenada por la Justicia), ¿no sería más “lógico” simplemente socializarlo, haciéndolo libremente accesible? Hoy uno se siente tentado a parafrasear el famoso lema de Lenin, “Socialismo = electrificación + poder de los soviets”: “Socialismo = acceso libre a internet + poder de los soviets.”
En este contexto, el mito que hay que desbancar es el del papel cada vez menor del estado. Lo que estamos atestiguando hoy en día es el cambio en sus funciones: mientras se retira parcialmente de sus funciones asistenciales, el estado está fortaleciendo su aparato en otros dominios de la regulación social. Para poder empezar un negocio ahora uno tiene que apoyarse en el estado no sólo para garantizar la ley y el orden, sino también el conjunto de la infraestructura (acceso a agua y energía, medios de transporte, criterios ecológicos, regulaciones internacionales, etc.), en una medida incomparablemente mayor que hace 100 años. La caída del servicio eléctrico en California el año pasado hace palpable a este punto: durante un par de semanas en enero y febrero de 2001 la privatización (“desregulación”) del suministro de electricidad transformó al Sur de California, uno de los paisajes pos-industriales más altamente desarrollados del mundo, en un país tercermundista con apagones regulares. Por supuesto, los defensores de la desregulación plantearon que no estaba lo bastante completa, y echaban mano del viejo falso silogismo de, “Mi novia nunca llega tarde a una cita, porque en el momento en que ella llegue tarde, ya no será más mi novia”: la desregulación funciona por definición, entonces si no funciona, no era en verdad una desregulación… ¿El reciente pánico desatado con la enfermedad de la vaca loca (que probablemente presagie docenas de fenómenos similares que nos esperan en el futuro cercano) no apunta también hacia la necesidad de un control global estatal estricto e institucionalizado de la agricultura?
¿Y qué hay del reproche básico según el cual Lenin hoy es irrelevante porque permaneció aferrado dentro del horizonte de la producción industrial masiva (recordemos su celebración del fordismo)? ¿Cómo cambia estas coordenadas el pasaje de la producción de fábrica a la producción “pos-industrial”? ¿Dónde clasificaríamos no sólo las maquiladoras de trabajo manual del Tercer Mundo, sino también las maquiladoras digitales, como la de Bangalore en la que decenas de miles de indios programan software para las corporaciones occidentales? ¿Es adecuado designar a estos indios como el “proletariado intelectual”? ¿Serán la venganza final del Tercer Mundo? ¿Cuáles son las consecuencias del hecho desquiciante (por lo menos para los conservadores alemanes) de que, después de décadas de importar centenares de miles de trabajadores manuales inmigrantes, Alemania ha descubierto ahora que necesita por lo menos decenas de miles de trabajadores intelectuales inmigrantes, principalmente programadores de computadoras? La alternativa que incapacita al marxismo de hoy en día es, ¿qué hacer a propósito de la creciente importancia del crecimiento de la “producción inmaterial” hoy (ciber-trabajadores)? ¿Insistimos con que sólo quienes están involucrados en la producción material “real” son la clase trabajadora, o damos el venturoso paso de aceptar que los “trabajadores simbólicos” son los (verdaderos) proletarios de hoy? Uno debería resistirse a dar este paso, porque ofusca la división entre la producción inmaterial y material, la división en la clase trabajadora entre los ciber-trabajadores y los trabajadores materiales (por regla separados geográficamente, como los programadores en EE.UU. o India, las maquiladoras en China o Indonesia).
Quizás sea la figura del desocupado la que simbolice al puro proletario de hoy: la determinación sustancial del desocupado sigue siendo la de un obrero, pero no se les deja realizarla o renunciar a ella, y entonces permanecen suspendidos en la potencialidad de trabajadores que no pueden trabajar. Quizás en cierto sentido hoy “todos somos desocupados” – los trabajos tienden a basarse en contratos de tiempo cada vez más cortos, por lo cual el estado de desempleo es la regla, el nivel cero, y el trabajo temporal la excepción. Entonces ésta debería ser también la respuesta a quienes abogan por la “sociedad pos-industrial” cuyo mensaje a los trabajadores es que su tiempo se terminó, que su propia existencia está obsoleta, y que lo único con lo que pueden contar es con la compasión puramente humanitaria – hay cada vez menos lugar para los trabajadores en el universo del capital de hoy, y uno debe deducir de este hecho la única conclusión consistente. Si la sociedad “pos-industrial” de hoy necesita cada vez menos trabajadores para reproducirse (20 por ciento de la fuerza de trabajo, según algunas estimaciones), entonces no son los trabajadores los que están de más, sino el capital.
El antagonismo clave de las llamadas nuevas industrias (digitales) es éste: ¿cómo mantener la forma de la propiedad (privada), que es la única forma en la que puede mantenerse la lógica de ganancia (veamos también el problema de Napster, la libre circulación de la música)? ¿Acaso las complicaciones legales en la biogenética no apuntan en la misma dirección? El elemento clave de los nuevos acuerdos internacionales de comercio es la “protección de la propiedad intelectual” – siempre que, al fusionarse, una gran compañía occidental se hace cargo de una compañía del Tercer Mundo, lo primero que hace es cerrar el departamento de investigación. Aquí surgen fenómenos que involucran a la noción de propiedad en paradojas dialécticas extraordinarias: en la India, las comunidades locales descubren de repente que las prácticas médicas y los materiales que han estado usando durante siglos son poseídos ahora por compañías norteamericanas, de manera que deben comprárselas a ellas; mientras las compañías biogenéticas patentan genes, todos estamos descubriendo que partes de nosotros, nuestros componentes genéticos, ya son propiedad registrada, poseída por otros.
Sin embargo, el resultado de esta crisis de la propiedad privada de los medios de producción no está para nada garantizado. Aquí uno debe tener en cuenta la paradoja última de la sociedad stalinista. Contra el capitalismo, que es la sociedad de clase, pero en principio igualitaria, sin divisiones jerárquicas directas, el stalinismo “maduro” es una sociedad sin clases articulada en grupos jerárquicos precisamente definidos (nomenklatura en la cima, trabajadores técnicos, ejército, etc.). Lo que esto significa es que, ya para el stalinismo, la noción marxista clásica de la lucha de clases ya no es más adecuado para describir su jerarquía y dominación – en la Unión Soviética de finales de los años veinte en adelante, la división social clave no estaba definida por la propiedad, sino a través del acceso directo a los mecanismos de poder y a condiciones de vida materiales y culturales privilegiadas (comida, alojamiento, atención sanitaria, libertad para viajar, educación). Y quizás la ironía última de la historia será que, de la misma manera, la visión de Lenin del “socialismo de los bancos centrales” sólo puede leerse adecuadamente en forma retroactiva, desde la actual world wide web.
La Unión Soviética proporcionó el primer modelo de la sociedad “pos-propietaria” desarrollada, del verdadero “capitalismo tardío” en el cual la clase dominante será definida por el acceso directo a los medios de poder central y control (informativos, administrativos) y a otros privilegios materiales y sociales: el punto ya no será poseer compañías, sino directamente administrarlas, tener el derecho para utilizar un jet privado, tener acceso a una cobertura de salud diferenciada, etc. – privilegios que no serán adquiridos por medio de la propiedad, sino a través de otros mecanismos (educativos, directivos, etc.).
Ésta, entonces, es la crisis venidera que ofrecerá la perspectiva de una nueva lucha emancipatoria, de la reinvención completa de lo político – no la vieja opción marxista entre la propiedad privada y su socialización, sino la opción entre la sociedad pos-propietaria jerárquica y la sociedad pos-propietaria igualitaria. Aquí, la vieja tesis marxista sobre cómo la libertad y la igualdad burguesas están basadas en la propiedad privada y las condiciones de mercado, adquiere un giro inesperado: lo que permiten las relaciones de mercado son la libertad (por lo menos) “formal” y la igualdad “legal” – ya que la jerarquía social puede sostenerse a través de la propiedad, no existe la necesidad de su aserción política directa. Si, luego, el papel de la propiedad privada disminuye, el peligro es que esta desaparición gradual cree la necesidad de alguna nueva forma de jerarquía (racista o de “gobierno de los expertos”), directamente fundadas en las propiedades de los individuos, y cancelando así incluso la igualdad “formal” burguesa y la libertad. Resumiendo, en tanto el factor determinante de poder social será la inclusión/exclusión del conjunto de los privilegiados (de acceso al conocimiento, control, etc.), podemos esperar el surgimiento de modos distintos de exclusión, para llegar directamente al racismo. La primera señal clara que apunta en esta dirección es la nueva alianza entre la política (gobierno) y las ciencias naturales. En la biopolítica, que surgió recientemente, el gobierno está instigando a la “industria de los embriones”, el control sobre nuestro legado genético por fuera del control democrático, justificado por una oferta que nadie puede rechazar: “¿No quiere usted curarse del cáncer, la diabetes, el Alzheimer…?” Sin embargo, mientras los políticos hacen esas promesas “científicas”, los propios científicos permanecen profundamente escépticos, haciendo hincapié frecuentemente sobre la necesidad de alcanzar decisiones a través de un gran acuerdo social general.
El problema último de la ingeniería genética no reside en sus consecuencias imprevisibles (¿qué ocurriría si creamos monstruos – digamos, humanos sin sentido de responsabilidad moral?), sino la manera en que la ingeniería biogenética afecta fundamentalmente nuestra noción de educación: en lugar de educar a un niño para que sea un buen músico, ¿será posible manipular sus genes para que se incline “espontáneamente” hacia la música? En lugar de instilar en él un sentido de disciplina, ¿será posible manipular sus genes para que “espontáneamente” tienda a obedecer órdenes? La situación aquí está radicalmente abierta – si surgirán gradualmente dos clases de personas, los “nacidos naturalmente” y los manipulados genéticamente, no queda claro de antemano qué clase ocupará el nivel más alto en la jerarquía social. ¿Serán los “naturales” los que consideren a los manipulados como meras herramientas, no como seres verdaderamente libres, o serán mucho más perfectos manipulados genéticamente los que considerarán a los “naturales” como pertenecientes a un nivel más bajo de evolución?
La lucha venidera, por lo tanto, no tiene ningún resultado garantizado – nos confrontará con una inédita urgencia para actuar, ya que no sólo involucrará un nuevo modo de producción, sino una ruptura radical en lo que significa ser un ser humano. Hoy ya podemos discernir las señales de un tipo de malestar general – recordemos la serie de eventos normalmente agrupados bajo el nombre de “Seattle”. La luna de miel de diez años del capitalismo global triunfante ha terminado, la largamente retrasada “comezón del séptimo año” ya está aquí – seamos testigos de las reacciones de pánico de los grandes medios de comunicación, que, desde la revista Time hasta CNN, todos de repente empezaron a advertir sobre la existencia de marxistas que manipulan a la muchedumbre de manifestantes “honestos”. El problema ahora es el estrictamente leninista – cómo enfrentar las imputaciones de los medios de comunicación, cómo inventar estructuras organizativas que le confieran a esta inquietud la forma de una demanda política universal. De no ser así, la oportunidad se desperdiciará, y lo que quedará es una perturbación marginal, quizás organizada como un nuevo Greenpeace, con cierta eficacia, pero también con metas estrechamente limitadas, estrategias de marketing, etc. En otras palabras, la lección “leninista” clave hoy es que la política sin forma organizativa de partido es política sin política, de manera que la respuesta a aquéllos que simplemente quieren los (atinadamente llamados) “nuevos movimientos sociales” es la misma que la respuesta de los jacobinos a los componedores girondinos: “¡Ustedes quieren la revolución sin una revolución!” El obstáculo de hoy es que parece haber sólo dos caminos abiertos para el compromiso socio-político: o jugar el juego del sistema, comprometerse en la “larga marcha a través de las instituciones”, o activar en los nuevos movimientos sociales, desde el feminismo, pasando por la ecología hasta el anti-racismo. Y de nuevo el límite de estos movimientos es que no son políticos en el sentido del Singular Universal; son “movimientos contra un solo problema” que carecen de la dimensión de la universalidad, es decir, que no se relacionan con la totalidad social.
La promesa del movimiento “de Seattle” reside en el hecho de que es exactamente lo opuesto de lo que usualmente se lo designa en los medios de comunicación (la “protesta anti-globalización”); es el primer grano de un nuevo movimiento global, global con respecto a su contenido (apunta a una confrontación global con el capitalismo actual) así como en su forma (es un movimiento global e involucra una red internacional móvil, capaz de reaccionar desde Seattle a Praga). Es más global que el “capitalismo global”, ya que involucra en el juego a sus víctimas, es decir, aquellos excluidos por la globalización capitalista. Quizás uno debería arriesgarse y aplicar la vieja distinción de Hegel entre universal “abstracto” y “concreto” en este caso: la globalización capitalista es el “abstracto”, concentrado en el movimiento especulativo del capital, mientras el “movimiento de Seattle” está por el “universal concreto”, es decir, por la totalidad del capitalismo global y su lado oscuro excluido.
Aquí el reproche de Lenin a los liberales es crucial: ellos simplemente explotan el descontento de las clases obreras para fortalecer su posición frente a los conservadores, en vez de identificarse con ese descontento hasta el final.[iii] ¿No esto lo que ocurre también con los liberales de izquierda de hoy? Les gusta evocar el racismo, la ecología, los agravios contra los trabajadores, etc., para anotarse algunos puntos por encima de los conservadores sin poner en peligro el sistema. Recordemos cómo, en Seattle, el propio Bill Clinton se refirió a los manifestantes que estaban afuera en las calles, recordándoles a los líderes reunidos dentro del palacio sitiado que deben escuchar al mensaje de los manifestantes (el mensaje que, por supuesto, Clinton interpretó privándolo de su aguijón subversivo atribuido a los peligrosos extremistas que introducen el caos y la violencia entre la mayoría de los manifestantes pacíficos). Esta posición clintonesca luego se desarrolló en una elaborada estrategia de contención de “garrote y zanahoria”: por un lado, paranoia (la noción de que hay una oscura conjura marxista acechando por detrás); por otro lado, en Génova, no fue nadie más que Berlusconi el que proporcionó comida y albergue a los manifestantes anti-globalización – a condición de que se “comportaran con propiedad” y no perturbaran el evento oficial. Pasa lo mismo con todos los nuevos movimientos sociales, hasta los zapatistas en Chiapas. La política del sistema está siempre presta para “escuchar sus demandas”, privándolas de su aguijón político apropiado. La verdadera “tercera vía” que tenemos que buscar es esta tercera vía entre la política parlamentaria institucionalizada y los nuevos movimientos sociales.
Como una señal de esta emergente inquietud y necesidad de una verdadera tercera vía, es interesante ver cómo, en una entrevista reciente, incluso un liberal conservador como John Le Carré tuvo que admitir que, como consecuencia de la “aventura amorosa entre Thatcher y Reagan”, en la mayoría de los países occidentales desarrollados y sobre todo en el Reino Unido “la infraestructura social prácticamente ha dejado de funcionar” que luego lo lleva directamente a suplicar que, por lo menos, “renacionalicen los ferrocarriles y el agua”.[iv] Efectivamente nos estamos acercando a un estado en que la afluencia privada (selectiva) es acompañada por la degradación global (ecológica, de infraestructura) que empezará a afectarnos a todos pronto: la calidad del agua no sólo es un problema en el Reino Unido – un estudio reciente mostró que la totalidad de la fuente de donde se abastece de agua el área de Los Ángeles ya está tan afectada por químicos tóxicos artificiales que pronto será imposible potabilizarla, ni siquiera a través de los filtros más avanzados. Le Carré formuló su furia contra Blair por aceptar las coordenadas básicas thatcheristas en términos muy precisos: “La última vez, en 1997, pensé que él estaba mintiendo cuando negaba que fuera socialista. Lo peor que puedo decir sobre él es que estaba diciendo la verdad”.[v] Más precisamente, aun cuando en 1997 Blair estuviera mintiendo “subjetivamente”, aun cuando su agenda confidencial tratara de mantener lo más posible la agenda socialista, estaba “objetivamente” diciendo la verdad: su (eventual) convicción socialista subjetiva era un autoengaño, una ilusión que le permitió cumplir con su papel “objetivo”, el de completar la “revolución” thatcherista.
La respuesta última al reproche de que las propuestas de la izquierda radical son utópicas debería ser que hoy la verdadera utopía es la creencia en que el actual acuerdo general capitalista liberal-democrático pueda continuar indefinidamente, sin cambios radicales. Así, regresamos al viejo lema de 1968 “Soyons réalistes, demandons l’impossible!” (“¡Seamos realistas, demandemos lo imposible!”): para ser de verdad “realista”, uno debe considerar evadirse de los constreñimientos de lo que aparece como “posible” (o, como normalmente lo llamamos, “factible”). Si hay que sacar alguna lección de la victoria electoral de Silvio Berlusconi en mayo de 2001, es que los verdaderos utópicos son los izquierdistas de la Tercera Vía – ¿por qué? La tentación principal que hay que evitar a propósito de la victoria de Berlusconi en Italia es la de usarla como un pretexto para otro ejercicio en el marco de la tradición izquierdista conservadora de la Kulturkritik (desde Adorno a Virilio) que lamentan la estupidez de las masas manipuladas y el eclipse del individuo autónomo capaz de reflexión crítica. Esto, sin embargo, no significa que las consecuencias de esta victoria deban subestimarse. Hegel dijo que todos los eventos históricos tienen que ocurrir dos veces: Napoleón tenía que perder dos veces, etc. Y parece también que Berlusconi tenía que ganar una elección dos veces para que nos demos cuenta del conjunto de las consecuencias de este evento.
¿Qué es lo que logró Berlusconi? Su victoria nos proporciona una triste lección sobre el papel de la moralidad en la política: el resultado en última instancia de la gran catarsis moral-política – la campaña anti-corrupción de “manos limpias” que una década atrás arruinó a la Democracia Cristiana y, con ella, a la polaridad ideológica de democristianos y comunistas que dominó la política italiana de pos-guerra – es que Berlusconi esté en el poder. Es como si Rupert Murdoch ganara las elecciones en Gran Bretaña – un movimiento político dirigido como si fuera una empresa de publicidad. Forza Italia de Berlusconi ya no es un partido político, sino – como su nombre lo indica – más bien un grupo de gente que apoya a una selección de fútbol. Si, en los viejos y buenos países socialistas, el deporte estaba directamente politizado (recordemos las enormes sumas de dinero que la RDA invertía en sus mayores atletas), ahora la política misma se ha vuelto una competencia deportiva. Y el paralelo va incluso mucho más allá: si los regímenes comunistas nacionalizaban la industria, Berlusconi en cierto modo está privatizando el propio estado. Por esta razón, todas las preocupaciones de algunos izquierdistas y demócratas liberales sobre el peligro de un neo-fascismo que acecharía por detrás de la victoria de Berlusconi están fuera de lugar y en cierto modo son demasiado optimistas: el fascismo todavía es un proyecto político determinado, mientras que, en el caso de Berlusconi, en última instancia no hay nada que esté acechando por detrás, ningún proyecto ideológico secreto, sólo la pura convicción de que las cosas funcionarán, de que lo haremos mejor. En resumen, Berlusconi es la pos-política en su estado más puro. La señal última de la “pos-política” en todos los países occidentales es el creciente enfoque empresarial hacia las funciones de gobierno. El gobierno es reconcebido como una función administrativa, privada de su dimensión propiamente política.
Lo que verdaderamente está en juego en las luchas políticas de hoy es cuál de los dos viejos partidos principales, los conservadores o la “izquierda moderada”, lograrán presentarse a sí mismos como los que verdaderamente encarnan el espíritu pos-ideológico, contra el otro partido al que se descalificará diciendo que “todavía está atrapado por los viejos espectros ideológicos”. Si los años ochenta pertenecieron a los conservadores, la lección de los noventa parecería ser que, en nuestras sociedades capitalistas tardías, la socialdemocracia de la Tercera Vía (o, más marcadamente aún, los pos-comunistas en las países ex-socialistas) funciona efectivamente como la representante del capital como tal, en general, contra sus facciones particulares representadas por los diferentes partidos “conservadores”, quienes, para poder presentarse su mensaje como si se dirigiera al conjunto de la población también tratan de satisfacer las demandas particulares de los estratos anti-capitalistas (digamos, de los trabajadores de clase media “patrióticos” amenazados por la fuerza de trabajo barata de los inmigrantes. Recordemos a la CDU, que contra la propuesta de los socialdemócratas de que Alemania debía importar 50.000 programadores de computadoras de la India, lanzó la consigna infame de “Kinder statt Inder!” – “¡Niños en lugar de indios!” Esta constelación económica explica en buena medida cómo y por qué los socialdemócratas de la Tercera Vía pueden estar simultáneamente por los intereses del gran capital y por una tolerancia multiculturalista que apunte a defender los intereses de las minorías foráneas.
El sueño de la Tercera Vía de la izquierda era que el pacto con el diablo funcionara: Ok, ninguna revolución, aceptamos el capitalismo como lo único a lo que se puede jugar, pero por lo menos podremos mantener algunos de los logros del estado de bienestar, además de construir una sociedad tolerante hacia las minorías sexuales, religiosas y étnicas. Si la tendencia anunciada por la victoria de Berlusconi persiste, se discierne una perspectiva mucho más oscura en el horizonte: un mundo en el que el dominio ilimitado del capital no se complemente con la tolerancia del liberalismo de izquierda, sino por la típica mixtura pos-política de un espectáculo puramente publicitario junto con las preocupaciones de la Mayoría Moral (recordemos que el Vaticano dio su apoyo tácito a Berlusconi). Si hay una agenda ideológica oculta en la “pos-política” de Berlusconi es, para decirlo sin vueltas, la desintegración del pacto democrático fundamental posterior a la Segunda Guerra Mundial. En los últimos años, ya hubo numerosas señales de que el pacto anti-fascista posterior a la Segunda Guerra Mundial está crujiendo lentamente – los llamados “tabúes” están cayendo, desde los historiadores “revisionistas” hasta los populistas de la Nueva Derecha. Paradójicamente, los que están socavando este pacto se refieren precisamente a la misma lógica de la victimización universalizada por los liberales: seguramente hubo víctimas del fascismo, ¿pero qué hay de las otras víctimas de las expulsiones posteriores a la Segunda Guerra Mundial? ¿Qué hay de los alemanes desalojados de sus hogares en Checoslovaquia? ¿No tienen también algún derecho a una compensación (financiera)?
El futuro inmediato no pertenece a los provocadores derechistas abiertos como Le Pen o Pat Buchanan, sino a gente como Berlusconi y Haider, esos abogados del capital global con la piel de lobo del nacionalismo populista. La lucha entre ellos y la izquierda de la Tercera Vía es la lucha por ver quién será más eficaz en neutralizar los excesos del capitalismo global –la tolerancia multiculturalista de la Tercera Vía o la homofobia populista. ¿Será esta aburrida alternativa la respuesta de Europa a la globalización? Berlusconi es lo peor de la pos-política; ¡incluso The Economist, esa estoica voz del liberalismo anti-izquierda, fue acusado por Berlusconi de ser parte de una “conjura comunista”, cuando le hizo algunas preguntas críticas sobre cómo es que una persona declarada culpable de crímenes podía llegar a ser primer ministro! Lo que esto significa es que, para Berlusconi, toda oposición a su pos-política se basa en una “conjura comunista”. Y en cierto modo tiene razón – ésta es la única oposición verdadera. Todos los demás – los liberales o la Tercera Vía – están jugando básicamente el mismo juego que él, sólo que con un ropaje diferente. Y la esperanza tiene que ser que Berlusconi también tenga razón con respecto al segundo aspecto de su paranoico mapa cognitivo – que su victoria dará ímpetu a la verdadera izquierda radical.
[i] Citado de N Harding, Leninism (Durham, 1996), p168.
[ii] Ibid, p146.
[iii] Debo este punto a la contribución de Alan Shandro, Lenin y la lógica de la hegemonía, en el simposio La recuperación de Lenin, Essen, 2-4 de febrero de 2001.
[iv] John Le Carré, My Vote? I Would Like to Punish Blair, entrevista con David Hare en The Daily Telegraph, 17 de mayo de 2001, p23.
[v] Ibid.
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