El chavismo: la política de los comunes


Este 6D gana Chávez

Para el pueblo chavista la política es una práctica entre iguales. Es el espacio en que es posible plantear y resolver problemas comunes de manera colectiva. El hecho de que sea un espacio para el común no implica, de manera alguna, la desaparición del liderazgo: el chavismo, antes bien, se replanteará a fondo el concepto de liderazgo. Desde entonces, la demagogia, las prácticas clientelares, y en general la “diatriba” entre políticos, producirán el rechazo manifiesto de la bases del chavismo. La figura tristemente célebre del “representante”, que hiciera profesión de “la indignidad de hablar por los otros”, como dijera Foucault, verá reducida su capacidad de maniobra de manera drástica.

El reconocimiento de este acontecimiento, la profunda transformación en la cultura política que implica este replanteamiento del liderazgo político, es garantía de continuidad del proceso bolivariano.

Además, el chavismo tuvo el mérito de plantearse los problemas fundamentales de la sociedad venezolana, que es decir, prácticamente, los problemas de nuestra civilización. Por eso fue tan decididamente anti-oligárquico desde sus inicios, y por la misma razón desarrolló, años después, una fuerte voluntad anti-capitalista. De los acentos puestos en cada momento histórico depende la potencia del chavismo.

En el actual momento histórico, el chavismo libra una batalla que, eventualmente, le permitirá dar continuidad al “legado de Chávez”. Con legado nos referimos aquí, fundamentalmente, a su legado inmaterial: a su ideario, a su carácter de estratega y a su condición de subversivo, más que a su obra como Presidente. La vitalidad del chavismo dependerá en buena medida de su capacidad para contrarrestar las tendencias a petrificar la figura del comandante Chávez, endiosándolo o reduciéndolo a la figura de caudillo popular o simple benefactor.

Se trata de una batalla que libra principalmente: contra lo viejo que aún perdura entre la nueva clase política; contra la “nueva clase” o los nuevos ricos, que emergieron a partir de su relación privilegiada con el funcionariado corrompido, verdaderas mafias que, a decir del Presidente Maduro, lograron “perforar” la institucionalidad bolivariana; y contra los enemigos jurados de la revolución bolivariana, que se valen de unos y otros actores, de sus miserias, para intrigar, y para inducir la desmoralización de las bases revolucionarias.

Si la anterior batalla se libra en el campo de la revolución política, en el campo económico tiene lugar, sin duda alguna, la contienda central. Es en este campo donde se concentran las mayores presiones, siendo una de ellas, por cierto, la que ejerce el pragmatismo, que reúne a un conjunto de fuerzas internas y externas, muchas veces difusas, no siempre fáciles de identificar, que reclaman posponer hasta nuevo aviso la aplicación de medidas revolucionarias, y que incluso consideran un error (perfectamente reversible, en aras de la estabilidad política) algunas medidas tomadas por el comandante Chávez: expropiación de empresas o recuperación de tierras ociosas, antes en manos de latifundistas, por ejemplo. El hecho de que nadie se atreva a condenarlas públicamente todavía, habla a las claras de su indiscutible legitimidad política.

Mientras tanto, sorteando los ataques sistemáticos a nuestra economía, lidiando con los efectos de una drástica merma presupuestaria como consecuencia del desplome del precio del petróleo, sufriendo las consecuencias de un sistema de distribución de bienes mayoritariamente en manos privadas, en medio de una verdadera guerra económica, el Presidente Maduro ha tenido el tino de mantener a raya al pragmatismo, renunciando a poner en cuestión la orientación estratégica de la revolución bolivariana, realineando fuerzas y preparando el terreno para la adopción de medidas de orientación popular y revolucionaria. Todo lo cual sin disminuir la inversión social, defendiendo el salario de la clase trabajadora, y haciendo todo lo posible por preservar la unidad de fuerzas a lo interno del chavismo, en momentos en que la claudicación llama a la puerta.

¿Qué clase de liderazgo es el que se yergue por encima de este lodazal histórico y se planta firme contra la claudicación? El liderazgo que resultó de aquel replanteo que está en el origen del chavismo.

Para perseverar, todo el chavismo habrá de volver sobre las circunstancias que le dieron origen. De hecho, y en tanto que no se trata de un fin en sí mismo, el chavismo sólo tendrá sentido históricamente si persevera como la política de los comunes: como ejercicio político que nos iguala, y nos pone en situación de plantear y resolver nuestros problemas. Caso contrario, a lo sumo habremos logrado imponer un cascarón vacío: habrá triunfado el autoengaño y nos habremos conformado con una caricatura de lo que fuimos.

Allí están Bogotá, Argentina. Escribía Gustavo Petro, después de la derrota, casi a manera de consuelo: “La izquierda en Bogotá recibió una ciudad con el 50% de su población en pobreza y hoy la entrega con el 9%, generó una nueva clase media”. Isabel Rauber le ripostaba: “¿Y la educación política?”.

¿Nuestra victoria radica en haber producido una nueva clase media? ¿Acaso es eso lo que significa perseverar?

Perseverar, me parece, dependerá de la forma como continuemos educándonos políticamente, para decirlo con Isabel Rauber. Volver, por ejemplo, sobre Alfredo Maneiro, que decía, por allá en 1982: “Porque la revolución no es sólo un bistec en cada mesa, ni mucho menos un televisor en cada cuarto y en absoluto un carro en cada puerta, la revolución es sobre todo un cambio en las relaciones humanas, un cambio en la forma de relacionarse los hombres entre sí y arreglar de una cierta manera sus relaciones con la naturaleza”.

Cuestiones a tomar en cuenta durante estos días, mientras hacemos campaña; mientras va tomando cuerpo esa maravillosa obra colectiva que es nuestra maquinaria popular; mientras preparamos esa gran celebración del espíritu que será nuestra victoria electoral del 6D.

La vitalidad de la revolución


Los consejos comunales son espacios de construcción política del común. No son, para decirlo con Foucault, sujetos de derecho. Ni siquiera son un sujeto. Son, de nuevo, un espacio, en que el común denominador es el chavismo, ese vigoroso sujeto de sujetos que comparte no sólo un origen predominante de clase, sino la experiencia común de la politización.

El chavismo está hecho, fundamentalmente, de hombres y mujeres de las clases populares que padecieron, sintieron repulsa y se rebelaron contra la democracia representativa. Si el padecimiento, el rechazo, la indiferencia incluso, suponen en principio una actitud pasiva, la decisión más o menos expresa de mantenerse al margen de la política, la rebelión es un acontecimiento político de primer orden. Incluso antes de reconocerse como tal, el chavismo se incorpora a la política en el acto de rebelarse. Es inconcebible sin esta memoria colectiva, sin esta noción común de la rebelión: en ella se hermanan y politizan estos hombres y mujeres, y en ella tienen su bautizo de fuego.

La incomprensión de las condiciones históricas de emergencia del chavismo como sujeto político y ético conduce al desconocimiento de la naturaleza de los espacios donde se desenvuelve. En otras palabras, si no se comprende la singularidad del proceso de politización del chavismo y, sobre todo, la cultura política que fue construyendo con el paso de los años, es imposible reconocer la potencialidad de un espacio como el consejo comunal.

Chávez no promueve la creación de los consejos comunales para nivelar por debajo, sino para incorporar a los de abajo, para garantizarles un espacio, un lugar. No lo hace, como se ha pretendido, para domesticar al chavismo, para moldearlo a imagen y semejanza de lo mismo, sino porque lo reconoce como lo otro, como algo diferente, como un sujeto que apunta en la dirección de la construcción de otra política. Chávez sabe identificar en el chavismo un espíritu difícil de conformarse con formas más tradicionales de participación política.

Estos espacios de construcción política de los comunes son característicos de todo proceso revolucionario. Es igualmente característica la tendencia a controlarlos, tarea que casi siempre acometen las fuerzas más conservadoras y burocratizadas dentro de las filas revolucionarias. Tratándose de una constante histórica, tal circunstancia no tendría por qué ser motivo de escándalo, lo que por supuesto no significa que debamos resignarnos. Todo lo contrario, lo que corresponde es estar siempre prevenidos.

No hay forma más eficaz de controlar estos espacios que corromperlos, desnaturalizarlos: intentar convertir al pueblo organizado en clientela, a líderes populares en gestores que, imposibilitados de gestionar exitosamente las soluciones de los problemas de la comunidad ante la burocracia estatal, pierden toda legitimidad. Convertidos en escenarios de disputa entre grupos por cargos o recursos, se produce la clausura de estos espacios: el pueblo comienza a identificarlos como más de lo mismo y, en el peor de los casos, se retira de ellos.

Pero ninguno de los fenómenos anteriores, expresiones de la vieja cultura política, puede inducirnos a desconocer la naturaleza del espacio: el propósito para el que fue creado, el sujeto político para el que fue concebido. La pervivencia de lo viejo no puede impedirnos distinguir su radical novedad.

No hay lugar en el mundo donde el pueblo organizado pueda hacer lo que hoy hace a través de los consejos comunales. Sin la vitalidad que, contra todo obstáculo, ostenta una significativa parte de ellos, sería imposible el salto cualitativo que ha experimentado el movimiento comunero, que hoy impulsa con extraordinario vigor el Consejo Presidencial de Gobierno Comunal. En parte importante de nuestras Comunas, a despecho de los más incrédulos, está planteado el desafío mayúsculo de producir otra sociedad. Es nuestra manera de vivir lo que está siendo puesto en cuestión en muchos de esos territorios. Y esa audacia política es inconcebible sin una vitalidad de origen, que es lo que encontramos en los consejos comunales.

La indispensable vitalidad de los espacios de participación es un tópico muy recurrido en la extensa bibliografía sobre las revoluciones populares. Así, por ejemplo, y para citar un texto clásico, en «La revolución rusa«, escrito en 1918, Rosa Luxemburg cuestiona duramente la decisión de los bolcheviques de disolver la Asamblea Constituyente de noviembre de 1917: «el remedio que han hallado Trotsky y Lenin, la eliminación de la democracia en general, es peor que la enfermedad que ha de curar: porque obstruye la fuente viva de la que podrían emanar, y sólo de ella, los correctivos de todas las insuficiencias inherentes a las instituciones sociales. La vida política activa, enérgica y sin trabas de las más amplias masas populares».

Diez años después, Christian Rakovski escribe «Los peligros profesionales del poder«, en el que intenta desentrañar las razones del proceso gradual de burocratización en la Unión Soviética: «La burocracia de los soviets y del partido constituye un hecho de un orden nuevo. No se trata de casos aislados, de fallos en la conducta de algún camarada, sino más bien de una nueva categoría social a la que debería dedicarse todo un tratado». Revisando la experiencia de la Revolución Francesa, da con una de las causas del aletargamiento del proceso revolucionario: «la eliminación gradual del principio electoral y su sustitución por el principio de los nombramientos».

La bibliografía, como ya hemos dicho, es muy extensa, y ella constituye parte sustancial del acervo de la humanidad. No hay mejor forma de preservarlo que disponer tiempo para su estudio, de manera de ser capaces de corregir errores que, en su momento, también cometieron pueblos tan dignos y aguerridos como el nuestro. Esa misma bibliografía tiende a coincidir en el planteamiento de que la crisis terminal de las revoluciones populares guarda relación directa con la clausura de los espacios de participación popular y el ascenso de una casta burocrática o, para decirlo como John William Cooke, con el predominio de un «estilo» burocrático.

En «Peronismo y revolución«, el argentino Cooke afirma: «Lo burocrático es un estilo en el ejercicio de las funciones o de la influencia. Presupone, por lo pronto, operar con los mismos valores que el adversario, es decir, con una visión reformista, superficial, antitética de la revolucionaria… La burocracia es centrista, cultiva un ‘realismo’ que pasa por ser el colmo de lo pragmático… Entonces su actividad está depurada de ese sentido de creación propio de la política revolucionaria, de esa proyección hacia el futuro que se busca en cada táctica, en cada hecho, en cada episodio, para que no se agote en sí mismo. El burócrata quiere que caiga el régimen, pero también quiere durar; espera que la transición se cumpla sin que él abandone el cargo o posición. Se ve como el representante o, a veces, como el benefactor de la masa, pero no como parte de ella; su política es una sucesión de tácticas que él considera que sumadas aritméticamente y extendidas en lo temporal configuran una estrategia».

En Venezuela, preservar y estimular la vitalidad de los espacios de participación popular en general, y de los consejos comunales en particular, es condición de continuidad de la revolución bolivariana. Para ello es indispensable neutralizar el influjo conservador, burocratizante, presente en todo proceso de cambios revolucionarios.

Nuestro partido está en lo obligación ética de construir una política clara en materia de estímulo de los consejos comunales, que contemple la condena sin miramientos de cualquier resquicio de clientelismo. La lucha contra lo que en el documento «Líneas estratégicas de acción política» se enuncia como «cultura política capitalista», debe pasar de lo declarativo a los hechos concretos, expresarse en medidas aleccionadoras. Esta «cultura política capitalista» debe ser señalada y combatida desde el más alto nivel. Nuestro liderazgo debe erigirse como un referente ético. En las bases, la crítica contra el clientelismo y otros vicios es realmente despiadada. El pueblo chavista tiene plena consciencia del problema. Una posición firme del liderazgo político contra estos vicios tendría además un efecto moralizante.

De igual forma, nuestro partido debe renunciar expresamente a la pretensión de instrumentalizar los consejos comunales, de administrar el espacio a conveniencia. Antes de controlarlo «a cualquier costo», concebirlo como un espacio desde el que se construye hegemonía popular y democrática. La administración mezquina de la fuerza sin precedentes que Chávez construyó junto al pueblo, es lo contrario de la política revolucionaria. Ésta habrá de ser, como diría algún camarada siguiendo al mismo Chávez, «el arte de convencer» que logra imponerse sobre «la costumbre de administrar». No hay política revolucionaria sin compresión de cómo se construyó esa fuerza. Esa fuerza que hoy sostiene a la revolución bolivariana, que le sirve de punto de apoyo, se construyó escuchando al otro, al que piensa diferente, sumándolo, incorporándolo. Una fuerza política incapaz de convencer pierde el derecho de llamarse fuerza y entra así en fase de decadencia. La construcción de la hegemonía del chavismo ha sido un ejercicio literalmente democrático, popular, en el sentido de que ha significado no sólo la incorporación de las mayorías, sino de diversidad de pensamientos y demandas. Esta capacidad para la construcción hegemónica ha supuesto la derrota para la vieja clase política, de la misma forma que dejar de cultivar «el arte de convencer» puede significar nuestra ruina.

Estamos a tiempo de comprometernos en una política militante orientada a recuperar, allí donde sea necesario, y a defender, allí donde corresponda, los consejos comunales como espacios donde impere, para decirlo con Rosa Luxemburg «la vida política activa, enérgica y sin trabas» del pueblo venezolano. Para ello, es fundamental reivindicar lo que Rakovski identificaba como «principio electoral». Al 29 de agosto del presente año, el 33,2% de los 43198 consejos comunales registrados tenían sus vocerías vencidas. Nuestro partido tendría que promover, por todas las razones aquí expuestas, y como una de sus tareas de primer orden, la renovación de vocerías. Pero no basta con que todas estén vigentes.

Nuestro esfuerzo tendría que estar dirigido a convertir los consejos comunales en verdaderas escuelas de gobierno, donde los comunes se ejerciten en la práctica de gobierno, para que aprendan el arte de gobernar. «Ninguna clase ha venido al mundo poseyendo el arte de gobernar. Este arte sólo se adquiere por la experiencia, gracias a los errores cometidos, es decir, extrayendo las lecciones de los errores que uno mismo comete», escribía Rakovski. Aprender el arte de gobernar no para que el pueblo se convierta eventualmente en funcionario, sino para ir construyendo otra institucionalidad. El militante revolucionario en funciones, por su parte, tendría que trabajar para reducir la brecha que separa a las instituciones del pueblo, librando una lucha sin tregua contra el «estilo» burocrático que señalara Cooke.

Los consejos comunales no son ni mucho menos deben ser el único espacio de la revolución bolivariana. Pero sí son el espacio político por excelencia. Un espacio que «no puede ser apéndice del partido», como alertara el comandante Chávez el 11 de junio de 2009. «¡Los consejos comunales no pueden ser apéndices de las alcaldías! No pueden ser, no deben ser, no se dejen. Los consejos comunales, las Comunas, no pueden ser apéndices de gobernaciones, ni del Ministerio, ni del Ministerio de Comunas, ni del Presidente Chávez ni de nadie. ¡Son del pueblo, son creación de las masas, son de ustedes!».

Que así sea.

Notas para una militancia no fascista (I)


A la izquierda, megáfono en mano, Michel Foucault

Con motivo de conmemorarse veintisiete años y once meses de la muerte de ese gran pensador de la estrategia que fue Michel Foucault, vale la pena repasar uno de sus textos más hermosos y entrañables, su breve Introducción a la vida no fascista, escrito a modo de prefacio para la edición inglesa del Anti-Edipo, de Delezue-Guattari.

En él, Foucault se refería al fascismo como «el gran enemigo, el adversario estratégico… Y no solamente el fascismo histórico, el fascismo de Hitler y Mussolini – que fue capaz de movilizar y utilizar tan efectivamente el deseo de las masas – sino también el fascismo en todos nosotros, en nuestra cabeza y en nuestra conducta cotidiana, el fascismo que nos hace amar al poder, desear aquello mismo que nos domina y nos explota». Identificaba, también, entre los adversarios, a «los ascetas políticos, los militantes tristes… Burócratas de la revolución y funcionarios civiles de La Verdad».

De allí que combatir al fascismo – tal y como lo definía, a grandes rasgos, Foucault – pasaría, entre otras cosas, por no pensar «que uno tiene que estar triste para ser militante, incluso si aquello contra lo que uno está luchando es abominable». Practicar una militancia no fascista implicaría, sobre todo, no olvidar el principio esencial: «No te enamores del poder».

Lo que en otra parte he denominado «oficialismo» – una noción aún esquiva, difusa, y que pertenece, sin duda, al lenguaje de nuestros adversarios – guarda estrecha relación con este «amar al poder» que muchas veces se confunde de manera deliberada con la defensa de la revolución bolivariana. Dicho de otra manera, en nombre de esta «defensa», hay mucho burócrata y funcionario haciendo vulgar apología de la obediencia ciega, de la disciplina mal entendida, del sometimiento, del chantaje, de la soberbia, de la arrogancia. Para mucho burócrata y funcionario, todos los que militamos en la revolución bolivariana debemos entender que el fin justifica los medios: tenemos que aprender, bofetadas mediante si es preciso, a «desear aquello mismo que nos domina y nos explota», mientras decimos pelear contra la dominación y la explotación.

Es completamente falso que todo funcionario – incluso, que cualquier burócrata – integre las filas del oficialismo. Este simplismo interesado es más bien característico del antichavismo. Eso es lo que desean que pensemos – antichavistas y oficialistas – para que nos decidamos a tirar la toalla. Nos quieren tristes, porque así vencernos es tarea sencilla. Lo cierto es que a lo interno del gobierno se libra una lucha a brazo partido entre revolucionarios y oficialistas: unos, tendiendo puentes, estableciendo alianzas con el pueblo en lucha, trabajando sin descanso; otros, bloqueando todas las salidas, para que la revolución se estanque.

Nuestra tarea, como militantes no fascistas, no es lamentarnos por la fuerza ocasional del oficialismo, refugiarnos en el discurso autocompasivo – tan perfectamente funcional a nuestros adversarios – sino reunir cada vez más fuerzas, establecer alianzas entre revolucionarios, con la frente en alto, alegres, siempre alegres, hasta lograr que nuestros adversarios tengan pesadillas con nosotros.

¿Polarizar o despolarizar?


«La historicidad que nos arrastra y nos determina es belicosa, no es parlanchina. De ahí la centralidad de la relación de poder, no de la relación de sentido. La historia no tiene «sentido», lo que no quiere decir que sea absurda e incoherente; es, por el contrario, inteligible y se debe poder analizar en sus mínimos detalles, pero a partir de la inteligibilidad de las luchas, de las estrategias y de las tácticas».
Michel Foucault

1.- ¿Polarizar para avanzar? ¿Despolarizar para retroceder? Planteado en esos términos, sin duda estamos frente a un falso dilema. Se parte de un presupuesto falso: que la polarización significa extremar posturas. Dejemos a un lado el parloteo y hagamos una evaluación de las estrategias y las tácticas, de las «condiciones objetivas», si se prefiere: la táctica que emplean las fuerzas adversas a la revolución bolivariana no es despolarizar para avanzar. ¿Quién dijo que la oposición no radicaliza? Después del 26-S, la oposición «democrática» ha radicalizado la táctica que viene empleando sobre todo desde 2007: abandono del discurso confrontacional, crítica de la gestión de gobierno, reapropiación del discurso chavista. Atrás quedaron los tiempos en que esa misma oposición pedía la renuncia de Chávez, hacía un llamado abierto al desconocimiento de las instituciones democráticas, promovía la violencia callejera y alentaba salidas de fuerza. La estrategia sigue siendo la misma: dar al traste con la revolución bolivariana, haciendo tabula rasa de todas las conquistas populares. Fueron las tácticas empleadas hasta 2006 las que demostraron ser un completo fracaso: condujeron a la oposición de derrota en derrota. Después del golpe de Estado en 2002, atendieron, a regañadientes, el llamado al «diálogo», mientras reagrupaban fuerzas para consumar, en diciembre del mismo año, el mayor atentando que ha sufrido la sociedad venezolana: el sabotaje de la industria petrolera y el lock out empresarial (promovido por los mismos oligopolios de hoy), que dejaron en la ruina a la economía nacional. Hoy la oposición «democrática» ha resignificado el discurso de la despolarización, nos habla de «diálogo» y de la necesidad de «equilibrio». Para avanzar, la oposición necesita repolarizar, y es exactamente lo que está haciendo. Si desde 2007 su táctica apuntaba a la desmovilización y desmoralización de la base social del chavismo, a partir del 26-S se cree con la fuerza suficiente para ir tras el voto chavista.

2.- La correlación de fuerzas que ha quedado expresada el 26-S no es el resultado de los «excesos» de la polarización, sino la confirmación de una crisis de polarización chavista. Esta crisis no es expresión de un exceso de antagonismo político, sino de todo lo contrario: de la atenuación del conflicto y del disciplinamiento forzoso del chavismo que supuso la burocratización de la política; de la desatención de las demandas populares en favor del discurseo vacío. ¿La vía más expedita para frustrar el proceso de cambios? No reconocer los signos de esta crisis de polarización, de los cuales el más elocuente es el hastío por la política que afecta a parte importante de la base social del chavismo. En este contexto, la interrogante fundamental no es: ¿a quién conviene agudizar la polarización? La pregunta pertinente es: ¿a quién conviene agudizar la crisis de polarización chavista?

3.- Avanzar en la radicalización democrática de la sociedad venezolana no pasa por «dialogar» con el chavismo popular, sino por crear las condiciones que hagan posible la interpelación mutua entre la base social del chavismo y su dirección política. Interpelación supone conflicto, por supuesto que sí, pero una revolución encara el conflicto, no lo invisibiliza. ¿Esto supone descartar el «diálogo» con la oposición «democrática» o con la clase media? No. ¿Acaso supone cesar en la lucha contra los oligopolios? De ninguna manera. Repolarización chavista no significa estimular los odios. Significa comprender que es necesario construir un muro de contención contra la «polarización salvaje» que sobrevendría si la oposición retoma el control de los poderes del Estado; esto es, cuando las fuerzas entonces victoriosas ya no necesiten recurrir al discurso del «diálogo». En un escenario tal, ¿dialogaremos con los que criminalizan, estigmatizan y persiguen al chavismo «salvaje»? ¿Reclamaremos racionalidad y mesura? La táctica de la repolarización chavista significa reagrupar fuerzas, organización, movilización y lucha popular. Porque sin pueblo no hay contención que valga. Está claro: sin pueblo tampoco hay «sorpresas». Sólo la derrota.

Desde que llegó el socialismo… (y III)


Pon a volar el socialismo. Ejército Comunicacional de Liberación. Caracas, Venezuela.


Interrogarnos: ¿qué significa gobernar socialistamente?, puede que nos ayude a prevenir los estragos de un par de prácticas tan comunes como estériles: la primera, aquella según la cual – y sobre todo desde 2007 – todo acto administrativo, política pública, iniciativa legislativa, medida económica, institución o individuo, etc., es socialista porque se le etiquete o autodenomine como tal; la segunda, todo acto, política, iniciativa, medida, institución o individuo – salvo el zambo, y a veces ni siquiera – vinculado directamente al Estado constituye una traición al «verdadero» socialismo, porque no se trata más que del monstruoso, paranoico y devorador Estado burgués.

El asunto sobre el «verdadero» – y por tanto el «falso» – socialismo viene a complicarlo todo, puesto que nunca se ha tratado de socialismo a secas, sino de un «socialismo del siglo XXI» que, de hecho, reúne las más disímiles tendencias: desde el estalinismo más vulgar y ramplón, hasta las tendencias más libertarias y democráticas, que reivindican la postura anti-capitalista, pero sin ceder a la tentación autoritaria y anti-popular del primero; pasando, por supuesto, y entre otros, por el marxismo-leninismo – para algunos, creación del mismísimo Stalin –, el trotskismo – algunos con y otros contra el zambo –, el socialismo reblandecido, de corte liberal, y el infaltable ejército de oportunistas sin adscripción ideológica definida.

Necesaria autocrítica mediante, quienes nos inscribimos en la tendencia anti-capitalista, anti-autoritaria, democrática y popular, tal vez hemos perdido mucho de nuestro valioso tiempo intentando debatir con los estalinistas – que, desde que descubrieron la fórmula «Chávez es socialismo«, ya no creen en nadie – o en denunciar a los oportunistas, cuando de lo que se trata es de analizar las prácticas de gobierno, o eso que Foucault llamaba «prácticas de gubernamentalidad«.

Decía Foucault: «a todo socialismo llevado a la práctica en una política, no es necesario preguntar: ¿a qué texto te refieres, traicionas o no al texto… eres verdadero o falso?, sino simplemente, y siempre: ¿cuál es entonces esa gubernamentalidad… que te hace funcionar?». Dicho de otra forma: «¿cuál podría ser, en verdad, la gubernamentalidad adecuada al socialismo?… ¿Qué gubernamentalidad es posible como… estricta, intrínseca, autónomamente socialista?». Se respondía Foucault, al mejor estilo robinsoniano: «Hay que inventarla».

Como quiera que el socialismo es gobierno – y luchamos porque siga siéndolo –, entre celebrar porque el socialismo ya llegó y denunciar el «falso» socialismo, lo que corresponde es inventar el arte socialista de gobernar.

Desde que llegó el socialismo… (II)


Al burócrata no le desee la muerte. Si desea combatirlo, aprenda a contar cómo lidia el burócrata con la vida y la muerte.

Identificar al viejo Estado como el enemigo a vencer no significa realizar la crítica del Estado en abstracto. Para decirlo con el Foucault de El nacimiento de la biopolítica, es necesario dejar de concebir al Estado como «una suerte de dato histórico natural que se desarrolla por su propio dinamismo como un ‘monstruo frío’ cuya simiente habría sido lanzada en un momento dado en la historia y que poco a poco la roería… una especie de gendarme que venga a aporrear a los diferentes personajes de la historia».

Si la «denuncia» de la monstruosidad del Estado burgués, de su ineficiencia infinita y de su insuperable capacidad para devorar las mejores voluntades, alcanza para una declaración de principios, hay que decir que no sirve para nada más. La «denuncia» fundada en principios, y por ello abstracta, permite «evitar pagar el precio de lo real y lo actual, en la medida en que, en efecto, en nombre del dinamismo del Estado, siempre se puede encontrar algo así como un parentesco o un peligro, algo así como el gran fantasma del Estado paranoico y devorador. En este sentido, poco importa en definitiva qué influjo se tiene sobre lo real y qué perfil de actualidad presenta éste. Basta con encontrar, a través de la sospecha y, como diría François Ewald, de la ‘denuncia’, algo parecido al perfil fantasmático del Estado para que ya no sea necesario analizar la actualidad».

Así, cada vez que creemos estar realizando un cuestionamiento radical, informado, actualizado del Estado burgués, de ese monstruo que frena el avance del proceso revolucionario, pero evitamos profundizar en el análisis concreto del tipo de gobierno específico que supone el funcionamiento de ese mismo Estado, no estamos más que incurriendo en la «elisión de la actualidad», como le llamaría el mismo Foucault.

Al limitarse a la «denuncia», nuestros «análisis» pecan por omisión. Cuando nos limitamos a dar por sentado lo que deberíamos ser capaces de explicar (cómo funciona el Estado, más allá de generalidades y consignas), nuestros «análisis» son, al mismo tiempo, expresión de malestar e impotencia. De allí a manifestar que todo cuanto se haga en favor de la radicalización democrática del proceso será cuanto se haga al margen del Estado, no hay más que un paso. Siempre resultará más sencillo reivindicar la lucha desde el afuera, que intentar comprender y explicar qué es lo que está sucediendo adentro.

Si de ubicación se trata, sospecho que para evitar despertarnos un buen día descubriéndonos irreversiblemente desubicados, bien sea jurando que la revolución se hace desde una oficina ministerial o compitiendo por ver quién es capaz de proferir la maldición más elocuente contra la burocracia, tenemos que comenzar a preguntarnos: ¿qué significa gobernar socialistamente?

La fama infame


(Esta décima contribución con Ciudad CCS, publicada el jueves 22 de octubre, viene además con una muy buena nueva: el diario caraqueño ya tiene su página web: www.ciudadccs.info.ve. Además, ahora es distribuido de manera gratuita por pregoneros ubicados en todas las salidas del Metro y en algunos otros puntos neurálgicos de la ciudad.

Sobre el artículo en sí, no mucho qué agregar: que es un coletazo del que publicara aquí previamente: Hello, dejen el show con Calle 13, y que causara un cierto revuelo entre el sifrinaje, uno muy similar al que provocara Diego Armando Maradona entre el tilingaje argentino, luego de su «que la chupen, que la sigan chupando».

Portada de la revista argentina Barcelona, edición n° 172, del 22 de octubre de 2009.
Cortesía de la bella Anahí.

Salud).

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En La vida de los hombres infames, Michel Foucault aludía a la “falsa infamia de la que se benefician hombres que causan espanto o escándalo… Aparentemente infames a causa de los recuerdos abominables que han dejado, de las maldades que se les atribuyen, del respetuoso terror que han inspirado; son ellos los hombres de leyenda gloriosa pese a que las razones de su fama se contrapongan a las que hicieron o deberían hacer la grandeza de los hombres. Su infamia no es sino una modalidad de la universal fama”. Infames, en cambio, serían esos seres modestos, desgraciados y anónimos, cuyas vidas “son como si no hubiesen existido, vidas que sobreviven gracias a la colisión con el poder que no ha querido aniquilarlas o al menos borrarlas de un plumazo, vidas que retornan por múltiples meandros azarosos”.

Habría, sugiero, al menos una tercera categoría: aquella que reúne a los de la fama infame. Admirados, apoyados y bendecidos por la gracia popular. Abominados, perseguidos, acusados y rechazados por quienes les asocian con la maldad, el terror y sus infinitas variantes. Para los que pretenden el monopolio de la grandeza, la fama de los infames será circunstancial, accidental, un atributo adquirido mediante la trampa o por la fuerza. Se les conocerá por su deshonestidad, por su intemperancia y por la bajeza de sus métodos. Aniquilados de un plumazo en el momento oportuno, no serán más que un mal recuerdo.

A la raza de los infames con fama pertenecen, sin duda alguna, Diego Armando Maradona y Residente, de Calle 13. En el caso del Diego, es lo que se concluye visto el escándalo que siguió a sus declaraciones durante la rueda de prensa que ofreciera luego del juego en que Argentina se clasificó al Mundial de fútbol. Algo similar ocurrió a propósito de las intervenciones políticas de Residente durante la entrega de los MTV Latinos: el siempre hipócrita tilingaje latinoamericano respondió con falso espanto, acusando las malas maneras y el lenguaje soez del par de infames, asumiendo el papel de víctimas y escondiendo bajo la alfombra las razones que provocaron aquellos estallidos.

Tal cual suele hacerlo el impenitente sifrinaje venezolano cada vez que se topa con el zambo, otro infame con fama.

Derechos para las parejas homosexuales en Venezuela y "revolucionarios" homofóbicos


Según nota de prensa de la Asamblea Nacional, que reproduce YVKE Mundial, «está casi listo el informe para segunda discusión del proyecto de Ley Orgánica para la Equidad e Igualdad de Género, el cual establece las asociaciones de convivencia constituidas entre dos personas del mismo sexo».

De la misma nota, les dejo acá dos párrafos más:

«La parlamentaria [Romelia Matute] citó el contenido del artículo 8 de la ley que debate la AN en relación con esta materia: ‘Toda persona tiene el derecho a ejercer la orientación e identidad sexual de su preferencia, de forma libre y sin discriminación alguna. En consecuencia, el Estado reconocerá las asociaciones de convivencia constituidas entre dos personas del mismo sexo, por el mutuo acuerdo y el libre consentimiento, con plenos efectos jurídicos y patrimoniales’.

«De esta manera, una pareja homosexual unida legalmente podría compartir sus bienes, como apartamentos, automóviles y similares, y en caso de fallecimiento de uno de ellos, el sobreviviente tendrá derechos sobre los bienes comunes. La separación legal entre ambos, y la consecuente repartición de bienes, podría manejarse de forma similar a la separación entre una pareja o entre socios, y una persona homosexual podrá incluir a su pareja legal en seguros médicos, entre otros».

Es mi opinión que una iniciativa legislativa de esta naturaleza – que, confieso, desconocía por completo – debe ser no sólo celebrada por nosotros, sino también defendida firmemente. Ya vendrán los ataques de la Iglesia y – no lo duden un segundo – desde las propias filas «revolucionarias».

Valga la ocasión para plantear aquí algunas interrogantes absolutamente pertinentes: ¿hasta cuándo tendremos que aguantar las reiteradas manifestaciones de homofobia que, en nombre de la crítica a las figuras más censurables de los medios opositores, tienen lugar en algunos programas de Venezolana de Televisión? ¿Es que acaso el fin justifica los medios? ¿Acaso es necesario, para hacerle frente a la indignidad de algunos tristes personajes, recurrir a la ofensa de la dignidad de otros? ¿Acaso no es ésta una penosa práctica que nos hace cómplices del envilecimiento de la batalla de las ideas? ¿Acaso esta práctica no nos hace indignos a nosotros mismos? ¿Allí donde brilla por su ausencia la crítica inteligente, crecen como la mala yerba los chistes de mal gusto y las risitas cómplices, al mejor estilo de los peores programas de humor? ¿Debemos resignarnos a esta forma de hacer televisión?

Por lo que a mí respecta, cada vez que me cruzo con alguna de estas expresiones, cambio de canal o apago el televisor.

Ya lo decía Michel Foucault, homosexual, pero sobre todo una de las mentes más lúcidas del siglo XX:

«Por último, el enemigo mayor, el adversario estratégico… el fascismo. Y no sólo el fascismo histórico de Hitler y Mussolini – quienes tan bien supieron movilizar y utilizar el deseo de las masas – sino también el fascismo que se halla dentro de todos nosotros, que acosa nuestras mentes y nuestras conductas cotidianas, el fascismo que nos hace amar el poder, desear aquello mismo que nos domina y explota».

Contra el malestar


I.-
Una de las mayores tragedias que ha suscitado el reciente giro de la estrategia propagandística opositora, ha sido la multiplicación virulenta de un cierto tipo de discurso «científico» sobre lo social, que ha terminado por convertirse en sentido común. (Créame cámara: si yo ocupara su lugar, también estaría a punto de abandonar la lectura, y me dispondría a invertir mi tiempo en otras más edificantes. En mi defensa, me veo obligado a declarar que jamás he bostezado tanto intentando desentrañar la lógica de discurso alguno. Lo que sigue es un intento por convertir aquel sentido común en algo realmente digno de ser leído.)

Con sentido común me refiero aquí al discurso predominante en la actual coyuntura política, entre los representantes de la vieja clase política, la clase empresarial, la jerarquía católica, los ¡es-tu-dian-tes!, las autoridades universitarias, los académicos, por supuesto los periodistas, y en general entre la muy amplia gama de opinadores y expertos que desfilan por los medios opositores. Es cierto que la oposición jamás ha carecido de opinadores y expertos dispuestos a lanzarse al ruedo mediático. Es igualmente cierto que toda la fauna opositora ha presumido siempre y sin vergüenza de un saber autorizado que le otorgaría el derecho divino a seguir conduciendo los destinos del país.

Pero algo sucedió en 2007.

Sucedió no sólo que los ¡es-tu-dian-tes! aparecieron en escena, relegando a la vieja clase política a ocupar su lugar tras bastidores. Sucedió también que el discurso de los académicos desplazó momentáneamente al discurso de los políticos. Durante algunas semanas, la flor y nata de la juventud universitaria nos habló de derechos civiles, mientras renegaba explícitamente de la política. Inmediatamente les acompañaron las autoridades universitarias, que no desperdiciaron ocasión para denunciar las supuestas amenazas que se cernían sobre una autonomía universitaria que ningún estudiante de la Misión Sucre sabe aún qué significa.

Pronto, este discurso de los académicos dio paso a un discurso académico, en sentido estricto, que aún sirve de fundamento a todo el discurso opositor: ese que hace énfasis en la crítica de la gestión del gobierno bolivariano. Así pasamos de una Soledad Bravo entonando Me gustan los estudiantes – de esa inmortal Violeta Parra a la que debemos más de un desagravio – a la oposición en pleno coreando ¡Que viva toda la ciencia! La consigna política fue cediendo el paso progresivamente a la fraseología científica-social del tipo Universidad Católica Andrés Bello, hasta llegar al extremo que hoy podemos observar: las ciencias sociales reducidas a meras consignas políticas.

Yo sé de qué les hablo: si hay algo más aburrido que escuchar al sociólogo-promedio de la Universidad Central de Venezuela, es someterse a la tortura de la que son capaces sociólogos del talante intelectual de un Luis Pedro España, con su Proyecto Pobreza y su Acuerdo Social. A esta gente ha recurrido la oposición en pleno para demostrar «científicamente» que la pobreza en Venezuela no ha disminuido, sino que ha aumentado… y un infinito etcétera.

La nueva intelligentsia opositora es eficaz no por inteligente, sino porque dota de nuevas consignas al discurso opositor, haciéndolas pasar por análisis «científicos» que demostrarían la ineficiencia sin precedentes del actual gobierno. Son los representantes del saber por excelencia, del saber «científico», acudiendo al auxilio de una vieja clase política que ya no tiene nada que enseñarnos. Esta intelligentsia ocupa lugares estratégicos, y hasta dispone de una columna dominical en el último de los diarios venezolanos – algún día nacerá un nuevo periodismo impreso digno de llamarse tal. En la edición de Últimas Noticias del domingo 17 de febrero de 2008, el profesor Víctor Maldonado – también integrante de ese «think tank» que es Acuerdo Social – nos ofrece como diagnóstico autorizado lo siguiente:

«No hay una camarilla de conspiradores que intentan derrocar al gobierno a través de la especulación o el acaparamiento. Tampoco hay una guerra biológica en marcha, en razón de la cual el dengue y el resto de las enfermedades que ahora nos asolan, nos están ganando la batalla. Mucho menos hay una conspiración de criminales empeñada en embestir los esfuerzos para atajar la inseguridad. Ni contrarrevolucionarios empeñados en hacer fracasar el proyecto educativo bolivariano. Ni podemos creer que la PDVSA endeudada está sufriendo los embates de una conspiración mediática, ni la guerra con Colombia es el resultado del interés de los canales privados. Nada de eso. No hay ninguna otra conspiración que la más ramplona ineficiencia. No hay ningún otro culpable que la incapacidad y la distracción con la que se ha gobernado al país. Los resultados están a la vista. El culpable también».

Dato sin relevancia: Víctor Maldonado, profesor de la Católica, es también Director Ejecutivo de la Cámara de Comercio, Industria y Servicios de Caracas. Si se anima, entre a la web y lea usted mismo el discurso del Presidente de la Junta Directiva de la Cámara, Roberto Ball Zuloaga, intitulado así: «Ball Zuloaga: El capitalismo es la única forma conocida por la humanidad para reducir la pobreza de las mayorías». Ha leído bien: «por la humanidad». El capitalismo convertido en el principio y el final.

Eso que se nos vende – literalmente – como análisis «científico» de la situación social, o como riguroso diagnóstico de las políticas públicas del gobierno bolivariano, no es más que el discurso de la clase empresarial con ropaje académico. Leyendo la misma web de Acuerdo Social cualquiera puede enterarse de la feliz «coincidencia» que dio origen a la iniciativa:

«En 1997 ocurre una coincidencia que no suele ocurrir en muchas ocasiones. A lo que era una inquietud de la Universidad Católica Andrés Bello, la preocupación por el acelerado crecimiento de la pobreza en nuestro país, un grupo de empresarios interesados por este tema, deciden apoyar a la Universidad en la realización de una investigación a largo plazo que preguntara sobre las causas de la pobreza en Venezuela y apuntara decididamente en (sic) proponer alternativas de solución».

Tal vez haya sido la misma «inquietud» la que motivó a los académicos de Acuerdo Social a participar en la elaboración de aquel Pacto Democrático por la Unidad y Reconstrucción Nacional, de octubre de 2002, impulsado por aquella Coordinadora Democrática de Venezuela de la que ya nadie quiere acordarse. Para entonces, nuestros académicos permanecían en la retaguardia, intentando hacer presentable un eventual programa de gobierno opositor, mientras los partidos políticos de la derecha, Fedecámaras, la CTV y la «sociedad civil» le apostaban a un discurso insurreccional contra la revolución bolivariana.

Cinco años después, pasaron a la vanguardia. Hoy escuchamos por todas partes, en todo momento, el mismo discurso que nos ilumina sobre las verdaderas causas del desabastecimiento, la escasez o la inseguridad. Después del 2D, la misma clase empresarial que intenta someternos mediante lo que alguno de los nuestros ha llamado la «guerra del hambre», no ha hecho más que repetir hasta el infinito variantes de la consigna central: «Ahora ¡gobierna!». Así titulaba Luis Pedro España un libelo publicado en El Nacional, pocos días después del referéndum. Con este párrafo concluía:»

¿Qué clase de revolución es ésta? ¿En qué sentido ha mejorado la situación de los pobres? Ha llegado la hora de gobernar. No hay más excusas, el Gobierno tiene el andamiaje, los recursos y el poder para resolver los problemas de vivienda, inseguridad, empleo, inflación y desabastecimiento que diferencialmente afecta más a los pobres. Gobiernen para que demuestren si tienen interés y capacidad de resolver los problemas del pueblo».

Poco importa que la clase empresarial esté comprometida hasta el fondo en una estrategia que persigue crear todas las condiciones que hagan imposible resolver estos mismos problemas. Nuestra elite económica no tiene nada que demostrar, ni siquiera si realmente tiene algún interés en «resolver los problemas del pueblo». En esto consiste el sentido común que viene propagándose como una epidemia. Pero lo más importante: la actual coyuntura nos ha revelado el tipo de saber que producen, por regla general, las universidades. Un saber cuya eficacia depende de su capacidad para convertirse en el más banal de los lugares comunes, y un elocuente indicador de la miseria del estamento universitario.

II.-
Este sentido común que pretende imponer la intelligentsia opositora es el equivalente de lo que Boaventura de Sousa Santos ha llamado «epistemicidio», que no sólo «implica la destrucción de prácticas sociales y la descalificación de agentes sociales que operan de acuerdo con el conocimiento enjuiciado»[i], sino también, en el caso que nos ocupa, la degeneración del saber al estado de balbuceo repetitivo, propagandístico y poco ingenioso. Es lo que Carlos Andrés Pérez – les advertí que intentaría renombrar lo innombrable – llamaría un «autosuicidio» epistemológico.

Pero volviendo a Boaventura, el principal efecto de poder que produce este epistemicidio opositor no es, como pudiera sospecharse desde el inicio, el descrédito de la gestión gubernamental. La estrategia consiste en capitalizar un malestar preexistente en la base social de apoyo a la revolución, expandirlo, multiplicarlo y propiciar el desaliento. Ese mismo chavismo que ha padecido durante años la «demonización, trivialización [y] marginalización»[ii] de los medios opositores – cuando no ha sido simplemente silenciado y ocultado – ahora reaparece en las pantallas de televisión con la mala nueva de la basura en las calles, del módulo de Barrio Adentro que no funciona, de las calles en mal estado, del familiar que fue asesinado por el hampa o del producto de la canasta básica que no se consigue en la bodega.

Ciertamente, la casi nula voluntad de los medios oficiales para recoger estas mismas denuncias ha dejado el camino despejado a los medios privados. Sin embargo, sería mezquino desconocer el reciente esfuerzo gubernamental por revertir esta tendencia. Se trata, a mi juicio, de un giro táctico correcto, sin más, no sólo porque es la única manera de recuperar el terreno perdido, sino sobre todo porque podríamos estar sentando las bases de una comunicación genuinamente democrática, al margen de la propaganda y la «publicidad engañosa» a la que ya me refería en otro artículo.

El asunto es que este sentido común opositor no es nada sin el malestar popular. En el malestar reside su fuerza. Pura pasión triste. Quizá unos meses atrás era preciso reivindicar el malestar, en ese contexto de triunfalismo e invencibilidad que precedió al 2D, y frente a los que silencian toda crítica porque «todo está bien». Pero creo que nos ha llegado el momento de ir más allá, de ir contra el malestar. Esto no quiere decir, por supuesto, que no existan razones para el descontento, ni tampoco equivale a domesticar la crítica ni a ser condescendientes con la acción de gobierno. De hecho, más allá de ésta última, y si esto de verdad es una revolución, es mucho lo que hay que cuestionar.

La clave sería: ¿cómo realizar la crítica? O planteado de otra forma: ¿cómo convertir el malestar difuso en crítica concreta de los problemas, sean estos el acaparamiento, Globovisión, la burocracia que carcome las estructuras de un Estado que sigue siendo burgués, la corrupción, la «derecha endógena» o, más reciente, la tendencia a asimilar toda iniciativa popular autónoma con el «ultraizquierdismo»? ¿De qué vale expresar el propio malestar en relación con cualquiera de estos problemas, si el esfuerzo no trasciende el estado de la «opinión» y no es capaz de convertirse en lo que, siguiendo a Boaventura, podría llamarse un «nuevo sentido común», portador de un saber con la potencia suficiente como para realizar una crítica demoledora de aquellos problemas? Porque un problema, sea cual fuere, sólo puede resolverse si está planteado de manera correcta. Este «nuevo sentido común», que no será obra de ningún iluminado, sino producto de la inteligencia – y de la praxis – colectiva, será el que nos permita el planteamiento correcto de los problemas. Mientras no seamos capaces de producir este «nuevo sentido común», estaremos a merced tanto del sentido común opositor, como de aquel otro, profundamente autoritario y antidemocrático, que intenta imponer a toda costa el ala conservadora del chavismo.

Antonio Gramsci – cuyas reflexiones sobre el «sentido común» también deberíamos revisar – iniciaba un brevísimo texto, Diletantismo y disciplina, reunido en sus Cuadernos de la cárcel, con las siguientes palabras: «Necesidad de una crítica interna severa y rigurosa, sin convencionalismos y sin medida». Pero una crítica de esta naturaleza debía desterrar «la improvisación, el ‘talentismo’, la pereza fatalista, el diletantismo fantasioso, la falta de disciplina intelectual, la irresponsabilidad y la deslealtad moral e intelectual». Es decir, ni habrá crítica que valga ni será posible la construcción de un «nuevo sentido común», si no van acompañados de un mínimo de rigor intelectual. Cuando éste falta, sólo nos queda todo cuanto ha enumerado Gramsci. Formas del malestar. Sobre todo, en nuestro caso, mucho de «pereza fatalista». No es posible combatir la disciplina entendida como domesticación de la crítica, si ésta última no se realiza con un mínimo de «disciplina intelectual» que, insistimos, no será cosa de intelectuales iluminados.

En el mismo texto, Gramsci anota unas reflexiones que son dignas de releerse tres y hasta cuatro veces, por su cercanía con nuestra situación:

«Pero no se puede hablar de elite-aristocracia, de vanguardia, como de una colectividad indiferenciada y caótica a la cual, por la gracia de un misterioso espíritu santo u otra misteriosa y metafísica deidad desconocida, desciendan la inteligencia, la capacidad, la educación, la preparación técnica, etc. Y, sin embargo, esa concepción es frecuente. Se refleja en pequeño lo que ocurría a escala nacional, cuando el Estado se entendía como algo abstracto, separado de la colectividad de los ciudadanos, como un padre omnipotente que ya pensaría en todo, proveería a todo, etc.; a eso se debe la falta de una democracia real, de una real voluntad colectiva nacional, y, por tanto, con esa pasividad de los individuos, la necesidad de un despotismo más o menos larvado de la burocracia. La colectividad tiene que entenderse como producto de una elaboración de la voluntad y el pensamiento colectivos, conseguida a través del esfuerzo individual concreto, y no por un proceso fatal ajeno a los individuos; de aquí la necesidad de la disciplina interior, y no sólo de la disciplina externa y mecánica. Si tiene que haber polémicas y escisiones, no hay que tener miedo de enfrentarse con ellas y superarlas; son inevitables en estos procesos de desarrollo, y evitarlas significa sólo retrasarlas hasta el momento en que realmente serán peligrosas o incluso catastróficas, etc.».

Dejemos de lado lo referente a la «elite-aristocracia» y hagamos un par de comentarios sobre el asunto del Estado. Tal y como escribía Gramsci, el Estado no es «algo abstracto, separado de la colectividad de los ciudadanos, como un padre omnipotente que ya pensaría en todo, proveería de todo…». El Estado es, ante todo, determinadas relaciones de fuerza. Partamos del supuesto de que la actual correlación de fuerzas nos indica que el Estado venezolano es de carácter eminentemente burgués y en razón de esto, lejos de servir de «instrumento» para profundizar la revolución bolivariana, tiende a obstaculizar su curso. Pues bien, si partimos de este supuesto, no basta con repetirlo una y otra vez, hasta convertirlo en una consigna vacía, que no nos dice nada. Como escribió alguna vez Michel Foucault – otro tipejo digno de ser leído – no podemos hacer del Estado «una especie de gendarme que venga a aporrear a los diferentes personajes de la historia»[iii]. En cambio, tendríamos que ser capaces de desentrañar la lógica según la cual funciona el Estado, identificar a nuestros adversarios, pero quizá sobre todo a nuestros aliados, que los hay.

La crítica del Estado «como algo abstracto» reproduce la lógica tanto del sentido común opositor como la del chavismo conservador. Como lo ha planteado Erik del Búfalo en un buen artículo, ambos sentidos comunes – con algunas diferencias de grado, pero no de naturaleza – promueven el desaliento, la pasividad, la frustración, el desencanto entre la base social del chavismo. En la medida en que continuamos inmersos en esta lógica, nuestra denuncia de la burocracia, lejos de contribuir a su debilitamiento, refuerza «la necesidad de un despotismo más o menos larvado de la burocracia», y nuestra legítima aspiración de una democratización radical del proceso bolivariano termina reducido a «la falta de una democracia real».

No planteo que opongamos al malestar un entusiasmo ingenuo, acrítico y voluntarista – que no es más que otra forma de pasividad -, sino la combatividad con rigor intelectual. Tal cual lo plantea Gramsci, la constitución de la subjetividad revolucionaria «tiene que entenderse como producto de una elaboración de la voluntad y el pensamiento colectivos, conseguida a través del esfuerzo individual concreto, y no por un proceso fatal ajeno a los individuos». Combatamos, claro que sí, «la deslealtad moral e intelectual». Pero que alguien me explique cómo podemos lograrlo coreando la consigna: «Lo que diga Chávez».

III.-
En su intervención ante la Asamblea Nacional, el pasado 11 de enero, Chávez se propuso realizar «una evaluación autocrítica, descarnada, sobre la cual se puedan construir, con optimismo, confianza y fuerza individual y colectiva renovadas, las bases de un nuevo impulso, rumbo a nuevos horizontes». Lo hizo partiendo de la premisa de que es necesario oír «todas las voces con que el pueblo habla y en todos sus lenguajes, unos abiertos y otros subterráneos». La autoevaluación abarcó tres órdenes: su desempeño como jefe de Estado, líder político y jefe de gobierno. Según su criterio – y en el de un «amigo» al que consultó días antes de su alocución-, habría pasado la prueba en los dos primeros. Pero sobre su actuación como jefe de gobierno afirmó sentirse «mucho menos satisfecho»:

«He destacado a lo largo de mi informe los logros en el plano económico, en el plano social, en los índices de calidad de vida, en la construcción de infraestructura que ya la gente conoce y la gente valora. Pero… mi ética revolucionaria me obliga a reconocer los errores y defectos del conjunto del sistema de gobierno en todos sus niveles, que también la gente conoce y sufre. Parto del principio de que el pueblo sabe lo que salió bien y el pueblo sabe lo que salió mal. Al pueblo no se le puede engañar con ningún tipo de eslogan ni con manipulaciones demagógicas».

Más adelante se interrogaba:

«¿Por qué un gobierno revolucionario no ha podido en 9 años cambiar la terrible situación de las cárceles venezolanas, por ejemplo? ¿Por qué razón? ¿Por qué la inseguridad sigue siendo un problema tan grave en los pueblos… en los barrios? ¿Por qué? ¿Por qué no hemos podido solucionar problemas tan graves que azotan a nuestro pueblo en cada esquina, en cada casa, en cada vida, en cada niño, en cada mujer, en cada familia, en cada existencia cotidiana? ¿Por qué ¿Por qué sigue tan fuerte y descarado el contrabando que nos hace mucho daño, el contrabando de extracción, por ejemplo? ¿Por qué? ¿Cuál es la razón de la impunidad? ¿Por qué las mafias siguen incrustadas en las estructuras de los servicios que le pertenecen al pueblo, que le pertenecen a la gente? ¿Por qué? ¿Por qué… las gestiones ante las instituciones públicas siguen siendo una pesadilla para el ciudadano común? ¿Por qué? ¿Cuándo acabaremos con los chantajes abusivos de la permisología? ¿Cuándo? ¿Por qué nos cuesta tanto producir bienes del uso diario, consuetudinario? ¿Por qué seguimos consumiendo tantos alimentos provenientes de otros países? ¿Por qué la corrupción no la hemos podido frenar y mucho menos derrotar? ¿Por qué? ¿Por qué? Todos los días debemos hacernos esas preguntas y buscar la respuesta en lo individual y en lo colectivo».

Anunciaba de esta forma su disposición a lanzar una contraofensiva que hiciera frente al sentido común opositor, y que mitigara el malestar popular derivado de la mala gestión gubernamental. Efectivamente, desde entonces Chávez ha concentrado casi todos sus esfuerzos en atender los problemas enumerados arriba, y justo sería reconocer que, en el corto plazo, ha obtenido relativo éxito, retomando la capacidad de iniciativa y relanzando aquellas políticas a las que debe buena parte de su apoyo popular: las Misiones sociales.

Sin embargo, es la opinión de este servidor que al Chávez-líder político le correspondería proceder tal y como lo hiciera el Chávez-jefe de gobierno: ¿en los días previos a su autocrítica pública se detuvo algún segundo a considerar que con sus palabras podría estar dándole «armas al enemigo»? De hecho, es preciso recordar que Globovisión tomó la parte del discurso en que Chávez se planteaba las preguntas de allá arriba, y la convirtió en uno de sus micros: «Usted lo vio por Globovisión». ¿Ha debido Chávez dejar de decir lo que dijo, so pretexto de que «la ropa sucia se lava en casa»? Por supuesto que no. Más aún: el hecho de que hubiera decidido hacerlo en momentos en que el grueso de las baterías mediáticas opositoras apuntan a la gestión gubernamental, le otorga mayor mérito. El cámara salió aquel día decidido a reconocer el problema, lo que no es poca cosa, puesto que difícilmente puede uno resolver un problema que ni siquiera ha reconocido como tal.

Pero no ha ocurrido así con problemas relacionados con la dirección política de la revolución bolivariana. O digamos más bien que la dirección política del proceso bolivariano, Chávez incluido, no ha reconocido dichos problemas en su justa dimensión. El malestar popular no tiene su origen, exclusivamente, en las deficiencias de la gestión del gobierno bolivariano. El pasado 2D, por ejemplo, no operó sólo un «voto castigo» contra la ineficiencia gubernamental. El malestar se relaciona con algunos de los problemas que ya he anotado arriba: la burocracia estatal, la corrupción, la sospecha de que algunos de los funcionarios más cercanos a Chávez estarían aprovechándose de su posición privilegiada para enriquecerse ilícitamente, mientras le hablan al pueblo de revolución o de socialismo. El malestar está asociado a la grosera ostentación de riqueza por parte de esos mismos funcionarios. La amnistía que se les concediera a muchos golpistas, consideraciones tácticas aparte, produjo malestar. Antes, el proceso de elaboración a puertas cerradas de la propuesta de reforma constitucional, y la infinita incapacidad de la Asamblea Nacional para propiciar lo contrario de un simulacro de participación popular, también produjeron malestar. El proceso de conformación del PSUV, las luchas intestinas, el fraccionalismo, el clientelismo, han producido malestar. La ausencia de sanciones contra Globovisión es una fuente permanente de malestar. Completamente de acuerdo con que todo lo anterior parece un rosario de quejas. Pues bien, cámaras, en eso consiste precisamente el malestar.

Frente al malestar se puede proceder, para resumir la cuestión, de tres formas. Las dos primeras serían: hacer como quien esconde la basura debajo de la alfombra o someter a revisión profunda las fallas de la dirección política de la revolución, como paso previo a la oportuna rectificación, allí donde ésta sea necesaria. Para llevar a cabo esta revisión es preciso saber comprender los lenguajes populares, abiertos o subterráneos, de los que nos hablaba Chávez el pasado 11 de enero. A la tercera opción ya me referí antes, y es complementaria de la segunda: ser capaces de construir un «nuevo sentido común», con una buena dosis de rigor intelectual.

Acciones recientes, como la colocación de algunos niples por parte del grupo guerrillero Venceremos y la posterior toma del Palacio Arzobispal por parte de Lina Ron y algunos colectivos populares – una de cuyas demandas fue el cese de los allanamientos en el 23 de Enero – son signos elocuentes de este malestar. La marcha que realizara la Asamblea Popular Revolucionaria de Caracas el pasado 27 de febrero, fue el primer ensayo de los movimientos articulados en dicha Asamblea por ir más allá de ese mismo malestar. A contracorriente de la opinión generalizada entre la dirección política de la revolución, dichas acciones no responden a la supuesta infiltración de la CIA. Peor aún: la apelación constante a este argumento profundiza el malestar, en lugar de apaciguarlo. La misma marcha de la Asamblea, concretamente una de sus consignas -«No queremos ser gobernados, queremos gobernar» – ha sido blanco de las duras críticas de Chávez. La misma consigna ha sido interpretada equivocadamente como la demostración de que han reaparecido las tendencias «anarcoides» que propugnan por la tesis del «antipoder». Nada más alejado de la realidad. Dicha interpretación refleja el desconocimiento de las dinámicas de ciertas iniciativas populares. Lo preocupante es que, como consecuencia de este desconocimiento, se miden con el mismo rasero acciones políticas de distinta naturaleza.

El ultraizquierdismo ha sido siempre, en todas partes, una expresión de impotencia política, de la incapacidad de interpretar con justeza el momento político, de desesperación, indisciplina y aventurerismo. Pero lo que estamos obligados a entender es que ese malestar difuso al que tanto me he referido aquí, es el caldo de cultivo perfecto para la aparición en escena de las acciones ultrosas. En consecuencia, el problema no se resuelve mediante la aniquilación moral de los cámaras que puedan estar recurriendo a métodos de lucha errados. El problema se resuelve atacando las causas que han dado origen al malestar. Si es cierto que el grupo guerrillero Venceremos le está haciendo un flaco servicio a la revolución colocando un niple frente a Fedecámaras, es sencillamente inaceptable que un Mario Silva se refiera al hecho en los siguientes términos: «Bueno compañero, el que juega con bombas se les tienen que explotar algún día. Y esto no es duro decirlo. Ahí murió un venezolano. Pero, ¿murió haciendo qué? Haciendo terrorismo, compañeros».

Releamos una vez más a Gramsci: «Si tiene que haber polémicas y escisiones, no hay que tener miedo de enfrentarse con ellas y superarlas; son inevitables en estos procesos de desarrollo, y evitarlas significa sólo retrasarlas hasta el momento en que realmente serán peligrosas o incluso catastróficas». Bienvenido el debate a lo interno de las filas revolucionarias. Pero no convoquemos al debate como quien hace una concesión frente a los equivocados de siempre. Porque errores, incluso los más graves, los cometemos todos.

[i] Santos, Boaventura de Sousa. Crítica de la razón indolente. Editorial Desclée de Brouwer, S.A. Bilbao, 2003. Pág. 276.
[ii] Santos, Boaventura de Sousa. Op. Cit. Pág. 278.
[iii] Foucault, Michel. Nacimiento de la biopolítica. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 2007. Pág. 21.

Sobre la disciplina revolucionaria y el "centralismo democrático realmente existente"


I.-
Corría el año 1992 y aunque oficialmente había llegado el invierno, el clima era realmente insurreccional. Las calles amanecían todos los días con los rastros del combate del día anterior: vidrios, piedras, cartuchos de perdigones (en el mejor de los casos), bombas lacrimógenas, basura quemada. Los trastes apilados de lo que una vez fue una precaria barricada improvisada. Eran los tiempos en los que podíamos jactarnos de que ya no había pared de la ciudad sin una consigna nuestra ni liceo público indiferente a la lucha que nos encargábamos de atizar.

Había acontecido el 4F y el gobierno de Carlos Andrés Pérez parecía no poder sostenerse un día más. El 4F implicó, para nosotros, una pausa en la lucha callejera que librábamos con fuerza desde 1991. Después del «Por ahora», poco tardamos en retomar la calle como lo que éramos: una banda de muchachos y muchachas, la mayoría de los cuales no habíamos cumplido los 20 años, haciendo peso mientras la «democracia» se estremecía y amenazaba con caer.

Las contradicciones se agudizaban. La conspiración estaba en marcha. Maduraban las «condiciones objetivas» para la nueva insurrección cívico-militar. Fue entonces cuando ocurrió: quienes integrábamos la Dirección de la Juventud nos reunimos con un representante del Partido. El asunto a discutir: nuestra participación en la futura contienda.

En realidad, no discutimos nada. El representante del Partido nos regaló parte de su valiosísimo tiempo para ilustrarnos acerca de la «situación política nacional», la «línea» a seguir en consecuencia, luego de lo cual asignaría tareas específicas mediante la conformación de comisiones.

Pero antes de la conformación de las fulanas comisiones, quien esto escribe aprovechó la rara ocasión para preguntarle al representante del Partido:

– Una pregunta compa: ¿y si esta insurrección cívico-militar también fracasa?

El representante del Partido me dirigió una mirada enfurecida, como de maestro de escuela que está a punto de reprender al estudiantico impertinente. Palabras más, palabras menos, me espetó:

– La insurrección cívico-militar no fracasará, porque el Partido tiene 20 años preparando la insurrección.

Como todo acto tiene sus consecuencias, y como uno tiene que aprender a hacerse responsable de sus actos, el representante del Partido completó su reprimenda excluyéndome de toda responsabilidad, manteniéndome al margen de toda comisión. Imagínense el momento: la revolución estaba a punto de acontecer, y un representante del Partido acababa de disponer que yo no tendría ninguna responsabilidad en los hechos heroicos por venir. Por hacer una pregunta impertinente. Quién me manda.

II.-
Tal vez el lector lego no logre captar el significado y el alcance de esta actitud del representante del Partido. Se trata de acallar la voz disidente, o en todo caso de disipar cualquier margen de duda o sospecha, mediante la práctica de la sanción moral. Cuando la «línea política» ya ha sido decidida, cuando el análisis de la situación ya se ha realizado, pero sobre todo cuando uno se para frente al portavoz de esta línea decidida y este análisis realizado, cualquier pregunta, opinión o análisis que vaya en contravía de lo ya decidido y analizado, por insignificante que sea el gesto, debe ser censurado, sometido, acallado.

Los viejos y no tan viejos militantes revolucionarios tienen una deuda con la generación que está iniciándose en la política en estos tiempos de revolución bolivariana: aún no ha sido escrita la historia de estos innumerables, cotidianos y minúsculos actos de sometimiento de la disidencia, de censura de la sana duda, de represión del libre pensamiento, en nombre de la disciplina y el «centralismo democrático».

Actos que por minúsculos tal vez nos parecieron insignificantes en su momento, constituyen la fuente primaria con la que se podría registrar la historia infame del «centralismo democrático realmente existente». Episodios innumerables y frecuentes, en ningún caso excepcionales, que podrían ayudarnos a entender por qué es imposible hacer la revolución si la práctica política del militante «revolucionario» está fundada en el resentimiento, la impotencia, y eso que Spinoza llamaba «pasiones tristes».

III.-
En un fogoso artículo interpretado por algunos, inexplicablemente, como un gesto de claudicación frente a la posibilidad y necesidad del acontecimiento revolucionario, Michel Foucault explicaba las razones de su «cambio de opinión» con respecto a la Revolución Iraní.

El artículo en cuestión, publicado en mayo de 1979, lleva cómo título una pregunta: ¿Es inútil sublevarse? De inmediato, y sin dejar margen a la duda, Foucault se responde:

«Si las sociedades se mantienen y viven, es decir, si los poderes no son en ellas «absolutamente absolutos», es porque, tras todas las acepta­ciones y las coerciones, más allá de las amenazas, de las violencias y de las persuasiones, cabe la posibilidad de ese movimiento en el que la vida ya no se canjea, en el que los poderes no pueden ya nada y en el que, ante las horcas y las ametralladoras, los hombres se sublevan».

El problema para Foucault, otrora entusiasta partidario de la rebelión contra el régimen sanguinario del Sha, es el curso de los acontecimientos una vez que el régimen ha sido derrocado:

«Dos años de censura y de persecución, una clase política orilla­da, partidos prohibidos, grupos revolucionarios diezmados… Ciertamente, no da ninguna vergüenza cambiar de opinión, pero no hay ninguna razón para decir que se cambia cuando se está hoy contra la amputación de manos, tras haber estado ayer contra las torturas de la Savak».

Pero si bien es una farsa la idea de una revolución capaz de acabar para siempre jamás con toda forma de dominación, no por eso habremos de ceder al chantaje de que, por tanto, no vale la pena hacer ninguna revolución:

«Ninguno tiene derecho a decir: «rebélese usted por mí, se trata de la liberación final de todo hombre». Pero no puedo estar de acuerdo con quien dijera: «Es inútil sublevarse, siempre será lo mismo»… Hay sublevación, es un hecho; y mediante ella es como la subjetividad (no la de los grandes hombres, sino la de cualquiera) se introduce en la his­toria y le da su soplo».

Al final de su artículo, Foucault deja sentada su posición frente a aquellos que justifican sus crímenes o los nuevos despotismos (y que les igualan a los viejos criminales y déspotas) en nombre de la revolución:

«… si el estratega es el hom­bre que dice: «qué importa tal muerte, tal grito, tal sublevación con relación a la gran necesidad de conjunto y qué me importa además tal principio general en la situación particular en la que estamos», pues, entonces, me es indiferente que el estratega sea un político, un historiador, un revolucionario, un partidario del sha, del ayatolá; mi moral teórica es inversa. Es «antiestratégica»: ser respetuoso cuando una singularidad se subleva, intransigente desde que el poder transgrede lo universal».

IV.-
Estoy persuadido de que a partir de la contundente victoria electoral de diciembre de 2006, hemos entrado en una nueva fase de la revolución bolivariana. Está claro que no estoy diciendo nada nuevo: todos hemos escuchado al presidente Chávez argumentando cómo es que hemos entrado en una fase que se caracteriza porque las fuerzas revolucionarias han creado las condiciones para pasar a la ofensiva. La oposición, bien es cierto, ha puesto su parte, cediendo terreno progresivamente con cada pésimo movimiento táctico.

De igual forma, estoy convencido de que sería ingenuo e irresponsable subestimar la capacidad de reacción de la oposición interna, y sobre todo la amenaza que constituyen los enemigos externos de proceso revolucionario.

No obstante, tal vez nunca como ahora fue posible darle rienda suelta a un profundo y democrático debate a lo interno de las filas revolucionarias, sobre cómo y por qué construir nuestro socialismo del siglo XXI, con todo lo que este debate implica en términos de herramientas teóricas, instrumentos de organización, formas y estilos de gobierno, relaciones económicas y sociales de producción, cultura, etc. Dicho de otra manera, tal vez nunca la correlación de fuerzas nos fue tan favorable.

Este debate, efectivamente, está iniciando (apenas iniciando), y es demostración fehaciente de esto una suerte de «rumor» o «malestar» que va tomando cuerpo, y que adquiere la forma de una denuncia necesaria e impostergable contra eso que llamamos «derecha endógena» o identificamos como «burocracia». La crítica contra la vieja cultura política «marxista-leninista» también forma parte de este repertorio crítico con el que nos hemos venido armando. Sin embargo, la ausencia (o digamos mejor, la no consolidación, el carácter incipiente) de una cultura política democrática de debate ha hecho resurgir viejos fantasmas. Se trata de lo que Boaventura de Sousa Santos, refiriéndose al caso venezolano, llama «la figura siniestra de los ‘enemigos del pueblo‘».

Así, se emprende la crítica contra el conservadurismo de boina roja, y el que critica es un vendepatria-lacayo-del-imperialismo-yanki. Se cuestiona la burocracia ineficiente y castradora de la potencia revolucionaria, y el que cuestiona es un infiltrado-de-la-CIA-cuyo-propósito-es-ocultar-los-innegables-logros-del-gobierno-bolivariano. Se critica a la derecha endógena, se denuncian sus corruptelas, su enriquecimiento criminal al amparo y a la sombra de un proceso que es esperanza de los que jamás han tenido nada, y el que critica es, igualmente, un vendepatria-lacayo o un infiltrado o alguien que no tiene corazón o que tiene malas, muy malas intenciones. Se critica a la izquierda conservadora y tradicional, y el que critica le está haciendo un flaco servicio a la revolución y le está haciendo el juego a la derecha endógena y también a la exógena. O bien se cuestionan los excesos implícitos en las denuncias de algunos cámaras, y el resultado es lo que José Roberto Duque ha llamado El efecto Golinger.

Abundan, pues, muchas expresiones de esta «figura siniestra del enemigo del pueblo». Y lamentablemente, las formas que asume esta figura, al contrario de lo que algunos pudieran pensar o afirmar, no son patológicas, sino normales. Una y otra vez las vemos expresadas en los voceros de la burocracia, de la derecha endógena o de la rancia izquierda. Saber identificar, por tanto, estas formas, es una condición indispensable para la conformación de una cultura política democrática y genuinamente revolucionaria.

Como consecuencia de esta ausencia de cultura política para el debate democrático, que ciertamente guarda estrecha relación con el hecho de que durante años nos vimos obligados a asumir una posición de férrea defensa del proceso revolucionario, frente al ataque inclemente, criminal y continuado de la oposición, ésta última, a través de sus voceros por excelencia, los medios privados, se han adueñado de la iniciativa en lo que a denuncias se refiere. El problema, por supuesto, es que la denuncia proveniente de los medios privados es con demasiada frecuencia muy poco veraz, y en la inmensa mayoría de los casos simplemente responde al propósito que les ha sido asignado: funcionar como la artillería en la guerra de baja intensidad que se libra todos los días contra las filas revolucionarias, intentando desmoralizarlas y desmovilizarlas.

El descrédito, la impudicia y la desfachatez de los medios privados es tal, que en las filas revolucionarias, por lo general, ya no se les toma en serio, y esto es una buena señal del grado de conciencia adquirida en el fragor de la lucha. Sin embargo, el bombardero incesante de mentiras y medias verdades produce un efecto de poder que muchas veces pasa desapercibido: la inhibición de la crítica desde las filas revolucionarias.

Así, por ejemplo, en la medida en que Globovisión intenta desesperadamente minimizar u ocultar el liderazgo del presidente Chávez a escala continental, renunciamos a nuestro legítimo derecho de conocer por qué funcionarios de Pdvsa viajaban junto con el tipo del maletín cargado de dólares; hacemos como si no nos importara saber por qué, si es que realmente no estaba de ninguna manera implicado, uno de estos funcionarios se vio forzado a renunciar. Un ejemplo menos reciente es el del Padre Palmar: Globovisión convierte en un espectáculo lamentable y patético el asunto de la carretilla cargada de denuncias (y el Padre ciertamente no ayuda), y hacemos como si ninguna de estas denuncias procediera. Es decir, ni siquiera el beneficio de la duda.

Tengo por regla que todo aquel que, llamándose revolucionario, utilice las cámaras de Globovisión para realizar una crítica al gobierno revolucionario, pierde su condición de interlocutor legítimo de esa misma crítica. Así de sencillo. Pero lo que es muy difícil de tolerar es que Venezolana de Televisión se haya convertido en un espacio eminentemente propagandístico, donde la ausencia de periodismo crítico y de investigación contrasta dramáticamente con la presencia de algunos pocos espacios desde los cuales se hace buen periodismo. Vanessa Davies, en mi criterio muy personal, es quizá la excepción más honrosa.

No basta, por tanto, que el presidente Chávez afirme constantemente que él mismo es el principal crítico del gobierno que preside. Su actitud nada complaciente es, sin duda, una mínima garantía de que los corruptos, los burócratas, los infiltrados y en general las fuerzas conservadoras no pueden actuar a sus anchas. Pero la idea, cámaras, digo yo, es reducirles progresivamente el radio de acción, a riesgo de que esta revolución se nos diluya entre los dedos, después de que tanto y a tantos nos ha costado construirla con estas manos. Y esto sólo será posible a condición, insisto, de que creemos las condiciones para un debate amplio y profundamente democrático a lo interno de las filas revolucionarias, que no ceda al chantaje de los «enemigos del pueblo».

V.-
Tal vez la crítica a lo interno de las filas revolucionarias nos pudiera llegar a parecer «antiestratégica» (en el sentido en que lo planteaba Foucault), en tanto que supuestamente pondría en peligro lo «estratégico»: la construcción de la vía venezolana al socialismo. Muy por el contrario, sospecho que la crítica, como la he venido planteando acá, es en sí misma «estratégica», porque no hay forma de construir nada parecido a una sociedad democrática y revolucionaria, si las fuerzas sociales que en ella hacen vida están incapacitadas o imposibilitadas de realizar la crítica de aquello que nos impide avanzar en la construcción de esa misma sociedad.

Es por eso que me cuesta entender y asimilar la decisión del presidente Chávez de crear un Comité Disciplinario transitorio para un partido que, como el Psuv, está en pleno proceso de conformación; un partido que no tiene estatutos, ni siquiera militantes (sino aspirantes), cuya experiencia (extraordinaria, por demás) se limita a la realización de tres o cuatro asambleas de batallones, pero que desde ya carga a cuestas el peso de este Comité Disciplinario presidido por Diosdado Cabello.

¿Por qué un Comité Disciplinario transitorio? Sobre el asunto, sólo disponemos del testimonio del presidente Chávez del pasado 25 de agosto, cuando justificó su creación en razón de luchas intestinas y de fracciones que estarían aconteciendo entre ¿dirigentes? o funcionarios del alto gobierno. ¿De quién se trata? ¿Cómo, cuándo y por qué incurrió en cuáles faltas disciplinarias? Obviamente, si uno escuchó el discurso de Chávez, es capaz de intuir por dónde viene el problema. Pero lo que realmente preocupa no es lo poco que esclarece la explicación del Presidente, sino todo lo que permanece oculto a los ojos de los aspirantes a militantes comunes y silvestres. Aún albergo eso que llaman la «vana esperanza» de obtener respuestas a estas interrogantes a través de medios «amigos», y no vía El Nacional o Globovisión.

Supongamos que el dirigente o funcionario anónimo, cuyas faltas disciplinarias desconocemos en detalle, haya incurrido, efectivamente, en acciones u omisiones que atentan gravemente contra la «disciplina» del partido en formación. Aún en ese caso, ¿no habría sido infinitamente más edificante y provechoso debatir públicamente sobre el asunto? Y no vale apelar acá al recurso de que la intención no podía ser en ningún caso someter al camarada al escarnio público. Porque, con intención o sin ella, es lo que ha sucedido. El camarada sin rostro, pero cuya identidad ya sabremos muy pronto, en las próximas horas, ha sido escarmentado públicamente.

Incluso el mismo Lenin, cuyo excesivo «centralismo» y la idea de disciplina que le es propia fueron objeto de férreas críticas por parte de Rosa Luxemburgo, escribió sobre los «grupúsculos» desobedientes e indisciplinados:

«A nuestro parecer es necesario hacer todo lo posible -aun si implica alejarse de los principios del centralismo y de la obediencia absoluta a la disciplina- para que estos grupúsculos hablen claro y den al Partido en su totalidad la oportunidad de pesar la importancia o falta de ella de estas diferencias; de esta manera puede llegarse a determinar dónde, cómo, y de parte de quién existe una inconsistencia».

De Rosa Luxemburgo es preciso revisar su análisis sobre los Problemas de organización de la socialdemocracia rusa. Muy sugerente resulta la distinción entre el «centralismo conspirativo» propio de los blanquistas, y la actividad revolucionaria de la «socialdemocracia» (tal y como ésta era entendida hace 100 años y en cuyas filas militaba Lenin). El blanquismo, habituado al golpe de mano y ajeno a la lucha de clases, no requiere de organización de masas. Al contrario, dado el carácter secreto de sus acciones, mantiene prudente distancia de éstas. Aún más: la planificación de las acciones corre por cuenta de un restringido e inaccesible comité central:

«Por consiguiente, los miembros activos de la organización se transformaban en simples órganos de ejecución de una voluntad previamente determinada y exterior a su propio campo de actividad, en instrumentos de un comité central. De aquí se derivaba también la segunda característica del centralismo conspirativo: la subordinación absoluta y ciega de los órganos singulares del partido a sus autoridades centrales y la ampliación de las atribuciones de poder decisorio de estas últimas hasta la más extrema periferia de la organización del partido».

Las condiciones de la lucha «socialdemócrata», en cambio, son radicalmente distintas. En primer lugar, la socialdemocracia surge de la lucha de clases. Su ejército de militantes…

«… sólo se recluta en la lucha misma y sólo en la lucha se hace consciente de los objetivos de la misma. Organización, esclarecimiento y lucha no son momentos separados, mecánica y también temporalmente escindidos, como en un movimiento blanquista, sino… aspectos diferentes de un mismo proceso… No hay -a excepción de los principios generales de la lucha- ninguna táctica de lucha acabada y fijada con detalles por adelantado que les pueda ser inculcada a los militantes socialdemócratas por un comité central… De esto se deriva que la centralización socialdemócrata no puede basarse en la obediencia ciega, no puede basarse en la subordinación mecánica de los luchadores del partido a un poder central y que, por otra parte, entre el núcleo de proletariado consciente ya organizado… y el sector que le rodea… no puede jamás levantarse un muro de absoluta separación».

Pues bien, el problema estriba en que el «centralismo democrático realmente existente» en nuestros partidos de izquierda, se parece mucho más al «centralismo conspirativo» de los blanquistas, que al «centralismo» deseable de los socialdemócratas de Rosa Luxemburgo. La cultura política que hemos heredado de la vieja izquierda se funda en estas prácticas de obediencia ciega y subordinación, que no tienen nada de democráticas ni mucho menos de revolucionarias. Es, como les relataba arriba, una política que se sostiene en el resentimiento, y que acalla toda voz disidente mediante la sanción moral.

El proceso de construcción de un partido genuinamente revolucionario supone crear las condiciones para un profundo y democrático debate entre revolucionarios, y esto último supone, a la vez, revisar el concepto mismo de «disciplina». Caso contrario, nos puede ocurrir a muchos lo que alguna vez sucedió conmigo, que venga un representante del Partido y declare:

– Usted, compañerito, no participará en la revolución.

Lo que soy yo, cámaras, hace muchos años que dejé de creer en estos «representantes». Que nuestro Psuv no sea el de ellos.