El mico-mandante de El Nacional y la dictadura


Cada vez que presencio un episodio tan grotesco como el protagonizado por el diario El Nacional, con la mancheta rabiosa y miserablemente racista y denigrante de su edición del viernes 24 de septiembre de 2010, recuerdo ese texto hermoso, apasionado y extraordinariamente lúcido que es La revolución rusa, de Rosa Luxemburgo.

El Nacional, viernes 24 de septiembre de 2o10. A/7. La mancheta a la izquierda, debajo de la editorial.

En él, Luxemburgo no sólo destaca la grandeza del Octubre revolucionario, sino que señala algunos de los desaciertos de Lenin y Trostky. A su juicio, había sido un error la decisión de no convocar a elecciones para una nueva Asamblea constituyente, que expresara la correlación de fuerzas resultante del triunfo de la revolución bolchevique. Una en particular, de entre todas sus aseveraciones, destaca por su franqueza: «La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido – por muy numerosos que puedan ser – no es libertad. La libertad es siempre únicamente la del que piensa de otra manera. No es por ningún fanatismo de ‘justicia’, sino porque todo lo que de pedagógico, saludable y purificador tiene la libertad política depende de esta condición y pierde toda eficacia si la ‘libertad’ se convierte en privilegio».

Suficientemente persuadido de los riesgos que entrañan las burdas analogías, y por tanto dispuesto a guardar las debidas distancias históricas, estoy convencido, sin embargo, de la absoluta vigencia de las palabras de Rosa. Porque es cierto que la libertad es siempre únicamente para el que piensa distinto.

Lo que resulta totalmente intolerable es que en nombre de la libertad en abstracto, un pequeño grupo de privilegiados haga impune apología de la aniquilación del enemigo político. Tal es lo que ha hecho El Nacional, cuando a propósito de la muerte del Mono Jojoy, comandante guerrillero de las FARC, ha publicado en sus páginas: «Murió el Mono y queda el mico». Si muerto el Mono Jojoy lo que queda es el mico (el mico-mandante, según los usos del lenguaje antichavista), ¿quién puede dudar que El Nacional desea – y lo expresa públicamente – la muerte del comandante Chávez?

La mancheta en la edición digital de El Nacional.

¿Qué hacer frente a la barbarie ilustrada de los medios burgueses? ¿Cómo enfrentar tan graves demostraciones de odio, que son como escupitajos contra la dignidad humana? Esto es motivo de un amplio debate en el seno del chavismo. En circunstancias similares, he tomado posición en contra del cierre de medios, porque creo que a las miserias de los medios burgueses debe respondérsele con medios dignos de ser llamados democráticos y revolucionarios.

Pero es probable que la misma Rosa Luxemburgo – cuya memoria ha sido mancillada por cierta historiografia que, descontextualizando sus afirmaciones, ha pretendido presentarla como enemiga de los bolcheviques – no opinara de la misma manera. En el mismo texto escribía también: «Cuando después de la revolución de octubre toda la clase media, la intelligentsia burguesa y pequeño-burguesa, boicotearon durante meses al gobierno soviético, paralizaron el tráfico ferroviario y las comunicaciones postales y telegráficas, el sistema escolar y el aparato administrativo, oponiéndose así al gobierno obrero, todas las medidas de presión estaban evidentemente justificadas; había que utilizar la desposesión de derechos políticos, de medios de subsistencia económicos, etcétera, para romper con mano de hierro la resistencia. Entonces se manifestaba justamente la dictadura socialista, que no puede retroceder ante ninguna medida de fuerza para imponer o impedir determinadas medidas en interés de la comunidad».

Léase bien: todas las medidas. Mano de hierro. Desposesión de derechos.

Rosa Luxemburgo se oponía a la supresión de derechos de las clases trabajadoras («Sin elecciones generales, libertad de prensa y de reunión sin restricciones, sin una libre lucha de opiniones diversas, la vida desaparece de todas las instituciones públicas, se convierte en una vida aparente y la burocracia pasa a ser el único elemento activo»), pero no contra las clases enemigas de los trabajadores.

Más aún, Luxemburgo afirmaba: «El error fundamental de la teoría leninista-trotskista es, precisamente, que opone, exactamente igual que Kautsky, la dictadura a la democracia. ‘Dictadura o democracia’, reza el planteamiento tanto en los bolcheviques como en Kautsky. Éste opta naturalmente, por la democracia y precisamente por la democracia burguesa, ya que la sitúa como alternativa a la transformación socialista. Lenin-Trotsky optan, por el contrario, por la dictadura en oposición a la democracia y, consiguientemente, por la dictadura de un puñado de personas, es decir, por la dictadura según el modelo burgués. Se trata de dos polos opuestos y ambos están igualmente alejados de la política verdaderamente socialista. El proletariado jamás puede, una vez tomado el poder, seguir el buen consejo de Kautsky, bajo el pretexto de la ‘inmadurez del país’, y renunciar a la revolución socialista y dedicarse solamente a la democracia sin traicionarse a sí mismo, a la Internacional y a la revolución. Tiene el deber y la obligación de adoptar inmediatamente medidas socialistas del modo más enérgico, intransigente y desconsiderado, es decir, ha de ejercer la dictadura, pero la dictadura de clase, no la de un partido o la de una camarilla, es decir, ha de conducirse a la más amplia luz pública, con la más activa y libre participación de las masas, con una democracia sin trabas. ‘En tanto que marxistas jamás hemos sido idólatras de la democracia formal’, escribe Trotsky. Cierto, jamás hemos sido idólatras de la democracia formal. Pero tampoco hemos sido idólatras del socialismo o del marxismo… Jamás hemos sido idólatras de la democracia formal y esto sólo quiere decir: nosotros distinguimos siempre el núcleo social de la forma política de la democracia burguesa, desvelamos siempre el amargo núcleo de desigualdad social y de falta de libertad que se esconde debajo de la dulce cáscara de la igualdad y la libertad formales, pero no para rechazar éstas, sino para estimular a la clase obrera a que no se conforme con la cáscara, sino más bien, que se haga con el poder para llenarlo de un nuevo contenido social. La tarea histórica del proletariado, una vez llegado al poder, es construir en lugar de la democracia burguesa, la democracia socialista, no cualquier clase de democracia. Pero la democracia socialista no comienza sólo en la tierra prometida, una vez creada la base de la economía socialista, como un regalo de Navidad acabado para el buen pueblo que entretanto ha apoyado a un puñado de dictadores socialistas. La democracia socialista empieza al mismo tiempo que la demolición del dominio de clase y la construcción del socialismo. Comienza en el momento de la conquista del poder por el partido socialista. No es otra cosa que la dictadura del proletariado. Ciertamente: ¡dictadura! Pero esta dictadura consiste en el modo de aplicación de la democracia, no en su supresión».

¡Dictadura!

Insisto: las burdas analogías históricas siempre son impertinentes. Además de sospechosas, son improductivas, estériles. A despecho de la denuncia anti-comunista y anti-totalitaria de los medios antichavistas, en Venezuela no se ha producido una revolución socialista. No gobierna la clase obrera. La economía sigue siendo capitalista. ¡Cuántos resabios persisten de la institucionalidad burguesa! Pero sobre todo hay que decir: ¡cuán infinitamente lejos estamos de una dictadura a lo Rosa Luxemburgo!

Que manchetas como las de El Nacional nos sirvan para no olvidar cuán lejos estamos de la democracia que anhelamos.

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Mientras escribía estas líneas llegó me llegó un correo cuyo destinatario se identifica como José Francisco Rodríguez. No lo conozco.

Dice: «Vas a votar por las focas ANIMAL». Probablemente en respuesta a mi artículo previo: Contra la ‘despolarización’: Por qué voy a votar por los candidatos de Chávez.


Sí, para nuestros «demócratas», los chavistas somos unos animales que vamos a votar por animales. Como el mico. Mandante.

(Serie "Leamos a Lenin") El Muro – Intifada


Segunda entrega de la serie «Leamos a Lenin». Pero en este caso no se trata tanto de leer, sino sobre todo de escuchar. Estos panas vienen del Puerto Rico insurgente, ese que le canta a Los Macheteros a ritmo de Hip Hop. El grupo se llama Intifada y lo integran Luis Díaz AKA (MC) y Yallzee (Productor). Hasta donde yo sé (el panita Gustavo Borges es realmente el experto en la materia) tienen dos discos: Intifada (2004) y Mundo nuevo (2006). Estuvieron en Venezuela el año pasado, en agosto como que fue. Ajá, se perdieron esa. Parece que por ahí tienen planes de volver. Para los interesados, pueden darse una vuelta por el espacio de los panas en el MySpace. Una vez allí, no dejen de ver el video de Épica del Tiempo.

La pieza que sigue viene incluida en el segundo disco, e inicia con un «epígrafe» del bolchevique en cuestión. Se llama El Muro. Pero eso no es nada. Lo bueno es lo que viene después. A eso se le llama lírica, damas y caballeros.

Aquí abajito les dejo la música (gracias al panita César Augusto, el hermano, porque yo no sé cómo es eso) y por allá un poquito más abajo la letra (seguramente con un par de errorcitos que ya corregiré).

El Muro (Luis Díaz)

«Todo el mundo sabe
que en cualquier sociedad
las aspiraciones de una parte de sus miembros
chocan abiertamente con las aspiraciones de otros
que la vida social está llena de contradicciones
que la historia nos muestra
una lucha entre pueblos y sociedades
así como en su propio seno
todo el mundo sabe también
que se suceden los períodos de revolución y de reacción
de paz y de guerra
de estancamiento
y de rápido progreso o decadencia».
Vladimir Lenin

Caído el muro se encuentran las ciudades
los buenos y los malos buscarán sus criminales
caído el muro el pan no se reparte
se vende la conciencia y nuestras voluntades
nos queda un muro de acero en el alma
como si un pavimento una fuerza dejara
quedará inmune el que jure bandera
tendrá su cuota al final de la guerra
quedan el hambre, quedan la hembra y el hombre
quedan rufianes matando en mi nombre
queda una isla en la esquina del Caribe
presa del tiempo y ni muje ni embiste
se peina se viste morena decide
la baña el sol y el mar pero viste
quedó una prisa se me quedó la rabia
como la tierra de siempre me sobran las ganas
ya no hay poemas ni sueños verde olivo
ni árboles de fuego ni frutos prohibidos
mas sin embargo lucho por lo que digo
lo tuyo es tuyo lo mío es mío
pinto colores en los muros de la urbe
letras colores negros rojos azules
y sigo inmune me levanto a la izquierda
detrás del muro de frente a la derecha
para mañana ajústate la corbata
pedir perdón a tiempo antes que llegue el alba
comprar manuales de hacerse el pendejo
dice el tecnócrata perito en derecho
legislador profesor dirigente
al tope de aquí clamando a la gente
con calma piensa no vez que el horizonte
una isla es redonda y cercado por el norte
ya será hora darse larga la vista
quedarse en casa leerse la Biblia
meterse a hippie fumar de la pipa
salvar el planeta sembrando rodilla
que qué nos queda nos quedan las ganas
por la tierra y su gente qué hacer mañana
guardar silencio depositarlo al banco
hasta que esté de moda lo revolucionario
reproducir no vender no te ruin
no traiciones perdonar no sé en la cara escupirnos
hacer los templos con ídolos de piedra
jurar bandera por treinta monedas
publica libros en los supermercados
hasta que esté de moda lo revolucionario
hacer la yoga meterse a budista
comerse el pan saberse la Biblia
qué hacer ahora qué queda lo que queda
nos queda una cortina de hierro en la cabeza
caído el muro al final de la guerra
con todo el frío y dolor que nos deja
pinto colores en los muros de la urbe
letras colores blancos rojos azules
y sigo inmune me levanto a la izquierda
detrás el muro de frente a la derecha
marco mi estampa paso firmo rubrico
paredes cóncavas enfermos edificios
no quedan muros entre las residencias
tenemos primos cumpliendo tras las rejas
que lavan platos que recogen la mesa
sorpresas da la vida que da sorpresas
se lo aseguro que en un sitio del futuro
lo romperán a golpes derribarán el muro
seamos juntos pues somos más los muchos
de los que tienen poco que los que tienen mucho
caído el muro del ceso testarudo
en el proceso celestino hacia el futuro
pinto colores en los muros de la urbe
letras colores rojos blancos y azules
y sigo inmune me levanto a la izquierda
detrás del muro de frente a la derecha.

(Serie "Leamos a Lenin") Un Lenin ciberespacial: ¿por qué no? – Slajov Zizek


«Hay que continuar fortaleciendo la solidez de la base. Hay que incrementar… la estrategia de las alianzas nuestras… No podemos dejarnos arrastrar por las corrientes extremistas. Nosotros no somos extremistas ni podemos serlo. No. Tenemos que buscar alianzas con las clases medias… incluso con la burguesía nacional. Bueno, ¡lean a Lenin, pues, leamos a Lenin!».
Hugo Chávez, 3 de enero de 2008

(A propósito de la muy cordial invitación que nos hiciera Chávez a leer a Lenin, y muy a pesar de la furibunda pandilla de extremistas que no quieren leer nada, aquí voy con mi modesto aporte. La idea de este serie «Leamos a Lenin», es contribuir con la difusión de los planteos de alguna gente que se la pasa por allí escribiendo sobre los clásicos del marxismo desde una perspectiva que bien pudiéramos calificar de «heterodoxa». Es decir, ¡alerta!, porque lo que viene huele a «revisionismo» y casi raya en el criminal extremismo de pensar sobre la revolución con cabeza propia. Guerra avisada…

Doy inicio, pues, a esta serie con un artículo del esloveno Slajov Zizek. Fue publicado originalmente en International Socialism, N° 95, 2002, pero sin duda redactado el año anterior, antes del ataque al World Trade Center, antes de la locura guerrerista e imperial estadounidense, en tiempos donde aún se hablaba con mucho entusiasmo sobre la movida Seattle, y por supuesto desde una perspectiva muy europea. Sin embargo, sabrán identificar tres o cuatro ideas bastante sugerentes por allí. La traducción es de Guillermo Crux y algún par de correcciones corren por cuenta de este servidor).
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Si hay un acuerdo general entre (lo que queda de) la izquierda radical de hoy, es que, para resucitar el proyecto político radical, uno debe dejar atrás el legado leninista: el énfasis despiadado sobre la lucha de clases, el partido como la forma privilegiada de organización, la toma revolucionaria del poder por medios violentos, la subsiguiente “dictadura del proletariado” … ¿acaso todos estos no son “conceptos zombie” que la izquierda tiene que abandonar si quiere tener algún tipo de oportunidad en las condiciones del capitalismo tardío “posindustrial”?
El problema con este argumento aparentemente convincente es que se compra muy fácilmente la imagen heredada de Lenin como el sabio líder revolucionario que, después de formular las coordenadas básicas de su pensamiento y práctica en el ¿Qué hacer?, simplemente se dedicó, de forma consistente y despiadada, a llevarlos a cabo. ¿Qué pasa si hay para contar otra historia sobre Lenin? Es verdad que la izquierda de hoy está sufriendo una experiencia fulminante del fin de toda una época del movimiento progresista, cuya experiencia la empuja a reinventar incluso las coordenadas básicas de su proyecto – no obstante que fue precisamente una experiencia homóloga la que alumbró al leninismo. Recordemos cómo se conmocionó Lenin cuando, en el otoño de 1914, todos los partidos socialdemócratas europeos (con la honrosa excepción de los bolcheviques rusos y los socialdemócratas serbios) adoptaron la “línea patriótica” – Lenin incluso llegó a pensar que el número del Vorwärts, el diario de la socialdemocracia alemana que informaba cómo los socialdemócratas en el Reichstag habían votado por los créditos de guerra, era una falsificación de la policía secreta rusa pensada para engañar a los obreros rusos. En esa era de conflicto militar que cortó al continente europeo por la mitad, ¡cuán difícil era rechazar la noción de que uno debía tomar partido en este conflicto, y luchar contra el “fervor patriótico” en el propio país donde uno habitaba! ¡Cuántas grandes mentes (incluso Freud) sucumbieron a la tentación nacionalista, aunque más no fuera por un par de semanas! Esta conmoción de 1914 fue – para ponerla en los términos de Alain Badiou – un “desastre”, una catástrofe en la que todo un mundo desapareció: no sólo la idílica fe burguesa en el progreso, sino también el movimiento socialista que lo acompañó. El propio Lenin (el Lenin del ¿Qué hacer?) sintió que cedía la tierra bajo sus pies – no hay, en su reacción desesperada, ninguna satisfacción, ningún “¡se los dije!” Este momento de Verzweiflung, esta catástrofe, abrió el sitio para el evento leninista, por romper el historicismo evolutivo de la Segunda Internacional – y sólo Lenin estaba a la altura de esta apertura, fue el único en articular la verdad de la catástrofe. Éste es el Lenin del que todavía tenemos algo que aprender. La grandeza de Lenin fue que, en esta situación catastrófica, no tuvo miedo de tener éxito – en contraste con el pathos negativo discernible desde Rosa Luxemburg hasta Adorno, para quienes el acto auténtico en última instancia es la admisión de la derrota que alumbra la verdad. En 1917, en lugar de esperar el momento correcto de madurez, Lenin organizó una huelga preventiva. En 1920, como líder del partido de la clase obrera sin clase obrera (la mayoría de ella había perecido en la guerra civil), prosiguió la organización de un estado, aceptando en su totalidad la paradoja del partido que tiene que organizar, incluso recrear, su propia base, su clase obrera.
En ninguna parte se palpa más esta grandeza que en los escritos de Lenin que cubren el lapso de tiempo entre febrero de 1917, cuando la primera revolución abolió el zarismo e instaló un régimen democrático, hasta la segunda revolución en octubre. En febrero, Lenin era un emigrado político semi-anónimo, perdido en Zurich, sin contactos confiables en Rusia, enterándose de los eventos principalmente a través de la prensa suiza. En octubre dirigió la primera revolución socialista victoriosa – ¿pero qué fue lo que ocurrió entre medio? En febrero, Lenin percibió inmediatamente la oportunidad revolucionaria, el resultado de circunstancias contingentes únicas – si no se echaba mano del momento, la oportunidad para la revolución se desperdiciaría, quizás por décadas. En su terca insistencia de que uno debe aceptar el riesgo y pasar a la próxima fase, es decir, repetir la revolución, Lenin estaba solo, ridiculizado por la mayoría de los miembros del comité central de su propia partido, y la lectura de los textos de Lenin de 1917 proporciona un pantallazo único sobre el obstinado, paciente, y a menudo frustrante trabajo revolucionario a través del cual Lenin impuso su visión. Sin embargo, por más indispensable que haya sido la intervención personal de Lenin, uno no debe modificar la historia de la Revolución de Octubre haciéndola pasar por la del genio solitario confrontado con las masas desorientadas que impone su visión gradualmente. Lenin tuvo éxito porque su apelación, mientras pasaba por alto a la nomenklatura del partido, encontró un eco en lo que uno tiene la tentación de llamar la micropolítica revolucionaria: la explosión increíble de la democracia de base, de los comités locales que crecen alrededor de todas las grandes ciudades de Rusia y, mientras ignoran la autoridad del gobierno “legítimo”, toman las cosas en sus manos. Ésta es la historia acallada de la Revolución de Octubre.
Lo primero que conmueve al lector de hoy es cuán directamente legibles eran los textos de Lenin de 1917. No hay necesidad de largas notas explicativas – aun cuando los nombres que suenan extraño nos sean desconocidos, inmediatamente nos damos cuenta de lo que estaba sucediendo. Desde la distancia de hoy los textos despliegan una claridad casi clásica de los contornos de la lucha en la que participan. Lenin es totalmente consciente de la paradoja de la situación: en la primavera de 1917, después de la Revolución de febrero que derrocó al régimen zarista, Rusia era el país más democrático de toda Europa, con un grado inaudito de movilización de masas, de libertad de organización y de libertad de prensa – y aún así esta libertad daba a la situación un carácter no-transparente, completamente ambiguo. Si hay un hilo común que recorre todos los textos de Lenin escritos “entre las dos revoluciones” (la de febrero y la de octubre), es su insistencia en la distancia que separa los contornos formales “explícitos” de la lucha política entre la multitud de partidos y otros sujetos políticos de sus tareas sociales reales (paz inmediata, distribución de la tierra, y, por supuesto, “todo el poder a los soviets”, es decir, el desmantelamiento del aparato estatal existente y su reemplazo por las nuevas formas de dirección social del tipo de la Comuna).
Esta distancia – la repetición de la distancia entre 1789 y 1793 en la Revolución Francesa – es el espacio preciso de la original intervención de Lenin: la lección fundamental del materialismo revolucionario es que la revolución debe golpear dos veces, y por razones esenciales. La distancia no es simplemente la separación entre forma y contenido. Lo que le falta a la “primera revolución” no es el contenido, sino la forma misma – permanece atrapada en la forma vieja, y piensa que la libertad y la justicia pueden lograrse sencillamente si utilizamos el aparato estatal ya existente y sus mecanismos democráticos. ¿Qué pasa si el “buen” partido gana las elecciones libres e implementa “legalmente” la transformación socialista? (La expresión más clara de esta ilusión, orillando el ridículo, es la tesis de Karl Kautsky, formulada en los años veinte, de que la forma política lógica de la primera fase del socialismo, del pasaje del capitalismo al socialismo, es la coalición parlamentaria de los partidos burgueses y proletarios.) El paralelo aquí es perfecto con la era de la temprana modernidad en la que la oposición a la hegemonía ideológica de la iglesia se articuló primero en la forma de otra ideología religiosa, como una herejía. Siguiendo las mismas líneas, los partidarios de la “primera revolución” quieren subvertir la dominación capitalista dentro de la misma forma política de la democracia capitalista. Ésta es la “negación de la negación” hegeliana: primero el antiguo orden es negado dentro de su propia forma ideológico-política; luego esta misma forma tiene que ser negada. Aquellos que oscilan, aquellos que tienen miedo de dar el segundo paso de superar la forma misma, son aquellos que (repitiendo a Robespierre) quieren una “revolución sin revolución” – y Lenin despliega toda la fuerza de su “hermenéutica de la sospecha” para discernir las distintas formas de esta retirada.
En sus escritos de 1917 Lenin se reserva su agria ironía para quienes se dedican a la búsqueda interminable de algún tipo de “garantía” para la revolución. Esta garantía asume dos formas principales: ya sea la noción reificada de la necesidad social (uno no debe arriesgar la revolución demasiado temprano; uno tiene que esperar el momento correcto, cuando la situación está “madura” con respecto a las leyes del desarrollo histórico: “es demasiado temprano para la revolución socialista – la clase obrera no está madura aún”) o la legitimidad normativa – “democrática” (“la mayoría de la población no está de nuestro lado, entonces la revolución no sería realmente democrática”) – como dice en repetidas oportunidades Lenin, es como si antes de que el agente revolucionario tome el poder estatal tuviera que recibir permiso de alguna figura del gran Otro (organizar un referéndum que determinará que la mayoría apoya la revolución). Con Lenin, como con Lacan, el punto está en que la revolución sólo puede ser autorizada por ella misma: uno debe asumir que el acto revolucionario no está cubierto por el gran Otro – el miedo de tomar el poder “prematuramente”, la búsqueda de una garantía, es el miedo del abismo del acto. En ello reside la última dimensión de lo que Lenin denuncia continuamente como “oportunismo”, y su apuesta es que el “oportunismo” es una posición que es inherentemente falsa en sí misma y que enmascara el temor a acometer la tarea con la pantalla protectora de los hechos, leyes o normas “objetivos”.
La respuesta de Lenin no es la referencia a un conjunto diferente de “hechos objetivos”, sino la repetición del argumento formulado una década antes por Rosa Luxemburgo contra Kautsky: los que esperan que lleguen las condiciones objetivas de la revolución esperarán por siempre – esa posición del observador objetivo (y no de un agente comprometido) es en sí misma el obstáculo principal para la revolución. El contra-argumento de Lenin contra los críticos formal-democráticos del segundo paso es que esta misma opción “puramente democrática” es utópica: en las circunstancias concretas de Rusia, el estado democrático-burgués no tiene ninguna oportunidad de sobrevivir –la única “manera realista” de proteger las verdaderas conquistas de la Revolución de febrero (libertad de organización y de prensa, etc.) es avanzar hacia la revolución socialista – de no ser así, la reacción zarista será la que gane.
Tenemos aquí dos modelos, dos lógicas incompatibles de la revolución: aquellos que esperan el momento teleológico maduro de la crisis final cuando la revolución explotará “en su hora adecuada” por la necesidad de la evolución histórica; y aquellos que son conscientes que la revolución no tiene ninguna “hora adecuada”, aquellos que perciben la oportunidad revolucionaria como algo que surge y que tiene que ser capturado en los propios desvíos del desarrollo histórico “normal”. Lenin no es un voluntarista “subjetivista” – él insiste con que la excepción (el conjunto extraordinario de circunstancias, como las de Rusia en 1917) ofrece un camino para socavar la propia norma. ¿Y acaso esta línea de argumentación, esta posición de principios, no es más real hoy que nunca? ¿Acaso no vivimos también en una era en la que el estado y su aparato, incluyendo sus agentes políticos, simplemente son cada vez menos capaces de articular los problemas claves (ecología, la degradante atención médica, la pobreza, el papel de las compañías multinacionales, etc.)? La única conclusión lógica es que es urgente una nueva forma de politización, que “socializará” directamente estos problemas cruciales. La ilusión de 1917 de que los problemas urgentes que enfrentaba Rusia (paz, distribución de la tierra, etc.) podrían haberse resuelto a través de medios “legales” parlamentarios es igual a la ilusión de hoy de que, por ejemplo, la amenaza ecológica podría evitarse extendiendo la lógica del mercado a la ecología (haciendo que los que contaminan paguen el precio por el daño que causan). Sin embargo, ¿cuán relevantes son las opiniones específicas de Lenin sobre este punto? Según el pensamiento ortodoxo, la declinante fe de Lenin en las capacidades creativas de las masas durante los años posteriores a la Revolución de Octubre, lo llevaron a enfatizar el papel de la ciencia y los científicos. Él saludaba “el principio de esa época feliz cuando la política desaparecerá en el trasfondo… y los ingenieros y los agrónomos tendrán la mayor parte de la palabra.”[i] ¿Pos-política tecnocrática? Las ideas de Lenin sobre cómo corre la ruta hacia el socialismo por el terreno del capitalismo monopolista pueden parecer peligrosamente ingenuas hoy:
“El capitalismo ha creado un aparato de contabilidad en la forma de los bancos, consorcios, servicio postal, sociedades de consumidores, y sindicatos de empleados de oficina. Sin los grandes bancos el socialismo sería imposible… nuestra tarea consiste sencillamente en amputar lo que mutila capitalistamente este aparato excelente, hacerlo aún más grande, aún más democrático, más aun abarcador… Será un registro nacional, una contabilidad nacional de la producción y la distribución de bienes; será, por así decirlo, algo así como la naturaleza del esqueleto de la sociedad socialista.”[ii]
¿No es ésta la expresión más radical de la noción de Marx del intelecto general que regula toda la vida social de una manera transparente, del mundo pos-político en el que “la administración de las personas” será suplantada por “la administración de las cosas”? Por supuesto que es fácil jugar contra esta cita la carta de la “crítica de la razón instrumental” y del “mundo administrado [verwaltete Welt]”. El potencial “totalitario” está inscrito en esta misma forma de control social total. Es fácil comentar sarcásticamente cómo, en la época stalinista, el aparato de administración social se volvió, efectivamente, “aún más grande”. No obstante, ¿esta visión pos-política no es acaso el extremo opuesto de la noción maoísta de la eternidad de la lucha de clases (“todo es político”)?
Sin embargo, ¿es todo tan inequívoco? ¿Qué pasa si uno reemplaza el ejemplo (obviamente anticuado) del banco central con el de la world wide web, el candidato perfecto actual para el papel del Intelecto General (General Intellect)? Dorothy Sayers planteaba que la Poética de Aristóteles es efectivamente la teoría de las novelas policiales antes de que fueran escritas – como el pobre Aristóteles no conocía todavía la novela policial, tenía que referirse a los únicos ejemplos a su disposición, las tragedias… Siguiendo las mismas líneas, Lenin estaba desarrollando efectivamente la teoría del papel de la world wide web, pero, como no conocía Internet, tenía que referirse a los desafortunados bancos centrales. Por consiguiente, ¿podría decir uno que “sin la world wide web el socialismo sería imposible… nuestra tarea sencillamente es amputar lo que mutila capitalistamente este aparato excelente, hacerlo aún más grande, aún más democrático, aún más abarcador”? En estas condiciones, uno se siente tentado a resucitar la vieja, abusiva y medio olvidada dialéctica marxiana de las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Ya es un lugar común plantear que, irónicamente, fue esta misma dialéctica la que enterró el “socialismo realmente existente”: el socialismo no pudo sostener el pasaje de la economía industrial a la pos-industrial. Una de las víctimas tragicómicas de la desintegración del socialismo en la ex-Yugoslavia fue un viejo apparatchik comunista entrevistado por la radio estudiantil de Ljubljana en 1988. Los comunistas sabían que estaban perdiendo poder, y por eso trataban desesperadamente de complacer a todos. Cuando a este viejo cuadro le hicieron preguntas provocativas sobre su vida sexual, él también intentó demostrar desesperadamente que estaba en contacto con la generación joven. Sin embargo, como el único idioma que conocía era el de la hosca burocracia, el resultado fue una particular mezcla obscena – declaraciones como, “La sexualidad es un componente importante de mi actividad diaria. Al tocar a mi esposa entre sus muslos me da nuevos grandes incentivos para mi trabajo de construir el socialismo.” Y cuando uno lee documentos oficiales de Alemania Oriental de los años setenta y comienzos de los ochenta, formulando su proyecto de convertir a la RDA en una especie de Silicon Valley del bloque socialista de Europa Oriental, uno no puede evitar la impresión de la misma distancia tragicómica entre la forma y el contenido. Mientras eran totalmente conscientes de que la digitalización era el camino del futuro, se aproximaron a ella en los términos de la antigua lógica socialista de la planificación industrial centralizada – sus propias palabras enmascaraban el hecho de que no estaban captando lo que está ocurriendo efectivamente, las consecuencias sociales de la digitalización. No obstante, ¿el capitalismo realmente proporciona el marco “natural” de las relaciones de producción para el universo digital? ¿No hay también un potencial explosivo para el propio capitalismo en la world wide web? ¿Acaso la lección del monopolio Microsoft no es precisamente la lección leninista: en lugar de combatir su monopolio a través del aparato estatal (recordemos la división de Microsoft ordenada por la Justicia), ¿no sería más “lógico” simplemente socializarlo, haciéndolo libremente accesible? Hoy uno se siente tentado a parafrasear el famoso lema de Lenin, “Socialismo = electrificación + poder de los soviets”: “Socialismo = acceso libre a internet + poder de los soviets.”
En este contexto, el mito que hay que desbancar es el del papel cada vez menor del estado. Lo que estamos atestiguando hoy en día es el cambio en sus funciones: mientras se retira parcialmente de sus funciones asistenciales, el estado está fortaleciendo su aparato en otros dominios de la regulación social. Para poder empezar un negocio ahora uno tiene que apoyarse en el estado no sólo para garantizar la ley y el orden, sino también el conjunto de la infraestructura (acceso a agua y energía, medios de transporte, criterios ecológicos, regulaciones internacionales, etc.), en una medida incomparablemente mayor que hace 100 años. La caída del servicio eléctrico en California el año pasado hace palpable a este punto: durante un par de semanas en enero y febrero de 2001 la privatización (“desregulación”) del suministro de electricidad transformó al Sur de California, uno de los paisajes pos-industriales más altamente desarrollados del mundo, en un país tercermundista con apagones regulares. Por supuesto, los defensores de la desregulación plantearon que no estaba lo bastante completa, y echaban mano del viejo falso silogismo de, “Mi novia nunca llega tarde a una cita, porque en el momento en que ella llegue tarde, ya no será más mi novia”: la desregulación funciona por definición, entonces si no funciona, no era en verdad una desregulación… ¿El reciente pánico desatado con la enfermedad de la vaca loca (que probablemente presagie docenas de fenómenos similares que nos esperan en el futuro cercano) no apunta también hacia la necesidad de un control global estatal estricto e institucionalizado de la agricultura?
¿Y qué hay del reproche básico según el cual Lenin hoy es irrelevante porque permaneció aferrado dentro del horizonte de la producción industrial masiva (recordemos su celebración del fordismo)? ¿Cómo cambia estas coordenadas el pasaje de la producción de fábrica a la producción “pos-industrial”? ¿Dónde clasificaríamos no sólo las maquiladoras de trabajo manual del Tercer Mundo, sino también las maquiladoras digitales, como la de Bangalore en la que decenas de miles de indios programan software para las corporaciones occidentales? ¿Es adecuado designar a estos indios como el “proletariado intelectual”? ¿Serán la venganza final del Tercer Mundo? ¿Cuáles son las consecuencias del hecho desquiciante (por lo menos para los conservadores alemanes) de que, después de décadas de importar centenares de miles de trabajadores manuales inmigrantes, Alemania ha descubierto ahora que necesita por lo menos decenas de miles de trabajadores intelectuales inmigrantes, principalmente programadores de computadoras? La alternativa que incapacita al marxismo de hoy en día es, ¿qué hacer a propósito de la creciente importancia del crecimiento de la “producción inmaterial” hoy (ciber-trabajadores)? ¿Insistimos con que sólo quienes están involucrados en la producción material “real” son la clase trabajadora, o damos el venturoso paso de aceptar que los “trabajadores simbólicos” son los (verdaderos) proletarios de hoy? Uno debería resistirse a dar este paso, porque ofusca la división entre la producción inmaterial y material, la división en la clase trabajadora entre los ciber-trabajadores y los trabajadores materiales (por regla separados geográficamente, como los programadores en EE.UU. o India, las maquiladoras en China o Indonesia).
Quizás sea la figura del desocupado la que simbolice al puro proletario de hoy: la determinación sustancial del desocupado sigue siendo la de un obrero, pero no se les deja realizarla o renunciar a ella, y entonces permanecen suspendidos en la potencialidad de trabajadores que no pueden trabajar. Quizás en cierto sentido hoy “todos somos desocupados” – los trabajos tienden a basarse en contratos de tiempo cada vez más cortos, por lo cual el estado de desempleo es la regla, el nivel cero, y el trabajo temporal la excepción. Entonces ésta debería ser también la respuesta a quienes abogan por la “sociedad pos-industrial” cuyo mensaje a los trabajadores es que su tiempo se terminó, que su propia existencia está obsoleta, y que lo único con lo que pueden contar es con la compasión puramente humanitaria – hay cada vez menos lugar para los trabajadores en el universo del capital de hoy, y uno debe deducir de este hecho la única conclusión consistente. Si la sociedad “pos-industrial” de hoy necesita cada vez menos trabajadores para reproducirse (20 por ciento de la fuerza de trabajo, según algunas estimaciones), entonces no son los trabajadores los que están de más, sino el capital.
El antagonismo clave de las llamadas nuevas industrias (digitales) es éste: ¿cómo mantener la forma de la propiedad (privada), que es la única forma en la que puede mantenerse la lógica de ganancia (veamos también el problema de Napster, la libre circulación de la música)? ¿Acaso las complicaciones legales en la biogenética no apuntan en la misma dirección? El elemento clave de los nuevos acuerdos internacionales de comercio es la “protección de la propiedad intelectual” – siempre que, al fusionarse, una gran compañía occidental se hace cargo de una compañía del Tercer Mundo, lo primero que hace es cerrar el departamento de investigación. Aquí surgen fenómenos que involucran a la noción de propiedad en paradojas dialécticas extraordinarias: en la India, las comunidades locales descubren de repente que las prácticas médicas y los materiales que han estado usando durante siglos son poseídos ahora por compañías norteamericanas, de manera que deben comprárselas a ellas; mientras las compañías biogenéticas patentan genes, todos estamos descubriendo que partes de nosotros, nuestros componentes genéticos, ya son propiedad registrada, poseída por otros.
Sin embargo, el resultado de esta crisis de la propiedad privada de los medios de producción no está para nada garantizado. Aquí uno debe tener en cuenta la paradoja última de la sociedad stalinista. Contra el capitalismo, que es la sociedad de clase, pero en principio igualitaria, sin divisiones jerárquicas directas, el stalinismo “maduro” es una sociedad sin clases articulada en grupos jerárquicos precisamente definidos (nomenklatura en la cima, trabajadores técnicos, ejército, etc.). Lo que esto significa es que, ya para el stalinismo, la noción marxista clásica de la lucha de clases ya no es más adecuado para describir su jerarquía y dominación – en la Unión Soviética de finales de los años veinte en adelante, la división social clave no estaba definida por la propiedad, sino a través del acceso directo a los mecanismos de poder y a condiciones de vida materiales y culturales privilegiadas (comida, alojamiento, atención sanitaria, libertad para viajar, educación). Y quizás la ironía última de la historia será que, de la misma manera, la visión de Lenin del “socialismo de los bancos centrales” sólo puede leerse adecuadamente en forma retroactiva, desde la actual world wide web.
La Unión Soviética proporcionó el primer modelo de la sociedad “pos-propietaria” desarrollada, del verdadero “capitalismo tardío” en el cual la clase dominante será definida por el acceso directo a los medios de poder central y control (informativos, administrativos) y a otros privilegios materiales y sociales: el punto ya no será poseer compañías, sino directamente administrarlas, tener el derecho para utilizar un jet privado, tener acceso a una cobertura de salud diferenciada, etc. – privilegios que no serán adquiridos por medio de la propiedad, sino a través de otros mecanismos (educativos, directivos, etc.).
Ésta, entonces, es la crisis venidera que ofrecerá la perspectiva de una nueva lucha emancipatoria, de la reinvención completa de lo político – no la vieja opción marxista entre la propiedad privada y su socialización, sino la opción entre la sociedad pos-propietaria jerárquica y la sociedad pos-propietaria igualitaria. Aquí, la vieja tesis marxista sobre cómo la libertad y la igualdad burguesas están basadas en la propiedad privada y las condiciones de mercado, adquiere un giro inesperado: lo que permiten las relaciones de mercado son la libertad (por lo menos) “formal” y la igualdad “legal” – ya que la jerarquía social puede sostenerse a través de la propiedad, no existe la necesidad de su aserción política directa. Si, luego, el papel de la propiedad privada disminuye, el peligro es que esta desaparición gradual cree la necesidad de alguna nueva forma de jerarquía (racista o de “gobierno de los expertos”), directamente fundadas en las propiedades de los individuos, y cancelando así incluso la igualdad “formal” burguesa y la libertad. Resumiendo, en tanto el factor determinante de poder social será la inclusión/exclusión del conjunto de los privilegiados (de acceso al conocimiento, control, etc.), podemos esperar el surgimiento de modos distintos de exclusión, para llegar directamente al racismo. La primera señal clara que apunta en esta dirección es la nueva alianza entre la política (gobierno) y las ciencias naturales. En la biopolítica, que surgió recientemente, el gobierno está instigando a la “industria de los embriones”, el control sobre nuestro legado genético por fuera del control democrático, justificado por una oferta que nadie puede rechazar: “¿No quiere usted curarse del cáncer, la diabetes, el Alzheimer…?” Sin embargo, mientras los políticos hacen esas promesas “científicas”, los propios científicos permanecen profundamente escépticos, haciendo hincapié frecuentemente sobre la necesidad de alcanzar decisiones a través de un gran acuerdo social general.
El problema último de la ingeniería genética no reside en sus consecuencias imprevisibles (¿qué ocurriría si creamos monstruos – digamos, humanos sin sentido de responsabilidad moral?), sino la manera en que la ingeniería biogenética afecta fundamentalmente nuestra noción de educación: en lugar de educar a un niño para que sea un buen músico, ¿será posible manipular sus genes para que se incline “espontáneamente” hacia la música? En lugar de instilar en él un sentido de disciplina, ¿será posible manipular sus genes para que “espontáneamente” tienda a obedecer órdenes? La situación aquí está radicalmente abierta – si surgirán gradualmente dos clases de personas, los “nacidos naturalmente” y los manipulados genéticamente, no queda claro de antemano qué clase ocupará el nivel más alto en la jerarquía social. ¿Serán los “naturales” los que consideren a los manipulados como meras herramientas, no como seres verdaderamente libres, o serán mucho más perfectos manipulados genéticamente los que considerarán a los “naturales” como pertenecientes a un nivel más bajo de evolución?
La lucha venidera, por lo tanto, no tiene ningún resultado garantizado – nos confrontará con una inédita urgencia para actuar, ya que no sólo involucrará un nuevo modo de producción, sino una ruptura radical en lo que significa ser un ser humano. Hoy ya podemos discernir las señales de un tipo de malestar general – recordemos la serie de eventos normalmente agrupados bajo el nombre de “Seattle”. La luna de miel de diez años del capitalismo global triunfante ha terminado, la largamente retrasada “comezón del séptimo año” ya está aquí – seamos testigos de las reacciones de pánico de los grandes medios de comunicación, que, desde la revista Time hasta CNN, todos de repente empezaron a advertir sobre la existencia de marxistas que manipulan a la muchedumbre de manifestantes “honestos”. El problema ahora es el estrictamente leninista – cómo enfrentar las imputaciones de los medios de comunicación, cómo inventar estructuras organizativas que le confieran a esta inquietud la forma de una demanda política universal. De no ser así, la oportunidad se desperdiciará, y lo que quedará es una perturbación marginal, quizás organizada como un nuevo Greenpeace, con cierta eficacia, pero también con metas estrechamente limitadas, estrategias de marketing, etc. En otras palabras, la lección “leninista” clave hoy es que la política sin forma organizativa de partido es política sin política, de manera que la respuesta a aquéllos que simplemente quieren los (atinadamente llamados) “nuevos movimientos sociales” es la misma que la respuesta de los jacobinos a los componedores girondinos: “¡Ustedes quieren la revolución sin una revolución!” El obstáculo de hoy es que parece haber sólo dos caminos abiertos para el compromiso socio-político: o jugar el juego del sistema, comprometerse en la “larga marcha a través de las instituciones”, o activar en los nuevos movimientos sociales, desde el feminismo, pasando por la ecología hasta el anti-racismo. Y de nuevo el límite de estos movimientos es que no son políticos en el sentido del Singular Universal; son “movimientos contra un solo problema” que carecen de la dimensión de la universalidad, es decir, que no se relacionan con la totalidad social.
La promesa del movimiento “de Seattle” reside en el hecho de que es exactamente lo opuesto de lo que usualmente se lo designa en los medios de comunicación (la “protesta anti-globalización”); es el primer grano de un nuevo movimiento global, global con respecto a su contenido (apunta a una confrontación global con el capitalismo actual) así como en su forma (es un movimiento global e involucra una red internacional móvil, capaz de reaccionar desde Seattle a Praga). Es más global que el “capitalismo global”, ya que involucra en el juego a sus víctimas, es decir, aquellos excluidos por la globalización capitalista. Quizás uno debería arriesgarse y aplicar la vieja distinción de Hegel entre universal “abstracto” y “concreto” en este caso: la globalización capitalista es el “abstracto”, concentrado en el movimiento especulativo del capital, mientras el “movimiento de Seattle” está por el “universal concreto”, es decir, por la totalidad del capitalismo global y su lado oscuro excluido.
Aquí el reproche de Lenin a los liberales es crucial: ellos simplemente explotan el descontento de las clases obreras para fortalecer su posición frente a los conservadores, en vez de identificarse con ese descontento hasta el final.[iii] ¿No esto lo que ocurre también con los liberales de izquierda de hoy? Les gusta evocar el racismo, la ecología, los agravios contra los trabajadores, etc., para anotarse algunos puntos por encima de los conservadores sin poner en peligro el sistema. Recordemos cómo, en Seattle, el propio Bill Clinton se refirió a los manifestantes que estaban afuera en las calles, recordándoles a los líderes reunidos dentro del palacio sitiado que deben escuchar al mensaje de los manifestantes (el mensaje que, por supuesto, Clinton interpretó privándolo de su aguijón subversivo atribuido a los peligrosos extremistas que introducen el caos y la violencia entre la mayoría de los manifestantes pacíficos). Esta posición clintonesca luego se desarrolló en una elaborada estrategia de contención de “garrote y zanahoria”: por un lado, paranoia (la noción de que hay una oscura conjura marxista acechando por detrás); por otro lado, en Génova, no fue nadie más que Berlusconi el que proporcionó comida y albergue a los manifestantes anti-globalización – a condición de que se “comportaran con propiedad” y no perturbaran el evento oficial. Pasa lo mismo con todos los nuevos movimientos sociales, hasta los zapatistas en Chiapas. La política del sistema está siempre presta para “escuchar sus demandas”, privándolas de su aguijón político apropiado. La verdadera “tercera vía” que tenemos que buscar es esta tercera vía entre la política parlamentaria institucionalizada y los nuevos movimientos sociales.
Como una señal de esta emergente inquietud y necesidad de una verdadera tercera vía, es interesante ver cómo, en una entrevista reciente, incluso un liberal conservador como John Le Carré tuvo que admitir que, como consecuencia de la “aventura amorosa entre Thatcher y Reagan”, en la mayoría de los países occidentales desarrollados y sobre todo en el Reino Unido “la infraestructura social prácticamente ha dejado de funcionar” que luego lo lleva directamente a suplicar que, por lo menos, “renacionalicen los ferrocarriles y el agua”.[iv] Efectivamente nos estamos acercando a un estado en que la afluencia privada (selectiva) es acompañada por la degradación global (ecológica, de infraestructura) que empezará a afectarnos a todos pronto: la calidad del agua no sólo es un problema en el Reino Unido – un estudio reciente mostró que la totalidad de la fuente de donde se abastece de agua el área de Los Ángeles ya está tan afectada por químicos tóxicos artificiales que pronto será imposible potabilizarla, ni siquiera a través de los filtros más avanzados. Le Carré formuló su furia contra Blair por aceptar las coordenadas básicas thatcheristas en términos muy precisos: “La última vez, en 1997, pensé que él estaba mintiendo cuando negaba que fuera socialista. Lo peor que puedo decir sobre él es que estaba diciendo la verdad”.[v] Más precisamente, aun cuando en 1997 Blair estuviera mintiendo “subjetivamente”, aun cuando su agenda confidencial tratara de mantener lo más posible la agenda socialista, estaba “objetivamente” diciendo la verdad: su (eventual) convicción socialista subjetiva era un autoengaño, una ilusión que le permitió cumplir con su papel “objetivo”, el de completar la “revolución” thatcherista.
La respuesta última al reproche de que las propuestas de la izquierda radical son utópicas debería ser que hoy la verdadera utopía es la creencia en que el actual acuerdo general capitalista liberal-democrático pueda continuar indefinidamente, sin cambios radicales. Así, regresamos al viejo lema de 1968 “Soyons réalistes, demandons l’impossible!” (“¡Seamos realistas, demandemos lo imposible!”): para ser de verdad “realista”, uno debe considerar evadirse de los constreñimientos de lo que aparece como “posible” (o, como normalmente lo llamamos, “factible”). Si hay que sacar alguna lección de la victoria electoral de Silvio Berlusconi en mayo de 2001, es que los verdaderos utópicos son los izquierdistas de la Tercera Vía – ¿por qué? La tentación principal que hay que evitar a propósito de la victoria de Berlusconi en Italia es la de usarla como un pretexto para otro ejercicio en el marco de la tradición izquierdista conservadora de la Kulturkritik (desde Adorno a Virilio) que lamentan la estupidez de las masas manipuladas y el eclipse del individuo autónomo capaz de reflexión crítica. Esto, sin embargo, no significa que las consecuencias de esta victoria deban subestimarse. Hegel dijo que todos los eventos históricos tienen que ocurrir dos veces: Napoleón tenía que perder dos veces, etc. Y parece también que Berlusconi tenía que ganar una elección dos veces para que nos demos cuenta del conjunto de las consecuencias de este evento.
¿Qué es lo que logró Berlusconi? Su victoria nos proporciona una triste lección sobre el papel de la moralidad en la política: el resultado en última instancia de la gran catarsis moral-política – la campaña anti-corrupción de “manos limpias” que una década atrás arruinó a la Democracia Cristiana y, con ella, a la polaridad ideológica de democristianos y comunistas que dominó la política italiana de pos-guerra – es que Berlusconi esté en el poder. Es como si Rupert Murdoch ganara las elecciones en Gran Bretaña – un movimiento político dirigido como si fuera una empresa de publicidad. Forza Italia de Berlusconi ya no es un partido político, sino – como su nombre lo indica – más bien un grupo de gente que apoya a una selección de fútbol. Si, en los viejos y buenos países socialistas, el deporte estaba directamente politizado (recordemos las enormes sumas de dinero que la RDA invertía en sus mayores atletas), ahora la política misma se ha vuelto una competencia deportiva. Y el paralelo va incluso mucho más allá: si los regímenes comunistas nacionalizaban la industria, Berlusconi en cierto modo está privatizando el propio estado. Por esta razón, todas las preocupaciones de algunos izquierdistas y demócratas liberales sobre el peligro de un neo-fascismo que acecharía por detrás de la victoria de Berlusconi están fuera de lugar y en cierto modo son demasiado optimistas: el fascismo todavía es un proyecto político determinado, mientras que, en el caso de Berlusconi, en última instancia no hay nada que esté acechando por detrás, ningún proyecto ideológico secreto, sólo la pura convicción de que las cosas funcionarán, de que lo haremos mejor. En resumen, Berlusconi es la pos-política en su estado más puro. La señal última de la “pos-política” en todos los países occidentales es el creciente enfoque empresarial hacia las funciones de gobierno. El gobierno es reconcebido como una función administrativa, privada de su dimensión propiamente política.
Lo que verdaderamente está en juego en las luchas políticas de hoy es cuál de los dos viejos partidos principales, los conservadores o la “izquierda moderada”, lograrán presentarse a sí mismos como los que verdaderamente encarnan el espíritu pos-ideológico, contra el otro partido al que se descalificará diciendo que “todavía está atrapado por los viejos espectros ideológicos”. Si los años ochenta pertenecieron a los conservadores, la lección de los noventa parecería ser que, en nuestras sociedades capitalistas tardías, la socialdemocracia de la Tercera Vía (o, más marcadamente aún, los pos-comunistas en las países ex-socialistas) funciona efectivamente como la representante del capital como tal, en general, contra sus facciones particulares representadas por los diferentes partidos “conservadores”, quienes, para poder presentarse su mensaje como si se dirigiera al conjunto de la población también tratan de satisfacer las demandas particulares de los estratos anti-capitalistas (digamos, de los trabajadores de clase media “patrióticos” amenazados por la fuerza de trabajo barata de los inmigrantes. Recordemos a la CDU, que contra la propuesta de los socialdemócratas de que Alemania debía importar 50.000 programadores de computadoras de la India, lanzó la consigna infame de “Kinder statt Inder!” – “¡Niños en lugar de indios!” Esta constelación económica explica en buena medida cómo y por qué los socialdemócratas de la Tercera Vía pueden estar simultáneamente por los intereses del gran capital y por una tolerancia multiculturalista que apunte a defender los intereses de las minorías foráneas.
El sueño de la Tercera Vía de la izquierda era que el pacto con el diablo funcionara: Ok, ninguna revolución, aceptamos el capitalismo como lo único a lo que se puede jugar, pero por lo menos podremos mantener algunos de los logros del estado de bienestar, además de construir una sociedad tolerante hacia las minorías sexuales, religiosas y étnicas. Si la tendencia anunciada por la victoria de Berlusconi persiste, se discierne una perspectiva mucho más oscura en el horizonte: un mundo en el que el dominio ilimitado del capital no se complemente con la tolerancia del liberalismo de izquierda, sino por la típica mixtura pos-política de un espectáculo puramente publicitario junto con las preocupaciones de la Mayoría Moral (recordemos que el Vaticano dio su apoyo tácito a Berlusconi). Si hay una agenda ideológica oculta en la “pos-política” de Berlusconi es, para decirlo sin vueltas, la desintegración del pacto democrático fundamental posterior a la Segunda Guerra Mundial. En los últimos años, ya hubo numerosas señales de que el pacto anti-fascista posterior a la Segunda Guerra Mundial está crujiendo lentamente – los llamados “tabúes” están cayendo, desde los historiadores “revisionistas” hasta los populistas de la Nueva Derecha. Paradójicamente, los que están socavando este pacto se refieren precisamente a la misma lógica de la victimización universalizada por los liberales: seguramente hubo víctimas del fascismo, ¿pero qué hay de las otras víctimas de las expulsiones posteriores a la Segunda Guerra Mundial? ¿Qué hay de los alemanes desalojados de sus hogares en Checoslovaquia? ¿No tienen también algún derecho a una compensación (financiera)?
El futuro inmediato no pertenece a los provocadores derechistas abiertos como Le Pen o Pat Buchanan, sino a gente como Berlusconi y Haider, esos abogados del capital global con la piel de lobo del nacionalismo populista. La lucha entre ellos y la izquierda de la Tercera Vía es la lucha por ver quién será más eficaz en neutralizar los excesos del capitalismo global –la tolerancia multiculturalista de la Tercera Vía o la homofobia populista. ¿Será esta aburrida alternativa la respuesta de Europa a la globalización? Berlusconi es lo peor de la pos-política; ¡incluso The Economist, esa estoica voz del liberalismo anti-izquierda, fue acusado por Berlusconi de ser parte de una “conjura comunista”, cuando le hizo algunas preguntas críticas sobre cómo es que una persona declarada culpable de crímenes podía llegar a ser primer ministro! Lo que esto significa es que, para Berlusconi, toda oposición a su pos-política se basa en una “conjura comunista”. Y en cierto modo tiene razón – ésta es la única oposición verdadera. Todos los demás – los liberales o la Tercera Vía – están jugando básicamente el mismo juego que él, sólo que con un ropaje diferente. Y la esperanza tiene que ser que Berlusconi también tenga razón con respecto al segundo aspecto de su paranoico mapa cognitivo – que su victoria dará ímpetu a la verdadera izquierda radical.
[i] Citado de N Harding, Leninism (Durham, 1996), p168.
[ii] Ibid, p146.
[iii] Debo este punto a la contribución de Alan Shandro, Lenin y la lógica de la hegemonía, en el simposio La recuperación de Lenin, Essen, 2-4 de febrero de 2001.
[iv] John Le Carré, My Vote? I Would Like to Punish Blair, entrevista con David Hare en The Daily Telegraph, 17 de mayo de 2001, p23.
[v] Ibid.

Sobre la disciplina revolucionaria y el "centralismo democrático realmente existente"


I.-
Corría el año 1992 y aunque oficialmente había llegado el invierno, el clima era realmente insurreccional. Las calles amanecían todos los días con los rastros del combate del día anterior: vidrios, piedras, cartuchos de perdigones (en el mejor de los casos), bombas lacrimógenas, basura quemada. Los trastes apilados de lo que una vez fue una precaria barricada improvisada. Eran los tiempos en los que podíamos jactarnos de que ya no había pared de la ciudad sin una consigna nuestra ni liceo público indiferente a la lucha que nos encargábamos de atizar.

Había acontecido el 4F y el gobierno de Carlos Andrés Pérez parecía no poder sostenerse un día más. El 4F implicó, para nosotros, una pausa en la lucha callejera que librábamos con fuerza desde 1991. Después del «Por ahora», poco tardamos en retomar la calle como lo que éramos: una banda de muchachos y muchachas, la mayoría de los cuales no habíamos cumplido los 20 años, haciendo peso mientras la «democracia» se estremecía y amenazaba con caer.

Las contradicciones se agudizaban. La conspiración estaba en marcha. Maduraban las «condiciones objetivas» para la nueva insurrección cívico-militar. Fue entonces cuando ocurrió: quienes integrábamos la Dirección de la Juventud nos reunimos con un representante del Partido. El asunto a discutir: nuestra participación en la futura contienda.

En realidad, no discutimos nada. El representante del Partido nos regaló parte de su valiosísimo tiempo para ilustrarnos acerca de la «situación política nacional», la «línea» a seguir en consecuencia, luego de lo cual asignaría tareas específicas mediante la conformación de comisiones.

Pero antes de la conformación de las fulanas comisiones, quien esto escribe aprovechó la rara ocasión para preguntarle al representante del Partido:

– Una pregunta compa: ¿y si esta insurrección cívico-militar también fracasa?

El representante del Partido me dirigió una mirada enfurecida, como de maestro de escuela que está a punto de reprender al estudiantico impertinente. Palabras más, palabras menos, me espetó:

– La insurrección cívico-militar no fracasará, porque el Partido tiene 20 años preparando la insurrección.

Como todo acto tiene sus consecuencias, y como uno tiene que aprender a hacerse responsable de sus actos, el representante del Partido completó su reprimenda excluyéndome de toda responsabilidad, manteniéndome al margen de toda comisión. Imagínense el momento: la revolución estaba a punto de acontecer, y un representante del Partido acababa de disponer que yo no tendría ninguna responsabilidad en los hechos heroicos por venir. Por hacer una pregunta impertinente. Quién me manda.

II.-
Tal vez el lector lego no logre captar el significado y el alcance de esta actitud del representante del Partido. Se trata de acallar la voz disidente, o en todo caso de disipar cualquier margen de duda o sospecha, mediante la práctica de la sanción moral. Cuando la «línea política» ya ha sido decidida, cuando el análisis de la situación ya se ha realizado, pero sobre todo cuando uno se para frente al portavoz de esta línea decidida y este análisis realizado, cualquier pregunta, opinión o análisis que vaya en contravía de lo ya decidido y analizado, por insignificante que sea el gesto, debe ser censurado, sometido, acallado.

Los viejos y no tan viejos militantes revolucionarios tienen una deuda con la generación que está iniciándose en la política en estos tiempos de revolución bolivariana: aún no ha sido escrita la historia de estos innumerables, cotidianos y minúsculos actos de sometimiento de la disidencia, de censura de la sana duda, de represión del libre pensamiento, en nombre de la disciplina y el «centralismo democrático».

Actos que por minúsculos tal vez nos parecieron insignificantes en su momento, constituyen la fuente primaria con la que se podría registrar la historia infame del «centralismo democrático realmente existente». Episodios innumerables y frecuentes, en ningún caso excepcionales, que podrían ayudarnos a entender por qué es imposible hacer la revolución si la práctica política del militante «revolucionario» está fundada en el resentimiento, la impotencia, y eso que Spinoza llamaba «pasiones tristes».

III.-
En un fogoso artículo interpretado por algunos, inexplicablemente, como un gesto de claudicación frente a la posibilidad y necesidad del acontecimiento revolucionario, Michel Foucault explicaba las razones de su «cambio de opinión» con respecto a la Revolución Iraní.

El artículo en cuestión, publicado en mayo de 1979, lleva cómo título una pregunta: ¿Es inútil sublevarse? De inmediato, y sin dejar margen a la duda, Foucault se responde:

«Si las sociedades se mantienen y viven, es decir, si los poderes no son en ellas «absolutamente absolutos», es porque, tras todas las acepta­ciones y las coerciones, más allá de las amenazas, de las violencias y de las persuasiones, cabe la posibilidad de ese movimiento en el que la vida ya no se canjea, en el que los poderes no pueden ya nada y en el que, ante las horcas y las ametralladoras, los hombres se sublevan».

El problema para Foucault, otrora entusiasta partidario de la rebelión contra el régimen sanguinario del Sha, es el curso de los acontecimientos una vez que el régimen ha sido derrocado:

«Dos años de censura y de persecución, una clase política orilla­da, partidos prohibidos, grupos revolucionarios diezmados… Ciertamente, no da ninguna vergüenza cambiar de opinión, pero no hay ninguna razón para decir que se cambia cuando se está hoy contra la amputación de manos, tras haber estado ayer contra las torturas de la Savak».

Pero si bien es una farsa la idea de una revolución capaz de acabar para siempre jamás con toda forma de dominación, no por eso habremos de ceder al chantaje de que, por tanto, no vale la pena hacer ninguna revolución:

«Ninguno tiene derecho a decir: «rebélese usted por mí, se trata de la liberación final de todo hombre». Pero no puedo estar de acuerdo con quien dijera: «Es inútil sublevarse, siempre será lo mismo»… Hay sublevación, es un hecho; y mediante ella es como la subjetividad (no la de los grandes hombres, sino la de cualquiera) se introduce en la his­toria y le da su soplo».

Al final de su artículo, Foucault deja sentada su posición frente a aquellos que justifican sus crímenes o los nuevos despotismos (y que les igualan a los viejos criminales y déspotas) en nombre de la revolución:

«… si el estratega es el hom­bre que dice: «qué importa tal muerte, tal grito, tal sublevación con relación a la gran necesidad de conjunto y qué me importa además tal principio general en la situación particular en la que estamos», pues, entonces, me es indiferente que el estratega sea un político, un historiador, un revolucionario, un partidario del sha, del ayatolá; mi moral teórica es inversa. Es «antiestratégica»: ser respetuoso cuando una singularidad se subleva, intransigente desde que el poder transgrede lo universal».

IV.-
Estoy persuadido de que a partir de la contundente victoria electoral de diciembre de 2006, hemos entrado en una nueva fase de la revolución bolivariana. Está claro que no estoy diciendo nada nuevo: todos hemos escuchado al presidente Chávez argumentando cómo es que hemos entrado en una fase que se caracteriza porque las fuerzas revolucionarias han creado las condiciones para pasar a la ofensiva. La oposición, bien es cierto, ha puesto su parte, cediendo terreno progresivamente con cada pésimo movimiento táctico.

De igual forma, estoy convencido de que sería ingenuo e irresponsable subestimar la capacidad de reacción de la oposición interna, y sobre todo la amenaza que constituyen los enemigos externos de proceso revolucionario.

No obstante, tal vez nunca como ahora fue posible darle rienda suelta a un profundo y democrático debate a lo interno de las filas revolucionarias, sobre cómo y por qué construir nuestro socialismo del siglo XXI, con todo lo que este debate implica en términos de herramientas teóricas, instrumentos de organización, formas y estilos de gobierno, relaciones económicas y sociales de producción, cultura, etc. Dicho de otra manera, tal vez nunca la correlación de fuerzas nos fue tan favorable.

Este debate, efectivamente, está iniciando (apenas iniciando), y es demostración fehaciente de esto una suerte de «rumor» o «malestar» que va tomando cuerpo, y que adquiere la forma de una denuncia necesaria e impostergable contra eso que llamamos «derecha endógena» o identificamos como «burocracia». La crítica contra la vieja cultura política «marxista-leninista» también forma parte de este repertorio crítico con el que nos hemos venido armando. Sin embargo, la ausencia (o digamos mejor, la no consolidación, el carácter incipiente) de una cultura política democrática de debate ha hecho resurgir viejos fantasmas. Se trata de lo que Boaventura de Sousa Santos, refiriéndose al caso venezolano, llama «la figura siniestra de los ‘enemigos del pueblo‘».

Así, se emprende la crítica contra el conservadurismo de boina roja, y el que critica es un vendepatria-lacayo-del-imperialismo-yanki. Se cuestiona la burocracia ineficiente y castradora de la potencia revolucionaria, y el que cuestiona es un infiltrado-de-la-CIA-cuyo-propósito-es-ocultar-los-innegables-logros-del-gobierno-bolivariano. Se critica a la derecha endógena, se denuncian sus corruptelas, su enriquecimiento criminal al amparo y a la sombra de un proceso que es esperanza de los que jamás han tenido nada, y el que critica es, igualmente, un vendepatria-lacayo o un infiltrado o alguien que no tiene corazón o que tiene malas, muy malas intenciones. Se critica a la izquierda conservadora y tradicional, y el que critica le está haciendo un flaco servicio a la revolución y le está haciendo el juego a la derecha endógena y también a la exógena. O bien se cuestionan los excesos implícitos en las denuncias de algunos cámaras, y el resultado es lo que José Roberto Duque ha llamado El efecto Golinger.

Abundan, pues, muchas expresiones de esta «figura siniestra del enemigo del pueblo». Y lamentablemente, las formas que asume esta figura, al contrario de lo que algunos pudieran pensar o afirmar, no son patológicas, sino normales. Una y otra vez las vemos expresadas en los voceros de la burocracia, de la derecha endógena o de la rancia izquierda. Saber identificar, por tanto, estas formas, es una condición indispensable para la conformación de una cultura política democrática y genuinamente revolucionaria.

Como consecuencia de esta ausencia de cultura política para el debate democrático, que ciertamente guarda estrecha relación con el hecho de que durante años nos vimos obligados a asumir una posición de férrea defensa del proceso revolucionario, frente al ataque inclemente, criminal y continuado de la oposición, ésta última, a través de sus voceros por excelencia, los medios privados, se han adueñado de la iniciativa en lo que a denuncias se refiere. El problema, por supuesto, es que la denuncia proveniente de los medios privados es con demasiada frecuencia muy poco veraz, y en la inmensa mayoría de los casos simplemente responde al propósito que les ha sido asignado: funcionar como la artillería en la guerra de baja intensidad que se libra todos los días contra las filas revolucionarias, intentando desmoralizarlas y desmovilizarlas.

El descrédito, la impudicia y la desfachatez de los medios privados es tal, que en las filas revolucionarias, por lo general, ya no se les toma en serio, y esto es una buena señal del grado de conciencia adquirida en el fragor de la lucha. Sin embargo, el bombardero incesante de mentiras y medias verdades produce un efecto de poder que muchas veces pasa desapercibido: la inhibición de la crítica desde las filas revolucionarias.

Así, por ejemplo, en la medida en que Globovisión intenta desesperadamente minimizar u ocultar el liderazgo del presidente Chávez a escala continental, renunciamos a nuestro legítimo derecho de conocer por qué funcionarios de Pdvsa viajaban junto con el tipo del maletín cargado de dólares; hacemos como si no nos importara saber por qué, si es que realmente no estaba de ninguna manera implicado, uno de estos funcionarios se vio forzado a renunciar. Un ejemplo menos reciente es el del Padre Palmar: Globovisión convierte en un espectáculo lamentable y patético el asunto de la carretilla cargada de denuncias (y el Padre ciertamente no ayuda), y hacemos como si ninguna de estas denuncias procediera. Es decir, ni siquiera el beneficio de la duda.

Tengo por regla que todo aquel que, llamándose revolucionario, utilice las cámaras de Globovisión para realizar una crítica al gobierno revolucionario, pierde su condición de interlocutor legítimo de esa misma crítica. Así de sencillo. Pero lo que es muy difícil de tolerar es que Venezolana de Televisión se haya convertido en un espacio eminentemente propagandístico, donde la ausencia de periodismo crítico y de investigación contrasta dramáticamente con la presencia de algunos pocos espacios desde los cuales se hace buen periodismo. Vanessa Davies, en mi criterio muy personal, es quizá la excepción más honrosa.

No basta, por tanto, que el presidente Chávez afirme constantemente que él mismo es el principal crítico del gobierno que preside. Su actitud nada complaciente es, sin duda, una mínima garantía de que los corruptos, los burócratas, los infiltrados y en general las fuerzas conservadoras no pueden actuar a sus anchas. Pero la idea, cámaras, digo yo, es reducirles progresivamente el radio de acción, a riesgo de que esta revolución se nos diluya entre los dedos, después de que tanto y a tantos nos ha costado construirla con estas manos. Y esto sólo será posible a condición, insisto, de que creemos las condiciones para un debate amplio y profundamente democrático a lo interno de las filas revolucionarias, que no ceda al chantaje de los «enemigos del pueblo».

V.-
Tal vez la crítica a lo interno de las filas revolucionarias nos pudiera llegar a parecer «antiestratégica» (en el sentido en que lo planteaba Foucault), en tanto que supuestamente pondría en peligro lo «estratégico»: la construcción de la vía venezolana al socialismo. Muy por el contrario, sospecho que la crítica, como la he venido planteando acá, es en sí misma «estratégica», porque no hay forma de construir nada parecido a una sociedad democrática y revolucionaria, si las fuerzas sociales que en ella hacen vida están incapacitadas o imposibilitadas de realizar la crítica de aquello que nos impide avanzar en la construcción de esa misma sociedad.

Es por eso que me cuesta entender y asimilar la decisión del presidente Chávez de crear un Comité Disciplinario transitorio para un partido que, como el Psuv, está en pleno proceso de conformación; un partido que no tiene estatutos, ni siquiera militantes (sino aspirantes), cuya experiencia (extraordinaria, por demás) se limita a la realización de tres o cuatro asambleas de batallones, pero que desde ya carga a cuestas el peso de este Comité Disciplinario presidido por Diosdado Cabello.

¿Por qué un Comité Disciplinario transitorio? Sobre el asunto, sólo disponemos del testimonio del presidente Chávez del pasado 25 de agosto, cuando justificó su creación en razón de luchas intestinas y de fracciones que estarían aconteciendo entre ¿dirigentes? o funcionarios del alto gobierno. ¿De quién se trata? ¿Cómo, cuándo y por qué incurrió en cuáles faltas disciplinarias? Obviamente, si uno escuchó el discurso de Chávez, es capaz de intuir por dónde viene el problema. Pero lo que realmente preocupa no es lo poco que esclarece la explicación del Presidente, sino todo lo que permanece oculto a los ojos de los aspirantes a militantes comunes y silvestres. Aún albergo eso que llaman la «vana esperanza» de obtener respuestas a estas interrogantes a través de medios «amigos», y no vía El Nacional o Globovisión.

Supongamos que el dirigente o funcionario anónimo, cuyas faltas disciplinarias desconocemos en detalle, haya incurrido, efectivamente, en acciones u omisiones que atentan gravemente contra la «disciplina» del partido en formación. Aún en ese caso, ¿no habría sido infinitamente más edificante y provechoso debatir públicamente sobre el asunto? Y no vale apelar acá al recurso de que la intención no podía ser en ningún caso someter al camarada al escarnio público. Porque, con intención o sin ella, es lo que ha sucedido. El camarada sin rostro, pero cuya identidad ya sabremos muy pronto, en las próximas horas, ha sido escarmentado públicamente.

Incluso el mismo Lenin, cuyo excesivo «centralismo» y la idea de disciplina que le es propia fueron objeto de férreas críticas por parte de Rosa Luxemburgo, escribió sobre los «grupúsculos» desobedientes e indisciplinados:

«A nuestro parecer es necesario hacer todo lo posible -aun si implica alejarse de los principios del centralismo y de la obediencia absoluta a la disciplina- para que estos grupúsculos hablen claro y den al Partido en su totalidad la oportunidad de pesar la importancia o falta de ella de estas diferencias; de esta manera puede llegarse a determinar dónde, cómo, y de parte de quién existe una inconsistencia».

De Rosa Luxemburgo es preciso revisar su análisis sobre los Problemas de organización de la socialdemocracia rusa. Muy sugerente resulta la distinción entre el «centralismo conspirativo» propio de los blanquistas, y la actividad revolucionaria de la «socialdemocracia» (tal y como ésta era entendida hace 100 años y en cuyas filas militaba Lenin). El blanquismo, habituado al golpe de mano y ajeno a la lucha de clases, no requiere de organización de masas. Al contrario, dado el carácter secreto de sus acciones, mantiene prudente distancia de éstas. Aún más: la planificación de las acciones corre por cuenta de un restringido e inaccesible comité central:

«Por consiguiente, los miembros activos de la organización se transformaban en simples órganos de ejecución de una voluntad previamente determinada y exterior a su propio campo de actividad, en instrumentos de un comité central. De aquí se derivaba también la segunda característica del centralismo conspirativo: la subordinación absoluta y ciega de los órganos singulares del partido a sus autoridades centrales y la ampliación de las atribuciones de poder decisorio de estas últimas hasta la más extrema periferia de la organización del partido».

Las condiciones de la lucha «socialdemócrata», en cambio, son radicalmente distintas. En primer lugar, la socialdemocracia surge de la lucha de clases. Su ejército de militantes…

«… sólo se recluta en la lucha misma y sólo en la lucha se hace consciente de los objetivos de la misma. Organización, esclarecimiento y lucha no son momentos separados, mecánica y también temporalmente escindidos, como en un movimiento blanquista, sino… aspectos diferentes de un mismo proceso… No hay -a excepción de los principios generales de la lucha- ninguna táctica de lucha acabada y fijada con detalles por adelantado que les pueda ser inculcada a los militantes socialdemócratas por un comité central… De esto se deriva que la centralización socialdemócrata no puede basarse en la obediencia ciega, no puede basarse en la subordinación mecánica de los luchadores del partido a un poder central y que, por otra parte, entre el núcleo de proletariado consciente ya organizado… y el sector que le rodea… no puede jamás levantarse un muro de absoluta separación».

Pues bien, el problema estriba en que el «centralismo democrático realmente existente» en nuestros partidos de izquierda, se parece mucho más al «centralismo conspirativo» de los blanquistas, que al «centralismo» deseable de los socialdemócratas de Rosa Luxemburgo. La cultura política que hemos heredado de la vieja izquierda se funda en estas prácticas de obediencia ciega y subordinación, que no tienen nada de democráticas ni mucho menos de revolucionarias. Es, como les relataba arriba, una política que se sostiene en el resentimiento, y que acalla toda voz disidente mediante la sanción moral.

El proceso de construcción de un partido genuinamente revolucionario supone crear las condiciones para un profundo y democrático debate entre revolucionarios, y esto último supone, a la vez, revisar el concepto mismo de «disciplina». Caso contrario, nos puede ocurrir a muchos lo que alguna vez sucedió conmigo, que venga un representante del Partido y declare:

– Usted, compañerito, no participará en la revolución.

Lo que soy yo, cámaras, hace muchos años que dejé de creer en estos «representantes». Que nuestro Psuv no sea el de ellos.

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