“Los colectivos son sinónimo de organización, no de violencia” (entrevista en Ciudad CCS, 10 de marzo de 2014)


(Entrevista concedida a Clodovaldo Hernández, en la mañana del domingo 9 de marzo de 2014, a pocas horas de iniciarse la movilización del pueblo comunero a Miraflores, en defensa de la patria y contra la violencia fascista. Aparece publicada hoy en Ciudad CCS.

Salud.)

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– Nuevamente hay una criminalización de la organización popular. Tal como ocurrió en 2002 con los Círculos Bolivarianos, hoy se pretende atribuir la violencia a “los colectivos”, calificándolos de grupos paramilitares armados. ¿Prosperará de nuevo esa matriz de opinión, tal como lo hizo aquel año?
– Ya prosperó, lo estamos viendo en las muy acotadas pero intensas demostraciones de odio en algunos municipios del país. Eso forma parte de la cultura política de un sector de la oposición venezolana. Yo sigo pensando, no sé si será por ingenuidad, que es una porción minoritaria. Conozco muchas personas que no son chavistas y no piensan así, pero hay un núcleo muy duro de la oposición que es verdadera y literalmente fascista.

-Pero, ¿esa matriz afecta a los partidarios de la Revolución?
-En algunas circunstancias la base social del chavismo ha sido vulnerable a ese discurso. De hecho, estoy convencido de que en abril de 2002 aquellas multitudinarias marchas que vimos de la oposición fueron posibles porque se trabajó con muchísima habilidad el factor miedo. Se le sembró a mucha gente el temor a un chavismo que supuestamente era violento y criminal. Ese trabajo psicológico ha seguido y nosotros no hemos logrado nunca vencerlo por completo. Creo que es algo con lo que vamos a tener que seguir lidiando hasta que se imponga la voluntad de paz de la mayoría del pueblo.

-¿Esas campañas para satanizar a los colectivos causa algún desgaste en ellos mismos, en las expresiones del Poder Popular como los consejos comunales y las comunas?
-No, en absoluto. En lo interno de los colectivos pasa lo mismo que ocurre en el chavismo en general cuando se producen estas arremetidas del fascismo: la gente se cohesiona, se nuclea. Estas acciones recientes del antichavismo más virulento y “facho” lo que ha traído es un esfuerzo mayor por reivindicar el trabajo de los colectivos en sus comunidades. Los colectivos desempeñan en algunos barrios un papel que más nadie hace en aspectos tan importantes como la formación política y las expresiones culturales y deportivas. Muchas de las políticas del Gobierno Bolivariano, por ejemplo las misiones, pueden aplicarse gracias a la existencia de estos colectivos.

-¿Cuál es la realidad de la relación entre los colectivos y las armas?
-La realidad es que no hay tal identificación entre colectivos y armas. Creo que sobre eso el Comandante Chávez, primero, y el presidente Nicolás Maduro más recientemente, han fijado una posición inequívoca: cualquier persona que se levante en armas en supuesta defensa de la Revolución Bolivariana está fuera de lugar y de la ley porque el monopolio de la violencia legítima lo ejerce el Estado como obligación democrática. Tenemos que hacer un esfuerzo para no permitir que la discusión se plantee en esos términos porque los colectivos no son sinónimos de armas y violencia, sino de participación, organización y movilización popular, de cultura, de trabajo conjunto con el Gobierno Bolivariano para resolver problemas concretos de las comunidades.

-¿Vincular a los colectivos con la violencia es una línea política de la derecha contra la organización popular?
-Indudablemente, una línea clara y persistente. En ese sentido, el antichavismo ha sido totalmente coherente. Saben que para sus objetivos políticos es necesario criminalizar cualquier forma de organización popular, porque todas ellas atentan contra su propósito estratégico de vencer a la Revolución. Saben que en la medida en que el pueblo se organiza, sus posibilidades de derrotar a la Revolución se debilitan. Pero además de eso hay un claro intento por desmoralizar a las filas revolucionarias. Eso fue lo que hizo, muy hábilmente, el equipo de campaña de Capriles Radonski en 2012 cuando habló de los enchufados. En algún momento se pensó que iba dirigido hacia el alto gobierno, pero la verdad es que buscaba golpear a los consejos comunales, a sus voceros. Se apoyaba en situaciones de una minoría de consejos comunales, cuyos integrantes habían sido señalados por la comunidad por malas prácticas y corrupción. La campaña procuró ampliar esos casos, hacerlos pasar como la realidad universal, como si sucediera en todas partes, todo ello con el fin último de destruir esa forma de organización. La derecha sabe que en los consejos comunales está participando el pueblo que nunca tuvo cabida en la política, que nunca administró recursos y por eso es un espacio fundamental de la Revolución Bolivariana contra el cual es necesario enfilar baterías. Se trata de que el pueblo deje de creer en sus potencialidades, que comience a ver a su vocería, a sus organizaciones como si fueran un problema y no como lo que son en realidad, parte de la solución. Finalmente, la derecha y, sobre todo el ala fascista, tiene una razón coyuntural para criminalizar a los colectivos, que es responsabilizarlos de sus propias acciones violentas, tener un culpable señalado de antemano y decir que la violencia viene de otra parte.

UN CAMBIO CULTURAL PROFUNDO

-Aparte de estas campañas, la organización popular enfrenta otras dificultades, por ejemplo, el predominio de valores capitalistas como el individualismo y el egoísmo en los sectores populares. ¿Cómo lo ve usted, que primero fue un teórico de estos temas y en los últimos tiempos ha vivido la experiencia práctica directa?
-Creo que la supervivencia de este proceso político tiene que ver con la capacidad para reinventar permanentemente sus formas y espacios de participación y organización. El presidente Chávez se planteó desde un principio superar la lógica de la democracia representativa, los espacios tradicionales de participación. Aquí no se ha prescindido de los partidos ni de los sindicatos, por ejemplo, pero hay un esfuerzo sistemático por reinventar el ejercicio de la política. Yo en algún momento pensé, lo reconozco, que era necesario revisar y reinventar los consejos comunales. Sin embargo, cuando comencé a vivir mi experiencia como ministro, sobre todo cuando realizamos el Gobierno de Calle, comprendí mejor la idea que el Comandante Chávez tenía cuando concibió los consejos comunales. Fue entonces cuando entendí, lo digo con humildad, la importancia que tienen los consejos comunales en nuestra Revolución. Entonces valoré más lo que se hizo en este Ministerio antes de que llegara el equipo que me acompaña. No hay un lugar del país donde no exista organización popular. En todos los rincones hay gente que sabe dónde están los problemas más importantes… La verdad es que nosotros no hemos tenido la capacidad para contar la historia de la impresionante y profunda transformación que ha operado en términos de cultura política en Venezuela. Por regla general, la gente que tiene la vocería en esas organizaciones se ocupa más de los problemas colectivos que de los suyos individuales o familiares. Claro que en algunos casos persiste el individualismo y muchas veces, por el lado contrario, la comunidad no se involucra en la atención de los problemas y descarga toda la responsabilidad en esos voceros, que no quieren ser representantes, pero terminan siéndolo por la falta de participación de los demás. También tenemos problemas con la respuesta de la institucionalidad, del Estado, porque tenemos unos voceros allí que están sirviendo de intermediarios, pero cuando el Estado no da respuesta, queda mal el Estado y hace quedar mal a los voceros. En todo caso, esta generación de hombres y mujeres, sobre todo de mujeres, que han asumido esa responsabilidad, ese protagonismo, merecen un reconocimiento más allá de las formalidades. En algún momento tendremos que detenernos a valorar el enorme trabajo que se ha hecho desde esos espacios. Por otro lado, pienso que estamos obligados a ser muy categóricos y firmes con los casos en los que se ha traicionado la confianza de las asambleas de ciudadanos y ciudadanas. Quienes utilizan su condición de voceros para enriquecerse o actuar en función de intereses individuales o de pequeños grupos, deben ser sancionados. Son obstáculos que se presentan en el camino de una Revolución, pero que se pueden sortear porque no son la generalidad, sino casos aislados.

-¿La llamada contraloría social ha avanzado paralelamente a esos cambios en la cultura política?
-En el tema del manejo de los recursos ha habido muchos prejuicios. Se dice que le estamos dando recursos a gente que no sabe nada de administración. Bueno, precisamente, se trata de un camino nuevo, estamos hablando de un pueblo que nunca había sido llamado a participar en la gestión de sus recursos, es obvio que al hacerlo por primera vez surgen problemas. Eso no significa tener una actitud cómplice de dejar hacer y dejar pasar, lo que debemos es hacer esfuerzos por darle cauce a la contraloría social, lograr que el control popular de la gestión sea más eficaz. Eso implica, por ejemplo, que el Estado ponga de su parte, que se desburocraticen los procesos, ser más eficaces a la hora de apoyar a las comunidades que quieren apoyar a sus consejos comunales.

DIFUSIÓN: TRABAJO PENDIENTE

-Está claro que los medios de comunicación privados son enemigos de la organización popular. Pero, ¿qué pasa con los medios públicos y con los populares, comunitarios y alternativos? ¿Han avanzado en la tarea de contrarrestar esas matrices perversas?
-Yo creo que se ha avanzado con pasos muy lentos. Por eso el Presidente nos ha insistido mucho en proyectos como VTV Comunas, del que pronto veremos los primeros contenidos. Sobre este tema hemos reflexionado permanentemente y puedo decir, de manera muy autocrítica, que nos falta mucho, mucho por avanzar en la divulgación de la obra del Poder Popular. Se trata de contar muchas historias que están transcurriendo en este preciso momento, simultáneamente, en muchos lugares. Son miles y miles de personas que tienen algo que decir. En eso nos falta muchísimo.

-Hay un sector interno de la Revolución, importante en la discusión ideológica, que plantea que la organización del pueblo en consejos comunales y comunas no conduce hacia el socialismo porque más bien genera una especie de individualismo ampliado de pequeños sectores que se ocupan solo de sus intereses específicos. ¿Cómo responde usted a ese planteamiento?
-No estoy de acuerdo en absoluto. Repito que en mi concepto la Revolución se juega su continuidad en la medida en que sea capaz o no de inventar y reinventar formas de participación. El presidente Chávez lo tuvo claro desde el inicio mismo de la Revolución, supo que era necesario crear formas de participación que funcionaran de acuerdo con una lógica reticular. Cuando el golpe de timón, en octubre de 2012, él habló de una inmensa red que se extiende por todo el territorio de la Patria. Esa lógica reticular no es parecida a las formas tradicionales de participación. Yo soy un firme defensor del partido porque es necesario para cumplir tareas específicas, pero toda revolución debe experimentar permanentemente en el campo organizativo, no quedarse en el partido. No digo que los consejos comunales sean la forma última de participación, pero me parece que en estos momentos sobre los consejos comunales descansa la continuidad de la Revolución Bolivariana. Si no existieran los consejos comunales, la Revolución Bolivariana no se habría sostenido. Si eso se va a transformar en algo mejor en el futuro, es lo deseable, pero eso está por verse. En todo caso, eso no lo va a decidir nadie que hace un análisis político por allá, sino el pueblo venezolano junto con su dirigencia. Yo creo que a veces falta disposición de ánimo para confiar en el pueblo y en la dirección política de la Revolución. En los últimos meses, el presidente Maduro ha demostrado que no solo es el presidente legítimo y constitucional, sino que se está constituyendo progresivamente en el líder político de la Revolución. Sé que puede costarnos pensar en otro líder que no es Chávez, pero creo que el presidente Maduro se encamina a lograrlo. Esta es una reflexión que deberían hacer los bolivarianos que vienen de la vieja izquierda: si tuvieran un poquito más de confianza en la gente, tal vez lograrían lo que logró Chávez en 1998.

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Definiciones con alma, de carne y hueso

“¿Qué es una comuna?”, fue la pregunta que se hizo el sociólogo Reinaldo Iturriza cuando llegó al Ministerio del Poder Popular para las Comunas y los Movimientos Sociales. Desde un principio pensó que no servía de nada dar una explicación academicista. “Tiene que ser una definición con alma, de carne y hueso. Desde el inicio nos convencimos de que esa explicación tienen que darla los comuneros y las comuneras, porque si la da otro tipo de personas, nadie la entiende”, dice.

También ha trabajado mucho en otra interrogante: ¿Qué hace que la gente quiera constituirse en comuna? Las conversaciones con los protagonistas le llevan a ser muy optimista, pues, naturalmente, mucha gente se ha movilizado gracias a las tremendas facultades de dirección política del Comandante Hugo Chávez, pero lo mejor del caso es que hay razones más allá de ese planteamiento estratégico del Líder. “Hay unas razones que inspiran a la gente y que hacen la diferencia, esas son las historias que debemos contar”, comenta.

Incorporado al gabinete luego de haber adquirido notoriedad como un analista político muy agudo, Iturriza ha tenido la oportunidad de recorrer el país viendo de cerca eso que se llama el Poder Popular y que para algunos es una mera abstracción. “Creo que hay que hacer todos los esfuerzos para crear las condiciones apropiadas para el autogobierno popular, para que el protagonista de todo este proceso sea el pueblo organizado”, puntualiza.

Teoría y praxis

El enfoque comprometido con la Revolución, pero a la vez muy crítico, que caracteriza a Reinaldo Iturriza, llamó la atención del Comandante Hugo Chávez. Un artículo suyo publicado en Aporrea luego de las elecciones legislativas de 2010, fue muy bien ponderado por el Líder bolivariano en una de sus intervenciones públicas.

Desde entonces, como todo aquel que fue tocado por la vara mágica de Chávez, Iturriza ya no pudo escapar a la notoriedad, a pesar de que es un hombre que prefiere el bajo perfil. A la larga, aquella recomendación expresa del Comandante influyó para ser designado en el despacho de Comunas y Movimientos Sociales.

Ahora, con su visión comprometida y crítica, por un lado, y con la experiencia práctica de todos los días, está absolutamente sumergido en las aguas del Poder Popular y puede esbozar un análisis que una teoría y praxis: “Es claro que es absolutamente natural de las revoluciones que surjan sectores que apuestan a burocratizar los procesos y otros que le tienen mucha desconfianza al pueblo, aunque suene contradictorio. Creo que fue por eso que el Presidente Chávez se empeñó, de una manera casi chocante, en ponerle a los ministerios el apellido “del Poder Popular”. A alguna gente, por razones muy válidas, no le gusta que se llamen así, pero en particular los burócratas lo detestan profundamente”.

Contra la lealtad resignada


Chávez, firmes hasta siempre

En esta nueva etapa de la revolución bolivariana, difícilmente haya una actitud más peligrosa que la lealtad resignada.

La lealtad resignada es lo propio de estos personajes que no pierden oportunidad para jurar que lucharán hasta un final que es inminente. No importan todos los elementos de análisis que apuntan a que esta historia, lejos de terminar, apenas comienza. La resignación es un estado de ánimo, y está más acá de cualquier análisis de la situación.

Resignados pero leales, porque, como suelen repetir de memoria, no serían capaces de traicionar el legado del comandante Chávez, van por la vida ostentando su impostura casi con orgullo, disfrazando de heroicidad lo que es realmente derrotismo. Todos tienen algo negativo que señalar. Son tantos los errores, según nos dicen, que seguir apoyando esta revolución es casi un sacrificio, un acto de desprendimiento. Un favor que nos estarían haciendo.

Si revisáramos las manifestaciones más extremas de este fenómeno, concluiríamos que el chavismo también tiene sus profetas del desastre, sus apologetas de Termidor, y no es casual que proliferen en los momentos más difíciles. Es normal: el miedo es libre. En cambio, para afrontar las dificultades hay que tener carácter, buen humor, audacia, inteligencia. Qué rápido se les olvida a algunos la manera como el comandante Chávez afrontaba las circunstancias más adversas.

Allá están, esos son, con su copioso inventario de defectos debajo del brazo, listo para esgrimirse en el momento inevitable de la caída. ¿Inevitable? ¿O es que algunos ya cayeron víctimas de la resignación y no son capaces más que de mirarlo todo desde el suelo? A ellos les decimos con José Martí: «Necesitamos levantar, no poetizar las caídas».

El correlato político de la resignación es el pragmatismo. Nadie discute el hecho de que, con frecuencia, una dosis de pragmatismo no sólo es necesaria, sino deseable. El problema es cuando el pragmatismo se instala como el signo de la política. El problema es cuando comienza a concebirse como condición para permanecer, lo que significa renunciar a la posibilidad de avanzar.

Por cierto, esta actitud no es la que prevalece en el chavismo. No es esto lo que vemos en la calle, y sobre todo no es lo que percibimos en las bases. Para el pragmático se trata de aferrarse a lo existente. Su propósito en la vida deja de ser modificar el estado de cosas y actúa para preservarlo. El pragmatismo es en esencia conservador. El pueblo chavista, al contrario, siente una profunda inconformidad con el estado de cosas y lucha para cambiarlo. Lo sigue animando un espíritu fundamentalmente revolucionario: desea cambiar todo lo que tiene que ser cambiado.

Si antes el pragmático, obligado por un entorno opresivo, nos hablaba de socialismo, y si de esa forma lograba pasar desapercibido, por estos días se siente a sus anchas, liberado, y se da el lujo de poner en entredicho la viabilidad del horizonte socialista de esta revolución. Negado el horizonte, se produce automáticamente la clausura estratégica. La política queda reducida a la táctica permanente para superar, a duras penas, coyuntura tras coyuntura.

Al pragmático nunca le faltan argumentos, todos los cuales son variaciones del argumento primario: el pueblo venezolano no está preparado para el socialismo, por lo que corresponde renunciar al intento de construirlo. Se entenderá que más que un argumento, se trata de un prejuicio de vieja data, fundante de la política de elites, y del que no estamos exentos.

No está de más repetirlo: no dudemos ni un segundo de la capacidad del pueblo para enfrentar las adversidades presentes y futuras.

Minoritario como sigue siendo, al pragmatismo es preciso mantenerlo a raya. No vaya a ser que llegue el tiempo en que, frente a nuevos problemas, los pragmáticos nos exijan más pragmatismo para solucionarlos. Entonces, y de manera progresiva, los problemas dejarán de ser aquellos que se plantean los pueblos cuando hacen una revolución.

Contra la lealtad resignada, hay que afirmar que el momento es ahora. No es el «ya fue» de los nostálgicos ni es el «en algún momento será» de los conformistas. El momento es ahora. Y la sentencia pesa como en su momento pesó el «por ahora» del comandante Chávez, que nos prometía un futuro de lucha, y el hombre nos cumplió. Y porque nos cumplió y porque cumplimos el futuro es ahora.

Llegó el momento de demostrar en qué pueblo nos hemos convertido después de todos estos años en revolución.

Desear la Comuna


Comunera

El 10 de agosto de 2012, hace poco más de un año, se registró la primera Comuna en Venezuela. Eso ocurrió en el municipio San Francisco del estado Zulia. «Gran Cacique Guaicaipuro» lleva por nombre la Comuna que también se llevó los honores.

Pero no fue sino hasta después del célebre «Golpe de Timón» del comandante Chávez, aquel 20 de octubre, que se aceleró el proceso de registro: dos en noviembre, nueve en diciembre, veintiséis en enero de 2013. En adelante sobrevino un lento pero sostenido declive, sin duda determinado por las urgencias políticas que nos tocó enfrentar y superar, hasta que en junio pasado, en pleno gobierno de calle, comenzamos a remontar: trece registros, veinticuatro más en julio…

Al día de hoy, la cantidad de Comunas registradas asciende a ciento tres. Esto es, Comunas «reconocidas» por el gobierno bolivariano. Pero además (y ésta, como la anterior, es una cifra que crece sostenidamente), existen trescientas setenta y siete Comunas llamadas «en construcción». Por último, hemos identificado al menos cuatrocientos nueve casos adicionales de pueblo organizado que ha manifestado su voluntad de constituirse en Comunas.

Los que sacan cuentas ya lo saben: entre todas, estamos hablando de ochocientas ochenta y nueve trincheras desde las cuales se batalla para construir nuestra muy singular, irrepetible y «topárquica» versión de socialismo. Y tenga usted por seguro que hay más: lugares a los que no hemos llegado todavía, experiencias que no hemos conocido.

Ahora bien, más allá de los números, indispensables para guiarnos, están las historias. La gente de carne y hueso.

Contar la historia de las Comunas es contar la historia del chavismo, le comentaba hace algunos días a Carola Chávez, con quien he conversado en extenso sobre el asunto. No es posible entender por qué una porción de la sociedad venezolana ha decidido organizarse en Comunas si no somos capaces de identificar la singularidad histórica del fenómeno chavista.

En estos días difíciles, en que afloran temores e incertidumbres, es oportuno recordar uno de los signos distintivos del chavismo: si lo normal de las sociedades es resistirse al cambio, lo que define al chavismo es su resistencia a conformarse con más de lo mismo. El chavismo es un sujeto político beligerante, cuya cultura política está profundamente reñida con la resignación.

En nuestras sociedades capitalistas contemporáneas se impuso un sentido común, que se expresa de múltiples formas: no hay nada más allá del capital. Uno de los éxitos indiscutibles del capitalismo es haber persuadido a millones de personas en todo el mundo, y en particular a los más jóvenes, de que luchaban por su «superación» personal cuando de hecho estaban declarándose vencidos y resignados.

El capital, que a la hora de autorreproducirse no conoce de límites ni de fronteras, construye sin embargo una sociedad donde no hay horizonte más allá de sí mismo, no importa si pone en serio riesgo la supervivencia de la especie humana. Dentro del capitalismo todo es posible, a condición de que todo sea posible para unos pocos, y de que los muchos no tengan nada. Todo es posible, sí, pero no para los invisibles, porque ellos no cuentan, porque ellos no entrarán a la historia, porque la historia es lo que sucede a pesar de ellos, de su existencia insignificante.

En el capitalismo la «superación» personal es en realidad el sálvese quien pueda. La competencia desalmada. El egoísmo. Nada de libre desarrollo de la personalidad, porque la personalidad sólo se desarrolla plenamente en colectivo, con el otro, con los comunes.

Volviendo sobre lo central: puede que esta revolución no se parezca a las revoluciones de libritos de autores europeos que nos leímos como cartillas. Pero cuando uno tiene el extraño privilegio histórico de ver cómo un pueblo aparece; cómo se estremece y moviliza; cuando uno ve un pueblo renuente a resignarse; cuando uno ve a un pueblo votando «locuras» como la construcción del socialismo bolivariano o la preservación de la vida en el planeta, uno sabe que está en presencia de una revolución.

Cuando una parte del pueblo chavista expresa su deseo de organizarse en Comunas es porque, para decirlo con Óscar Varsavsky, ha desarrollado un nivel de conciencia tal que no se resigna a la tendencia más probable. En cambio, está apostándole a construir «futuros más deseables».

Acompañar este extraordinario proceso de construcción de Comunas significa al menos dos cosas: en primer lugar, crear las condiciones para que cada vez más pueblo desee agruparse en Comunas. La Comuna no será una realidad que se imponga, ni habrá Comuna aérea que valga. Ella debe ser un anhelo, una necesidad incluso. La Comuna no es otra cosa que la oportunidad de vivir mejor, de vivir una vida que nos guste, que merezca la pena ser vivida. Por eso la construcción de Comunas está estrechamente asociada a una de las doce líneas de trabajo que definió nuestro Presidente Nicolás Maduro: «Impulsar una revolución cultural y comunicacional». Hay que vencer el sentido común capitalista, sinónimo de resignación y pueblo vencido, allí donde se exprese.

En segundo lugar, este proceso nos exige, siguiendo con Varsavsky, hacer de ese futuro deseable por nuestro pueblo un futuro viable. Porque sabemos de sobra que deseos no empreñan. Hay que arremangarse la camisa y trabajar incansablemente para que la nueva sociedad termine de nacer. En este punto el imperativo continua siendo: reducir progresivamente la distancia entre institucionalidad y pueblo organizado. Apurarnos para caminar al ritmo del movimiento real.

En esa andamos.

La fuerza principal


Chávez en la hamaca

Lo comentaba hace un par de días en una asamblea popular en Palo Negro, Aragua, y lo reitero por esta vía: con todo y sus limitaciones, es innegable el enorme impacto que han tenido los consejos comunales en el proceso de democratización de la sociedad venezolana. Ha sido tanta su influencia, ha sido tan decisivo el hecho mismo de su creación y multiplicación, que sus efectos políticos sólo es posible compararlos con el producido por figuras más clásicas de participación, como los sindicatos e incluso los partidos políticos.

Sobre ellos ha llovido mucho fuego enemigo. Por citar sólo un ejemplo muy reciente, en el documento Lineamientos para el Programa de Gobierno de Unidad Nacional (2013-2019) se les atacaba con virulencia: “Ellos deben ser deslastrados de todo sesgo ideológico-partidista así como de toda confusión que los configure como instancias híbridas que terminen asumiendo funciones públicas que le (sic) son ajenas”. Para el antichavismo, el mejor consejo comunal es el que no existe… o el que está bajo su control.

En campo amigo también se les mira con recelo. Con alguna frecuencia, militantes de izquierda con una formación política tradicional se refieren a ellos como instancias más bien “primarias” de organización, en las que confluyen fundamentalmente personas que nunca en su vida participaron en política, para resolver cuestiones “básicas” que afectan a la comunidad.

En las instituciones, por supuesto que sí, muchas veces identificamos esta misma lógica de razonamiento, pero llevada al extremo: en líneas generales, esa porción de pueblo reunido en torno a la figura de consejos comunales vendría a ser una suerte de pedigüeñería organizada, que actúa amparada por la ley, que en el mejor de los casos “ayuda” al Estado a ocuparse de los asuntos de los que jamás se ocupó y le permite llegar a lugares a los que nunca llegó.

Sin duda alguna, en cada uno de estos casos, más que de diagnósticos de la situación, se trata de opiniones determinadas por prejuicios, cuando no de posiciones políticas disimuladas a duras penas, y que dejan entrever una honda desconfianza en el pueblo organizado.

Se dice mucho que hay que tomar todas las previsiones contra la idealización del pueblo, y eso es correcto. En muchos consejos comunales vemos reproducirse las prácticas de la vieja cultura política: clientelismo, oportunismo, sectarismo, “voceros” que realmente actúan como representantes y, peor, como jefecillos que deciden a diestra y siniestra sin consultar a nadie. Hay consejos comunales que sólo buscan el beneficio de unos pocos, de manera que ya no hablaríamos de beneficios propiamente, sino de privilegios.

Pero con muchísima más frecuencia nos conseguimos con un contingente realmente formidable de líderes y lideresas entregados a la lucha por transformar su entorno inmediato, su país y el mundo; líderes y lideresas que militan a sol y sombra, que convocan, movilizan, organizan y prestan su voz para traducir las demandas populares ante las instituciones. Podría decirse que ellos integran las primeras líneas de lucha popular. La verdadera vanguardia.

Con ellos es vital (literalmente, porque en esto se le va la vida a la revolución bolivariana) establecer sólidas alianzas, desde las instituciones. Muchos lo han comprendido, pero todavía hay demasiado funcionario que no lo comprende. Todavía hay mucho funcionario indolente, pusilánime, prepotente, que ve en el pueblo un sujeto de asistencia, un “inválido”, al que hay que enseñarle cómo conducirse en todo y para todo.

Luego de un intenso mes de gobierno en la calle que nos ha llevado hasta Zulia, Miranda, Táchira, Barinas, Anzoátegui, Bolívar, Vargas, Aragua y Carabobo; luego de mucho observar, escuchar y palpar; luego de haber saldado cuentas con mis propios prejuicios, puedo decir que creo haber entendido la apuesta del comandante Chávez, cuando decidió convocar al pueblo a que se organizara en consejos comunales.

Lo que estaba en juego, primero que nada, era la creación de un lugar de encuentro de los comunes, de aquellos que nunca participaron en política porque nunca creyeron en ella, porque ésta fue siempre sinónimo de trampa, rencillas, mentiras. Y si participaron, la experiencia casi siempre fue poco estimulante, más bien traumática, decepcionante. Es a este pueblo al que convoca la revolución bolivariana, con Chávez a la cabeza. Será este pueblo el que constituya el chavismo, el sujeto político más potente en la historia de Venezuela.

Con los consejos comunales nunca se trató de nivelar por debajo, sino de incorporar a los de abajo, garantizarles un espacio, un lugar.

Luego, sí, está el asunto de los recursos. Los consejos comunales como espacios a través de los cuales el Estado debía comenzar a distribuir la renta. Todo el costo político asociado al impacto que pudo haber tenido el manejo directo de recursos por parte de comunidades organizadas (la malversación, la mala administración, la interrupción de procesos organizativos en ascenso) es muy inferior a la extraordinaria ganancia política que supone haber dado inicio a experiencias de autogobierno popular. Más allá de los errores e incluso de retrocesos puntuales, la señal del comandante Chávez era clara: esta revolución va en serio y aquí le estamos apostando a la construcción de una nueva sociedad. Aquí le estamos apostando al cambio revolucionario.

Si bien hay otras formas de organización popular, la de los consejos comunales es una que tenemos que cuidar y acompañar especialmente. Es fundamental un análisis profundo de su funcionamiento. Debemos ser capaces de producir un saber sobre estos asuntos decisivos, que nos ayude a identificar y solucionar problemas.

El Presidente Nicolás Maduro nos ha convocado a pensar y a discutir sobre el tema del “gobierno socialista”, y es una convocatoria que no podemos eludir. Debemos superar nuestra inclinación a discutir sobre política en abstracto, sin tomar en cuenta las prácticas de gobierno. Gobernar equivale a prácticas, lógicas de razonamiento y por supuesto a fuerzas. Sucede con frecuencia que unas ciertas lógicas de razonamiento nos gobiernan, y éstas lógicas inducen prácticas que nos gobiernan igualmente, y un buen día despertamos siendo gobernados por fuerzas que no son las nuestras.

¿Qué lógicas de razonamiento están detrás de nuestras políticas hacia los consejos comunales? Ese es un tema de primer orden para los revolucionarios. Sin embargo, con demasiada frecuencia nos encontramos discutiendo sobre banalidades, cediéndole espacio a la intriga y el fraccionalismo, inventándonos claudicaciones inexistentes, cuando deberíamos estar discutiendo sobre las prácticas que nos permitan crear las condiciones para que nuestro pueblo sea cada vez más fuerte. Para que siga siendo la fuerza principal. La fuerza que nos gobierne, para que esta revolución no dé marcha atrás.

No es país para faltos de carácter


Chávez leyendo "Historia de la Nación Latinoamericana", de Jorge Abelardo Ramos
Chávez leyendo «Historia de la Nación Latinoamericana», de Jorge Abelardo Ramos

Jorge Abelardo Ramos escribía sobre Rufino Blanco Fombona, ese «gran bolivariano», que «su vida de conspirador, prisionero, gobernador en América y España, duelista y polemista, era más extraordinaria que la más intensa de las novelas«. Aquí en Venezuela, algún escritor lo juzgaba en los siguientes términos: «fue un excelente novelista, pero su vida personal, su condición de aventurero… lo frustraron» y eso evitó que fuera «considerado un verdadero maestro de la novela«. Y agregaba: «es el típico caso de promesa que finalmente no se pudo cumplir«.

¿A qué obedece semejante contraste de opiniones? Pienso que es una cuestión de temperamento, de carácter. Y se trata de una cuestión que determina la relación entre intelectuales y política en la América nuestra. Algún día tendríamos que hacer esa genealogía.

Me parece que Jorge Abelardo Ramos encarna una forma de ejercer el oficio de intelectual que comienza por sospechar de los intelectuales mismos, y concretamente de la intelligentzia cipaya, formada en el desprecio de lo propio y la adoración de la «civilización occidental».

Esta sospecha raizal se expresa simultáneamente en una inclinación por participar en la lucha política, entendida ésta como la posibilidad de saldar cuentas con unas elites que lo mismo traicionan los más altos intereses nacionales como rechazan, por «bárbara», cualquier manifestación de lo popular.

Esta forma de concebir tanto el trabajo intelectual como la política define un determinado carácter, el mismo que identificamos en Arturo Juaretche cuando nos dice: «mi conciencia sobre la clave de los problemas de nuestro país… tuvo que hacerse por propia experiencia, en correcciones constantes y en modestos aprendizajes de todos los días; y es cierto, además, que hemos aprendido de los simples y humildes más que de los infatuados y poderosos. Esa conciencia me puso al servicio de la liberación de mi país, causa que no he abandonado nunca, y a la que serví en el libro, en la prensa, en la acción política y con las armas en la mano, con muchos más exilios y prisiones que momentos fáciles en los 35 años que llevo de militancia. De tal manera mi actuación en la política militante no ha estado regida por la adhesión a hombre alguno ni a ninguna estructura partidaria, sino en la medida que éstos han sido instrumentos de esa causa. Eso sí, no he tenido el prurito de la perfección, ese narcisismo de los teorizadores que los inhibe de la acción por no contaminarse con los errores de los partidos: el deber político de un luchador es servir las grandes líneas de su pensamiento, despreciando lo incidental y aceptando las consecuencias inevitables de toda acción constructiva».

En contraste, el escritor que juzga a Blanco Fombona como una suerte de «promesa» incumplida representa otro tipo de carácter, más bien enclenque, que prefiere un ejercicio intelectual incontaminado por la política. Otro argentino, Juan José Hernández Arregui, de la misma raza que Ramos y Jauretche, los retrató fielmente en La formación de la conciencia nacional.

Rara vez leídos en nuestras universidades, prácticamente desconocidos por las nuevas y no tan nuevas generaciones de venezolanos y venezolanas, Ramos, Jauretche y Hernández Arregui (entre otros) tienen mucho que enseñarnos en materia de ética de trabajo intelectual: contra los perfeccionistas y «teorizadores», militar decididamente en la causa popular, aprendiendo «de los simples y humildes más que de los infatuados y poderosos».

Respecto de esto último, y si de historia se trata, tendríamos que tomar nota de lo planteado por Hernández Arregui: «El historiador que en las épocas aurorales de la liberación nacional es inepto para concebir la historia como un vasto escenario, donde el actor principal no es el personaje que está en primer plano, sino las muchedumbres arraigadas en la tierra, y que son, en tanto masas políticas, las que verdaderamente mueven y hacen la historia, podrá ser un retratista, un decorador, cualquier cosa, pero no un historiador».

¿Se leerá a estos autores en siquiera uno de los cientos o miles de talleres de «formación política» que, según escuchamos a cada tanto, estarían siendo impartidos a lo largo y ancho del territorio nacional? El problema con nosotros, los que hemos sido formados en la Iglesia del marxismo-leninismo, y a diferencia de quienes defienden la idea de una intelectualidad incontaminada de política, es que somos fanáticos de la política incontaminada de la realidad. La calle, los simples y humildes nos dicen poco o nada. Ellos serían, en todo caso, la razón de ser de tantos talleres de «formación política».

Unos y otros «puristas» son tan inútiles como quienes se imaginan una política incontaminada de intelectualidad. En este caso extremo lo que se nos plantea es comenzar cada día desde cero, lo que resulta particularmente impráctico si se trata de Venezuela, donde sin duda hemos logrado avanzar en algunos terrenos.

Es cierto que el tema da para mucho, y está de más decir que no se agota en una exposición tan esquemática como apresurada. Pero no es menos cierto que allí donde sobra política o intelecto, a veces lo que falta es carácter.

Recuerdo mis tiempos de universitario, y el ejercicio es grato cuando vienen a mi memoria Vladimir Acosta, Javier Biardeau, Edgardo Lander, Miguel Ángel Contreras, Elías Jaua, entre otros, por lo que fueron y por lo que siguen siendo. Pero también recuerdo al profesor que me «enseñó» que en ningún país latinoamericano se había producido jamás nada digno de ser llamado filosofía. No por casualidad el chavismo ha significado para él una horrenda pesadilla, un fraude, «el típico caso de promesa que finalmente no se pudo cumplir». Se entiende: le sobra intelecto, le falta carácter.

Contar nuestra propia historia


Periodista Simpsons

Esta mala costumbre nuestra de limitar la comunicación al acto puntual de responder a lo que dicen los medios enemigos de la revolución bolivariana no obedece al capricho de tal o cual personaje.

En este asunto, como en todos los que conciernen al ejercicio de pensar un proceso de cambios revolucionarios, lo conveniente es no distraernos con los efectos de superficie, e intentar llegar al fondo del problema.

Sin duda, no es fácil ni grato tener que lidiar con la egolatría y la soberbia, pero digamos que esos son gajes del oficio. De nuevo, no perdamos de vista que lo que nos compromete es un ejercicio que incluso nos trasciende como hombres y mujeres de una generación, y que el desafío consiste en identificar cuánto de la vieja sociedad persiste entre nosotros, como precondición para crear lo nuevo. Ese será nuestro legado.

Mi sospecha es que no hemos sido capaces de desaprender nuestra manera de escribir la historia. La historia que aprendimos a leer y luego a contar fue la de nuestros «dominadores» (para decirlo con Walter Benjamin), cuya épica siempre nos deslumbró, como nos encandilaron sus héroes y sus hazañas. Pero en lo que respecta a la historia del pueblo, esa todavía no aprendemos a contarla.

A lo sumo, nos hemos venido destacando en el oficio de narrar la tragedia de la clase política antichavista, y ahora nos encandilan sus villanos y sus crímenes. Competimos por arrancar la declaración más ruin y hacemos carrera de «explicadores» de tramas inaccesibles al ojo del común, poco adiestrado, según juramos, en materia de moral y luces. Nos ceñimos a este guión y de allí no salimos.

Se nos olvida que «la historia sólo la hacen los que se oponen a ella», como decían Deleuze y Guattari con envidiable precisión. Y no ha sido distinto en el caso de la historia de la revolución bolivariana.

Si nos cuesta tanto desaprender es porque se trata de un acto que nos interpela directamente. En efecto, desaprender significa interrogarnos: ¿cómo hacer para contar nuestra propia historia en tanto pueblo en revolución? Y eso es algo que no está escrito en ninguna parte. Allí está el grueso del trabajo por hacerse.

Si nos limitamos a responder es porque no tenemos nada nuevo que decir. Y lo cierto es que hay demasiado que comunicar. Lo insólito es que esto suceda en plena revolución. Porque vamos a estar claros: el que siga actuando como si aquí el pueblo no tiene nada que decir, es porque no ha agarrado calle.

Quizá haya que comenzar por lo básico: opinar (explicar, aclarar) menos, informar más, para que cese tanto ruido, para que nos vayamos entendiendo.

Comunicación y revolución: el día después


Por: Etten Carvallo.

Tal vez sea oportuno agregar algunos comentarios a propósito del foro Comunicación y revolución. Desafíos de la nueva etapa. Retomar, volver sobre los aspectos centrales, replantearnos nuevas preguntas, ensayar algunas respuestas.

En ocasiones es mejor dejar que las aguas se asienten para volverlas a agitar. Nadie se acuerda de las tormentas de un día.

Sin duda alguna existe mucha expectativa en torno a posibles cambios en la pantalla de nuestros medios públicos. Hay una demanda de cambio. Se puede discutir sobre la orientación que habrá de tener, lo que no puede hacerse es desconocer tal aspiración colectiva.

Al respecto, es necesario tomar algunas previsiones: la programación, eso que se llama la pantalla, sólo es importante como punto en la agenda en la medida en que expresa una manera de concebir lo comunicacional, que a fin de cuentas es una manera de entender la política. Es allí a donde hay que apuntar.

No perdamos el foco: no se trata de que ignoremos lo que se dice, muestra y oculta en los medios antichavistas, y así lo planteé expresamente en mi intervención. Se trata, una vez más, de saber administrar nuestros esfuerzos, y de revisar lo que decimos, mostramos y ocultamos nosotros mismos.

Ya que hablamos de ocultar, encaremos el problema: de la misma forma que se puede seguir la huella de un proceso de burocratización de la política, que se expresó en la imposición de la lógica del partido-maquinaria y la entronización de la figura del representante, puede identificarse una clara tendencia a la entronización de la figura del explicador, suerte de correlato comunicacional del extravío que se ha producido en el campo político.

El problema con ambos, representante y explicador, es que terminan promoviendo la pasividad: el primero porque pretende hacer profesión de hablar por los otros; el segundo porque pretende pensar por los otros. La cuestión es, claro está: ¿y los otros no hablan, no piensan?

El detalle es que cuando hablamos aquí de unos «otros» no nos estamos refiriendo a una entelequia, sino al pueblo chavista, nada más y nada menos. Si bien puede ser cierto que una porción minoritaria exige que otros hablen y piensen por ella, que alguien haga el trabajo de desenmascarar a la «canalla», no es menos cierto que el chavismo ya derrotó más de una vez a la misma «canalla», cuando los representantes brillaban por su ausencia y los explicadores ni siquiera soñaban con aparecer.

La comunicación en tiempos de revolución tendría que poner el acento en lo que dice y piensa el pueblo chavista, lo que por cierto vale para la política en general. En lugar de encorsetar al chavismo, lo que equivale a restarle potencia al proceso bolivariano, tendríamos que comenzar por poner en su lugar a representantes y explicadores, que han venido asumiendo un protagonismo que no les corresponde.

Dicho lo anterior, y vistas algunas reacciones, es preciso insistir: aquí lo que está en discusión es muchísimo más que un par de programas: La hojilla o Cayendo y corriendo. De nuevo, la programación de VTV, toda ella y no sólo un par de programas, es objeto de discusión sólo en la medida en que expresa una manera de concebir la comunicación.

Pero no todo es VTV: está la programación del resto de las televisoras públicas, de las radios, los medios impresos, los medios alternativos o comunitarios, etc. Además, cabe la reflexión que hacía el mismo Ernesto Villegas durante el foro: ¿acaso lo comunicacional se agota en lo mediático?

¿Cómo es que un campo de discusión tan vasto, que supone desafíos inmensos, termina reducido a una polémica estéril sobre el eventual destino de un par de programas? ¿Cómo es que alguna gente llega a estar convencida de que el destino de la revolución está ligado al destino de estos programas?

La buena noticia es que siguen siendo menos los que razonan de esta manera. La mala noticia es que los mismos que han interpretado mi intervención en el foro como un ataque artero contra un par de programas, han vuelto a recurrir al lenguaje policial: «quinta columna», «traidor».

Pero no importa tanto quién es el destinatario de tales agresiones y mi intención no es sumarle drama a una historia que para algunos es un culebrón. Lo preocupante es que lleguemos al punto de considerarlas normales. En todo caso, su recurrencia da cuenta de la instalación de un chavismo profundamente conservador, minoritario pero ruidoso, y que es necesario mantener a raya.

Mucho ruido y pocas nueces. ¿A qué viene tanto escándalo, tanta tribulación de ánimo? ¿Acaso se vino abajo la revolución bolivariana porque el comandante Chávez dejó de realizar el Aló, Presidente?

No será la primera vez que el tamaño de nuestras derivas guarde relación directa con el tamaño de nuestros egos. Tal vez tampoco sea la última. Pero si así fuera, eso sí sería revolucionario.

A mi equipo, en sus cincuenta años


(Brevísimo texto que aparece publicado hoy en Ciudad CCS, y que escribí a solicitud del pana guairista Ildegar Gil.

Salud).

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No se apoya a un equipo porque sea el mejor, sino porque juega bien, por eso no caben las burlas contra los fanáticos de otros equipos, especialmente cuando han sido derrotados. Nada duele más que el propio equipo humillado en el terreno, víctima de sus errores o de la superioridad de su adversario. Entonces, es cuando corresponde acompañar. Es muy sencillo apoyar en la victoria. Se requiere mucho coraje, mucha dignidad, para aguantarse nueve innings de pesadilla, de paliza o blanqueo. Siempre los ha habido pragmáticos, claro que sí, los que dicen que para ganar no importa cómo, porque lo importante es ganar. Nada más falso. Todos queremos ser campeones, por supuesto, pero haciéndolo bien. Cuántas jugadas de ensueño, cuántas remontadas, cuánta fiesta en el diamante, en los jardines, en las tribunas. Si hay épica es porque hay tragedia. Tragedia es la trampa, la violencia, la arrogancia, el darse por vencido de jon a primera. Épica es también perder con la frente en alto, no rendirse nunca. Todo esto me lo enseñó mi viejo, fanático de los Tiburones de La Guaira desde su fundación, hace ya cincuenta años. Llevándome al estadio, inculcándome el amor por el beisbol, me dio varias lecciones de vida. Hoy lo recuerdo, cada día, cada vez que Sandra Mikele me pregunta: «Papá, ¿ganamos?».

Entender el 7 de octubre


La alegría. FotoYuri Valecillo.


No hace falta en lo absoluto ser un analista político muy brillante para saber
que en Venezuela, luego de cada elección, se abre el compás de la discusión política, multiplicándose los puntos en agenda, y sometiéndose a deliberación incluso la orientación estratégica del proceso bolivariano. Así sucede, al menos, en el campo chavista. Ya está sucediendo y pronto intentaré hacer algún aporte.


Por lo pronto, me siento obligado a compartir algunas reflexiones sobre la manera como una parte del antichavismo, no estoy seguro de que se trate de la mayoría, ha recibido la victoria de Chávez.

De todos los comentarios que he tenido oportunidad de leer, tal vez no haya ninguno tan brutal como el que sigue:

«Se acabaron los pendejos, de ahora en adelante no dar propinas ni a parqueros, ni a bomberos, ni a caleteros, ni a los que lavan carros, ni a la señora que nos ayuda en la casa, ni a los chamos en supermercados, cero aguinaldos, no comprar a buhoneros, que se jodan, porque aunque siempre reciban ayuda directa de nosotros, siempre votan por Chávez. Que empiecen a sentir el impacto de sus acciones, porque todos ellos viven de nosotros y del rebusque. Se acabó la regaladera de propinas. Estamos en un país socialista y tendremos que vivir así. Pásalo».


En YouTube circula uno de los documentos audiovisuales más tristes que haya visto en mi vida. Dura un minuto y quince segundos. En él se puede ver a Esteban, un inocente niño de cuatro años, a lo sumo, que llora desconsoladamente cuando su tío le informa que ha ganado Chávez.


Lo anterior, junto a los jóvenes que levantan barricadas frente a la Plaza Altamira de Caracas, viene a sumarse a la infinidad de mensajes y comentarios que sugieren que el 7 de octubre ha triunfado la «ignorancia«, por decir lo menos.

El colofón podría ser el sofocante silencio de la abrumadora mayoría de medios sobre un hecho que, en cualquier otra circunstancia, hubiera sido considerada una «masacre»: el asesinato, en el estado Zulia, de siete chavistas a manos de un comerciante que perdió una apuesta con las dos primeras víctimas (a quienes habría disparado). Los otros cinco murieron luego de ser atropellados a pocas cuadras de los primeros asesinatos, mientras celebraban la victoria de Chávez. Es una noticia tan escalofriante que, lo confieso, aún dudo de su veracidad.

La situación no está para la burla. Ni siquiera para la indignación. Esto hay que tomárselo en serio.

Yo mismo la he emprendido contra el «antichavista promedio«, facho, políticamente inculto, acomplejado, clasista, racista, y durante esta campaña he sentado posición contra las miserias y trampas del sifrinaje metido a la política.

Pero he llegado a preocuparme, con toda honestidad lo digo, por el severo daño que la clase política antichavista, y en particular el sifrinaje que pretende hacerse con el control político de la oposición venezolana, está causando en buena parte de su base social.

No diré la tontería de que jamás habíamos presenciado demostraciones similares de intolerancia. Aún tenemos fresco el recuerdo de todas las atrocidades cometidas por el antichavismo durante los primeros años de la revolución bolivariana.

Lo que no deja de sorprender es la virulencia con que la intolerancia ha vuelto a manifestarse. Por supuesto, resulta irónico, tanto como revelador, que tales demostraciones de mal ánimo tengan lugar al término de una campaña en la que Capriles Radonski hizo alarde de un discurso pletórico de referencias a la tolerancia y la reconciliación.

Vistas tales reacciones entre los derrotados, uno no puede sino pensar que estaban absolutamente convencidos de que el triunfo era un hecho. Al parecer, muchos no se pasearon jamás por el escenario de la derrota, algo inconcebible en política. A menos, claro, que se trate de recién llegados. Pero ese argumento se cae por su propio peso: ¿cuántas elecciones no se han celebrado desde que triunfó la revolución bolivariana?

¿A qué obedece, entonces, tanta incapacidad para asimilar la derrota?

Pienso que de la misma forma que el chavismo interpela a su gobierno y fustiga a su clase política, el antichavismo debería comenzar a exigirle cuentas a su dirigencia. Hasta ahora, prevalece en éste último la actitud autocompasiva, la victimización, el desconocimiento de la voluntad popular. Se conforma con la imagen de pueblo chavista pasivo, obsecuente, inmaduro, manipulado, acrítico, ignorante, lo que le permite seguir viviendo en la burbuja de la «gente decente y pensante«, que asume cada derrota como el fracaso de la civilización, la razón y lo bello.

Capriles Radonski alimenta permanentemente esta manera de entender el mundo: este martes 9 de octubre, en rueda de prensa, repetía el mismo cuento: «Aquí ganó el gobierno, no ganó Venezuela«. ¿Cuántas veces no lo hemos escuchado hablar, en ese tono condescendiente tan característico de las elites, de «pueblo oficialista«?

Esta trampa retórica, que asimila al pueblo chavista con el gobierno, y que de hecho convierte al chavismo en un desterrado, en un extranjero en su propia tierra (porque no forma parte de Venezuela), es lo que explicaría la inusitada frecuencia con la que el antichavista nos exige explicaciones por las fallas de gestión, muchas de ellas graves, en que incurre el gobierno bolivariano.

En general, para el antichavismo sigue siendo inconcebible la idea de un pueblo chavista que cuestiona con dureza e interpela a sus gobernantes, y esto sí equivale a no haber entendido una de las cuestiones más básicas de este proceso político. (Mucho menos se puede pretender que entienda que, más que una «buena gestión», somos muchos los que aspiramos una radicalización democrática de este proceso).

Mientras tanto, tal pareciera que está prohibido criticar alguna falla de gestión de algún alcalde o gobernador opositor. Si existieran, estas críticas no aparecen con mucha frecuencia en los medios antichavistas. En este sentido, el antichavismo incurre en una singular forma de autocensura. Y esto, sin mencionar la censura sistemática de la obra de gobierno, lo que implica sacar ventaja de una posición de dominio.

El antichavismo debe exigirles cuentas a sus dirigentes, pero también asumir su cuota de responsabilidad. La culpa (porque ni siquiera es la responsabilidad) no la puede tener siempre otro. La razón de la derrota no puede ser siempre el «fraude». ¿Cómo pretenden triunfar alguna vez si están tan lejos de haber aprendido a perder?

Urge aprender a sacar cuentas: es falso que Capriles Radonski reunió 6 millones 498 mil 527 votos «en tres meses«. Es cierto que el antichavismo resultó derrotado ¡en 22 de 24 estados! Esa es la realidad. No basta con repetirse que estos resultados confirman que la mayoría no siempre tiene la razón. Por favor. Un poco más de sensatez. Así no se llega a ninguna parte.

Es probable que ningún antichavista se tome en serio estas palabras. Tal vez muy pocos lleguen a leer estas últimas líneas. Realmente lo lamento. La oposición hace falta. Estoy convencido de que la democracia tiene sentido sólo si es también para el que piensa diferente. Lo que pasa, entre otras cosas, por aceptar que el chavismo es mayoría, y que múltiples razones históricas explican esta realidad.

Antes de indignarse por nuestra alegría, de escandalizarse por nuestras celebraciones, intenten comprender las razones de su tristeza, de su frustración. Pero ya es hora de que dejen de ver la paja en el ojo ajeno. Comiencen por ustedes mismos.

No esperarán que les pidamos permiso para sentirnos felices. Que lo estamos. Volvimos a ganar los que siempre perdimos. Y lo hemos hecho en buena lid.

La política después del 7O


 

Ahora que la campaña electoral llega a su fin, es oportuno puntualizar algunos tópicos que tendrán que estar en la agenda de discusión pública después del 7-O.

1. Está por verse cuáles nuevos reacomodos se producirán a lo interno de la oposición venezolana. Luego, si la tendencia que asuma o preserve el liderazgo reorientará o modificará la estrategia que guía sus pasos desde 2007. No hay que olvidar que la candidatura de Capriles Radonski es la expresión más acabada del giro táctico que se produjera luego de las elecciones presidenciales de 2006, y a través del cual la oposición perseguía no sólo pisar firme en el terreno tambaleante de la derrota recién encajada, sino principalmente la sobrevivencia política. Este giro táctico se expresó, a su vez, en el abandono de la vía violenta y la adopción de un discurso anclado en la crítica de la gestión de gobierno, así como en la mimetización o reapropiación de algunas de las principales ideas-fuerza del chavismo originario. El propósito era estimular la desmoralización y desmovilización de la amplia base social del chavismo. Luego de las elecciones parlamentarias de 2010, la oposición radicalizó esta línea de actuación, resignificando además el discurso sobre la necesidad de «reconciliación» nacional. Se había decidido a salir en busca del voto chavista. Denuncia de la mala gestión, mímesis de ideas-fuerzas del chavismo, reconciliación: eso define hoy a la candidatura de la oligarquía. Después del 7O: ¿radicalizará aún más esta línea o la abandonará en busca de la supervivencia?

2. En el campo chavista tendremos que retomar con renovado vigor las discusiones sobre la representación política. Ya no tiene ningún sentido seguir alimentando una discusión interminable sobre el partido, como si éste fuera realmente el lugar donde se decide la política revolucionaria. Hay que ir a la médula del asunto. Por ejemplo, volver sobre lo escrito en la Agenda Alternativa Bolivariana, en 1996, según lo cual «la estrategia bolivariana se plantea no solamente la restructuración del Estado, sino de todo el sistema político, desde sus fundamentos filosóficos mismos hasta sus componentes y las relaciones que los regulan». Entonces, interrogarnos: ¿cuánto persiste ya no del viejo sistema político, sino incluso del viejo Estado? Se notará que no se trata de invocar al poder constituyente, sino de preguntarnos por qué haría falta invocarlo de nuevo. La revolución bolivariana tiene su origen en la crisis irreversible de la política entendida como el acto de «hablar por los otros», y ésta es una verdad indiscutible. ¿Cuánto de esta vieja forma de hacer política no sigue prevaleciendo entre nosotros, obstaculizando la radicalización democrática del proceso? ¿Hasta cuándo cargamos con el pesado lastre de la «democracia representativa»? Tenemos que ser capaces de develar esa lógica política que enunciamos como «representación». No porque pretendamos extinguirla, que no es posible ni deseable, pero sí para reducirla a su mínima expresión. Y que la sustituya una política «otra». Decantarnos por otra lógica política. No por una cuestión de principios, sino porque el predominio de la «representación» nos conduce directo a nuevos laberintos. En este terreno queda mucho por inventar.

3. El tema de la «clase media» ha tenido una cierta centralidad durante la campaña. Capriles Radonski ha llegado a poner en duda su existencia (habría sido exterminada por el tirano). Chávez ha expresado reiteradamente que su gobierno no ha tenido la suficiente habilidad para ganarse su apoyo mayoritario, a pesar de las múltiples políticas que le favorecen. Lo anterior puede ser cierto. Tan cierto como que la conducción de las instituciones del Estado está en manos de la clase media, con sus virtudes, pero también con sus defectos, miserias y prejuicios. En líneas generales, tanto en los medios públicos como en general en las instituciones vinculadas directamente con la cultura, imperan los valores de la clase media, lo que se expresa en los bienes culturales (literatura, música, cine, etc.). Esto sucede en permanente tensión con lo popular, con sus éticas y estéticas, sus luces y sombras. La clase media se siente llamada a «representar» a las clases populares, a las que no valora como sus iguales, sino que concibe en una relación de subordinación. La clase media considera que las clases populares yacen abandonadas a la suerte del «mercado», que es otra forma de ignorancia. En el terreno político, esto equivale a decir que el estado natural de las clases populares es la «alienación». En el terreno mediático, esto se expresa en el predominio de un lenguaje que habla de «beneficiarios», y no de protagonistas. En esto último radica el centro de la cuestión: ¿cómo es que ha terminado imponiéndose este conjunto de prejuicios de la clase media que conduce el Estado, en contra de toda evidencia, a saber: que son las clases populares las que han definido, en cada uno de los momentos de las resoluciones, el destino de este proceso político? La noticia es: la suerte de la revolución bolivariana sigue estando a merced de la voluntad de las clases populares. Va siendo hora de que ellas tomen la palabra. Va siendo tiempo de abrir espacio y dejar de ser obstáculos. Para que deje de suceder, como planteara alguna vez Walter Benjamin, que cada documento de cultura sea al mismo tiempo un documento de barbarie. Demos rienda suelta al genio popular.

4. Ningún tema fue tan manoseado durante la campaña por Capriles Radonski como el de la violencia criminal. En esto, el candidato «progresista» y a la «izquierda» no se ha distinguido en nada de la típica campaña de derecha en cualquier lugar del planeta. Ya no se trata simplemente de «representar» el dolor de los deudos. Lo verdaderamente brutal ha sido su pretensión de salvar su responsabilidad, como si la clase a la que pertenece no tuviera nada que ver con las causas de la violencia. Como ha hecho con el resto, el candidato de la oligarquía ha procurado despolitizar el tema, hablando siempre desde la gestión (a pesar de que la suya, en Miranda, haya sido un completo fracaso), y ha cargado cada muerte violenta, durante los últimos catorce años, a la cuenta de Chávez. Además, ha intentado capitalizar políticamente la situación de las cárceles. Tanto respecto de esta última situación, como en general en el caso de la violencia criminal, corresponde actuar hasta las últimas consecuencias. Esto significa no sólo asumirlos como problemas políticos, sino como algunos de los desafíos políticos centrales de la revolución bolivariana en los años por venir. Nuestros jóvenes de las clases populares, los mismos que pretendemos «representar», cuyas éticas y estéticas invisibilizamos, silenciamos e ignoramos, son las principales víctimas y victimarios de la violencia. Con cada víctima, la revolución envejece un poco más. En la propuesta de programa de gobierno de Chávez se lee que uno de los objetivos es «dirigir desde la jefatura del Estado una profunda y definitiva revolución en el sistema de administración de justicia, para que cese la impunidad», para lograr «la igualdad en el acceso» y erradicar su «carácter clasista y racista». Lo que está en juego es la vida, tanto como un bien político tan fundamental como la justicia. Es un clamor popular.

Reinventar la política, darle rienda suelta al genio popular, defender la vida. Tales tendrían que ser los ejes de la política después del 7 de octubre.

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