La vitalidad de la revolución


Los consejos comunales son espacios de construcción política del común. No son, para decirlo con Foucault, sujetos de derecho. Ni siquiera son un sujeto. Son, de nuevo, un espacio, en que el común denominador es el chavismo, ese vigoroso sujeto de sujetos que comparte no sólo un origen predominante de clase, sino la experiencia común de la politización.

El chavismo está hecho, fundamentalmente, de hombres y mujeres de las clases populares que padecieron, sintieron repulsa y se rebelaron contra la democracia representativa. Si el padecimiento, el rechazo, la indiferencia incluso, suponen en principio una actitud pasiva, la decisión más o menos expresa de mantenerse al margen de la política, la rebelión es un acontecimiento político de primer orden. Incluso antes de reconocerse como tal, el chavismo se incorpora a la política en el acto de rebelarse. Es inconcebible sin esta memoria colectiva, sin esta noción común de la rebelión: en ella se hermanan y politizan estos hombres y mujeres, y en ella tienen su bautizo de fuego.

La incomprensión de las condiciones históricas de emergencia del chavismo como sujeto político y ético conduce al desconocimiento de la naturaleza de los espacios donde se desenvuelve. En otras palabras, si no se comprende la singularidad del proceso de politización del chavismo y, sobre todo, la cultura política que fue construyendo con el paso de los años, es imposible reconocer la potencialidad de un espacio como el consejo comunal.

Chávez no promueve la creación de los consejos comunales para nivelar por debajo, sino para incorporar a los de abajo, para garantizarles un espacio, un lugar. No lo hace, como se ha pretendido, para domesticar al chavismo, para moldearlo a imagen y semejanza de lo mismo, sino porque lo reconoce como lo otro, como algo diferente, como un sujeto que apunta en la dirección de la construcción de otra política. Chávez sabe identificar en el chavismo un espíritu difícil de conformarse con formas más tradicionales de participación política.

Estos espacios de construcción política de los comunes son característicos de todo proceso revolucionario. Es igualmente característica la tendencia a controlarlos, tarea que casi siempre acometen las fuerzas más conservadoras y burocratizadas dentro de las filas revolucionarias. Tratándose de una constante histórica, tal circunstancia no tendría por qué ser motivo de escándalo, lo que por supuesto no significa que debamos resignarnos. Todo lo contrario, lo que corresponde es estar siempre prevenidos.

No hay forma más eficaz de controlar estos espacios que corromperlos, desnaturalizarlos: intentar convertir al pueblo organizado en clientela, a líderes populares en gestores que, imposibilitados de gestionar exitosamente las soluciones de los problemas de la comunidad ante la burocracia estatal, pierden toda legitimidad. Convertidos en escenarios de disputa entre grupos por cargos o recursos, se produce la clausura de estos espacios: el pueblo comienza a identificarlos como más de lo mismo y, en el peor de los casos, se retira de ellos.

Pero ninguno de los fenómenos anteriores, expresiones de la vieja cultura política, puede inducirnos a desconocer la naturaleza del espacio: el propósito para el que fue creado, el sujeto político para el que fue concebido. La pervivencia de lo viejo no puede impedirnos distinguir su radical novedad.

No hay lugar en el mundo donde el pueblo organizado pueda hacer lo que hoy hace a través de los consejos comunales. Sin la vitalidad que, contra todo obstáculo, ostenta una significativa parte de ellos, sería imposible el salto cualitativo que ha experimentado el movimiento comunero, que hoy impulsa con extraordinario vigor el Consejo Presidencial de Gobierno Comunal. En parte importante de nuestras Comunas, a despecho de los más incrédulos, está planteado el desafío mayúsculo de producir otra sociedad. Es nuestra manera de vivir lo que está siendo puesto en cuestión en muchos de esos territorios. Y esa audacia política es inconcebible sin una vitalidad de origen, que es lo que encontramos en los consejos comunales.

La indispensable vitalidad de los espacios de participación es un tópico muy recurrido en la extensa bibliografía sobre las revoluciones populares. Así, por ejemplo, y para citar un texto clásico, en «La revolución rusa«, escrito en 1918, Rosa Luxemburg cuestiona duramente la decisión de los bolcheviques de disolver la Asamblea Constituyente de noviembre de 1917: «el remedio que han hallado Trotsky y Lenin, la eliminación de la democracia en general, es peor que la enfermedad que ha de curar: porque obstruye la fuente viva de la que podrían emanar, y sólo de ella, los correctivos de todas las insuficiencias inherentes a las instituciones sociales. La vida política activa, enérgica y sin trabas de las más amplias masas populares».

Diez años después, Christian Rakovski escribe «Los peligros profesionales del poder«, en el que intenta desentrañar las razones del proceso gradual de burocratización en la Unión Soviética: «La burocracia de los soviets y del partido constituye un hecho de un orden nuevo. No se trata de casos aislados, de fallos en la conducta de algún camarada, sino más bien de una nueva categoría social a la que debería dedicarse todo un tratado». Revisando la experiencia de la Revolución Francesa, da con una de las causas del aletargamiento del proceso revolucionario: «la eliminación gradual del principio electoral y su sustitución por el principio de los nombramientos».

La bibliografía, como ya hemos dicho, es muy extensa, y ella constituye parte sustancial del acervo de la humanidad. No hay mejor forma de preservarlo que disponer tiempo para su estudio, de manera de ser capaces de corregir errores que, en su momento, también cometieron pueblos tan dignos y aguerridos como el nuestro. Esa misma bibliografía tiende a coincidir en el planteamiento de que la crisis terminal de las revoluciones populares guarda relación directa con la clausura de los espacios de participación popular y el ascenso de una casta burocrática o, para decirlo como John William Cooke, con el predominio de un «estilo» burocrático.

En «Peronismo y revolución«, el argentino Cooke afirma: «Lo burocrático es un estilo en el ejercicio de las funciones o de la influencia. Presupone, por lo pronto, operar con los mismos valores que el adversario, es decir, con una visión reformista, superficial, antitética de la revolucionaria… La burocracia es centrista, cultiva un ‘realismo’ que pasa por ser el colmo de lo pragmático… Entonces su actividad está depurada de ese sentido de creación propio de la política revolucionaria, de esa proyección hacia el futuro que se busca en cada táctica, en cada hecho, en cada episodio, para que no se agote en sí mismo. El burócrata quiere que caiga el régimen, pero también quiere durar; espera que la transición se cumpla sin que él abandone el cargo o posición. Se ve como el representante o, a veces, como el benefactor de la masa, pero no como parte de ella; su política es una sucesión de tácticas que él considera que sumadas aritméticamente y extendidas en lo temporal configuran una estrategia».

En Venezuela, preservar y estimular la vitalidad de los espacios de participación popular en general, y de los consejos comunales en particular, es condición de continuidad de la revolución bolivariana. Para ello es indispensable neutralizar el influjo conservador, burocratizante, presente en todo proceso de cambios revolucionarios.

Nuestro partido está en lo obligación ética de construir una política clara en materia de estímulo de los consejos comunales, que contemple la condena sin miramientos de cualquier resquicio de clientelismo. La lucha contra lo que en el documento «Líneas estratégicas de acción política» se enuncia como «cultura política capitalista», debe pasar de lo declarativo a los hechos concretos, expresarse en medidas aleccionadoras. Esta «cultura política capitalista» debe ser señalada y combatida desde el más alto nivel. Nuestro liderazgo debe erigirse como un referente ético. En las bases, la crítica contra el clientelismo y otros vicios es realmente despiadada. El pueblo chavista tiene plena consciencia del problema. Una posición firme del liderazgo político contra estos vicios tendría además un efecto moralizante.

De igual forma, nuestro partido debe renunciar expresamente a la pretensión de instrumentalizar los consejos comunales, de administrar el espacio a conveniencia. Antes de controlarlo «a cualquier costo», concebirlo como un espacio desde el que se construye hegemonía popular y democrática. La administración mezquina de la fuerza sin precedentes que Chávez construyó junto al pueblo, es lo contrario de la política revolucionaria. Ésta habrá de ser, como diría algún camarada siguiendo al mismo Chávez, «el arte de convencer» que logra imponerse sobre «la costumbre de administrar». No hay política revolucionaria sin compresión de cómo se construyó esa fuerza. Esa fuerza que hoy sostiene a la revolución bolivariana, que le sirve de punto de apoyo, se construyó escuchando al otro, al que piensa diferente, sumándolo, incorporándolo. Una fuerza política incapaz de convencer pierde el derecho de llamarse fuerza y entra así en fase de decadencia. La construcción de la hegemonía del chavismo ha sido un ejercicio literalmente democrático, popular, en el sentido de que ha significado no sólo la incorporación de las mayorías, sino de diversidad de pensamientos y demandas. Esta capacidad para la construcción hegemónica ha supuesto la derrota para la vieja clase política, de la misma forma que dejar de cultivar «el arte de convencer» puede significar nuestra ruina.

Estamos a tiempo de comprometernos en una política militante orientada a recuperar, allí donde sea necesario, y a defender, allí donde corresponda, los consejos comunales como espacios donde impere, para decirlo con Rosa Luxemburg «la vida política activa, enérgica y sin trabas» del pueblo venezolano. Para ello, es fundamental reivindicar lo que Rakovski identificaba como «principio electoral». Al 29 de agosto del presente año, el 33,2% de los 43198 consejos comunales registrados tenían sus vocerías vencidas. Nuestro partido tendría que promover, por todas las razones aquí expuestas, y como una de sus tareas de primer orden, la renovación de vocerías. Pero no basta con que todas estén vigentes.

Nuestro esfuerzo tendría que estar dirigido a convertir los consejos comunales en verdaderas escuelas de gobierno, donde los comunes se ejerciten en la práctica de gobierno, para que aprendan el arte de gobernar. «Ninguna clase ha venido al mundo poseyendo el arte de gobernar. Este arte sólo se adquiere por la experiencia, gracias a los errores cometidos, es decir, extrayendo las lecciones de los errores que uno mismo comete», escribía Rakovski. Aprender el arte de gobernar no para que el pueblo se convierta eventualmente en funcionario, sino para ir construyendo otra institucionalidad. El militante revolucionario en funciones, por su parte, tendría que trabajar para reducir la brecha que separa a las instituciones del pueblo, librando una lucha sin tregua contra el «estilo» burocrático que señalara Cooke.

Los consejos comunales no son ni mucho menos deben ser el único espacio de la revolución bolivariana. Pero sí son el espacio político por excelencia. Un espacio que «no puede ser apéndice del partido», como alertara el comandante Chávez el 11 de junio de 2009. «¡Los consejos comunales no pueden ser apéndices de las alcaldías! No pueden ser, no deben ser, no se dejen. Los consejos comunales, las Comunas, no pueden ser apéndices de gobernaciones, ni del Ministerio, ni del Ministerio de Comunas, ni del Presidente Chávez ni de nadie. ¡Son del pueblo, son creación de las masas, son de ustedes!».

Que así sea.

El mico-mandante de El Nacional y la dictadura


Cada vez que presencio un episodio tan grotesco como el protagonizado por el diario El Nacional, con la mancheta rabiosa y miserablemente racista y denigrante de su edición del viernes 24 de septiembre de 2010, recuerdo ese texto hermoso, apasionado y extraordinariamente lúcido que es La revolución rusa, de Rosa Luxemburgo.

El Nacional, viernes 24 de septiembre de 2o10. A/7. La mancheta a la izquierda, debajo de la editorial.

En él, Luxemburgo no sólo destaca la grandeza del Octubre revolucionario, sino que señala algunos de los desaciertos de Lenin y Trostky. A su juicio, había sido un error la decisión de no convocar a elecciones para una nueva Asamblea constituyente, que expresara la correlación de fuerzas resultante del triunfo de la revolución bolchevique. Una en particular, de entre todas sus aseveraciones, destaca por su franqueza: «La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido – por muy numerosos que puedan ser – no es libertad. La libertad es siempre únicamente la del que piensa de otra manera. No es por ningún fanatismo de ‘justicia’, sino porque todo lo que de pedagógico, saludable y purificador tiene la libertad política depende de esta condición y pierde toda eficacia si la ‘libertad’ se convierte en privilegio».

Suficientemente persuadido de los riesgos que entrañan las burdas analogías, y por tanto dispuesto a guardar las debidas distancias históricas, estoy convencido, sin embargo, de la absoluta vigencia de las palabras de Rosa. Porque es cierto que la libertad es siempre únicamente para el que piensa distinto.

Lo que resulta totalmente intolerable es que en nombre de la libertad en abstracto, un pequeño grupo de privilegiados haga impune apología de la aniquilación del enemigo político. Tal es lo que ha hecho El Nacional, cuando a propósito de la muerte del Mono Jojoy, comandante guerrillero de las FARC, ha publicado en sus páginas: «Murió el Mono y queda el mico». Si muerto el Mono Jojoy lo que queda es el mico (el mico-mandante, según los usos del lenguaje antichavista), ¿quién puede dudar que El Nacional desea – y lo expresa públicamente – la muerte del comandante Chávez?

La mancheta en la edición digital de El Nacional.

¿Qué hacer frente a la barbarie ilustrada de los medios burgueses? ¿Cómo enfrentar tan graves demostraciones de odio, que son como escupitajos contra la dignidad humana? Esto es motivo de un amplio debate en el seno del chavismo. En circunstancias similares, he tomado posición en contra del cierre de medios, porque creo que a las miserias de los medios burgueses debe respondérsele con medios dignos de ser llamados democráticos y revolucionarios.

Pero es probable que la misma Rosa Luxemburgo – cuya memoria ha sido mancillada por cierta historiografia que, descontextualizando sus afirmaciones, ha pretendido presentarla como enemiga de los bolcheviques – no opinara de la misma manera. En el mismo texto escribía también: «Cuando después de la revolución de octubre toda la clase media, la intelligentsia burguesa y pequeño-burguesa, boicotearon durante meses al gobierno soviético, paralizaron el tráfico ferroviario y las comunicaciones postales y telegráficas, el sistema escolar y el aparato administrativo, oponiéndose así al gobierno obrero, todas las medidas de presión estaban evidentemente justificadas; había que utilizar la desposesión de derechos políticos, de medios de subsistencia económicos, etcétera, para romper con mano de hierro la resistencia. Entonces se manifestaba justamente la dictadura socialista, que no puede retroceder ante ninguna medida de fuerza para imponer o impedir determinadas medidas en interés de la comunidad».

Léase bien: todas las medidas. Mano de hierro. Desposesión de derechos.

Rosa Luxemburgo se oponía a la supresión de derechos de las clases trabajadoras («Sin elecciones generales, libertad de prensa y de reunión sin restricciones, sin una libre lucha de opiniones diversas, la vida desaparece de todas las instituciones públicas, se convierte en una vida aparente y la burocracia pasa a ser el único elemento activo»), pero no contra las clases enemigas de los trabajadores.

Más aún, Luxemburgo afirmaba: «El error fundamental de la teoría leninista-trotskista es, precisamente, que opone, exactamente igual que Kautsky, la dictadura a la democracia. ‘Dictadura o democracia’, reza el planteamiento tanto en los bolcheviques como en Kautsky. Éste opta naturalmente, por la democracia y precisamente por la democracia burguesa, ya que la sitúa como alternativa a la transformación socialista. Lenin-Trotsky optan, por el contrario, por la dictadura en oposición a la democracia y, consiguientemente, por la dictadura de un puñado de personas, es decir, por la dictadura según el modelo burgués. Se trata de dos polos opuestos y ambos están igualmente alejados de la política verdaderamente socialista. El proletariado jamás puede, una vez tomado el poder, seguir el buen consejo de Kautsky, bajo el pretexto de la ‘inmadurez del país’, y renunciar a la revolución socialista y dedicarse solamente a la democracia sin traicionarse a sí mismo, a la Internacional y a la revolución. Tiene el deber y la obligación de adoptar inmediatamente medidas socialistas del modo más enérgico, intransigente y desconsiderado, es decir, ha de ejercer la dictadura, pero la dictadura de clase, no la de un partido o la de una camarilla, es decir, ha de conducirse a la más amplia luz pública, con la más activa y libre participación de las masas, con una democracia sin trabas. ‘En tanto que marxistas jamás hemos sido idólatras de la democracia formal’, escribe Trotsky. Cierto, jamás hemos sido idólatras de la democracia formal. Pero tampoco hemos sido idólatras del socialismo o del marxismo… Jamás hemos sido idólatras de la democracia formal y esto sólo quiere decir: nosotros distinguimos siempre el núcleo social de la forma política de la democracia burguesa, desvelamos siempre el amargo núcleo de desigualdad social y de falta de libertad que se esconde debajo de la dulce cáscara de la igualdad y la libertad formales, pero no para rechazar éstas, sino para estimular a la clase obrera a que no se conforme con la cáscara, sino más bien, que se haga con el poder para llenarlo de un nuevo contenido social. La tarea histórica del proletariado, una vez llegado al poder, es construir en lugar de la democracia burguesa, la democracia socialista, no cualquier clase de democracia. Pero la democracia socialista no comienza sólo en la tierra prometida, una vez creada la base de la economía socialista, como un regalo de Navidad acabado para el buen pueblo que entretanto ha apoyado a un puñado de dictadores socialistas. La democracia socialista empieza al mismo tiempo que la demolición del dominio de clase y la construcción del socialismo. Comienza en el momento de la conquista del poder por el partido socialista. No es otra cosa que la dictadura del proletariado. Ciertamente: ¡dictadura! Pero esta dictadura consiste en el modo de aplicación de la democracia, no en su supresión».

¡Dictadura!

Insisto: las burdas analogías históricas siempre son impertinentes. Además de sospechosas, son improductivas, estériles. A despecho de la denuncia anti-comunista y anti-totalitaria de los medios antichavistas, en Venezuela no se ha producido una revolución socialista. No gobierna la clase obrera. La economía sigue siendo capitalista. ¡Cuántos resabios persisten de la institucionalidad burguesa! Pero sobre todo hay que decir: ¡cuán infinitamente lejos estamos de una dictadura a lo Rosa Luxemburgo!

Que manchetas como las de El Nacional nos sirvan para no olvidar cuán lejos estamos de la democracia que anhelamos.

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Mientras escribía estas líneas llegó me llegó un correo cuyo destinatario se identifica como José Francisco Rodríguez. No lo conozco.

Dice: «Vas a votar por las focas ANIMAL». Probablemente en respuesta a mi artículo previo: Contra la ‘despolarización’: Por qué voy a votar por los candidatos de Chávez.


Sí, para nuestros «demócratas», los chavistas somos unos animales que vamos a votar por animales. Como el mico. Mandante.

La pequeña batalla y la gran estrategia


«Todos los medios de comunicación social han perdido su norte, en el sentido de que están… informándonos de la pequeña batalla solamente». Así concluía su intervención Maryclen Stelling en el programa Contragolpe, que conduce la periodista Vanessa Davies en Venezolana de Televisión, el pasado 29 de enero.

Stelling, integrante del Observatorio Global de Medios, capítulo Venezuela, y a mi juicio una de las analistas de medios más lúcidas de todo el Sistema Nacional de Medios Públicos, resumía así lo que, a estas alturas, deberíamos tener como un dato incuestionable: concentrados en transmitir, en vivo y en directo, las incidencias de la guerra declarada contra el antichavismo mediático, hemos descuidado otros frentes de batalla.

Hemos puesto tanto esfuerzo al servicio de informar de la pequeña batalla, que nuestros sentidos se han venido atrofiando: con nuestros ojos pegados a las pantallas y nuestras manos saltando de primera página en primera página, nuestro olfato político ya no nos alcanza para percibir que el hastío por la política, y en particular por los políticos, afecta a parte considerable de lo que durante todos estos años constituyó la base social de apoyo a la revolución. Hastío por los políticos que, por momentos, nos hace recordar a la Venezuela que hizo posible la insurgencia del chavismo.

Si el chavismo significó la progresiva politización del pueblo venezolano, fue porque hizo visible a los invisibles y dio voz a los que nunca la tuvieron. Allí radica su grandeza. De la misma forma, el hastío por la política y por los políticos tendría que ser la medida de sus miserias. Porque hay hastío allí donde el chavismo no se siente visibilizado, cuando su voz no es escuchada, cuando sus demandas son ignoradas.

Si el chavismo significó la quiebra histórica de la vieja clase política, mal haría prolongando una batalla cuya victoria tenía asegurada, empeñándose en subirse al ring para disputarse el título con rivales de poca monta, gastando pólvora en zamuro, perdiendo el tiempo en disputas verbales con dirigentes de partidos casi inexistentes, mofándose de sus sandeces, respondiendo a sus insultos y provocaciones.

¿Todavía tienen algo que decirnos un Ramos Allup o un Óscar Pérez? ¿O un Luis Ignacio Planas o un Andrés Velásquez o un Antonio Ledezma? Cierto, allí está Ledezma como Alcalde Mayor. ¿O es que acaso construimos adversarios a nuestra medida? ¿Quién era Julio César Rivas antes de que apareciera en las pantallas de nuestras televisoras?

Julio César Rivas en huelga de hambre. Una nueva estrella ha nacido.

Mientras nos empantanamos en las trincheras de la pequeña batalla, ¿quién muestra el rostro del chavismo descontento? ¿Quién escucha su voz? ¿Quién atiende sus demandas? ¿O es que acaso hay algo más subversivo que el mal gobierno, que el político que roba o que mucho dice y poco hace? ¿Cuántas insurrecciones populares comandará Roderick Navarro?

«Serenidad», aconsejaba Chávez en su Aló, Presidente del pasado 31 de enero, a propósito de cierta exasperación provocada por los ataques de la prensa antichavista. Nunca perdamos de vista la «gran estrategia», agregaba. Gran estrategia que se escribe distinto y significa lo contrario de la pequeña batalla. Gran estrategia que, si quiere decir radicalización democrática, pasa porque nuestras pantallas sean una expresión de lo que hizo grandioso al chavismo. Porque si debemos, también, aprender a mostrar la buena obra de gobierno, es preciso agregar que eso sólo no es suficiente.

Caso contrario, estaremos condenados a escuchar durante algún tiempo más las interminables peroratas de un Ramos Allup, pero esta vez desde la Asamblea Nacional, y más temprano que tarde nos veremos en la obligación de inventarnos un nuevo Julio César Rivas, mientras Venevisión sigue acaparando la audiencia de un país hastiado de la política, porque no es posible que «siga la polarización de dos minorías, cuando en el país existe una gran mayoría que quiere trabajar, salir adelante y luchar por Venezuela«.

Este discurso sobre «la polarización de dos minorías» es el que viene colándose, de manera casi inadvertida, mientras seguimos informando de la pequeña batalla. ¿De qué vale sabernos la principal fuerza política del país, si no somos capaces de actuar como fuerza política revolucionaria? En otras palabras, ¿a quién conviene que derrochemos tanta energía enfrentando a un adversario que ya quisiera reunir la mitad de nuestras fuerzas?

Ya lo decía Rosa Luxemburgo: «no se llega a la táctica revolucionaria a través de la mayoría, sino a la mayoría a través de la táctica revolucionaria». En nuestro caso, planteo, la táctica revolucionaria pasa por reorientar nuestros esfuerzos, por saber administrar nuestras fuerzas, sin abandonar ningún frente de batalla – y nadie desestima la importancia que reviste el terreno donde enfrentamos a la oligarquía mediática. Pero las circunstancias nos obligan a reforzar los frentes de batalla que hemos descuidado, nos obligan sobre todo a retomar la calle, el barrio, y en general todo espacio donde se expresa hoy el hastío por la política, el chavismo descontento.

Talento sobra. Sólo falta ponerlo al servicio de la gran estrategia.

 

Sobre la disciplina revolucionaria y el "centralismo democrático realmente existente"


I.-
Corría el año 1992 y aunque oficialmente había llegado el invierno, el clima era realmente insurreccional. Las calles amanecían todos los días con los rastros del combate del día anterior: vidrios, piedras, cartuchos de perdigones (en el mejor de los casos), bombas lacrimógenas, basura quemada. Los trastes apilados de lo que una vez fue una precaria barricada improvisada. Eran los tiempos en los que podíamos jactarnos de que ya no había pared de la ciudad sin una consigna nuestra ni liceo público indiferente a la lucha que nos encargábamos de atizar.

Había acontecido el 4F y el gobierno de Carlos Andrés Pérez parecía no poder sostenerse un día más. El 4F implicó, para nosotros, una pausa en la lucha callejera que librábamos con fuerza desde 1991. Después del «Por ahora», poco tardamos en retomar la calle como lo que éramos: una banda de muchachos y muchachas, la mayoría de los cuales no habíamos cumplido los 20 años, haciendo peso mientras la «democracia» se estremecía y amenazaba con caer.

Las contradicciones se agudizaban. La conspiración estaba en marcha. Maduraban las «condiciones objetivas» para la nueva insurrección cívico-militar. Fue entonces cuando ocurrió: quienes integrábamos la Dirección de la Juventud nos reunimos con un representante del Partido. El asunto a discutir: nuestra participación en la futura contienda.

En realidad, no discutimos nada. El representante del Partido nos regaló parte de su valiosísimo tiempo para ilustrarnos acerca de la «situación política nacional», la «línea» a seguir en consecuencia, luego de lo cual asignaría tareas específicas mediante la conformación de comisiones.

Pero antes de la conformación de las fulanas comisiones, quien esto escribe aprovechó la rara ocasión para preguntarle al representante del Partido:

– Una pregunta compa: ¿y si esta insurrección cívico-militar también fracasa?

El representante del Partido me dirigió una mirada enfurecida, como de maestro de escuela que está a punto de reprender al estudiantico impertinente. Palabras más, palabras menos, me espetó:

– La insurrección cívico-militar no fracasará, porque el Partido tiene 20 años preparando la insurrección.

Como todo acto tiene sus consecuencias, y como uno tiene que aprender a hacerse responsable de sus actos, el representante del Partido completó su reprimenda excluyéndome de toda responsabilidad, manteniéndome al margen de toda comisión. Imagínense el momento: la revolución estaba a punto de acontecer, y un representante del Partido acababa de disponer que yo no tendría ninguna responsabilidad en los hechos heroicos por venir. Por hacer una pregunta impertinente. Quién me manda.

II.-
Tal vez el lector lego no logre captar el significado y el alcance de esta actitud del representante del Partido. Se trata de acallar la voz disidente, o en todo caso de disipar cualquier margen de duda o sospecha, mediante la práctica de la sanción moral. Cuando la «línea política» ya ha sido decidida, cuando el análisis de la situación ya se ha realizado, pero sobre todo cuando uno se para frente al portavoz de esta línea decidida y este análisis realizado, cualquier pregunta, opinión o análisis que vaya en contravía de lo ya decidido y analizado, por insignificante que sea el gesto, debe ser censurado, sometido, acallado.

Los viejos y no tan viejos militantes revolucionarios tienen una deuda con la generación que está iniciándose en la política en estos tiempos de revolución bolivariana: aún no ha sido escrita la historia de estos innumerables, cotidianos y minúsculos actos de sometimiento de la disidencia, de censura de la sana duda, de represión del libre pensamiento, en nombre de la disciplina y el «centralismo democrático».

Actos que por minúsculos tal vez nos parecieron insignificantes en su momento, constituyen la fuente primaria con la que se podría registrar la historia infame del «centralismo democrático realmente existente». Episodios innumerables y frecuentes, en ningún caso excepcionales, que podrían ayudarnos a entender por qué es imposible hacer la revolución si la práctica política del militante «revolucionario» está fundada en el resentimiento, la impotencia, y eso que Spinoza llamaba «pasiones tristes».

III.-
En un fogoso artículo interpretado por algunos, inexplicablemente, como un gesto de claudicación frente a la posibilidad y necesidad del acontecimiento revolucionario, Michel Foucault explicaba las razones de su «cambio de opinión» con respecto a la Revolución Iraní.

El artículo en cuestión, publicado en mayo de 1979, lleva cómo título una pregunta: ¿Es inútil sublevarse? De inmediato, y sin dejar margen a la duda, Foucault se responde:

«Si las sociedades se mantienen y viven, es decir, si los poderes no son en ellas «absolutamente absolutos», es porque, tras todas las acepta­ciones y las coerciones, más allá de las amenazas, de las violencias y de las persuasiones, cabe la posibilidad de ese movimiento en el que la vida ya no se canjea, en el que los poderes no pueden ya nada y en el que, ante las horcas y las ametralladoras, los hombres se sublevan».

El problema para Foucault, otrora entusiasta partidario de la rebelión contra el régimen sanguinario del Sha, es el curso de los acontecimientos una vez que el régimen ha sido derrocado:

«Dos años de censura y de persecución, una clase política orilla­da, partidos prohibidos, grupos revolucionarios diezmados… Ciertamente, no da ninguna vergüenza cambiar de opinión, pero no hay ninguna razón para decir que se cambia cuando se está hoy contra la amputación de manos, tras haber estado ayer contra las torturas de la Savak».

Pero si bien es una farsa la idea de una revolución capaz de acabar para siempre jamás con toda forma de dominación, no por eso habremos de ceder al chantaje de que, por tanto, no vale la pena hacer ninguna revolución:

«Ninguno tiene derecho a decir: «rebélese usted por mí, se trata de la liberación final de todo hombre». Pero no puedo estar de acuerdo con quien dijera: «Es inútil sublevarse, siempre será lo mismo»… Hay sublevación, es un hecho; y mediante ella es como la subjetividad (no la de los grandes hombres, sino la de cualquiera) se introduce en la his­toria y le da su soplo».

Al final de su artículo, Foucault deja sentada su posición frente a aquellos que justifican sus crímenes o los nuevos despotismos (y que les igualan a los viejos criminales y déspotas) en nombre de la revolución:

«… si el estratega es el hom­bre que dice: «qué importa tal muerte, tal grito, tal sublevación con relación a la gran necesidad de conjunto y qué me importa además tal principio general en la situación particular en la que estamos», pues, entonces, me es indiferente que el estratega sea un político, un historiador, un revolucionario, un partidario del sha, del ayatolá; mi moral teórica es inversa. Es «antiestratégica»: ser respetuoso cuando una singularidad se subleva, intransigente desde que el poder transgrede lo universal».

IV.-
Estoy persuadido de que a partir de la contundente victoria electoral de diciembre de 2006, hemos entrado en una nueva fase de la revolución bolivariana. Está claro que no estoy diciendo nada nuevo: todos hemos escuchado al presidente Chávez argumentando cómo es que hemos entrado en una fase que se caracteriza porque las fuerzas revolucionarias han creado las condiciones para pasar a la ofensiva. La oposición, bien es cierto, ha puesto su parte, cediendo terreno progresivamente con cada pésimo movimiento táctico.

De igual forma, estoy convencido de que sería ingenuo e irresponsable subestimar la capacidad de reacción de la oposición interna, y sobre todo la amenaza que constituyen los enemigos externos de proceso revolucionario.

No obstante, tal vez nunca como ahora fue posible darle rienda suelta a un profundo y democrático debate a lo interno de las filas revolucionarias, sobre cómo y por qué construir nuestro socialismo del siglo XXI, con todo lo que este debate implica en términos de herramientas teóricas, instrumentos de organización, formas y estilos de gobierno, relaciones económicas y sociales de producción, cultura, etc. Dicho de otra manera, tal vez nunca la correlación de fuerzas nos fue tan favorable.

Este debate, efectivamente, está iniciando (apenas iniciando), y es demostración fehaciente de esto una suerte de «rumor» o «malestar» que va tomando cuerpo, y que adquiere la forma de una denuncia necesaria e impostergable contra eso que llamamos «derecha endógena» o identificamos como «burocracia». La crítica contra la vieja cultura política «marxista-leninista» también forma parte de este repertorio crítico con el que nos hemos venido armando. Sin embargo, la ausencia (o digamos mejor, la no consolidación, el carácter incipiente) de una cultura política democrática de debate ha hecho resurgir viejos fantasmas. Se trata de lo que Boaventura de Sousa Santos, refiriéndose al caso venezolano, llama «la figura siniestra de los ‘enemigos del pueblo‘».

Así, se emprende la crítica contra el conservadurismo de boina roja, y el que critica es un vendepatria-lacayo-del-imperialismo-yanki. Se cuestiona la burocracia ineficiente y castradora de la potencia revolucionaria, y el que cuestiona es un infiltrado-de-la-CIA-cuyo-propósito-es-ocultar-los-innegables-logros-del-gobierno-bolivariano. Se critica a la derecha endógena, se denuncian sus corruptelas, su enriquecimiento criminal al amparo y a la sombra de un proceso que es esperanza de los que jamás han tenido nada, y el que critica es, igualmente, un vendepatria-lacayo o un infiltrado o alguien que no tiene corazón o que tiene malas, muy malas intenciones. Se critica a la izquierda conservadora y tradicional, y el que critica le está haciendo un flaco servicio a la revolución y le está haciendo el juego a la derecha endógena y también a la exógena. O bien se cuestionan los excesos implícitos en las denuncias de algunos cámaras, y el resultado es lo que José Roberto Duque ha llamado El efecto Golinger.

Abundan, pues, muchas expresiones de esta «figura siniestra del enemigo del pueblo». Y lamentablemente, las formas que asume esta figura, al contrario de lo que algunos pudieran pensar o afirmar, no son patológicas, sino normales. Una y otra vez las vemos expresadas en los voceros de la burocracia, de la derecha endógena o de la rancia izquierda. Saber identificar, por tanto, estas formas, es una condición indispensable para la conformación de una cultura política democrática y genuinamente revolucionaria.

Como consecuencia de esta ausencia de cultura política para el debate democrático, que ciertamente guarda estrecha relación con el hecho de que durante años nos vimos obligados a asumir una posición de férrea defensa del proceso revolucionario, frente al ataque inclemente, criminal y continuado de la oposición, ésta última, a través de sus voceros por excelencia, los medios privados, se han adueñado de la iniciativa en lo que a denuncias se refiere. El problema, por supuesto, es que la denuncia proveniente de los medios privados es con demasiada frecuencia muy poco veraz, y en la inmensa mayoría de los casos simplemente responde al propósito que les ha sido asignado: funcionar como la artillería en la guerra de baja intensidad que se libra todos los días contra las filas revolucionarias, intentando desmoralizarlas y desmovilizarlas.

El descrédito, la impudicia y la desfachatez de los medios privados es tal, que en las filas revolucionarias, por lo general, ya no se les toma en serio, y esto es una buena señal del grado de conciencia adquirida en el fragor de la lucha. Sin embargo, el bombardero incesante de mentiras y medias verdades produce un efecto de poder que muchas veces pasa desapercibido: la inhibición de la crítica desde las filas revolucionarias.

Así, por ejemplo, en la medida en que Globovisión intenta desesperadamente minimizar u ocultar el liderazgo del presidente Chávez a escala continental, renunciamos a nuestro legítimo derecho de conocer por qué funcionarios de Pdvsa viajaban junto con el tipo del maletín cargado de dólares; hacemos como si no nos importara saber por qué, si es que realmente no estaba de ninguna manera implicado, uno de estos funcionarios se vio forzado a renunciar. Un ejemplo menos reciente es el del Padre Palmar: Globovisión convierte en un espectáculo lamentable y patético el asunto de la carretilla cargada de denuncias (y el Padre ciertamente no ayuda), y hacemos como si ninguna de estas denuncias procediera. Es decir, ni siquiera el beneficio de la duda.

Tengo por regla que todo aquel que, llamándose revolucionario, utilice las cámaras de Globovisión para realizar una crítica al gobierno revolucionario, pierde su condición de interlocutor legítimo de esa misma crítica. Así de sencillo. Pero lo que es muy difícil de tolerar es que Venezolana de Televisión se haya convertido en un espacio eminentemente propagandístico, donde la ausencia de periodismo crítico y de investigación contrasta dramáticamente con la presencia de algunos pocos espacios desde los cuales se hace buen periodismo. Vanessa Davies, en mi criterio muy personal, es quizá la excepción más honrosa.

No basta, por tanto, que el presidente Chávez afirme constantemente que él mismo es el principal crítico del gobierno que preside. Su actitud nada complaciente es, sin duda, una mínima garantía de que los corruptos, los burócratas, los infiltrados y en general las fuerzas conservadoras no pueden actuar a sus anchas. Pero la idea, cámaras, digo yo, es reducirles progresivamente el radio de acción, a riesgo de que esta revolución se nos diluya entre los dedos, después de que tanto y a tantos nos ha costado construirla con estas manos. Y esto sólo será posible a condición, insisto, de que creemos las condiciones para un debate amplio y profundamente democrático a lo interno de las filas revolucionarias, que no ceda al chantaje de los «enemigos del pueblo».

V.-
Tal vez la crítica a lo interno de las filas revolucionarias nos pudiera llegar a parecer «antiestratégica» (en el sentido en que lo planteaba Foucault), en tanto que supuestamente pondría en peligro lo «estratégico»: la construcción de la vía venezolana al socialismo. Muy por el contrario, sospecho que la crítica, como la he venido planteando acá, es en sí misma «estratégica», porque no hay forma de construir nada parecido a una sociedad democrática y revolucionaria, si las fuerzas sociales que en ella hacen vida están incapacitadas o imposibilitadas de realizar la crítica de aquello que nos impide avanzar en la construcción de esa misma sociedad.

Es por eso que me cuesta entender y asimilar la decisión del presidente Chávez de crear un Comité Disciplinario transitorio para un partido que, como el Psuv, está en pleno proceso de conformación; un partido que no tiene estatutos, ni siquiera militantes (sino aspirantes), cuya experiencia (extraordinaria, por demás) se limita a la realización de tres o cuatro asambleas de batallones, pero que desde ya carga a cuestas el peso de este Comité Disciplinario presidido por Diosdado Cabello.

¿Por qué un Comité Disciplinario transitorio? Sobre el asunto, sólo disponemos del testimonio del presidente Chávez del pasado 25 de agosto, cuando justificó su creación en razón de luchas intestinas y de fracciones que estarían aconteciendo entre ¿dirigentes? o funcionarios del alto gobierno. ¿De quién se trata? ¿Cómo, cuándo y por qué incurrió en cuáles faltas disciplinarias? Obviamente, si uno escuchó el discurso de Chávez, es capaz de intuir por dónde viene el problema. Pero lo que realmente preocupa no es lo poco que esclarece la explicación del Presidente, sino todo lo que permanece oculto a los ojos de los aspirantes a militantes comunes y silvestres. Aún albergo eso que llaman la «vana esperanza» de obtener respuestas a estas interrogantes a través de medios «amigos», y no vía El Nacional o Globovisión.

Supongamos que el dirigente o funcionario anónimo, cuyas faltas disciplinarias desconocemos en detalle, haya incurrido, efectivamente, en acciones u omisiones que atentan gravemente contra la «disciplina» del partido en formación. Aún en ese caso, ¿no habría sido infinitamente más edificante y provechoso debatir públicamente sobre el asunto? Y no vale apelar acá al recurso de que la intención no podía ser en ningún caso someter al camarada al escarnio público. Porque, con intención o sin ella, es lo que ha sucedido. El camarada sin rostro, pero cuya identidad ya sabremos muy pronto, en las próximas horas, ha sido escarmentado públicamente.

Incluso el mismo Lenin, cuyo excesivo «centralismo» y la idea de disciplina que le es propia fueron objeto de férreas críticas por parte de Rosa Luxemburgo, escribió sobre los «grupúsculos» desobedientes e indisciplinados:

«A nuestro parecer es necesario hacer todo lo posible -aun si implica alejarse de los principios del centralismo y de la obediencia absoluta a la disciplina- para que estos grupúsculos hablen claro y den al Partido en su totalidad la oportunidad de pesar la importancia o falta de ella de estas diferencias; de esta manera puede llegarse a determinar dónde, cómo, y de parte de quién existe una inconsistencia».

De Rosa Luxemburgo es preciso revisar su análisis sobre los Problemas de organización de la socialdemocracia rusa. Muy sugerente resulta la distinción entre el «centralismo conspirativo» propio de los blanquistas, y la actividad revolucionaria de la «socialdemocracia» (tal y como ésta era entendida hace 100 años y en cuyas filas militaba Lenin). El blanquismo, habituado al golpe de mano y ajeno a la lucha de clases, no requiere de organización de masas. Al contrario, dado el carácter secreto de sus acciones, mantiene prudente distancia de éstas. Aún más: la planificación de las acciones corre por cuenta de un restringido e inaccesible comité central:

«Por consiguiente, los miembros activos de la organización se transformaban en simples órganos de ejecución de una voluntad previamente determinada y exterior a su propio campo de actividad, en instrumentos de un comité central. De aquí se derivaba también la segunda característica del centralismo conspirativo: la subordinación absoluta y ciega de los órganos singulares del partido a sus autoridades centrales y la ampliación de las atribuciones de poder decisorio de estas últimas hasta la más extrema periferia de la organización del partido».

Las condiciones de la lucha «socialdemócrata», en cambio, son radicalmente distintas. En primer lugar, la socialdemocracia surge de la lucha de clases. Su ejército de militantes…

«… sólo se recluta en la lucha misma y sólo en la lucha se hace consciente de los objetivos de la misma. Organización, esclarecimiento y lucha no son momentos separados, mecánica y también temporalmente escindidos, como en un movimiento blanquista, sino… aspectos diferentes de un mismo proceso… No hay -a excepción de los principios generales de la lucha- ninguna táctica de lucha acabada y fijada con detalles por adelantado que les pueda ser inculcada a los militantes socialdemócratas por un comité central… De esto se deriva que la centralización socialdemócrata no puede basarse en la obediencia ciega, no puede basarse en la subordinación mecánica de los luchadores del partido a un poder central y que, por otra parte, entre el núcleo de proletariado consciente ya organizado… y el sector que le rodea… no puede jamás levantarse un muro de absoluta separación».

Pues bien, el problema estriba en que el «centralismo democrático realmente existente» en nuestros partidos de izquierda, se parece mucho más al «centralismo conspirativo» de los blanquistas, que al «centralismo» deseable de los socialdemócratas de Rosa Luxemburgo. La cultura política que hemos heredado de la vieja izquierda se funda en estas prácticas de obediencia ciega y subordinación, que no tienen nada de democráticas ni mucho menos de revolucionarias. Es, como les relataba arriba, una política que se sostiene en el resentimiento, y que acalla toda voz disidente mediante la sanción moral.

El proceso de construcción de un partido genuinamente revolucionario supone crear las condiciones para un profundo y democrático debate entre revolucionarios, y esto último supone, a la vez, revisar el concepto mismo de «disciplina». Caso contrario, nos puede ocurrir a muchos lo que alguna vez sucedió conmigo, que venga un representante del Partido y declare:

– Usted, compañerito, no participará en la revolución.

Lo que soy yo, cámaras, hace muchos años que dejé de creer en estos «representantes». Que nuestro Psuv no sea el de ellos.