Por una cuestión de principios. (Para pensar la militancia). (I)


S/T. César Vásquez. 120 x 130. Acrílico.
S/T. César Vásquez. 120 x 130. Acrílico.

«Uno tiene que ir muy de cuando en cuando a los principios, volver a los principios… retomar, recargar, refrescar, reimpulsar».
Hugo Chávez, en reunión con dirección ampliada del PSUV, lunes 28 de marzo de 2011.

Se me hiela la sangre cada vez que recuerdo el relato de cierto taxista anónimo sobre la ocasión en que arrolló a un motorizado, dejándolo tendido sobre el pavimento, muy probablemente muerto. Me contó que aquello sucedió por El Paraíso, durante la madrugada, lo que facilitó la fuga. Pero sobre todo recuerdo la absoluta serenidad del taxista, la ausencia en su voz de cualquier asomo de arrepentimiento o culpa: el motorizado había cometido alguna imprudencia, y él no había tenido otra opción que atropellarlo. Además, argumentaba, los motorizados eran una especie de «plaga» que vendría bien exterminar.

Hay silencios que  no son cómplices: sentí vergüenza y rabia.

Todavía me pregunto qué puede llevar a un ser humano a rozar de esta forma, a franquearlos más bien, los límites de la deshumanización. No estoy muy seguro. Pero lo que sí tengo claro es que nada, absolutamente nada, justifica un razonamiento de este tipo. Nada justifica la naturalización de la muerte, mucho menos del homicidio, de la clase que sea.

Pensaba en esto a propósito del rumor silencioso que percibí luego de la muerte de más de una cincuentena de presos en Uribana. Cuando escribo esto no tengo en mente a los portavoces oficiales del gobierno nacional. Ese sería otro tema. Me refiero en parte al entorno más cercano, conformado por amigos y compañeros militantes de la causa bolivariana. Pienso en la gente que leo frecuentemente a través de las redes, por ejemplo. Tal silencio, casi unánime (siempre habrá excepciones honrosas), una cierta indiferencia y hasta cierto desdén, me hicieron sentir vergüenza. Rabia.

Luego, al ver cómo un problema tan urgente y una tragedia tan terrible se subsumía dentro de la lógica de la política boba, sentí impotencia. En ocasiones dejamos mostrar una dependencia tal por el insulto (como si insultar a quienes nos insultan nos hiciera más dignos), una afición tal por la denuncia de macabros planes ocultos (no descarto que a veces existan), que pasamos por alto el problema central. En el caso de Uribana, como en casi todos, es la vida.

¿Qué puede justificar nuestra indiferencia frente a lo acontecido en Uribana? No hablo de la población general. Hablo de nosotros, militantes bolivarianos. Más grave aún: ¿cómo es posible que cualquiera que se asuma como revolucionario pueda llegar a justificar, bajo el argumento que sea (se trata de pranes y asesinos armados que no merecen misericordia, se trata de un plan desestabilizador, etc.), la muerte de seres humanos?

Sin duda, Uribana nos plantea los dilemas éticos propios de una situación límite. No obstante, en situaciones si se quiere ordinarias, es decir, aquellas que no necesariamente comprometen la vida humana, he llegado a percibir el mismo desdén de gente que se dice muy de izquierda. Gente de izquierda a la que no le gusta mezclarse con el pueblo chavista, y respecto del cual tiene una imagen en extremo parecida a la que de él tiene el antichavista promedio: igualado, ignorante, pedigüeño, de mal gusto. El caso del desprecio cuasi «universal» por el motorizado (y quizá sea por eso que establecí la relación, en primer lugar), tanto como el caso de la reacción (semejante al asco) frente a los jóvenes que escuchan o bailan reguetón, por citar sólo un par de ellos, son emblemáticos de lo que aquí expongo.

Los más cínicos suelen interpretar esta «defensa» de los motorizados y de los jóvenes que escuchan reguetón como una impostura característicamente pequeño-burguesa, que históricamente se ha expresado como admiración romántica y acrítica por los delincuentes, los proscritos o los trashumantes. Lo más irónico es que casi nunca escucho reguetón y nunca he manejado motocicletas. No los considero como «modelos» de absolutamente nada, pero tampoco considero «modelos» las grandes camionetas (y si es con escoltas, pues mucho mejor), y mucho menos la música que llaman «clásica», como sí lo hacen muchos de nuestros izquierdistas. Dicho brevemente, si tenemos que hablar de imposturas, la mayor de todas es esa doble moral con la que juzgamos y disimulamos nuestros prejuicios o privilegios, según sea el caso.

Incluso preguntaría: ¿acaso existe un modelo de lo que debe tenerse como «revolucionario», una ética, una estética revolucionarias?

Al respecto, dejo sentada mi postura: por una cuestión de principios siento un profundo respeto por todas las expresiones éticas y estéticas del pueblo pobre, y estoy absolutamente convencido de que su «risa bárbara» (al decir de Walter Benjamin) encierra más humanidad y alegría que cualquier otra.

Lo cierto es que es posible identificar los signos de un conservadurismo entre nosotros, los militantes bolivarianos, que no por disfrazarse de «revolucionario» o «socialista» lo es menos. Y así pasamos al siguiente punto: ¿qué sucede cuando el mismo desdén se manifiesta en situaciones que conciernen a la esfera política?

En un seminario que impartiera Enrique Dussel en la sede del Partido Sandinista, en Nicaragua, en 2002, y con la presencia de varios comandantes, discutían sobre el hecho de que «frecuentemente…  los «revolucionarios» de izquierda habían sido hasta heroicos en sus actos políticos (o en su estrategia militar como guerrilleros en las inhóspitas montañas), pero se conocían casos de «doble moral» (incoherencia ética) con respecto a las «compañeras», en el nivel de las relaciones de género, con las que se ejercía un machismo tradicional; o en la cuestión de la raza, discriminando a los de raza afro-latinoamericana; o en la cuestión de la propiedad ocupando residencias del antiguo régimen y contando dichos bienes como propiedad privada de algún comandante sin el pago respectivo, etc.».

Dussel, que concibe un «campo político» cruzado por varios «campos materiales» (o «sub-esferas» ecológica, económica y cultural, como las más relevantes), trabaja la hipótesis de que la referida «doble moral» de los comandantes tenía su explicación en la inobservancia del «principio de coherencia».

Resumiendo un planteamiento que es más denso, y que vale la pena revisar con detenimiento, Dussel concluye que los militantes revolucionarios tenemos que situarnos «desde el «lugar» de los que sufren efectos negativos de las acciones de un sistema, de una institución, de un «orden»… En cada «campo» habrá sistemas específicamente diferenciados, y en cada uno de ellos habrá «otro» tipo de víctimas (en la familia, la dominación o exclusión de la mujer; en la economía, de los pobres excluidos; en la política, de minorías o mayorías dominadas; etc.). Para ser «coherente» habrá que descubrir en cada «campo» concreto el tipo de estructura, y dentro de ella la dominación, y por lo tanto definir con precisión el tipo de «víctima»».

Así, una «ética de la liberación» es la que identifica «a la víctima primeramente como «pobre»». Pero luego existen otras: «el niño y la cultura popular en el «campo» pedagógico; la mujer en el erótico; las naciones periféricas subdesarrolladas y explotadas por un capitalismo del centro metropolitano desarrollado; etc.».

Una eficaz «política de la liberación», agregaría, no es la que privilegia la lucha que se desarrolla en determinado campo, sino la que traduce la articulación de los sujetos que en cada campo padecen la dominación, y que juntos luchan por su emancipación.

Observaciones que tendríamos a bien tomar en cuenta para no terminar militando en las filas de los dominadores.

Contar nuestra propia historia


Periodista Simpsons

Esta mala costumbre nuestra de limitar la comunicación al acto puntual de responder a lo que dicen los medios enemigos de la revolución bolivariana no obedece al capricho de tal o cual personaje.

En este asunto, como en todos los que conciernen al ejercicio de pensar un proceso de cambios revolucionarios, lo conveniente es no distraernos con los efectos de superficie, e intentar llegar al fondo del problema.

Sin duda, no es fácil ni grato tener que lidiar con la egolatría y la soberbia, pero digamos que esos son gajes del oficio. De nuevo, no perdamos de vista que lo que nos compromete es un ejercicio que incluso nos trasciende como hombres y mujeres de una generación, y que el desafío consiste en identificar cuánto de la vieja sociedad persiste entre nosotros, como precondición para crear lo nuevo. Ese será nuestro legado.

Mi sospecha es que no hemos sido capaces de desaprender nuestra manera de escribir la historia. La historia que aprendimos a leer y luego a contar fue la de nuestros «dominadores» (para decirlo con Walter Benjamin), cuya épica siempre nos deslumbró, como nos encandilaron sus héroes y sus hazañas. Pero en lo que respecta a la historia del pueblo, esa todavía no aprendemos a contarla.

A lo sumo, nos hemos venido destacando en el oficio de narrar la tragedia de la clase política antichavista, y ahora nos encandilan sus villanos y sus crímenes. Competimos por arrancar la declaración más ruin y hacemos carrera de «explicadores» de tramas inaccesibles al ojo del común, poco adiestrado, según juramos, en materia de moral y luces. Nos ceñimos a este guión y de allí no salimos.

Se nos olvida que «la historia sólo la hacen los que se oponen a ella», como decían Deleuze y Guattari con envidiable precisión. Y no ha sido distinto en el caso de la historia de la revolución bolivariana.

Si nos cuesta tanto desaprender es porque se trata de un acto que nos interpela directamente. En efecto, desaprender significa interrogarnos: ¿cómo hacer para contar nuestra propia historia en tanto pueblo en revolución? Y eso es algo que no está escrito en ninguna parte. Allí está el grueso del trabajo por hacerse.

Si nos limitamos a responder es porque no tenemos nada nuevo que decir. Y lo cierto es que hay demasiado que comunicar. Lo insólito es que esto suceda en plena revolución. Porque vamos a estar claros: el que siga actuando como si aquí el pueblo no tiene nada que decir, es porque no ha agarrado calle.

Quizá haya que comenzar por lo básico: opinar (explicar, aclarar) menos, informar más, para que cese tanto ruido, para que nos vayamos entendiendo.

Los ochenta y el furor anti-partido


(Artículo escrito en julio de 2009, publicado en el número 7 de la revista Día-Crítica, que felizmente reaparece, luego de unos cuantos meses de ausencia).

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Carlos Andrés Pérez: fue inútil la acrobacia de la partidocracia.

Gramsci escribía sobre los partidos políticos que, en el caso de algunos de ellos, «se comprueba la paradoja de que están perfectos y formados cuando ya no existen, o sea, cuando su existencia se ha hecho históricamente inútil». Explicaba: «como un partido no es sino una nomenclatura de clase, es evidente que para el partido que se propone anular la división de clases su perfección y cumplimiento consisten en haber dejado de existir porque no existen ya clases». En Venezuela, hacia finales de la década de los 80, fuimos testigos de un singular fenómeno con dos expresiones muy claras: por una parte, las agudas contradicciones de clase emergían bajo la forma de profundas convulsiones políticas y sociales; por la otra – y en estrecha relación con lo anterior – nos asaltaba la creciente sospecha de que los partidos – y no sólo los partidos del status quo – se habían hecho históricamente inútiles.

Mi generación, la que bordeaba la mayoría de edad en los últimos 80, la que no se reconocía en la herencia de la «Generación Boba», creció cantando, bailando y deseando fervientemente que todos «los políticos fueran paralíticos», y entonando canciones contra el sistema, como aquella que retrataba a la gente de los cerros que, cansada y hastiada, le devolvía a la ciudad «una sonrisa al revés». Entre otras, estas canciones fueron – siguen siendo – genuinas expresiones culturales de un cierto desencanto, de un cierto cinismo, pero sobre todo de una furia indomable que se parecía demasiado al furor total que finalmente se apoderó de las calles de casi toda Venezuela el 27 de Febrero de 1989.

Políticos paralíticos. Desorden Público.

El sistema. Sentimiento Muerto.

La casi unánime incomprensión de la que hizo gala el amplio espectro de los partidos políticos sobre la naturaleza de aquel acontecimiento iniciático, vino a confirmar nuestra sospecha de que los partidos eran, como nunca antes, definitivamente inútiles: los de la derecha, por supuesto, que no sólo condenaron la furia popular, sino que celebraron la brutal represión de Estado; pero también los de izquierda: que se sumaron a la condena de la «irracionalidad» popular. La paradoja es clara: los partidos daban cuenta de su inutilidad histórica en un episodio histórico clave, de profunda conflictividad política y social y, en suma, de clases.

Cualquier propagandista podría sentirse tentado a resumir en unas pocas líneas lo que ocurriría en los veinte años siguientes: el dilema del neoliberalismo durante la década de los 90, que mientras abría fuego contra los partidos tradicionales, era incapaz de granjearse una expresión política sólida, que resolviera a su favor la severa crisis hegemónica del sistema político venezolano; del otro lado, el irrefrenable ascenso del chavismo y su triunfo en 1998: luego, la hegemonía del chavismo y sus fuerzas aliadas, y su creciente control de los cargos de elección popular; finalmente, la creación del Partido Socialista Unido de Venezuela.

Pero éste, que sería el final soñado de nuestro propagandista, suerte de «fin de la historia» revolucionario, no es sino la continuación de una historia que comenzó, al menos, hace veinte años. De lo que se desprende, en primer lugar, que toda construcción organizativa revolucionaria está en la obligación de reconocerse heredera de aquel legítimo furor anti-partido de finales de los 80, y que está en el origen del chavismo. En segundo lugar, es imperativo identificar y debatir ampliamente sobre las razones de ese mismo furor anti-partido: ¿la ausencia de democracia, y por tanto la exclusión política, en nombre de la democracia? En tercer lugar, revisar a cada paso – y rectificar oportunamente a cada paso en falso – la relación con otras formas de organización popular revolucionarias. Diríamos incluso: alentarlas, en lugar de pretender suplantarlas.

Tal vez sea necesario despejar algunas dudas: trazar la línea de continuidad entre el furor anti-partido de finales de los 80 y la tarea de construcción del partido revolucionario veinte años después, no desdice de la necesidad histórica de esta última. Todo lo contrario. Lo que señalamos es que esta tarea será en vano si procedemos como advertía Walter Benjamin que recomendaba Fustel de Colanges: «al historiador que quiera revivir una época que se quite de la cabeza todo lo que sabe del curso ulterior de la historia». Benjamin señalaba que el origen de este procedimiento estaba «en la apatía del corazón», en la que ciertos teólogos vieron «el origen profundo de la tristeza». «Historiadores historicistas», les llamó Benjamin, a los que oponía el rigor que debe hacer suyo el «materialista histórico»: «La naturaleza de esta tristeza se esclarece cuando se pregunta con quién empatiza el historiador historicista. La respuesta resulta inevitable: con el vencedor. Y quienes dominan en cada caso son los herederos de todos aquellos que vencieron alguna vez. Por consiguiente, la empatía con el vencedor resulta en cada caso favorable para el dominador del momento. El materialista histórico tiene suficiente con esto. Todos aquellos que se hicieron de la victoria hasta nuestros días marchan en el cortejo triunfal de los dominadores de hoy, que avanza por encima de aquellos que hoy yacen en el suelo». ¿Cuál debe ser nuestra tarea? Benjamin responde: «cepillar la historia a contrapelo».

Subrayar, entonces, la importancia de trazar la línea de continuidad a la que nos hemos referido, para por no ceder frente a «la apatía del corazón» y cierta soberbia que nos puede conducir a creer que los furores de antaño justifican, de plano, todas las construcciones del presente, todos sus procedimientos. Porque puede suceder que en nombre de la necesidad histórica de construir un partido revolucionario, no hagamos más que domesticar y silenciar aquellos furores que siguen latentes. Resulta claro que, de incurrir en este procedimiento, estaremos ubicándonos del lado de los vencedores de siempre, cuando nuestra tarea continua siendo acompañar a los que fueron vencidos. «Cepillar la historia a contrapelo» no significa rendir homenaje oficial a nuestros muertos, sino mantener vivas las llamas de su herencia. De lo contrario, el partido revolucionario en construcción terminaría siendo, inevitablemente, un pertrecho históricamente inútil.

Chávez es un tuki. Notas sobre estética y revolución


I.-
La Liga había convenido con el canal de Gustavo Cisneros que la transmisión del juego comenzaría a las 2 de la tarde de aquel 30 de diciembre de 2007, una hora más tarde de lo habitual, tratándose del Estadio Universitario y siendo los Tiburones de La Guaira el equipo de la casa. El acuerdo era desconocido para la mayoría de quienes, a eso de las once de la mañana, habíamos comenzado a reunirnos en torno a la primera alcabala de acceso, situada inmediatamente antes de las escaleras que conducen a la entrada del estadio. El sol era inclemente, y fue templando como se templan las piezas en una acería, de manera que a eso de la una de la tarde podía sentirse el filo amolado del sol sobre la nuca.

Una familia de jodedores, todos varones, ataviados de pulcro blanco, azul y rojo guaireños, mataban el tiempo haciendo chistes a costa de ellos mismos, como francotiradores sin concierto. Al imberbe que le había rehuido al compromiso de decirle un par de palabras lindas a la niña de sus sueños lo tenían a monte. Uno de ellos, que fácilmente podría darle una dura pelea en un concurso de carcajadas a ese monumento a la felicidad que es mi señora madre, se dirigía de cuando en cuando al simpático tuki uniformado con pantalón negro y franela amarillo escandaloso, para implorarle que nos permitieran de una buena vez el acceso por el amor de dios. El tuki le respondía con un par de gestos invariables, a la distancia y sin animosidad ninguna, que tuviéramos paciencia, que todavía no era hora.

– Ese debe ser chavista – dijo el más gordo del grupo. Tan gordo que los botones marfil de la camisa home club despuntaban como misiles a punto de ser lanzados en dirección a los ojos del más entrépito o del más desprevenido.

El guaireño risueño soltó una vez más la carcajada, a la que se unió un coro de carcajadas adolescentes: «No te metas con mi tío», le advirtió severamente al gordo. El tipo que tenía a mi lado no supo bien qué hacer: había respondido al chiste del gordo con un sonrisita entre tímida y cómplice. Pero una vez que hubo comprendido que se trataba de un chiste entre chavistas, replegó disimuladamente la sonrisa y adoptó el semblante de todo aquel que es incapaz de comprender que los chavistas hagamos chistes sobre chavistas. O más bien: que los chavistas hagamos chistes sobre el desprecio que sienten algunos por los chavistas.

Un numeroso grupo de tukis que apareció de la nada, unos diez tal vez, se abalanzó contra la alcabala de acceso, y a juzgar por la expresión en sus rostros puedo jurar que más de uno de los que estaba en la cola sentenció para sus adentros: «Esos deben ser chavistas también». Falsa alarma. El temible contingente de tukis de pantalones negros resultó ser un grupito de jóvenes, mano de obra barata y a destajo, que franqueó la alcabala de acceso, se dirigió a la carpa de la empresa de seguridad, donde fueron dotados de sus respectivas franelas amarillo escandaloso. Uniformados en cuestión de segundos, los tukis se enfilaron hacia la izquierda, hasta perderse de vista, con rumbo a las gradas.

Parte de la fila suspiró de alivio. Al cabo de unos minutos, permitieron el acceso. Entusiasmo desbordante: el espectáculo estaba por comenzar.

II.-
El espectáculo comenzó en febrero de 2002. Como a la mayoría de los míos, guardo de aquellos días malos recuerdos. Pero guardo también – atesoro realmente – un documento inestimable, una magnífica representación de la barbarie que comenzó a mostrarnos su rostro desde entonces. En 1933 Walter Benjamin nos legó «un concepto nuevo, positivo de barbarie». En contraste, hay una barbarie que no se expresa «de la manera buena», nos advirtió. Irónicamente, es una especie de barbarie que se reconoce como digna heredera de lo bello, de las buenas maneras. Ese documento-experimento llevó por nombre Primicia, iniciativa editorial bajo la forma de revista semanal asociada a ese otro monumento a la barbarie que es el diario El Nacional.

«¡Cuánta sangre y horror hay en el fondo de todas las «cosas buenas»!», escribió alguna vez Nietzsche. El número 214 de la revista Primicia, del 18 de febrero de 2002, está plagada de cosas buenas. Muy buenas. Son los buenos, los cultos, la gente bella los que llevan la voz cantante.

La edición en cuestión está escrita en medio de la atmósfera de aire viciado que produjo el pronunciamiento, pocos días antes, del coronel de la Aviación, Pedro Soto: «La nueva estrella, por su parte, se dejó llevar por los aplausos de un gentío totalmente arrastrado por el frenesí», escribía un Rafael Osio Cabrices sin disimular los propios aplausos. La leyenda que en la página siguiente acompaña a la fotografía del coronel redunda en el tono extático: «Nace una estrella. El coronel Soto se dejó conducir por la gente hacia Altamira y la fama». Fama y estrellas: la política en la era del reality show.

Pedro Llorens abría con un reportaje entre apocalíptico y promisorio, mezcla de programa político y propaganda de guerra, que en apariencia ofrecía a sus lectores – los mismos que llevaron a Soto a la fama – diez interrogantes de imperiosa respuesta: ¿Chávez se va o se queda? ¿Es inminente un golpe de Estado? ¿Habrá guerra civil en Venezuela? ¿Aumentará la inseguridad? ¿Estamos en vísperas de un cerco internacional? ¿Qué pasará con la moneda? ¿Se colombianiza Venezuela? ¿La situación venezolana se parece a la argentina? ¿Se reducirá el desempleo? ¿Qué se puede esperar de los precios del petróleo? Falsas preguntas con respuestas anunciadas. El mismo Llorens escribía: «Para muchos, una amplia mayoría, la superación del riesgo cardíaco comienza por la definición de algo tan sencillo como ¿se va o no se va? Es decir, la preocupación mayor, porque lo demás puede resolverse poniendo a alguien que (de verdad) gobierne».

En las páginas intermedias del mismo reportaje, un recuadro a cuarto de página, perdido entre las opiniones de expertos y analistas, nos revelaba «qué dice la calle», personificada en un comerciante ambulante, una vendedora de flores, un buhonero, un seminarista y un abogado. No hay que ser muy perspicaz para adivinar cómo estaban distribuidas las opiniones: apenas uno de los encuestados se declaraba partidario de Chávez, uno, solitario, temerario, como si fuera su voluntad impertinente interrumpir la voluntad general, desentonar en medio de aquel concierto unánime de voces, sabotear la fiesta cuando estaba en su mejor momento. Uno de cinco, amplia minoría: el chavismo reducido a oxímoron. Pero, cosa curiosa: Carlos Montiel – el que afirmaba: «Chávez no cae, ni lo tumban, porque está mandando bien» – es el único de los cinco que no tiene rostro. Al menos no el suyo. Su rostro había sido sustituido por una máscara de Osama bin Laden.

III.-
Todo severo estremecimiento del orden político y social trae consigo la súbita irrupción de sujetos sociales que hasta entonces permanecían ocultos a los ojos normalizados del ciudadano común. Es cierto que el mismo estremecimiento revolucionario viene precedido de la participación activa de determinados sujetos, inmediatamente tachados por los guardianes del orden como enemigos políticos. Pero no me refiero a estos. Para decirlo de acuerdo al clásico lenguaje marxiano: en el primer caso hablamos del proletariado; en el segundo, de ese lumpen que el mismo Marx dibujaba no sin un cierto dejo de desprecio. El primero, si está organizado y ha reunido suficientes fuerzas, habrá de ser reducido a sangre y fuego. El segundo habrá de ser necesariamente invisibilizado.

Para el ojo normalizado, el acto revolucionario no sólo es condenable en tanto que pone en peligro el orden de cosas. Además, es moralmente inaceptable, pero sobre todo estéticamente insoportable, en la medida en que remueve aquellos sedimentos sobre los que se sostiene la superficie del mismo orden social. Este sedimento social, esta suerte de «inframundo», ha salido a la calle el 27F de 1989. Entiéndase: no sólo insurge lo peligroso, sino sobre todo lo horrible.

He aquí la suerte que ha corrido el proceso bolivariano: se le condena no sólo debido a su potencial revolucionario, también se le censura por haber dotado de cierta vocería política a sujetos sociales que ya antes de la revolución constituían más que un estorbo visual, tal vez un mal necesario, como los buhoneros, los motorizados o las conserjes. Pero sobre todo, se le desprecia por la simpatía que ha despertado en la trashumancia, entre los que padecen la más atroz de las pobrezas materiales y espirituales. En la oposición literalmente visceral contra el proceso bolivariano, en la repulsa contra su base social, se superponen la casta y la clase, el mantuanaje y lo pequeñoburgués. Lo material, pero también lo estético.

Tal es lo que dejan ver las últimas páginas de aquella revista Primicia: la sección dedicada a las notas sociales (Caras muy caras), escrita por Roland Carreño, borra los límites con el contenido político – abiertamente subversivo – de las páginas precedentes. Es un acto de justicia reconocerlo: son las páginas mejor logradas de la publicación. Ellas son testimonio de la profunda e irreconciliable división de clases que parte en pedazos a la sociedad venezolana. Pero las 13 fotografías que acompañan la reseña – que está lejos de merecer algún comentario – dan cuenta de otra contienda: una guerra sorda, tal vez incruenta, pero no por ello menos intensa y decisiva. Por allí desfilan los apellidos Meir, Velutini, Curiel, Carballo, De Sola, Campei, Phelps, Tovar, Rosso, Scannone, Lavega, Afelba, Cohen, Blasini, Galuci, Ferro, Carderera.

Hay algo en esas medias sonrisas que confunde: algo del torpe candor de quienes nunca antes han tomado parte de una protesta de calle, como adolescentes que se entregan al amor por primera vez. Pero hay sobre todo pose, exhibición, el dejarse-ver de quienes saben cómo desenvolverse bajo el fuego de las miradas más exigentes. Pose y no protesta, porque la burguesía desconoce el verdadero significado de la palabra protesta. Porque lo suyo es la sangre y el horror para que sean posibles las cosas buenas, la cultura culta, lo bello. Hay en sus miradas ese dejo de superioridad infinita de las bestias que han salido a devorar a su presa. Protesta y festejo porque Chávez vete ya. Habrá habido mucho chismorreo. Chávez vete ya. ¡Chávez vete ya! Observando estas fotografías, bien hubiera podido escribir Nietzsche: «en comparación con una única noche de dolor de una mujer histérica culta, la totalidad de los sufrimientos de todos los animales a los que se les ha interrogado hasta ahora con el cuchillo… no cuentan sencillamente nada».

La revolución no sólo removió los sedimentos de la sociedad venezolana: lo mismo hizo con las fastuosas salas de fiesta de la alta burguesía.

IV.-

Quedará para ojos más atentos la tarea de determinar cuándo se produjo el giro drástico de la estrategia propagandística opositora. Desde el principio realizaron algunos tímidos intentos por robarle algunas consignas al chavismo popular y revolucionario. Jamás pasó de ser una impostura el mecánico acto de repetir hasta el cansancio el ¡Ni un paso atrás! de las Madres de la Plaza de Mayo, seguido de un rabioso ¡Fuera!, a su vez acompasado por un violento movimiento de brazos que recordaba a un acto de masas nazi. Después de todo, debieron retroceder no un paso, sino varios, y se impuso el ¡No pasarán! que tomamos prestado de los republicanos españoles.

Aún es posible deducir la base del programa político opositor – quizá con algunas leves variaciones – a partir de las diez preguntas formuladas en la edición de la revista Primicia mencionada arriba: lo importante es salir de Chávez, «lo demás puede resolverse poniendo a alguien que (de verdad) gobierne», afirmaba Llorens. Transcurrieron años y derrotas, hasta que los expertos en comunicación estratégica y guerra asimétrica fueron capaces de comprender que había que ocultar, al menos parcialmente, el sujeto de la oración – Chávez – y concentrarse en el predicado: gestión de gobierno. ¿Resultado? Un bombardeo inclemente que podría resumirse en una consigna: ¡Que alguien de verdad gobierne!

Fue así como sucedió lo que muchos de nosotros considerábamos un imposible: la siempre virulenta propaganda opositora logró establecer alguna relación de equivalencia con las demandas y el malestar de la base social del chavismo. Cosa improbable: pero si usted aún tiene alguna duda sobre el significado de la frase «pescando en río revuelto», contemple el hecho insólito de un Noticiero Digital citando al Diario Vea – a su columnista Marciano, para mayor asombro – y concluya lo que es obvio.

Es mucho lo que contribuyó en esto la práctica habitual de ese chantaje profundamente antidemocrático que consiste en acallar las demandas populares y silenciar los cuestionamientos a la gestión de gobierno, bajo el argumento de que así le estaríamos dando armas al enemigo. Hoy el enemigo nos ha arrebatado esas mismas armas, y el amplio espectro del chavismo permanece a la defensiva, habiendo perdido de momento la capacidad de iniciativa, mientras el malestar se extiende entre el chavismo popular y revolucionario. Chávez, por su parte, ha sentenciado a muerte a este chantaje, durante su intervención del pasado 11 de enero en la Asamblea Nacional. Entonces se refirió de manera explícita a «cierto tipo de publicidad, tanto de los gobiernos locales como del Gobierno Nacional que presido… publicidad engañosa… demagógica y que contradice muchas veces la realidad que el pueblo está viviendo todos los días». En atacar este flanco débil ha consistido buena parte de la estrategia del aparato propagandístico opositor.

El chavismo popular ha comenzado a pisar firme de nuevo, sacudiéndose lo que aún pudiera quedar de desmoralización, y se dispone a lanzar la contraofensiva. El escenario político a corto plazo dependerá en buena medida de la disposición de Chávez a establecer una alianza sólida con este campo del chavismo, que le reconoce liderazgo y voluntad inquebrantable. En ese ambiente ha transcurrido, por ejemplo, la reciente Asamblea de Movimientos Populares de Caracas, cuyo principal reto a corto plazo es ser capaz de traducir el malestar difuso en rearticulación de los movimientos en torno a un plan de lucha que habrá de ser necesariamente audaz. Pero algo importante ha sucedido: hemos comenzado a reconocernos.

El giro estratégico de la propaganda opositora se funda en un principio que se atribuye a Goebbels: «Cargar sobre el adversario los propios errores o defectos, respondiendo el ataque con el ataque. Si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan». Se trata del principio de transposición. Pero al realizar el acto de transponerse, la oposición ha pasado a ocupar un lugar que no es el suyo. Antes de realizar este movimiento, la oposición constituía en sí misma, para la base social del chavismo, una mala noticia, frente a la cual el chavismo asumía la forma de unidad inconmovible. Ha sido un movimiento inducido por la obligación, una precondición para la supervivencia política. La oposición debe buena parte de su segundo aire a su riesgosa apuesta por ocupar el lugar del chavismo, por mimetizarse incluso, asumiendo las formas chavistas: es buen indicador de esto el uso de franelas rojas con un NO estampado en el pecho – las mismas que portó el chavismo en 2004, cuando el referéndum revocatorio – durante la más reciente campaña electoral. Hasta ahora, la oposición ha logrado sacar provecho de este movimiento. Pero atención: por más que pretenda ocupar su lugar, por más que busque parecérsele, sabemos bien que la oposición no es el chavismo. Aquí reside el punto débil de aquélla, y en consecuencia nuestra ventaja inestimable.

V.-
Reviva las imágenes del 13 de abril de 2002. Revise los videos. Ahora respóndase a usted mismo: ¿cuántas franelas rojas divisó? Casi ninguna. El rojo es símbolo universal de rebeldía, sinónimo de revolución, de socialismo, rojo de sangre combatiente. Jamás uniforme. Jamás pueblo alguno ha hecho fila frente a algún funcionario para uniformarse de rojo en los momentos previos al combate callejero. Pueblo porta lo que sea, lo primero que agarre. Porque en el combate no importan tanto los símbolos, sino las razones a las que aluden esos símbolos. La vida es una buena razón. Por eso, en el combate callejero, lo que predomina es el color a barrio, color a pueblo, color a tierra.

13 de abril de 2002. Por: Gustavo Marcano

13 de abril de 2007. Por: Luis Laya

Parece que nadie lleva la cuenta del daño que nos ha hecho el rojo usado a manera de uniforme en actos públicos. ¿Cuantos no se ocultarán, en las instituciones del Estado, detrás de una franela roja?

VI.-
Por regla general, los medios oficiales han tardado una eternidad en entender que en el terreno estético se libra hoy una de las batallas más encarnizadas y decisivas. En este terreno, que el chavismo suele considerar de segundo orden, los enemigos del proceso revolucionario llevan gran ventaja. Globovisión hace lo básico: en el estudio, frente a las cámaras, ubica estratégicamente a unas niñas-bien que perfectamente pudieran protagonizar alguna novela de Venevisión, y que cumplen a la perfección la labor que les ha sido encomendada: actuar las noticias con una destreza tal, que el target al que va dirigido este aberrante ejercicio del periodismo está convencido de que su vida languidece en la peor dictadura que haya padecido cualquier pueblo en toda la historia de la humanidad. Si alguien todavía piensa que es obra de la causalidad el marcado contraste estético entre estas niñas-bien y quienes conducen los programas Radar de los barrios – que también está en la web – o La calle y su gente, es porque no ha entendido nada.

¿Por qué habría de ser de otra forma? Las niñas-bien le hablan a la base social opositora como si le hablaran al espejo. Las mujeres cultas de las clases medias y altas – aquellas de las que nos hablaba Nietzsche – las reconocerán, con satisfacción y orgullo infinitos, como las lindas niñas que siempre quisieron tener. O tal vez reconocerán en ellas a sus propias hijas, estudiantes universitarias sobresalientes o profesionales exitosas. ¿Puede decirse lo mismo de nuestras televisoras? Hay que decirlo, a riesgo de desviar el asunto: ninguna de aquellas niñas-bien aguantaría un round frente a la exuberancia e inteligencia de una Tania Díaz, pero tres o cuatro buenos programas informativos, de opinión, de crítica de medios, o todo esto en uno solo, no pueden ganar la pelea.

Tal vez sea un lapsus, pero no recuerdo en este momento algún programa de los nuestros que vaya dirigido a la base social opositora. Pero lo que es más importante: es casi inexistente la programación orientada al grueso de la base social del chavismo. Orientada quiere decir: concebida de acuerdo a la estética que es propia de la cultura popular. Si el flanco débil de la estrategia de propaganda opositora es pretender ocupar el lugar del chavismo, mimetizarse hasta lograr las formas del chavismo, el flanco débil de los medios oficiales sigue siendo no ocupar el lugar que le corresponde, pero sobre todo ese incomprensible empeño en marcar distancia de la estética popular, barrial, urbana, que es donde habita la inmensa mayoría de los nuestros.

El cámara Juan Antonio Hernández nos suministra este dato crucial que por demás es público: 18 millones de venezolanos y venezolanas tienen hoy menos de 34 años. Esto es, dos terceras partes de la población. No hay que ser un experto en asuntos demográficos para saber que la mayor parte de estos 18 millones de seres habitan en zonas populares urbanas. ¿Qué porcentaje de la parrilla de programación de Venezolana de Televisión va orientada específicamente a este público? Haga el ejercicio: intente recordar, sin hacer trampas, algún programa de corte juvenil, urbano y popular. Yo recuerdo al menos uno, y parece concebido por unas viejas almas que suponen que hablarle a la juventud equivale a repetir 127 veces la palabra «pana» en un lapso de 21 minutos.

En el mejor de los casos, el grueso de la programación de las televisoras oficiales parece responder a los principios básicos de la crítica de la cultura de masas. Mucha Escuela de Frankfurt y muy poco Walter Benjamin. Es hora de abandonar las lecciones contenidas en los viejos libros de un Antonio Pasquali que, al fin y al cabo, hace tiempo que ha renegado de ellos, y que ante la mención de Theodor Adorno, seguramente lo confundirá con el célebre gato de Julio Cortázar. Sería conveniente pasearse por la obra del colombiano Jesús Martín-Barbero, por citar alguno, que hace tiempo saldó cuentas con aquella vieja herencia que nos legó Frankfurt, y a la que sigue aferrada la izquierda cultural.

En nombre de la crítica de la cultura de masas, jamás veremos en las pantallas de Venezolana de Televisión, y sospecho que tampoco en las de Vive Tv o en las de TVes, algún video de Calle 13, porque eso es reguetón. Para los nuestros, el plagio que hiciera el equipo de campaña del candidato Manuel Rosales de la canción Atrévete Te-Te, del mismo Calle 13, más que una demostración de la potencia del marketing electoral opositor, vendría a ser una prueba más de que el reguetón no es cultura, sino una cosa vulgar dirigida a adormecer a las masas. Por esto mismo, jamás podremos disfrutar de un video portentoso, extraordinario y subversivo como aquel en que Calle 13 se la dedica al FBI – Querido FBI, lleva por nombre la canción – y que fue escrito por Residente horas después del asesinato de Filiberto Ojeda Ríos, líder histórico de Los Macheteros, movimiento independentista puertorriqueño. La noche del 3 de diciembre de 2006, ningún militante festejó tan alegre y ruidosamente la victoria de Chávez como los cincuenta adolescentes que se instalaron a bailar reguetón frente a la esquina de Carmelitas, en la Avenida Urdaneta. Pero eso jamás aparecerá por televisión.


Poco importa que miles de adolescentes de los barrios caraqueños estén abandonados a la movida tuki. Los tukis no serán transmitidos por los medios del Estado. ¿Quiénes son los tukis? Les apuesto un millón a una que los niñitos-bien de los liceos privados del este caraqueño saben perfectamente bien quiénes son los tukis. Por supuesto, los desprecian, como desprecian toda expresión de estética barrial, marginal, pobre. Los adolescentes que estudian en los colegios privados de Maracay llaman «elieles» a los jóvenes de los liceos públicos ¿Quién es Eliel? Un joven de 15 años de clase media alta lo tiene claro. Nosotros no. Pretendemos dictarles lecciones de política a un barrio que no conocemos. El efecto es similar a la publicidad engañosa y demagógica que denunciaba Chávez. Los adolescentes de los barrios no nos escuchan, no nos creen. ¿Quiénes son los tukis? Les paso el dato: Chávez usa sus pantalones al más fiel estilo tuki. Chávez es un tuki. Más o menos por eso es el presidente de este país.

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