Muy dada a las generalizaciones motivadas política y pecuniariamente, la encuestología suele concluir que la mayoría del país, actualmente tanto como alrededor de los dos tercios de la población, no se identifica con ninguno de los dos polos en pugna: chavismo y antichavismo.
La construcción de una imagen de país mayoritariamente “independiente”, renuente a identificarse con parcialidades políticas, es un ejercicio en el que viene incurriendo la encuestología ya desde los tiempos de Chávez, cuando la mayoría del país se inclinaba indiscutiblemente por el chavismo, en particular las clases populares. Es conveniente no olvidar este importante precedente.
En teoría, esta imagen de país mayoritariamente “independiente” autorizaba a la encuestología en tanto que única fuente de saber, disciplina o “ciencia” capaz de desentrañar los “secretos” de esa mayoría que, siempre según este relato, tendía a rechazar más o menos firmemente la “polarización”.
En efecto, la encuestología ha sido decisiva a la hora de construir un relato condenatorio de la “polarización”, lo que la emparenta políticamente con el antichavismo, que hizo suyo este discurso desde muy temprano: ésta era interpretada como un efecto perverso de la manera chavista de hacer política, asociada a la altisonancia retórica de Chávez, a sus veleidades antidemocráticas, a su estimulación del odio de clases y, más tarde, a sus excesos políticos (Misiones, socialismo, consejos comunales, Comunas, reforma constitucional, enmienda, etc.) y sobre todo económicos (recuperación de PDVSA, control de cambio, distribución popular de la renta, nacionalizaciones, recuperación de tierras, expropiaciones, control de precios, etc.).
A mi juicio, hoy día tiene realmente muy poco mérito concluir que la mayoría del país no se identifica con ninguna de las dos principales fuerzas políticas. Es algo que salta a la vista. La cuestión clave es cómo llegamos a este punto. Es imperativo que seamos capaces de ofrecer una explicación convincente, rigurosa, informada, fundada en hechos y datos. Esto supone poner seriamente en entredicho algunos tópicos que han venido instalándose en el sentido común.
Así, por ejemplo, la idea de que las mayorías rechazan la “polarización”. Este tópico ha adquirido el rango de verdad incontrovertible, al punto de que ponerlo en duda es considerado casi un anatema. Sin embargo, me parece que lo que las mayorías populares rechazan es el remedo de polarización. No la polarización que, muy distinta a la acepción antichavista del término, remitía al conflicto entre dos grandes proyectos históricos, y que se tradujo en la politización sin precedentes de las clases populares, sino la polarización realmente existente que, contrario a lo que fue, hoy no enfrenta a dos proyectos claramente distinguibles, sino a dos fuerzas políticas menguadas.
El punto de partida para explicar por qué tanta gente se siente poco o nada identificada con alguna fuerza política no es la “polarización” de la que nos habla la encuestología, sino este remedo de polarización.
Adoptar el punto de vista de la encuestología entraña riesgos enormes para la democracia venezolana: implícitamente, lo que se nos ofrece como verdad es que las mayorías anhelan una sociedad “despolarizada”, lo que en el mejor de los casos vendría a significar, tal vez, la existencia de una oposición dispuesta a aceptar las reglas democráticas, capaz de asimilar que su empecinamiento por la violencia ha significado no solo su propia ruina en tanto clase política, sino que ha provocado un enorme perjuicio a la población, y que termine de comprender que, por ejemplo, apoyar entusiastamente el bloqueo económico contra la nación es, para decirlo elegantemente, un absoluto despropósito, uno que, dicho sea de paso, es rechazado categóricamente en todas las encuestas. Hasta aquí, podría decirse, todo en orden.
Pero una sociedad “despolarizada” significaría también la existencia de un chavismo gobernante dispuesto a comprender que ya no puede permitirse los excesos del pasado, en particular los económicos, y mucho menos cuando atravesamos una crisis económica prácticamente sin precedentes en la historia, a la cual habríamos llegado, en buena medida, como consecuencia de tales excesos. Y en este punto es donde el asunto se complica.
Cabe preguntarse: ¿cuáles son los efectos de poder de este discurso? ¿Su destinatario son las mayorías “despolarizadas” o la clase política? Me inclino por la sospecha de que esta imagen un tanto idílica de unas mayorías “despolarizadas” que anhelan la paz, la tranquilidad, el entendimiento, etc., va dirigido fundamentalmente a la clase política chavista, que a fin de cuentas es la que ostenta, qué se le va a hacer, el poder político.
Ahora bien, si se indagara más a fondo y se hiciera el ejercicio de intentar comprender lo que ellas piensan y sienten, podríamos encontrarnos con la “sorpresa” de que el grueso de las mayorías populares supuestamente “despolarizadas” está realmente compuesto por chavistas en proceso de desafiliación. Esto nos obligaría a encarar un fenómeno ciertamente difícil de asimilar, puesto que podría dejar al descubierto las inconsecuencias, reales o percibidas por la gente, del liderazgo chavista.
Esta misma circunstancia, es decir, la dificultad para afrontar el fenómeno de la desafiliación política, y por tanto la propia inconsecuencia, es lo que hace que, en última instancia, suceda lo impensable: esto es, que parte importante de la clase política chavista prefiera refugiarse en el discurso de la “despolarización”, de acuerdo al cual lo que le corresponde es no solo evitar cualquier exceso, sino aplicar políticas de ajuste económico que considera “inevitables”.
Instalado este discurso de la “despolarización” en el sentido común, no solo de la clase política en general, sino de parte de la población, es por supuesto normal que la vocería oficial u oficiosa tanto del chavismo como del antichavismo, tiendan a coincidir en un cuestionamiento radical, pongamos por caso, del control de precios o de las expropiaciones, y pretendan asimilar cualquier crítica a las actuales políticas de ajuste con la defensa extemporánea, irresponsable, más bien propia del “izquierdismo infantil”, de aquellas medidas adoptadas por Chávez, bien es cierto que un momento histórico muy distinto.
Con todo, sigue siendo pertinente la pregunta: ¿entonces todo el esfuerzo por democratizar radicalmente la estructura económica venezolana no fue más que un exceso de Chávez? El solo hecho de tener que hacernos la pregunta explica en buena medida por qué hay tanta gente desafiliada.
El 13 de abril fue el día que el pueblo rescató al líder del proyecto que encarnaba sus esperanzas. Fue uno de esos días extraordinarios en que el pueblo tomó la determinación de salvarse a sí mismo.
Ese pueblo, vestido de obrero, campesino, militar, intelectual, hoy sigue en combate, a pesar de la desesperanza, la resignación, el descontento, la angustia y la decepción. De entre la miasma brota la alegría, la valentía y el afán de seguir confrontando las adversidades.
Ese 13 de abril presenciamos, de la mano del Comandante Chávez y la Revolución Bolivariana, el parto del poder popular, entendido como la posibilidad de auto-reconocer la fuerza transformadora del pueblo, capaz de derrotar imperios y oligarquías.
Hoy, 19 años después de aquel histórico acontecimiento, nosotros y nosotras, comunas y organizaciones sociales reunidas alrededor de la Unión Comunera, reafirmamos nuestro compromiso chavista y revolucionario de continuar la labor iniciada por el pueblo venezolano quien junto al Comandante Chávez, demostró la posibilidad real de transformación de la sociedad venezolana, trazando con el lápiz del socialismo el horizonte de la emancipación y el proyecto comunero como camino seguro para alcanzarlo.
Desde la Unión Comunera, que viene construyéndose desde abajo, desde el chavismo rebelde, desde las comunas que se niegan a morir, con la fuerza del pueblo, asumimos la responsabilidad de no dejar, desde nuestros modestos esfuerzos, que aquella épica del 13A quede enterrada en la historia.
Hoy levantamos nuestras manos, para asestar el puño con el que el Comandante nos convocaba al combate, para convertirlo en nuestra insignia de lucha y nuestro sentido de existencia. Con este símbolo ratificamos nuestra voluntad de mantener viva la llama revolucionaria, nuestra vocación combativa y chavista, nuestro compromiso con la construcción del socialismo por la vía del ejercicio del poder popular.
Aquí no hay pueblo vencido. Aquí nadie se rinde. Vamos con alegría y mucha esperanza a reencontrarnos como pueblo, en las catacumbas, donde hay pueblo dispuesto a pelear, a organizarse, a producir, transformar y construir la patria soñada.
¿Cuándo fue la última vez que usted sintió genuino interés por leer alguna nota relacionada con la política venezolana?
Parece más que evidente que viene tomando cuerpo un creciente desinterés de las mayorías populares por la política.
Hasta no hace mucho me parecía claro que nuestra situación describía el rechazo de las mayorías politizadas a un tipo específico de ejercicio de la política que creíamos superado, si bien no completamente. Pero de aquel rechazo al actual desinterés hay un trecho que puede estar conduciendo a la despolitización.
Bien entrada la segunda década del siglo XXI, hablar de mayorías despolitizadas en Venezuela a la vuelta de unos pocos años era algo simplemente impensable. Pero es importante tomar nota: los tiempos están cambiando.
Por supuesto que la clase política tiene una alta cuota de responsabilidad. Pero no basta con emprenderla de modo genérico contra la clase política, gesto que ciertamente resume, con razón, el signo de los tiempos.
Más allá de las múltiples causas que puedan estar en el origen de este fenómeno de despolitización, creo necesario poner el énfasis en la cuestión económica, y más específicamente en el progresivo deterioro de las condiciones materiales de existencia de la gente.
Suele afirmarse que el desinterés de las mayorías por la política tiene que ver con el hecho cierto de que la gente está ocupada, fundamentalmente, en resolver el día a día, y que por tal razón no tiene tiempo para otra cosa. Y en la medida en que tal afirmación refiere a una situación de hecho, pasa como una verdad indiscutible.
Sin embargo, a mi juicio, sucede justo lo contrario: el desinterés de las mayorías por la política se relaciona, sobre todo, con el hecho de que ésta ha dejado de significar el ejercicio de una actividad que le permita a la gente resolver sus problemas más elementales. Pero esto todavía sería una verdad a medias.
Foto: Dikó. Colectivo Cacri Photos
La otra parte de la explicación es que difícilmente pueda haber algún interés en la política si no está asociada a una idea de horizonte. El supuesto de que la gente, por regla general, es no solo tan pragmática, sino además tan cínica como para involucrarse en política exclusivamente para resolver sus necesidades materiales más inmediatas, es en sí mismo muy cínico. Es, por cierto, la idea que los políticos de la peor ralea tienen de la gente.
La Venezuela de principios de este siglo es un buen ejemplo de que las mayorías se involucran en política en la medida en que hacen suya la perspectiva de cambio favorable a corto, mediano e incluso largo plazo. No solo la situación económica de las clases populares no varió significativamente con la llegada de Chávez al poder, sino que al cabo de cuatro años había empeorado drásticamente. En tales circunstancias, con todas las apuestas en contra, las mayorías siguieron convencidas de que solo tendrían un mejor futuro junto con Chávez. Entre otras razones, porque había una idea clara de horizonte: un proyecto de país que sería realizable mediante la participación de la gente y, más que eso, con su protagonismo.
Dicho sea de paso, no es el precio del petróleo lo que permite comprender aquel convencimiento colectivo, como suele repetirse hasta la saciedad hoy día, con el agravante de que esta falsa premisa es suscrita por buena parte del chavismo oficial. Y ya que hablamos de petróleo, lo que sí es cierto es que difícilmente pueda reconstruirse una idea de horizonte si se insiste en que la tarea del presente es avanzar en la dirección de una economía post-petrolera. En Venezuela, la idea de horizonte para las mayorías populares es indisociable de la existencia de una robusta industria petrolera, lo que pasa por la plena soberanía sobre nuestros recursos energéticos.
En buena medida, es precisamente sobre la base de la defensa de nuestra soberanía económica que puede reconstruirse, a su vez, nuestra soberanía política, no en el sentido liberal clásico, de autoridad que se delega, sino en tanto autoridad ejercida por el único dueño originario del poder soberano que es el pueblo, que la ejerce para transformar el actual estado de cosas.
Foto: Rome Arrieche. Caracas. domingo 6 de diciembre de 2020
I.-
Las elecciones parlamentarias de este domingo 6 de diciembre en Venezuela significan tanto la derrota como la despedida formal de los que muy probablemente sean los diputados y diputadas más radicalmente antinacionales de nuestra historia republicana, lo que es mucho decir, dada la larga tradición de políticos serviles a intereses foráneos.
Desde que asumieron el control de la Asamblea Nacional, en enero de 2016, al hacer los primeros amagos de aprobación de nuevas leyes, mostraron sus fauces: actuaban como un tropel desordenado, ansioso de revancha, deseoso de desmontar, pieza por pieza, el armazón jurídico que da soporte legal a varias de las conquistas sociales más sentidas por el pueblo venezolano, alcanzadas en revolución bolivariana.
Muy pronto se hizo evidente que no les resultaba suficiente con atacar cualquier vestigio de democracia participativa y protagónica: estaban más que dispuestos a saltarse las formas a las que obliga la democracia liberal. Habiendo podido elegir intentar capitalizar la victoria electoral recién alcanzada, erigiéndose como una institución que actuara como contrapeso del Ejecutivo, optaron por convertir al Legislativo en el menos independiente de los poderes, haciendo el papel de aspirantes a procónsules del soberano imperial estadounidense.
Toda la trama destituyente del último quinquenio fue parcialmente urdida, pero sobre todo ejecutada de manera entusiasta, podría decirse que con ímpetu fanático, por el partido antichavista con control de la Asamblea Nacional: es pública su participación en actos de violencia, en tentativas de golpe de Estado, en actos terroristas, culminando con la insólita autoproclamación como “presidente interino” del diputado Guaidó, y la amenaza expresa de una agresión armada extranjera contra la nación.
Si todo lo anterior sería demasiado en cualquier país del mundo, es todavía poco frente a las nefastas consecuencias de las exitosas gestiones realizadas por diputados y diputadas antichavistas, para acelerar y profundizar el cerco económico contra el país entero.
Foto: Rome Arrieche. Caracas. domingo 6 de diciembre de 2020
II.-
Semejante cuadro permite explicar parcialmente el índice de participación del 30,5 por ciento, según se desprende del segundo boletín oficial del Consejo Nacional Electoral, ofrecido durante la tarde de este lunes 7 de diciembre, con el 98,63 por ciento de las actas escrutadas.
En esta ocasión, la participación del electorado ha sido significativamente más baja que los dos comicios parlamentarios previos (74,17 por ciento en 2015 y 66,45 por ciento en 2010), ubicándose muy cerca del piso histórico establecido en 2005 (25,26 por ciento), año en que la oposición en pleno decidió boicotear el evento electoral.
A diferencia de 2005, esta vez una parte del antichavismo partidista decidió participar, logrando reunir el 28,15 por ciento de la votación, siempre según boletín del Poder Electoral. El indiscutible triunfador de la jornada ha sido la coalición encabezada por el PSUV, con 68,43 por ciento de los votos, mientras que las candidaturas chavistas agrupadas en torno a la tarjeta del PCV han alcanzado el 2,7 por ciento. Resta saber cómo se expresan estos porcentajes en cantidad de diputados y diputadas, pero todo hace suponer que el PSUV logrará una cómoda mayoría.
Foto: Rome Arrieche. Caracas. domingo 6 de diciembre de 2020
III.-
Las reacciones iniciales apuntan, fundamentalmente, en dos direcciones: de un lado, la derecha más rancia, que por presión o convencimiento ha acatado la línea dictada por Washington, de no participación en los comicios, apelando al manido recurso retórico del fraude electoral y pretendiendo erigirse en portavoz de la mayoría abstencionista; del otro lado, la vocería oficial del chavismo desestimando la poca participación y, naturalmente, reafirmando la legitimidad de su categórica victoria, que no puede ponerse en duda.
Al respecto, considero necesario reivindicar lo que se hizo tradición en revolución bolivariana: si algo debe prevalecer en las coyunturas post-electorales es la posibilidad de realizar análisis rigurosos, honestos y nada autocomplacientes sobre los resultados.
Si un índice de participación electoral que no es equivalente siquiera a un tercio del electorado no es interpretado como un llamado de atención popular, es porque la clase política venezolana tiene un grave problema.
Tiene un grave problema la derecha cipaya y destituyente que, tras su importante triunfo en las parlamentarias de 2015, optó por renunciar a la vía electoral para abrazar la causa del “cambio de régimen”, como quien decide postergar la realización de sus propias aspiraciones porque la prioridad es servir de instrumento para realizaciones ajenas. El resultado es el contundente rechazo de su propia base social y, por si fuera poco, el repudio popular mayoritario de las “sanciones” que ha promovido con tanto empeño.
Pero también tiene un grave problema el chavismo oficial cuando pretende hacerse el desentendido respecto del hastío por la política que ya se manifestaba nítidamente en ocasión de las parlamentarias de 2010 (1), y a propósito de la cual el comandante Chávez habló de la necesidad de repolarizar, repolitizar y recuperar; o cuando pretende ignorar que en las elecciones parlamentarias de 2015 el antichavismo logró, por primera vez, movilizar a un porcentaje de la base social del chavismo (2).
Hay que volver sobre 2010 y 2015, y detenerse en las lecciones políticas que nos dejaron o han debido dejarnos aquellas contiendas.
Por supuesto que también podemos hacer el ejercicio de retrotraernos a las parlamentarias de 2005, y trazar algún paralelismo, establecer algún contraste, pero me parece que las claves principales las encontraremos en la última década.
Hay una línea que va desde el hastío de 2010, pasa por el fenómeno de desafiliación política que se expresa en 2015, y llega a este diciembre de 2020 convertida en un fenómeno todavía difícil de nombrar, pero que se asemeja mucho a la indiferencia popular.
Ya habrá tiempo y espacio para seguir profundizando en esta hipótesis. En este momento solo apuntaría que es virtualmente imposible determinar qué es lo predominante: si el hastío, la desafiliación o la indiferencia.
Sobre el hastío por la política, he defendido la idea de que, si bien se trata de un fenómeno inquietante, es sobre todo un signo de vitalidad política. Hastío es desencuentro, contrariedad, enfado, disputa, diferencia, conflicto, y no debe confundirse con desilusión, desesperanza, decepción o desencanto (3).
La desafiliación política, en cambio, es lo que ocurre cuando el liderazgo político no es capaz de procesar con eficacia el hastío popular, reincidiendo en aquellas prácticas que las mayorías rechazan.
Si el hastío puede ser inquietante, y si la desafiliación política puede ser un campanazo que anuncia la posibilidad de una fractura del bloque histórico que hizo posible la revolución bolivariana, la indiferencia puede ser mortal (4). Nada más peligroso que el desinterés de las mayorías populares por la política, y la masiva incredulidad respecto de la clase política.
Un cuadro en el que predomina la indiferencia popular, y por tanto el cinismo como patrón de sociabilidad, es el peor de los escenarios, y puede ser la antesala de los peores experimentos políticos.
De manera muy sumaria, plantearía que no hay nada más importante que propiciar el reencuentro de las mayorías con la política, lo que implica que entre la clase política y las mayorías no puede mediar un abismo.
Foto: Rome Arrieche. Caracas. domingo 6 de diciembre de 2020
IV.-
En diciembre de 2015, tras las elecciones parlamentarias, resultaba casi una obviedad señalar que existía una relación de causalidad entre la guerra económica y la derrota del chavismo.
Entre 2014, primero de siete años consecutivos de crecimiento económico negativo, y este 2020, el chavismo ha resultado vencedor en seis de siete contiendas electorales de alcance nacional, incluida la elección de una Asamblea Nacional Constituyente. Durante el mismo período, la situación económica de las mayorías populares no ha dejado de empeorar progresivamente.
El punto es que no basta con repetir que, durante todos estos años, la economía nacional ha sido objeto de una brutal agresión, y tampoco sirve de consuelo reiterar que, pese a todas las adversidades, hemos logrado salir airosos en casi todos los comicios. No por tener un componente de verdad, este discurso resulta creíble para buena parte de la población: a la hora de los balances, concluye que es mucho más lo que hemos perdido, no por derrotista, sino porque le asiste una verdad del tamaño de un monumento.
Un discurso nada más que para entendidos no solo seguirá arrimando a la brasa del hastío y la desafiliación, sino que puede avivar la llama de la indiferencia.
Para que se produzca el reencuentro de las mayorías con la política habría que encarar con firmeza, audacia y valentía el tema de la economía. Reconocer el fracaso de políticas y medidas. Reorientar el rumbo. Hay que gobernar la economía, pero con y para las mayorías, no con las elites viejas y nuevas, insensibles al padecimiento popular.
Si la recién electa Asamblea Nacional no sirve para plantear estos asuntos, a nadie le extrañe que sean cada vez menos los oídos que escuchen lo que la clase política tiene que decir.
Caracas, 8 de diciembre de 2020
Referencias
(1) Reinaldo Iturriza López. Parlamentarias 26S: un análisis preliminar, en: El chavismo salvaje. Editorial El Colectivo. Buenos Aires, Argentina. 2017. Págs. 116-118. (2) Reinaldo Iturriza López. Después del 6D: no hay chavismo vencido. 7 de diciembre de 2016. (3) Reinaldo Iturriza López. El hastío por la política, en: El chavismo salvaje. Págs. 307-309. (4) Reinaldo Iturriza López. La indiferencia por la política, en: El chavismo salvaje. Págs. 315-316.
La tarde del 25 de noviembre, cuando nos enteramos en casa de la muerte del Diego, una brisa fría recorrió todos los rincones, muy similar a aquella levísima ráfaga de viento que, aquella otra tarde del 5 de marzo de 2013, apagó la vela que teníamos encendida en la cocina, segundos antes de escuchar la noticia sobre la muerte de Chávez.
En aquella ocasión nos abrazamos, lloramos, y nos prometimos ser fuertes. Sabíamos que lo que venía no sería fácil.
La tarde de este miércoles no salíamos de nuestra incredulidad. La noticia nos agarró de sorpresa, con la guardia baja. Bajé a mi cuarto y encendí el televisor. Pensé en tantos amigos en Argentina, quise saber de ellos, les escribí a unos cuantos. El dolor de la patria chica, que era mi propio dolor, no se compara con el dolor de la patria grande. Sentí que debía acompañarles.
Desde Chávez yo no lloraba la muerte de alguien.
Maradona, pequeño gigante universal que tantas veces nos pareció de otro mundo, y que tantas veces hizo de este mundo un lugar mejor. El que no se olvidó de su villa. El que nos demostró que los poderosos pueden ser gigantes con pies de barro, que no es lo mismo que pararse firme en el mismo barro, como lo hacía el Diego, y gambetear, y correr y hacer maravillas. El que les marcó con los pies y una sola vez, cuando más se lo merecían, con la mano. El que fue convertido en Dios por las mayorías, no por sobrehumano, sino porque su existencia misma, su ejemplo, constituían una blasfemia para las minorías. El de las causas justas.
También, el que siguió apoyando incondicionalmente a Venezuela cuando el recato, las buenas maneras y la hipocresía volvían por sus fueros.
Es del Diego de quien estamos hablando. No es posible rendirle homenaje escamoteando verdades incómodas. Quiero decir, es verdad que hemos tenido la fortuna de vivir los tiempos de Maradona, de Chávez, de Fidel, pero qué difícil es despertarse a la mañana siguiente y darse cuenta de que ya no están físicamente. El mundo se nos dibuja más pequeño y, al mismo tiempo, más ancho y ajeno, como diría el peruano.
La misma tarde del miércoles, uno de mis amigos argentinos me escribía que sentía que había concluido el largo siglo XX. Tal era la dimensión del Diego. Me dio por pensar que el siglo XXI venezolano, que comenzó con la rebelión popular de febrero de 1989, había concluido demasiado pronto, aquel 5 de marzo.
¿Cómo definir la época que inicia tras la muerte de un gigante? ¿Está marcada por la inevitable orfandad? ¿Estamos condenados a vivir tiempos de soledades compartidas? ¿Su muerte es apenas el hito que nos recuerda nuestra insondable pequeñez? ¿Se supone que debemos renunciar a lo imposible y conformarnos con el posibilismo? ¿Es preciso olvidarnos del furor y abrasar la tibieza?
El detalle está en que nuestros gigantes no libraron épicas batallas para ganarse el favor de las mayorías. Si así fuera, el Diego se hubiera limitado a ser el insuperable, afamado e idolatrado jugador de fútbol que fue. Tampoco su grandeza radica en que nos invitaran a librarlas con ellos, haciéndonos sus fervientes seguidores.
Nuestros héroes fueron gigantes y son inmortales porque decidieron librar, junto con nosotros y nosotras, nuestras propias batallas, esas que libramos cotidianamente, y acompañarnos en nuestras victorias y derrotas.
Esa decisión de pelear juntos y juntas es la única capaz de conjurar la orfandad, la soledad, la pequeñez, la miseria de lo posible, la tibieza.
Los pueblos no son irracionales. Los pueblos no se suicidan. Pelean siempre y, cada tanto, cuando las cosas les salen mejor, paren un Fidel, un Chávez, un Maradona. Y las minorías los odian como solo son capaces de odiar los que amasan privilegios, y los vilipendian, y celebran sus fracasos, y señalan sus defectos, y si tienen oportunidad les cortan las piernas. Pero los pueblos saben. Los pueblos no son tontos.
Cuando parte un gigante como Maradona, o como Fidel, o como Chávez, no importa tanto si su muerte marca el fin de una época, sino el hecho de que la vida continúa. Lo que importa es que, aunque no lo parezca, los pueblos siguen peleando, preparándose para ganar la próxima partida.
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Publicado originalmente en Nodal, el sábado 28 de noviembre de 2020
You have developed a creative reading of the Chavista identity over the years. Could you tell us something about this?
First, there is what is laid out in the El chavismo salvaje book, which basically gathers writings that go from 2007 to 2012. Among other things, it is a first attempt at identifying the tensions within Chavismo, an effort to present the logic of the different lines of force that traverse the movement, how they are expressed in practices, etc.
Writing these texts involved some abstraction in the attempt to capture the real movement – it was a dizzying exercise –, but at no point did I intend to position myself as an observer of Chavismo “from the outside.” On the contrary, these are militant writings. At that time I considered it imperative to explain what we had learned, what we had been, and where we were as a movement. It required working in two registers: on the one hand, recording what the experience of the Bolivarian Revolution meant to us; on the other hand, we had to construct a story outside of the propaganda, not make concessions to self-indulgent approaches.
The very concept of “wild Chavismo» is far from being a mere metaphor or attempt to provoke. What I pinpointed then is that there was an attempt to “brutalize” [brutalizar] Chavismo (in fact this is one of the founding practices of anti-Chavismo), but there was another attempt aimed at «stupefying it» [embrutecer] – this latter would become a characteristic of what I call “officialism” in my reflections.
Nonetheless, I highlighted that civil service, for example, was not by definition officialist, and that it is also possible to reproduce an officialist logic inside the grassroots movement. In synthesis, I tried to problematize the question of power, of its exercise, and also the question of the state and its institutions.
In the book [El chavismo salvaje], I raised issues of this kind and left open, as is inevitable, many questions. It was a starting point. From then on, I have tried to go deeper into some of these issues, while other themes have emerged.
In 2017, I wrote an essay (still unpublished): Chávez, lector de Nietzsche [Chávez, Reader of Nietzsche]. During the last years of his life, Chávez was a committed and unprejudiced reader of Nietzsche. And, as one would expect from a man like Chávez, his were not mere philosophical cavilings.
The Nietzsche readings, with others, inspired some major decisions. In fact, Chávez’s “Commune or Nothing,” the famous slogan, was born, at least in part, from Chávez’s peculiar and very heterodox reading of Nietzsche. Finally, in line with the analysis initiated in El chavismo salvaje and taking as a reference Gilles Deleuze’s interpretation of Nietzsche, I suggested that there was an “active” Chavismo that would set itself apart from “reactive” Chavismo.
In 2018 I wrote another book (also unpublished), La política de los comunes [Politics of the Commons], in which I collected some already published texts on the communal question in Venezuela. Among other things, I attempted to demonstrate that Chavismo breaks with the political culture of Acción Democrática [the social-democratic party that ruled for many years in Venezuela]. In other words, I argued that although there is a clear line of continuity between Accion Democratica’s political culture and that of Chavismo, what distinguishes the latter is precisely its singularity.
What does the singularity of Chavismo consist in? When is it born? A real “epistemological rupture” – as Chávez would call it – occurred in the 1990s when a young Bolivarian military contingent “discovered” the idée-force of participative and protagonist democracy. We were in the presence of a full-fledged theoretical and political event: by gravitating around this idea, revolutionary politics in Venezuela would never be the same. It marks a before and an after. I do not think I am exaggerating when I say that the Bolivarian Revolution becomes possible with this breakthrough. It changed everything and, in particular, the way of relating to the popular subject.
More recently, in 2019, I wrote a series of articles called Radiografía sentimental del chavismo [Sentimental X-ray of Chavismo], and I began to work on a line of research that I called Cuarentena [Quarantine]. The latter has nothing to do with the coronavirus pandemic, but with the fact that, in 2017, the most reactionary anti-Chavista lines of force became fervent promoters of the total economic blockade against Venezuela – a “quarantine” to contain and eradicate the “contagious disease” that is Chavismo.
Radiografía is an update of the analysis that I began in El chavismo salvaje. For example, what I identify in Radiografía as “disaffected Chavismo” is the most contemporary expression of wild Chavismo which, as far back as 2010, has been fed up with “dumb politics,” with the aggravating factor that [in recent times] this phenomenon of disaffection has become massive.
In Cuarentena I tried to identify the conditions triggering the phenomenon of political disaffection by delving into an area which I had not paid enough attention to until then: the economy. More than a pending issue at the personal level, I’m thinking that this – understanding the economy – is a pending collective task.
To give you an example, we have to understand the class composition of Venezuelan society today. But more than a snapshot of the current historical situation, I think we should understand the evolution of the class structure in Venezuelan society since the 1970s. Until we begin to gather such basic and crucial information, we will be condemned to repeat the same old generalizations about “oil rentierism,” “post-rentierism,” and other vague analyses.
Have you come to any conclusions from your recent research and thinking?
Some of my working hypotheses right now are the following. First, there is a close relationship – not mechanical but not casual either – between the emergence of the first revolutionary cells within the Venezuelan Army in the 1980s, and the growing informality and unemployment of the time.
Second, there is documented evidence of the strategic insight of the Bolivarian military regarding what would have to be the backbone of the revolutionary subject in Venezuela: those who as early as 1993 Chávez identified as the “marginal class,” fundamentally made up by what some scholars call the “sub-proletariat,” which is the fraction of the proletariat most affected by the economic crisis: they are the poor who work, but those whose work does not guarantee the minimum conditions for the reproduction of life.
Third, the support of this sub-proletariat turned out to be decisive in Chávez’s 1998 electoral victory, and that support became even more decisive in the resistance against each and every one of the attempts to overthrow the Bolivarian Revolution, including Chávez’s extraordinary victory in the 2004 recall referendum.
Fourth, the social, economic, and cultural policies advanced during Chávez’s presidency had, as a fundamental purpose, improving the material and spiritual conditions of this class fraction.
Fifth, Chávez’s effort to build a popular and democratic hegemony had this class fraction as its center of gravity: its aspirations and demands, but also its organization; this perspective is key to understanding the creation of the communal councils and, later, the communes.
Sixth and finally, the 2015 parliamentary defeat rang an alarm bell, warning us of a fracture in this popular hegemonic construction.
I think that, with sufficient information at hand, it is possible to demonstrate that this sub-proletariat is the economic (and no doubt political) correspondent with that which I have called “wild Chavismo.” Once we have undertaken a rigorous, detailed analysis of the evolution of Venezuelan society’s class structure during the last decades – something that, as I said before, is a pending task – I believe we will be in a better position to confront the challenges that face us today. The question of wild Chavismo today – for the most part, a disaffected bloc – is also the question of the sub-proletariat. The answer to this question would give us fundamental clues about how to proceed in reconstructing a popular democratic hegemony.
Can we contrast what you call “wild Chavismo” – its desires and aspirations – with the government’s way of doing politics? I am aware that we need to take into account all the external factors that condition Venezuelan politics, but I want to focus on its day-to-day modus operandi in the country.
It is practically impossible to reflect on the daily practice of governing here without taking these external factors into account. If there is something that overdetermines our daily life, it’s precisely the US economic blockade that weighs on the whole of Venezuelan society.
The effects of the blockade are almost unspeakable. It produces suffering, stress, anxiety, fear, anger, distrust, and death. To that, we should add uncertainty and the narrowing horizon that the pandemic produces. We are talking about an experience that is difficult to explain to people who have never had to suffer through such a criminal blockade.
Additionally, wherever the imperialist story is effective, we can observe what Walter Benjamin would call “empathy with the winner.” This translates more or less as follows: if in Venezuela we are going through such a historical crisis, it must be because we deserve it. This idea expresses itself in different ways, including the convoluted discourse about the existence of a “dictatorship,” “regime,” and so on.
There is empathy for the winner for two reasons. First, there is the logic of the executioner’s accomplice – in this case, the most lackey-like anti-Chavistas. Second, there are those who fear experiencing a similar blockade, which keeps people from raising their heads and encourages them to either look away or even turn against their own neighbors, to employ Benjamin’s terms.
This brings us to another difficult question: have the Venezuelan people been defeated?
Well, anyone could say I’m wrong, and they would likely come up with convincing arguments, but my answer is no. I do not think the Venezuelan people have been defeated. One of my reasons for saying this is my deep conviction that an important part of the population– even as it struggles with the harmful effects of the blockade – has preserved a margin of maneuver. In other words, our destiny is still in our hands.
What I observe is that, for a large sector of the population, the blockade is not seen as an inexorable fate: it is a crime that produces deprivation and death, but it is not inevitable. It is because they see it this way that so many people of all walks of life strongly reject the typical official story that the root of all our suffering is to be found in the blockade. In fact, the worst thing we can do now is to take an event as serious as the blockade and turn it into a pretext.
The problem with this way of thinking is that it exonerates those with government posts from assuming responsibilities and, worse still, it frees the society as a whole from responsibility. It’s a discourse that turns us into victims that have to be protected or, in another reading, we only have the obligation to “resist” – preferably without too much complaining. There is a false epic attitude in this story and also a lot of fatalism.
Should the Venezuelan government cease to fulfill its obligation to protect the population? Of course not. Has everyone in the government adopted this story [of the blockade exonerating them of responsibility]? I don’t think so either, but the story is gaining ground.
To me, it seems evident that there is a crisis in the Bolivarian narrative. How can we overcome it? By keeping in mind two elements: on the one hand, the blockade, the effects of unilateral coercive measures, and the imperial siege; on the other hand, our margin of maneuver, the alternatives we have, what we can do. To do this, however, there must be confidence in the collective spirit – which is to say, one must trust the popular subject which, at the end of the day, is what made the Bolivarian Revolution possible.
Does this mean that each and every one of the government’s decisions must be debated publicly in an assembly? Clearly not. But it is also evident that the “there is no alternative” discourse cannot become a practice every time that people question decisions or express disagreements.
If the “there is no alternative” principle of politics were to become normal, we could just as well turn off the lights and close shop. We should understand the consequences of closing the door on the people that Chávez politicized. In fact, it is one of the reasons why there are so many disaffected people – people who have come to not expect anything from Chavismo or from the opposition. This is the fact that should concern and occupy us, and not the fact that many are expressing their dissent… Dissent, at the end of the day, is actually a sign of political vitality!
Throughout the Bolivarian Process, there has been a sometimes tense relationship between institutions and the popular movement. For many years, this tension was productive and positive, but now we are witnessing fissures in the political bloc. What is going on?
I think that what we call the popular movement has to be profoundly self-critical. It’s not enough to understand that what you correctly call a “positive tension” has degenerated into something that is quite close to outright antagonism.
Some dismiss the matter by saying that this situation is just an expression of class struggle inside the movement. Even worse, however, are those who are oblivious and yield to the temptation of reading conflict, tension, or antagonism as a question of loyalty. In this way of seeing things, there is no longer any conflict, only loyalty or betrayal everywhere.
Let us try to get to the root of the conflict. I said before that Chávez’s effort to build a democratic and popular hegemony had, as its center of gravity, the sub-proletariat. What happened is that during the first decade of this century a large sector of the sub-proletariat joined the ranks of the proletariat – that which some mistakenly call the “new popular middle class.” This sector never became middle class in the strict sense. Instead, for the first time in our history, the working class was able to live with dignity. What is significant here is that we are talking about the majority of the country.
In other words, Chávez became not only a leader with enough moral authority to govern the country, with broad democratic liberties, but he also became the arbiter between the different lines of force within Chavismo. He did so by putting a class fraction [the sub-proletariat, which he called the “marginal class”] at the center of Chavista politics (though it did not mean that the petty bourgeoisie and the bourgeoisie would cease to benefit, even if they did not admit it).
For reasons that we can’t go into deeply here but which need to be further examined, it is obvious that the question of how to organize that class fraction (and the working class in general) has not been resolved. Chavismo emerged in the context of a severe crisis of the traditional forms of political mediation, including parties, unions, and guilds. This required the movement to try out new organization models without abandoning more traditional forms of organization.
Communal councils and communes would become the most advanced forms of this new political experiment. In them, the sub-proletariat felt at ease and there was the advantage that these spaces allowed a more direct dialogue with Chávez, thus bypassing the party, the union, the local and regional governments, etc.
Obviously, this wasn’t always the case. Before these new forms of organization emerged, time and again people would find themselves having to struggle with the party, with the local and regional governments, etc. These relationships were often problematic, to say the least. In fact, it couldn’t be any other way: it was the meeting of two logics, two radically different ways of conceiving politics, which were in conflict with each other.
So Chávez became the arbiter, playing simultaneously the role of head of state, on the one hand, and a kind of subversive within the state, on the other. There was the Chávez who had to preserve the status quo and the one who aspired to transform it. To give you an example, Chávez would highlight the importance of the party and the preservation of local governments while exhorting those who were politicized on the margins of the traditional politics to resist becoming an appendix of anything or anyone.
Amidst all this, what was the role of the popular movement?
It seems to me that the movement was – very correctly – trying to open the way by exercising leadership in the spaces of popular organization, sometimes within the party, sometimes in government functions. Nonetheless, it always represented a modest fraction within a vast whole. The movement was politically prepared but it had evident limitations, and these limitations were barely made up for by the advantage of having Chávez’s leadership on its side.
It is quite obvious that Chávez’s death disrupted the internal dynamic of the movement, and it is equally obvious that Maduro is not Chávez.
Let us suppose, for the moment, that it is true that the sub-proletariat (or the working class in general) is no longer the center of gravity of Chavista politics, but that instead the “revolutionary bourgeoisie” is at the center because the new correlation of forces has made it so. What role should the popular movement play? Surely understanding the political implications of this change is necessary, but this entails inquiring into what has become of the working class and asking about the tribulations taking place in the spirit of the masses. At present, I believe that this means understanding what goes on in the minds of the Venezuelan pueblo and particularly in the minds of disaffected Chavismo. The latter is a vast subject that seems to have been left without an interlocutor, in a political “non-place,” as I contended in some of the texts inRadiografía sentimental del Chavismo (2019).
There is a lot going on in the left now. For a sector of Chavismo (eg. media outlet Misión Verdad) the Bolivarian Process is at its most glorious moment because of its capacity to take the heat from imperialism. Another sector melancholically thinks things have turned for the worse, because the process is separated from the masses and lost sight of the goal of socialism. Then there is a third group that believes – as Marx contended in The Eighteenth Brumaire of Louis Napoleon – that the revolution must leave its Chavista past behind and make its poetry in the present. What kind of relationship should the revolution have to its past?
The past is of no use to us if it does not allow us to move forward in the present. Allow me to dwell on the importance of building a popular and democratic hegemony.
When one carefully reads Chávez’s texts from the 1990s, some of the most extraordinary sections involve a harsh polemic with the leadership of the Venezuelan left parties, with sectors of their militancy, and with some important left intellectuals. To sum it up: Chávez questioned their disconnection from the popular masses, their propensity for endless debates without ever getting down to business, their [Soviet] manual influenced readings of the classics of Marxism, their scarce interest in taking power, their strategic short-sightedness, their sectarianism, and their contempt for the pueblo. According to Chávez himself, the left considered those questions anathema, as a kind of neophyte’s babbling. I have tried to partially reconstruct this historical episode in La política de los comunes.
I don’t know – and in fact it’s not important – if Chávez had studied Gramsci at that time, but he no doubt knew well the work of Alfredo Maneiro, José Esteban Ruiz Guevara, Pedro Duno, Jose Rafael Nuñez Tenorio, Kleber Ramírez, Domingo Alberto Rangel, Alí Rodríguez Araque, Victor Hugo Morales, and Hugo Trejo among others. In fact, he met and talked with most if not all of them before becoming president, in some cases even before the February 4, 1992 uprising.
What I mean is that, from the beginning, Chávez was the opposite of a neophyte. He was, without a doubt, a military person who had joined the left. However, precisely because he knew the left well and had, to a great extent, been inspired by the critical heritage of its most lucid figures, Chavez understood that, for the Bolivarian Revolution to happen, it was essential to go “beyond the left” as Maneiro put it in his famous 1980 text.
His “discovery” of the key idea of participatory and protagonistic democracy was decisive. It implied radically, mercilessly questioning of the traditional political culture of the left. For starters, the political leadership would have to abandon any pretension of being an “enlightened vanguard” and would have to learn to move through the popular catacombs… like fish in the water. They could take the word to the people, yes, but above all come to and understand the suffering of the masses and accompany their struggles. It seems to me that Chávez, who has been accused of being a messianic, vertical, authoritarian leader, understood that the common citizen had to be treated as an equal: with respect and dignity. I am not at all sure that we’ve assimilated his profound impact in the sphere of political culture!
The conception that the Venezuelan pueblo is not only qualified to actively participate in political affairs, but also to be the protagonist, was key to forming the powerful bloc that eventually achieved the 1998 electoral victory.
We are talking about a historical moment in which labels mattered very little. It didn’t matter if one was defined as a leftist or otherwise. What mattered was if one considered it necessary to defeat the political class that represented bourgeois democracy and the pact of elites, and if one believed it was possible to build a genuine, popular, participatory and protagonist democracy.
In fact, if one reviews the opinion polls of the time, one can see that most of the people who voted for Chávez did not identify with the left. But, what is more, what is actually the left? (The truth is that there isn’t one left but many.) It was an open question to the movement, which brought together different expressions of the left, from the most traditional to the most radical, but also people from the right. And it was an open question to the people and Chávez, who even flirted with the “third way.”
As it happens, by 2006 most of the people voting for Chávez defined themselves as being on the left. So the question is, what did “left” mean for them? This is, actually, an important question. By simple logical deduction, we can conclude that “left” did not mean the same in 2006 as in the early days of Chávez’s government, and much less so in the mid-1990s, when Chávez himself engaged in a controversy with the left’s political leadership….
And, speaking about the grammar of politics, when in 2004 Chávez began to talk about socialism, he did so clearly expressing the need to revise and go beyond the old leftist political culture. In essence, however, he was just repeating in other terms and in very different historical circumstances – which included a large political accumulation – what he had proposed in the mid-90s.
Chávez didn’t dissociate himself from the left. Instead, the left resignified itself with Chávez and Chavismo. It prepared itself, it became more powerful, more national and popular, trying to consolidate a new political culture – a different, more radically democratic way of conceiving the practice of politics.
With the benefit of hindsight, today we can evaluate how far Chávez and Chavismo went in this attempt to refound revolutionary politics. We can point out, here and there, that there were moments and situations where advances were slower and times when we had setbacks, particularly when the old political culture continued to weigh us down – and here I’m not only talking about the more traditional left, but also about the influence of the tradition of Acción Democrática [the social-democratic party that ruled for many years in Venezuela] culture. We can and should identify unresolved issues.
However, the most important issue in this regard is that the attempt to build democratic and popular hegemony – in favor of that which Chávez called Venezuelan, Bolivarian, 21st-century Socialism – was supported, to a great degree, by a revolutionary left leadership which managed to bring the masses together behind it.
All this means that we must be extremely cautious – I would even say, scrupulous — while employing extreme political and intellectual honesty, when one is talking about the left today. I perceive a tendency to separate the left from Chavismo, and to claim that one is the “legitimate” representative of the other. In the most extreme cases, this generates a propensity [from the government] to identify the “left” as a threat or something of the sort, as the epitome of political deviation.
The issue, of course, is far from purely nominal. The important question is not how one identifies oneself. History has given us many “scions of Chavismo” who ended up in farce (and it will continue to do so). The issue at stake is what political culture one is trading in: how we conceive of the practice of politics; how we behave (when we are close to “power” or far from it, to give you an example); how we settle differences; and how we relate to people, which is perhaps the most important thing.
Ironically, in many of the [government’s] invectives against the “left,” one can identify the practices and habits of the more traditional left: arrogance, authoritarianism, verticalism, sectarianism, contempt for the people; assuming oneself to be an “illuminated,” informed vanguard, that understands things, that is capable of seeing what the majority cannot see, that knows what must be said at the right moment and exactly what things should not be discussed. All in all, the same political culture that made the most traditional left incapable of building a popular and democratic hegemony is reproducing itself.
“Leave the past behind and make poetry in the present.” You said that in your question, quoting Marx. It seems to me that a poet needs a good dose of humility. We must not forget that popular poetry was made through all these years… and it continues to be made, in a good measure, against the old political culture of the left. We need to assume that if many don’t like the poetry we recite today, it is not so much because they are tired of the present, but because they learned with Chávez that it is not possible to go forward in the present repeating the mistakes of the past.
En algún momento de la cuarentena descubrimos un programa que se llama Supervivencia al desnudo (Naked and Afraid), que transmite Discovery Channel, y comenzamos a verlo en familia, justo antes de dormir.
El programa tiene distintas modalidades, pero entiendo que el formato original consiste en dos personas, casi siempre un hombre y una mujer, desconocidos el uno para el otro, que deciden intentar sobrevivir veintiún días en un paraje remoto, que suele estar ubicado en alguna zona selvática de África o Suramérica, completamente desnudos, sometidos al clima inclemente, al peligro que significan los animales salvajes, los insectos, etc., y al riesgo que implica tener que proveerse de agua y de los alimentos necesarios por cuenta propia. Solo se les permite llevar una herramienta.
Algo que salta a la vista es el hecho de que la inmensa mayoría de los participantes son personas blancas, entre los veinte y los cuarenta. Blancos estadounidenses, específicamente.
Si a ver vamos, cualquiera podría interpretarlo de la manera que sigue: el programa se trata de una pareja de blancos estadounidenses que decide abandonar temporalmente su modo de vida para buscar lo que no se les ha perdido.
Por supuesto, lo encuentran: son muchos los participantes que no logran completar un desafío que, necesario es reconocerlo, es sumamente exigente, tanto física como mentalmente, y todos, incluidos quienes lo logran, deben pagar un alto precio.
Naturalmente, uno abriga la esperanza de que al menos uno de los participantes complete los veintiún días, sobre todo cuanto se trata de una persona que demuestra comprender que superar semejante prueba pasa necesariamente por cuidar de su pareja de aventuras. En cambio, en el caso de los fanfarrones, esos que se la pasan haciendo alarde de sus destrezas, con frecuencia imaginarias, uno espera que se queden en el camino, lo que casi siempre ocurre. Dígame aquellos que dicen cosas del tipo: “Algunos de mis más lejanos antepasados fueron nativoamericanos”, como si tal circunstancia los hiciera, automáticamente, más aptos.
Es curioso, pero el programa parece estar concebido de manera tal que uno sienta animadversión por quienes se lamentan por el hambre, porque no pudieron dormir o porque extrañan a sus seres queridos. Es como un patrón: en el caso de quienes manifiestan en algún punto, por ejemplo, que extrañan a sus hijos o hijas, solo es cuestión de tiempo para que abandonen el desafío. Estos serían, para decirlo a la manera estadounidense, los “perdedores”. En cambio, los “ganadores” difícilmente muestran algún signo de debilidad, a pesar de todo.
En la modalidad “extrema”, más entretenida aún, participan doce personas, divididas en grupos de tres. La apuesta es más alta: deben sobrevivir cuarenta días. Eventualmente, los grupos deben desplazase por el territorio y encontrarse con el resto. Es decir, en algún punto el grupo se hace más grande, lo que puede facilitar, pero también hacer más difícil la convivencia. Siempre hay drama: disputas por el liderazgo, rivalidades entre grupos, incluso gente que es execrada y debe retirarse del desafío.
Súmele a lo anterior las sucesivas imágenes de serpientes, alacranes, arañas, leones, hienas, elefantes, cocodrilos, pirañas, hormigas, que nos recuerdan permanentemente que, como suelen repetir los participantes, no se trata de un “juego”, sino de un asunto muy serio.
En fin, creo que es justo reconocer que existen programas protagonizados casi exclusivamente por blancos estadounidenses que pueden resultar muy entretenidos. En casa nos divertimos mucho.
En cambio, ¿se imaginan un programa de africanos sobreviviendo en África, o de suramericanos sobreviviendo en Suramérica, o de personas de origen africano o suramericano, incluso de blancos estadounidenses, sobreviviendo en Estados Unidos? No sería lo mismo.
Más allá del shock que produce la guerra total contra la nación, y del hecho innegable de que la mayoría de la población no tiene más opción que concentrarse en la resolución cotidiana de la materialidad, hay otras razones que explican el creciente y peligroso desinterés por los asuntos políticos.
Una de ellas es la indignación campante, que determina el ánimo de parte considerable de quienes, de una forma u otra, intervienen en el debate público, expresión esta última que raya en el eufemismo, a juzgar por la virulencia de algunas polémicas.
Hay gente que vive indignada, cuya vida transcurre como si no fuera posible vivirla sin indignación. Es gente que ha llegado al punto de considerar la indignación como un derecho irrenunciable, incluso por encima del mismo derecho a la vida. Peor aún, que se cree ya no con el derecho, sino en la obligación de señalar a los que han traicionado: a unos porque, dicen otros, hacen alarde de resistirlo todo, pero han terminado por aceptar cualquier cosa; a otros porque, dicen unos, ya no resisten, y no les viene en gana aceptar nada.
Quiénes son traidores a quiénes y quiénes son leales a qué ideales, importa poco. Lo importante, tal parece, es que hay traidores por todas partes, lo que justificaría la indignación generalizada. Cualquiera puede ser lo mismo leal que traidor y, por más insólito que parezca, puede incluso ser ambas cosas al mismo tiempo. Todo depende del cristal con el que se mire.
¿A quién conviene este terrible juego de espejos? ¿A quién beneficia la clausura de la política que supone esta entronización de la moralina, justo cuando el tiempo histórico más nos exige política con pe mayúscula?
A estas alturas, difícilmente pueda encontrarse a persona sensata que no haya preferido abstenerse, en algún momento, de sentar posición sobre tal o cual asunto, para mantenerse a buen resguardo de la iracundia. En ocasiones, el silencio no es autocensura, sino el recurso que se tiene a la mano para censurar a los vociferantes.
Si miraran más allá de sus narices se darían cuenta de que ya hemos tenido suficiente de su pretendida superioridad moral.
La política no puede ser un torneo de bajas pasiones. Ejercer el liderazgo pasa por asumir la responsabilidad de hacer cuanto sea necesario para que prevalezca la unidad. De igual forma, carece de cualquier sentido hacer llamados a la unidad denostando del liderazgo.
La indignación, que no debe confundirse con la legítima rabia, es una pasión triste, diría Spinoza. Una pasión que disminuye nuestra potencia de actuar. En lugar de reivindicar la “alegría” de los que aún resisten frente a la “tristeza” de los que han sucumbido, o la “tristeza” por los que han traicionado y la “alegría” por los que sí se han mantenido fieles a sus principios, lo que hace falta es una política alegre, deslastrada de tanta indignación, soberbia y paranoia.
¿Esto supone abandonar los principios en favor de una unidad ilusoria? En lo absoluto. Supone, por ejemplo, no olvidar que cuando lo más supremacista del antichavismo, presumiendo de una supuesta superioridad que era realmente impotencia, hizo suyo insistir en que el chavismo no tenía cabida en la sociedad venezolana, por considerarlo una excrecencia, un accidente histórico, un motivo de vergüenza, una peste que había que erradicar, respondimos construyendo una sociedad más democrática e igualitaria, en la que nadie sobraba, en la que cada persona importaba.
De allí venimos y hacia allá debemos ir. De lo contrario, ¿hacia dónde vamos?
Más allá de los dueños de equipos, de los directivos de la Liga Venezolana de Beisbol Profesional (LVBP), de los patrocinantes públicos o privados, de la prensa especializada, de las televisoras, de los técnicos, incluso más allá de los propios jugadores, el beisbol profesional venezolano se debe a su público.
Imaginemos por un momento el extremo de una Liga sin dueños, directivos, patrocinantes, prensa escrita, circuitos radiales, televisoras, técnicos: si hay jugadores y público, seguiría habiendo beisbol venezolano.
Cualquiera podría objetar, con razón: sin jugadores no habría público. ¿Pero acaso es concebible la idea de jugadores sin público? Por supuesto que no. Sin el público, los jugadores no serían nada.
El beisbol profesional venezolano es un negocio, claro que sí. Multimillonario, además. Pero de nuevo, si es un negocio lucrativo es por la sencilla razón de que existe el público venezolano. Cuando la Liga, como le corresponde, hace esfuerzos por ofrecer el mejor espectáculo posible, es porque sabe que un buen espectáculo garantiza mayor público.
Pero el beisbol profesional venezolano es mucho más que un negocio. Es una contienda, es una pasión, es un furor, es sudar la camiseta, es compañerismo, es dejarlo todo en el terreno, es no darse nunca por vencido, es defender el honor, es una agonística, es una mística, es una ética, es estrategia, es poesía, es jugar bien, es poner la inteligencia en juego, es carácter, es drama, es sentirse aplastado por la derrota, es justicia, es tener la oportunidad de reivindicarse en el siguiente turno o en el siguiente juego, es llevar el cuerpo al límite de lo posible, es hacer lo extraordinario, es sentir el aliento que proviene de las tribunas y graderías. El beisbol puede ser la gloria.
El venezolano, además, no es cualquier público. Poco comprende de beisbol venezolano quien se conforma con la idea de una fanaticada irracional, zahiriente, siempre inconforme. El venezolano es un público que no solo ama apasionadamente su beisbol, sino que sabe de beisbol.
II.
Me hice fanático del beisbol venezolano en los tempranos ochenta, gracias a mi padre. Tuve la fortuna de ver a mi equipo ser campeón cuando tenía apenas nueve años. Pero no fue la experiencia de la victoria lo que me hizo un apasionado del beisbol. Diría que fue la experiencia de asistir al estadio y comprender lo que significaba para los miles que me rodeaban, estar en aquel lugar y apoyar a su equipo.
El estadio fue para mí otra escuela. En parte fue allí que aprendí muchas de las cosas que hoy intento transmitir a mis hijas: a apoyar a los nuestros en las buenas y en las malas, la importancia de ganar en buena lid, a aceptar la derrota, a respetar al adversario, a celebrar lo bien hecho, incluso si se trata del equipo contrario. En el estadio, viendo a mi equipo jugar, y observando detenidamente a mi padre, escuchándolo, aprendí una manera de ver la vida. Y porque lo viví, sé que muchos y muchas experimentaron algo muy similar.
Seguí yendo al estadio con mucha regularidad durante las dos décadas siguientes, muchas veces con mi padre y, una vez que me hice adulto, otras veces solo, con mi familia o amigos. Hasta hace muy pocos años, no sabría determinar el momento exacto, en que comencé a sentir que el beisbol profesional venezolano se parecía muy poco al que disfrutaba no solo cuando niño, sino durante buena parte de mi vida adulta.
III.
Entre muchas otras cosas que podría mencionar, el beisbol que disfruté cuando niño, y con el que aprendí a mirar la vida, era un beisbol en el que jugaba la casi totalidad de los jugadores profesionales que, por su extraordinaria calidad, llegaban a Grandes Ligas.
Aquella circunstancia, lo recuerdo muy claramente, era algo que llenaba de orgullo a la afición venezolana: no por alcanzar la cumbre profesional nuestros héroes, nuestros mejores exponentes, dejaban de jugar en nuestros estadios.
Con la excepción de la temporada 1970-1971, no fue sino hasta la temporada 1982-1983 cuando la cifra de venezolanos en Grandes Ligas alcanzó la decena. A partir de entonces la cantidad no haría sino aumentar: en la temporada 1989-1990 la cifra aumentó a 20, en la 2000-2001 superó por primera vez los 40, en la 2008-2009 ya eran más de 80, para finalmente romper la barrera de los 100 en la temporada 2015-2016.
En aquella temporada 1982-1983, los 10 jugadores que habían arribado a Grandes Ligas jugaron en Venezuela. Durante toda la década de los 80, el 89,6 por ciento de los jugadores venezolanos que llegaron a Grandes Ligas jugaron en sus respectivos equipos en Venezuela.
La primera temporada de la década de los 90 (1990-1991), 15 de 19 jugadores de Grandes Ligas jugaron en Venezuela, es decir, un 78,9 por ciento. Pero el promedio de aquella década se mantuvo por encima de aquella cifra: un 84,1 por ciento de jugadores venezolanos en las Mayores jugó en el país, con un pico de 91,6 por ciento en la temporada 1992-1993.
En la primera temporada de la década siguiente (2000-2001), 33 de 44 de venezolanos en Grandes Ligas jugaron en el país, un 75 por ciento. Durante esa década, el porcentaje de participación se ubicó en 68,3, alcanzando un pico de 78,3 por ciento en la temporada 2008-2009, cuando 65 de 83 venezolanos en Grandes Ligas jugaron en Venezuela.
La primera temporada de la década actual (2010-2011), 43 de 81 venezolanos en Grandes Ligas jugaron en el país, lo que representó un 53,09 por ciento. Alcanzó un pico de 61,5 por ciento en la temporada 2012-2013, en que jugaron 56 de 91 venezolanos en las Mayores, y logró mantenerse por encima del 50 por ciento de participación hasta muy recientemente: la temporada 2014-2015, en que 52 venezolanos grandeligas jugaron en Venezuela, esto es, un 53,61 por ciento.
En la temporada 2015-2016, justo cuando la cantidad de venezolanos grandeligas alcanzó el centenar, por primera vez en la historia del beisbol profesional venezolano menos del 50 por ciento de nuestros jugadores actuó en el país: solo 36 de 100, para un 36 por ciento. Aunque la cifra aumentó la temporada siguiente (46 de 104 de grandeligas jugando en Venezuela, un 44,2 por ciento), volvió a disminuir significativamente en las temporadas siguientes: 27,27 por ciento en la 2017-2018 (30 de 110 jugadores) y 28,97 por ciento en la 2018-2019 (31 de 107 jugadores).
Finalmente, en la actual temporada, la 2019-2020, y la número 75 del beisbol profesional venezolano, el porcentaje de participación de nuestros grandeligas es igual a 2, como consecuencia de la decisión de la Major League Baseball (MLB) de no permitir la participación en nuestro país de jugadores venezolanos con contratos tanto en las Mayores como en ligas menores. Esto, alegando el riesgo de ser sancionados por el gobierno estadounidense, que el 5 de agosto aplicó una nueva medida coercitiva unilateral contra Venezuela, prohibiendo a estadounidenses hacer negocios con el Gobierno venezolano.
Se trata, sin duda alguna, de una medida absolutamente arbitraria, por la sencilla razón de que la MLB nunca ha establecido relación contractual alguna con el Gobierno venezolano. Por tanto, claramente, la decisión de la MLB obedece a razones extra-deportivas.
La arbitraria decisión afecta no solo a 100 jugadores venezolanos que este año participaron en Grandes Ligas, sino a más de 1200 jugadores venezolanos en ligas menores, a los técnicos venezolanos contratados por la MLB, y por supuesto a los eventuales jugadores estadounidenses que, como es tradicional, refuerzan a los equipos venezolanos, así como a los eventuales refuerzos de otras nacionalidades con contratos en la MLB. Más importante aún, perjudica a la LVBP, pero sobre todo constituye una afrenta sin precedentes contra el público venezolano.
IV.
Al margen de las diligencias realizadas por la LVBP ante la MLB y la Oficina de Control de Activos del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, e incluso del cuasi generalizado y ominoso silencio de la inmensa mayoría de dueños de equipo, patrocinantes, periodistas y técnicos, lo que resulta más doloroso es el silencio de nuestros jugadores grandeligas.
Las cifras nos hablan muy elocuentemente de la creciente tendencia de nuestros grandeligas a no jugar en el país que los vio forjarse como peloteros. Del 97,5 por ciento de venezolanos en Grandes Ligas que jugaron en Venezuela durante la década de los 70, pasando por el 89,60 por ciento que lo hicieron durante la década en que me hice fanático del beisbol, la cifra ha descendido hasta 41,33 por ciento en la actual década.
Hoy día podrán alegarse muchas razones para no jugar en Venezuela: las restricciones de sus respectos equipos, su derecho a un merecido descanso o, como ha escrito recientemente Juan Vené: “… ¿para qué y por qué exponerse en el invierno, cobrando unos pocos miles? Si yo fuera bigleaguer no iría a jugar a Venezuela, porque no me haría falta, y para cuidar mi porvenir”. Pero queda el ejemplo de las glorias del beisbol venezolano que, desde la fundación de la LVBP, en 1946, hasta bien entrado el siglo XXI, entendieron que el beisbol era mucho más que un negocio y, lo más importante, rindieron tributo al público venezolano con su presencia en nuestros estadios. Y ese ejemplo no lo podrán borrar de un plumazo.
En paralelo a esta tendencia de nuestros grandeligas a no jugar en Venezuela, viene en aumento otro fenómeno que no debe pasar inadvertido: desde el año 2002, un total de 31 jugadores venezolanos han debutado antes en Grandes Ligas que en la LVBP. De estos, un total de 19, es decir, un 61,2 por ciento, debutó en las Mayores a partir de 2015, coincidente con la temporada (2015-2016) en que por primera vez la participación de grandeligas venezolanos en la LVBP fue menor al 50 por ciento. Salvo excepciones notables, como Francisco Rodríguez o Ronny Cedeño, se trata de jugadores cuya participación en la liga venezolana ha sido prácticamente nula, llegando en algunos casos al extremo de no haber jugado nunca en el país. Cabe la pregunta: ¿Venezuela va en camino a convertirse en un país que produce grandeligas que poco o nada juegan en su país de origen?
Comentaba que lo más doloroso es el silencio de los grandeligas venezolanos respecto de la decisión de MLB de no permitirles jugar en Venezuela. Al menos que yo conozca, solo un jugador venezolano, exgrandeliga, se pronunció públicamente en contra de la medida: Guillermo Moscoso, que además de venezolano es ciudadano estadounidense. Y allí está Moscoso, vistiendo esta temporada el uniforme de los Tigres de Aragua.
Puede que, al margen de las medidas coercitivas unilaterales del gobierno estadounidense contra Venezuela, y la subsiguiente decisión de MLB, la mayoría de venezolanos en las Mayores no tuviera ninguna intención de jugar en el país, por la razón que fuere, más o menos legítima. ¿Pero y los más de 1200 jóvenes que juegan en ligas menores? ¿Acaso no valdría la pena quebrar lanzas por su futuro? Y mucho más importante aún: ¿y el beisbol venezolano? ¿Y el público venezolano, al que se deben los jugadores profesionales?
V.
Oswaldo Guillén dirigió a los Tiburones de La Guaira entre 2016-2017 y 2018-2019. En ese período, no recuerdo exactamente qué año, algún periodista del circuito radical del equipo le preguntó por la eventual incorporación de un pitcher venezolano que venía de actuar en Grandes Ligas. Palabras más, palabras menos, la respuesta de Guillén fue que él mismo le había aconsejado que no jugara en Venezuela, porque eso implicaba poner en riesgo su carrera sin ninguna necesidad.
Actitudes como la antes descrita, naturalizada por la mayoría de los periodistas deportivos en Venezuela, el hecho de que un porcentaje cada vez mayor de venezolanos grandeligas no participe en la LVBP, y el creciente número de venezolanos que debutan en las Mayores sin haber vestido la camiseta de algún equipo profesional venezolano, son las razones por las que comencé a disfrutar cada vez menos de nuestro beisbol.
El silencio de nuestros grandeligas sobre la decisión de MLB de no permitirles jugar en Venezuela fue la gota que derramó el vaso.
Estoy convencido de que, precisamente porque se trata de una decisión arbitraria e injusta, si tan solo 5, o 2, o 10 de nuestros jugadores más emblemáticos levantaran su voz públicamente, esto tendría un significativo impacto en la opinión pública, y muy probablemente el Gobierno estadounidense se vería obligado a reconsiderar su posición.
Levantar la voz públicamente es algo que podrían hacer sin distingo de tendencia política. En esta materia, la única posición honorable posible es la que pone por encima de todo a Venezuela, a su beisbol, y fundamentalmente a su público.
Un público que, pese a las dificultades de todo tipo, del silencio reinante y de las ausencias notables, está pendiente de los resultados, mira los juegos por televisión, los escucha por la radio, sigue yendo a los estadios de beisbol, donde veteranos y novatos, y técnicos recién estrenados, nos siguen enseñando que el beisbol es mucho más que un negocio: es la vida que continua.
El público se mantiene, a pesar de los continuos golpes bajos: un jugador se destaca, es firmado por algún equipo de las Mayores, y automáticamente queda imposibilitado de seguir jugando en la temporada 2019-2020 de la LVBP.
Esos novatos, esos veteranos, esos técnicos, todos, son desde ya nuestros campeones. Nuestros héroes de carne y hueso, a falta de héroes cada vez más inaccesibles, más ajenos.
Por estos días, lo he decidido, volveré a llevar a mis hijas al estadio.