No es país para faltos de carácter


Chávez leyendo "Historia de la Nación Latinoamericana", de Jorge Abelardo Ramos
Chávez leyendo «Historia de la Nación Latinoamericana», de Jorge Abelardo Ramos

Jorge Abelardo Ramos escribía sobre Rufino Blanco Fombona, ese «gran bolivariano», que «su vida de conspirador, prisionero, gobernador en América y España, duelista y polemista, era más extraordinaria que la más intensa de las novelas«. Aquí en Venezuela, algún escritor lo juzgaba en los siguientes términos: «fue un excelente novelista, pero su vida personal, su condición de aventurero… lo frustraron» y eso evitó que fuera «considerado un verdadero maestro de la novela«. Y agregaba: «es el típico caso de promesa que finalmente no se pudo cumplir«.

¿A qué obedece semejante contraste de opiniones? Pienso que es una cuestión de temperamento, de carácter. Y se trata de una cuestión que determina la relación entre intelectuales y política en la América nuestra. Algún día tendríamos que hacer esa genealogía.

Me parece que Jorge Abelardo Ramos encarna una forma de ejercer el oficio de intelectual que comienza por sospechar de los intelectuales mismos, y concretamente de la intelligentzia cipaya, formada en el desprecio de lo propio y la adoración de la «civilización occidental».

Esta sospecha raizal se expresa simultáneamente en una inclinación por participar en la lucha política, entendida ésta como la posibilidad de saldar cuentas con unas elites que lo mismo traicionan los más altos intereses nacionales como rechazan, por «bárbara», cualquier manifestación de lo popular.

Esta forma de concebir tanto el trabajo intelectual como la política define un determinado carácter, el mismo que identificamos en Arturo Juaretche cuando nos dice: «mi conciencia sobre la clave de los problemas de nuestro país… tuvo que hacerse por propia experiencia, en correcciones constantes y en modestos aprendizajes de todos los días; y es cierto, además, que hemos aprendido de los simples y humildes más que de los infatuados y poderosos. Esa conciencia me puso al servicio de la liberación de mi país, causa que no he abandonado nunca, y a la que serví en el libro, en la prensa, en la acción política y con las armas en la mano, con muchos más exilios y prisiones que momentos fáciles en los 35 años que llevo de militancia. De tal manera mi actuación en la política militante no ha estado regida por la adhesión a hombre alguno ni a ninguna estructura partidaria, sino en la medida que éstos han sido instrumentos de esa causa. Eso sí, no he tenido el prurito de la perfección, ese narcisismo de los teorizadores que los inhibe de la acción por no contaminarse con los errores de los partidos: el deber político de un luchador es servir las grandes líneas de su pensamiento, despreciando lo incidental y aceptando las consecuencias inevitables de toda acción constructiva».

En contraste, el escritor que juzga a Blanco Fombona como una suerte de «promesa» incumplida representa otro tipo de carácter, más bien enclenque, que prefiere un ejercicio intelectual incontaminado por la política. Otro argentino, Juan José Hernández Arregui, de la misma raza que Ramos y Jauretche, los retrató fielmente en La formación de la conciencia nacional.

Rara vez leídos en nuestras universidades, prácticamente desconocidos por las nuevas y no tan nuevas generaciones de venezolanos y venezolanas, Ramos, Jauretche y Hernández Arregui (entre otros) tienen mucho que enseñarnos en materia de ética de trabajo intelectual: contra los perfeccionistas y «teorizadores», militar decididamente en la causa popular, aprendiendo «de los simples y humildes más que de los infatuados y poderosos».

Respecto de esto último, y si de historia se trata, tendríamos que tomar nota de lo planteado por Hernández Arregui: «El historiador que en las épocas aurorales de la liberación nacional es inepto para concebir la historia como un vasto escenario, donde el actor principal no es el personaje que está en primer plano, sino las muchedumbres arraigadas en la tierra, y que son, en tanto masas políticas, las que verdaderamente mueven y hacen la historia, podrá ser un retratista, un decorador, cualquier cosa, pero no un historiador».

¿Se leerá a estos autores en siquiera uno de los cientos o miles de talleres de «formación política» que, según escuchamos a cada tanto, estarían siendo impartidos a lo largo y ancho del territorio nacional? El problema con nosotros, los que hemos sido formados en la Iglesia del marxismo-leninismo, y a diferencia de quienes defienden la idea de una intelectualidad incontaminada de política, es que somos fanáticos de la política incontaminada de la realidad. La calle, los simples y humildes nos dicen poco o nada. Ellos serían, en todo caso, la razón de ser de tantos talleres de «formación política».

Unos y otros «puristas» son tan inútiles como quienes se imaginan una política incontaminada de intelectualidad. En este caso extremo lo que se nos plantea es comenzar cada día desde cero, lo que resulta particularmente impráctico si se trata de Venezuela, donde sin duda hemos logrado avanzar en algunos terrenos.

Es cierto que el tema da para mucho, y está de más decir que no se agota en una exposición tan esquemática como apresurada. Pero no es menos cierto que allí donde sobra política o intelecto, a veces lo que falta es carácter.

Recuerdo mis tiempos de universitario, y el ejercicio es grato cuando vienen a mi memoria Vladimir Acosta, Javier Biardeau, Edgardo Lander, Miguel Ángel Contreras, Elías Jaua, entre otros, por lo que fueron y por lo que siguen siendo. Pero también recuerdo al profesor que me «enseñó» que en ningún país latinoamericano se había producido jamás nada digno de ser llamado filosofía. No por casualidad el chavismo ha significado para él una horrenda pesadilla, un fraude, «el típico caso de promesa que finalmente no se pudo cumplir». Se entiende: le sobra intelecto, le falta carácter.

Peronismo e iniciativa política


Jorge Abelardo Ramos. Tomado de La página de Julio Fernández Baraibar


En La era del peronismo, Jorge Abelardo Ramos les dedica unas cuantas líneas a esos «virtuosos izquierdistas» que acusaban a los trabajadores organizados de establecer una relación de «dependencia» con el primer gobierno peronista. Escribía: «De ahí que la acusación lanzada por sus enemigos, relativa a la dependencia sindical hacia Perón, parece ridícula. El destino de los sindicatos en la época del imperialismo y en un país atrasado no puede ser otro que caer bajo la influencia del régimen político vigente, en tanto dicho régimen garantice a los trabajadores el «mínimo» de derechos compatibles con su vida económica y con el funcionamiento de los sindicatos».

Pero Ramos no es sólo el intelectual y político que apela a una buena dosis de realismo (en contraste con los «marxistas abstractos») para explicar el fenómeno del peronismo. También echa mano de un poderoso arsenal crítico para señalar sus limitaciones: «Era natural que la CGT de la época peronista estuviera íntimamente asociada a un gobierno que era, a su modo, un gobierno de frente único antiimperialista en cuyo seno coexistían intereses de clases diferentes, pero cuya política en favor de los asalariados no tenía precedentes en la historia del país. Que los dirigentes de la CGT, su falta de iniciativa propia, su dependencia de las demostraciones políticas del régimen, sus ofrendas, etc., constituían un mal, nadie podría dudarlo. Pero el principal perjudicado será Perón, a quien el perfume del incienso cotidiano le impidió advertir que una democratización efectiva de la central obrera hubiera defendido mejor las conquistas revolucionarias que el sistema de obediencia de los dirigentes».

La lección histórica es tan clara que es casi transparente: en primer lugar, si un gobierno garantiza a la población el disfrute de derechos que le fueron conculcados históricamente, ¿por qué debe resultar un misterio su firme apoyo a un gobierno que responde a los intereses populares?

En segundo lugar, y más importante aún, el gobierno, por más popular y revolucionario, debe evitar a toda costa propiciar las condiciones que hagan posible la falta de iniciativa de su base social de apoyo, y toda expresión organizada de esta última está llamada a multiplicarla. No importa si la tachan de «contrarrevolucionaria».

Quienes tienen esta inclinación por tachar y censurar las iniciativas populares, son los mismos que conciben al pueblo como sujeto de «asistencia», como «cliente», como sujeto «carente» al que, por tanto, hay que administrar. Según ellos, nunca hay condiciones para la «democratización efectiva».

Pero el daño no se lo hacen al pueblo, que tarde o temprano termina perdiéndoles todo respeto. El daño se lo hacen al proceso revolucionario.

Peronismo, intelectuales, iletrados


 

«Así concluía el largo debate, según la tradición argentina, que fija a la ciencia social un plazo de un cuarto o medio siglo, para admitir como cierto aquello que los iletrados del común evaluaban certeramente el mismo día del acontecimiento».

Estas palabras, mordaces, severas, pero también una señal indiscutible de buen humor, pueden leerse en un libro extraordinario, La era del peronismo, escrito por Jorge Abelardo Ramos, uno de los principales artífices del pensamiento nacional-popular en Argentina y, me atrevería a decirlo, un texto que aporta claves inestimables para «entender» al chavismo, con todo y las distancias que haya que guardar.

Se refería Ramos, de manera concreta, a la forma como fue interpretada la política económica del primer peronismo por los «partidos del sistema oligárquico», por la «izquierda cosmopolita de todos los matices» y por el propio peronismo. «Apologistas y críticos dejan de lado, generalmente, las formidables dificultades de un país semicolonial para adoptar un camino independiente. En el peronismo se manifestaban varias clases sociales y el representante de todas ellas era un jefe militar que le imprimió a todo el proceso revolucionario su propio carácter, sus debilidades tanto como sus aciertos. Lo que queda fuera de toda discusión fue el carácter nacional de toda esta política».

Este último punto, plantea Ramos, estaba «fuera de toda discusión» para la clase trabajadora argentina. De allí, en buena medida, su resuelto apoyo a Perón.

Pero más allá de las circunstancias históricas concretas a las que refiere el párrafo inicial, está un asunto que Ramos aborda de manera recurrente en su libro: la tirante, y casi siempre antagónica, relación entre la intelectualidad argentina, proveniente en su mayoría de la pequeña burguesía, y el fenómeno del peronismo, de fuerte raigambre obrera, popular.

Algunas de las páginas más lúcidas de La era del peronismo son precisamente aquellas en las que se detiene a explicar las razones detrás de semejante postura de la intelectualidad: su penosa adicción al «europeísmo», al «librecambismo», a las modas intelectuales, y su desprecio por lo popular.

Pero no está implícito en el análisis de Ramos un anti-intelectualismo demagógico. Todo lo contrario, su apuesta es por una intelectualidad con una «visión singular de la Argentina, nacida y acariciada en el latido del subsuelo, formada en el aire, sabor y perfil del cielo hispanocriollo, sustancia única que no puede encontrarse, fuera de aquí, en el ancho universo».

En otras palabras, una intelectualidad con vocación político-estratégica, que no se limita a hacer propaganda en apoyo al gobierno (y que no aporta nada nuevo), pero también distinta de aquella que se mantiene al margen deliberadamente, esperando el desenlace de los acontecimientos, para después, dentro de uno, cinco años o un cuarto de siglo, venir a contarnos aquello que, para los «iletrados» de hoy, está tan claro como el sol.

Cuba. Sensaciones a 50 años de revolución – Guillermo Cieza


Hace algunas semanas me pidieron una opinión sobre Cuba y los 50 años de la revolución, que se condensaba en tres preguntas: cómo había recibido el impacto de la revolución cubana, su influencia sobre mi generación y mi opinión sobre Cuba hoy.

Supongo se han vencido los plazos para mandar esas respuestas, pero las preguntas me han seguido dando vueltas en la cabeza, quizás atizada por los brulotes del Canal C5N, que me bombardearon los últimos días de diciembre y el 1 de enero en casa de personas muy queridas, que dejan entrar basura televisiva a su hogar. Y no por eso dejan de ser muy queridas.

Estuve una sola vez en Cuba, en 1993, en pleno período especial. Demasiado poco tiempo para opinar y en un momento donde en Miami estaban las valijas hechas para un nunca cumplido retorno de la gusanería. Por eso voy a expresar sensaciones, más que opiniones.

La primera imagen de la revolución cubana es la de una noche estival en el campo donde mis padres y mis tíos comentaban entusiasmados las noticias que traía una radio valvular. Con el correr de los años sentí curiosidad por aquella unanimidad de quienes adherían a distintas versiones del radicalismo o al Partido Comunista. Sospecho que el punto de encuentro era el antiperonismo. Para ellos Batista era Perón e identificaban a los jóvenes barbudos cubanos cada cual con sus referentes de «la Libertadora».

La segunda irrupción de Cuba me vino, paradójicamente, de mano del peronismo y del cristianismo en 1970. A nuestras cabezas de esponja de privilegiados adolescentes sesentistas, nos llegó Cristianismo y Revolución, aquella publicación de García Elorrio y Casiana Ahumada que rebalsando de Camilo y el Che, no podía menos que ubicar a Cuba en el lugar de las utopías. Y esa imagen me acompañó en los primeros años de militancia a la sombra de aquel enorme ombú, generoso y solitario padre ideológico, que fue el gordo Cooke, el hombre del Che en la Argentina.

He dado una primera respuesta, pero creo que la pregunta que permite encontrar la punta del ovillo es la segunda: la influencia de la revolucion cubana sobre mi generación. Y lo primero que se me ocurre es que nos pegó, según cómo vivíamos. Y desde esa certeza, creo que podemos mirar a Cuba hoy, expresar nuestras sensaciones. Depende mucho de lo que estamos haciendo, de nuestro cotidiano. Por eso decía que allí está la punta del ovillo.

A mi generación la revolucion cubana nos llegó encuadernada en un libro de Regis Debray, que explicaba cómo teníamos que hacer una revolución, con el criterio de autoridad que imponían Fidel, el Che y una revolución en las barbas mismas de Estados Unidos.

Algunos compraron todo el paquete. Otros pudieron hacer una lectura crítica o, mejor dicho, una praxis crítica. Yo tuve la suerte de compartir militancia con compañeros que venían peleando desde hacía mucho tiempo y que ya en 1971 estaban rescatando la idea de organización de la lucha armada, se cagaban soberanamente en el foco, la idea de vanguardias iluminadas, etc.

Muchos después nos pudimos enterar un poco mejor de cómo se había hecho la revolución cubana y nos fortaleció en una premisa: la tarea de contar lo que estamos haciendo es parte vital de nuestra construcción política. Es una tarea que corresponde hacer a quienes son protagonistas; no debe ser delegada en quienes son testigos, aún a los más bienintencionados intelectuales.

Las sensaciones que viví en Cuba en el 93, aquella noche que no había una gota de aceite en La Habana para abastecer a sus guaguas, los días con las prostitutas golpeándonos la cara en las puertas de los hoteles y los lúmpenes asediándonos en las calles para conseguir dólares, las voy a resumir en una sola imagen: en la puerta de una casa humilde de una calle de la que no recuerdo el nombre, un hombre flaco nos mostró una foto de cuando era gordo, pocos años antes, y nos convidó con la única cerveza que tenía por el solo placer de hablar de esa Cuba que amaba y le dolía. Como sólo puede doler lo que nos pertenece y es parte de nuestra historia de vida.

Si queremos tirar mierda sobre Cuba vamos a encontrar argumentos. Hay burócratas, buscas, prostitutas, conservadores con la cobertura de frases revolucionarias, jóvenes ansiosos de rajarse para el capitalismo y más. Podría decir incluso que durante muchísimos años he participado en proyectos políticos que no pudieron empalmar con la política exterior cubana. Pero quienes desde hace años venimos luchando por transformar nuestra sociedad, no podemos desconocer que en los años más duros, en el colapso ideológico de fines de los 80 y principio de los 90, en Cuba pudimos encontrar un nivel más alto de la dimensión humana, un lugar que le hacía el aguante a las esperanzas de la humanidad. Y la revolución, la revolución que voy a poder ver, quizás se trate solamente de eso, de una posta en el camino de los pueblos, que nos ayude a recobrar fuerzas, para seguir adelante hacia un futuro que hicimos, haremos, harán revolucionario.

Desde ese lugar, mi agradecimiento a Cuba, a su pueblo y sus dirigentes, y mi convicción de que la revolución no fue traicionada.

Blogs: la internacional bolivariana 2


Devuelvo el gesto:

De toda la gente piola con la que tuvimos oportunidad de reunirnos y conversar durante nuestra visita a la Argentina (Lía y familia; el pana Manuel Cullen y familia; los cumpas del Darío Santillán: Guillermo Cieza, Martín Obregón y Manuel), sólo con Felipe tuvimos la suerte de encontrarnos en tres oportunidades. Nos sobraban las ganas de reencontrarnos con todos, pero no nos alcanzó el tiempo.

Felipe es el cerebro detrás de una genialidad que se llama Verboamérica, un blog nuestroamericano que ya he recomendado aquí en otras oportunidades, y que yo mismo frecuento todos los días en procura no sólo de una mirada inteligente sobre lo que sucede en Argentina, sino en general en nuestro continente. Periodismo en los márgenes, y quizá por esto mismo periodismo del bueno.

Nos vimos la primera vez en el Hotel Bauen (empresa recuperada por sus trabajadores y trabajadoras en 2003), donde asistimos a una de la reuniones que organiza periódicamente la Agrupación Oesterheld (en homenaje a Héctor Germán Oesterheld, desparecido en 1977), que ese día tenía como invitado a Tristán Bauer, el mismo de Iluminados por el fuego, actual presidente del Sistema Nacional de Medios Públicos y director del canal Encuentro.

En lugares como éste uno aprende a distinguir entre el martirologio y los espacios concebidos para preservar la tradición de los oprimidos. Al entrar a la sala nos impresionan los afiches que cuelgan de las paredes: Perón, Evita, Rodolfo Walsh, John William Cooke, Susana Valle, Arturo Jauretche, Rodolfo Kusch, y tantos otros y otras que desconocemos, de los que tal vez oímos hablar alguna vez, o de los que simplemente no sabemos nada. Uno recuerda que el desconocimiento sobre nosotros mismos es condición de nuestra subordinación. Se dice 17 de octubre de 1945, 19 de diciembre de 2001, Cordobazo o Malvinas, y uno entiende de inmediato que no se trata de un panteón de los recuerdos, sino de una tradición de luchas que permanece viva, en el cuerpo y en el alma de todos los presentes y en el ejemplo de los ausentes. Por eso alternan en las mesas los viejos luchadores con los más jóvenes y de allí la frase de Jauretche: «No se lamenten los viejos de que los recién venidos ocupen los primeros puestos de la fila, porque siempre es así: se gana con los nuevos». Así se explica que una reunión de este tipo se realice en el Bauen: porque es el mismo combate que se libra en nuevos frentes. Y tal vez por eso el inmerecido aplauso con el que nos saludó el auditorio: porque nuestra lucha es también la de ustedes.

Sobre éste, nuestro primer encuentro en el Bauen, ha escrito Felipe en su blog una entrada: Blogs: la internacional bolivariana. Como allí narra, el hombre resultó un admirador de nuestro pana y cámara José Roberto Duque, cuyo trabajo y militancia muchos de ustedes conocen. El blog del Duque, Discurso del Oeste – una de las fuentes de inspiración de Felipe al momento de concebir su Verboamérica – no necesita presentación, y es sin duda lo mejor que desde el campo revolucionario se realiza en la blogósfera venezolana.

La segunda vez que nos encontramos, el Felipe nos llevó a conocer un par de librerías donde pudiera encontrar alguna bibliografía básica sobre el peronismo. Al final, tipo, no me traje lo que hubiera deseado: algo de Walsh, Jauretche, Kusch, y Soldados de Perón, de Gillespie. Terminamos esa vez en un viejo pero confortable restaurante, lugar habitual de gente de izquierda, donde Sandra comió algunos churros y se quemó la lengua con el chocolate, la pobre.

Nos vimos la última vez la víspera de nuestro regreso, de nuevo en el Bauen – en donde finalmente pudimos hospedarnos unos tres días. Extenuados ya por el trajín de los días precedentes, concluimos sin embargo nuestra estadía en Buenos Aires de la mejor forma posible: conversando amenamente con el Felipe, con su novia, la de la voz melodiosa, y con su hijo de nueve años, un chamín inquieto y simpático que le regaló a Sandra un buen rato de juego infantil.

Muchas gracias che.

Reflexiones sobre algunos modos de no entender al peronismo – Miguel Mazzeo


(El cámara Guillermo Cieza nos envía este texto del historiador argentino Miguel Mazzeo, militante, como Cieza, del Frente Popular Darío Santillán.
En cuanto al artículo en cuestión, leerlo en clave: modos de no entender al chavismo.
Guardando las distancias, claro está.)
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«Lo más elevado del hombre carece de forma, pero se debe evitar configurarlo de otra manera que no sea mediante acciones nobles»
Goethe

«Cuando no se está muy seguro de nada, lo mejor es crearse deberes a la manera de flotadores»
Julio Cortázar

La izquierda de antes y el peronismo de antes.
Es bien sabido que la izquierda argentina no supo comprender al peronismo histórico, salvo escasas (y no siempre honrosas) excepciones. Nos referimos a ese peronismo que va de 1945 a 1973, de la movilización del 17 octubre a la de Ezeiza, estableciendo una delimitación a partir de hechos muy significativos. Creemos que es indispensable identificar las inflexiones históricas más intensas para advertir el instante exacto de la coherencia y la incoherencia, la contradicción o las «afinidades electivas» (o la ausencia de las mismas).

Sin dudas, el peronismo fue uno de los acontecimientos que volvió a muchos marxistas argentinos menos marxistas y, por qué no decirlo, menos argentinos. Los paradigmas eurocéntricos, la impronta de la más rancia tradición liberal, el iluminismo, el positivismo y sus secuelas, hicieron imposible una aproximación sensible y lúcida a tan complejo movimiento político-social y sobre todo a tan compleja realidad de masas.

A la hora de abordar el fenómeno peronista, la izquierda se quedó en la superestructura, exageró y deificó lo parcial y lo coyuntural. En lugar de hacer la crítica radical de todo lo que existe, hizo una crítica de una parte de lo real. No vio lo que bullía por abajo, no vio potencialidades populares, itinerarios posibles y latentes, o lo que es peor, si lo percibió, lo consideró «bárbaro», «inculto» e improductivo en función de la fidelidad platónica a ciertas ideas y esquemas prefabricados.

No vio, por ejemplo, que en el marco del primer gobierno peronista, a medida que se consolidaba una estrategia de crecimiento «hacia adentro», el capital extranjero se reducía a un 5% del capital fijo total, y que el desarrollo económico y la prosperidad social que beneficiaba especialmente a las clases subalternas, se sostenía en el ahorro interno y en el bienestar popular y no en un «derrame» acrecentador de las desigualdades. Todo esto, en un país de la periferia capitalista que venía de ser una factoría dependiente. Era, sin dudas, un gobierno «nacional», pero como la izquierda no entendía la «cuestión nacional», en consecuencia tampoco podía entender al peronismo.

La izquierda desconocía la dignidad adquirida por las clases subalternas. Veía «demagogia» en cada conquista popular. Un dato fundamental se le escapaba: el peronismo era el componente político-cultural esencial de una identidad popular o por lo menos «plebeya», que, como tal, poseía varias caras, algunas disruptivas. La izquierda tampoco percibió la calidad de las mediaciones políticas y sociales desplegadas por el peronismo que, más allá de sus niveles de subordinación política al Estado, proponían nexos donde era posible un espacio de autonomía y resistencia de la clase trabajadora frente al capital.

La izquierda no tuvo en cuenta la experiencia que la clase trabajadora estaba realizando en ese marco político-institucional, un marco que no se apartaba de las coordenadas burguesas (siempre estuvo claro el objetivo de garantizar la tasa de ganancia de la burguesía nacional), pero que, en la situación de la Argentina peronista y posperonista, sería rebasado una y otra vez, para terminar siendo cuestionado abiertamente, en los años 70.

El historiador Daniel James, en una de sus principales obras, recupera el testimonio de un trabajador que decía: «con Perón éramos todos machos». Aunque el peronismo no se propuso alterar sustancialmente las relaciones sociales capitalistas, generó un marco político que modificaba las relaciones de fuerza en la sociedad. Esto se podía apreciar en las fábricas, en los barrios, en el campo (tengamos en cuenta, por ejemplo, los alcances del Estatuto del Peón), en los lugares públicos, en algunas instituciones, etc. Sin eliminarla, el peronismo había desvirtuado la coacción económica. El peronismo era el hecho maldito del país burgués, como decía John William Cooke. El peronismo era un torrente. Por eso el golpe de 1955 pudo asumir un carácter de revancha clasista… y también la Dictadura Militar de 1976-1983.

La izquierda de antes no entendió al peronismo. No reconoció su condición de albergue de la lucha de clases. Por eso, fue históricamente necesaria la aparición de una «izquierda peronista», expresión de las potencialidades transformadoras del peronismo y también de un «peronismo oficial» y una «derecha peronista», expresión de sus limitaciones históricas.

Los nacionales, populares y progresistas de ahora y el peronismo de ahora: ¿y llora, llora la puta oligarquía porque se vienen Grobocapatel y Urquía?
En la actualidad existen sectores usualmente denominados nacionales, populares y progresistas que habitan dentro y fuera del Partido Justicialista o dentro y fuera del más extenso «Peronismo», sectores que, de alguna manera, también tienen algunas taras gnoseológicas frente al peronismo (actual). Nos referimos a aquellos que, padeciendo de cierta anomia de los sentidos, plantean que el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, como antes el de Néstor Kirchner, expresan una opción nacional, popular y progresista. Claro, como cultores de cierto realismo político hostil a las «ideas» jamás lo reconocen. Siempre son otros los que no entienden, los intelectuales y los militantes cuyos sistemas límbicos están excitados por las teorías o las utopías.

Sin dudas, el peronismo de ahora es uno de los acontecimientos que ha vuelto a muchos nacionales, populares y progresistas argentinos, menos nacionales, menos populares y menos progresistas.

Y así, como en el seno de aquella izquierda de antes que no entendía el peronismo de antes había compañeros honestos y luchadores, en el espacio nacional, popular y progresista kirchnerista (K) de ahora que no entiende al peronismo de ahora, hay compañeros del mismo tenor, muy valiosos y de seguro bien dispuestos para cuando llegue la hora de las batallas fundamentales. Claro, están los que poco a poco se fueron vaciando de esperanzas y se acostumbraron a no producir hechos y se predispusieron a recibir cada vez menos. Finalmente, están aquellos que se parecen a John Falstaff, el personaje de Shakespeare, que, corrompido por su aburguesamiento, se torna oportunista y cínico. Aquellos que habitan la casa de los ciegos, se hacen pasar por ciegos, pero ven.

El peso del paradigma populista como ideología (a pesar de haber desaparecido hace mucho tiempo sus basamentos materiales y políticos), la impronta de una tradición nacionalista «culturalista», un nacionalismo retórico, de peña folklórica, y en muchos casos el cargo público, hacen imposible una aproximación lúcida a tan transparente y aceitado aparato de poder de las clases dominantes. Es de una enorme candidez suponer que peronismo se ha «regenerado» y ha retomado «la senda histórica», dejando atrás las mutaciones de los años 80 y 90, y el «accidente» menemista. Es injustificable sostener que el peronismo se ha recuperado de su «final inglorioso», como decía Cooke. El peronismo es hoy, de arriba a abajo, una realidad de «elites» autorreferenciales y competitivas; una realidad de opresión, desposesión y alienación que padecen las clases subalternas; una realidad caracterizada por la fragmentación, la falta de identidades liberadoras y de proyectos que les asignen protagonismo histórico.

Existe todo un modo de decir y actuar anquilosado, que se refleja en producciones, acciones y discursos (castrados y ornamentales) y que deriva en el ensañamiento con espantajos y con enemigos inexistentes. Un modo que reemplaza el pensamiento por los rituales y la iconografía del peronismo (ahora están de moda sus versiones más «setentistas»).

A la hora de abordar el fenómeno peronista, los nacionales, populares y progresistas (K) se quedan en la superestructura, exageran y deifican lo parcial y lo coyuntural. En lugar de hacer la crítica radical de todo lo que existe, hacen una crítica de una parte de lo real. No ven la realidad opresiva y denigrante padecida por millones, no ven lo que sufre por abajo, o lo que es peor, si lo perciben, lo consideran «normal», herencia del pasado[i] a superar gradualmente con «gestión». No consideran lo crítico e insostenible de la situación de sus paisanos o la contemplan como humanistas florentinos del siglo XV. Cuando insisten en la mejora de la situación social general respecto de la de 2002, no toman en cuenta la ampliación de la brecha entre los ricos y pobres, un proceso que inició la ultima Dictadura y que este gobierno no revirtió, como correspondería a uno verdaderamente nacional, popular y progresista. Así, terminan justificando los postulados de la «teoría del derrame». Asimismo se desentienden del proceso de desnacionalización imparable de la economía. ¿O acaso se plantea hoy la vuelta de las empresas privatizadas al patrimonio nacional-público y la firme regulación estatal del comercio exterior? ¿La deuda externa dejó de ser un factor determinante en la distribución de la riqueza?
Una mirada más profunda, por ejemplo, les presentaría a los nacionales, populares y progresistas (K) un retorno a un patrón económico pre-peronista, primario-exportador y dependiente, más parecido al de la Argentina del período 1880-1930 que al del peronismo histórico. Éste es un gobierno «antinacional» en aspectos determinantes, pero como los nacionales, populares y progresistas manejan un concepto retórico y burgués de «lo nacional», en consecuencia no pueden entender al peronismo de ahora.

Respecto de la dignidad de los trabajadores y los pobres, sólo basta una simple referencia a la precarización laboral (y a la legislación que la sustenta), al estado de las escuelas, hospitales, etc. Por su parte, el sindicalismo que apoya al gobierno es heredero de lo peor tradición burocrática y del proceso de transformismo de la década del 90. Los sindicatos son pilares de la estructura de dominación, poderosos aparatos de poder articulados con el Estado y las corporaciones. Son, además, garantes del control social, verticalistas, autoritarios, sin fisuras, incluso fascistoides. El sindicalismo que encuentra su espacio en la CTA, en líneas generales (hay excepciones que fundan esperanzas), expresa el punto de vista de los nacionales, populares y progresistas que no ven. De hecho apoyan a un gobierno que les niega reconocimiento oficial.

Un aspecto notorio en cualquier barrio es el tipo de mediación que el peronismo de ahora propone con la sociedad, un tipo de mediación que se consolidó en tiempos del peronismo de Carlos Menem y Eduardo Duhalde. Se basa en las lógicas de los punteros, lógicas de control y subordinación, que conforman un vínculo perverso y paralizante para los «de abajo». La miseria de las clases populares es la condición de la reproducción del poder de los mediadores (jefes y punteros políticos de todo país). ¿Qué tipo de experiencia política puede realizar el pueblo en el marco de esas lógicas (las de los burócratas sindicales y las de los punteros)? A diferencia del trabajador del que habla James, ningún trabajador puede decir que con el peronismo actual se siente fuerte (frente al capital). Hay que utilizar un criterio muy distendido de lo popular para adjudicarle esta condición a este gobierno y al anterior.

Los nacionales, populares y progresistas (K) desconocen la indignidad en que están sumidas las clases subalternas. O lo que es peor, la conocen y no militan en pos de su modificación, contribuyen a reproducirla o se aprovechan de ella. Pero el asistencialismo no «dignifica». Y el gobierno no modifica su naturaleza (y mucho menos el Estado la suya) porque algunas organizaciones «nacionales, populares y progresistas» lo apoyen.

Entro otros datos, uno fundamental se les escapa: el peronismo de ahora no es parte de una identidad popular plebeya que favorece la politización, la participación de las bases y la herejía, sino que es un componente de una identidad «lumpen», una identidad definida en términos negativos: «precarizados», «en negro», «carecientes», «necesitados», etc., que profundiza la dispersión, la despolitización, la subordinación de las clases subalternas a un aparato político y al Estado.

El peronismo de hoy es una realidad que les permite a las clases populares experimentar directamente una «inferioridad colectiva», a la vez les ofrece «protección». Esto se puede ver y padecer en las fábricas y otros lugares de trabajo, en los barrios, etc. Un supuesto golpe de la derecha, eventualidad tan aborrecible como inviable en estas condiciones, sin ninguna duda podría empeorar muchas cosas, podría dar marcha atrás respecto de cambios destacables, pero jamás podrá asumir el carácter de revancha clasista.

Los nacionales, populares y progresistas (K) no entienden que cambió el sentido de la rebeldía y la provocación, incluso el sentido de lo obsceno. Y es que, como militantes, muchos de ellos ya no buscan su materia política, dramática y épica en el pueblo, sino que la buscan en el Estado. El hereje de antaño es ahora un renegado, aunque no se asuma como tal. El peronismo sigue siendo un hecho maldito, pero no para el «país burgués». El peronismo es hoy una compuerta.

La presidenta, hace unos día, recordaba a «un señor» (se refería a Carlos Marx) que decía que la historia se repite: lo que primero acontece como tragedia, reaparece históricamente bajo la forma de la comedia o la farsa. Tenía razón la presidenta, mucha razón. Ahí están los beligerantes militantes (K), con sus identidades esquizofrénicas, con su fijación libidinosa al pasado, «luchando» (¿?) contra la oligarquía y el imperialismo, armados con sus fetiches y sus devaluadas estampitas milagreras, montando imágenes y discursos discontinuos, momificando las mejores tradiciones de lucha del pueblo.

Los nacionales, populares y progresistas (K) no entienden (o no quieren entender) al peronismo actual. Por eso es necesaria la aparición de una fuerza auténticamente popular, nacional y progresista (mil perdones por el término), una fuerza «orgánica» que indefectiblemente tendrá que plantearse cambios económicos, sociales, políticos y culturales, radicales y profundos.

Lanús Oeste, 24 de junio de 2008

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Por cierto, el peronismo de antes no recurrió a la Década Infame para justificar inoperancia a la hora de modificar la situación de las clases populares. La modificó y punto.
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