Al cierre del artículo anterior dejaba en el aire las siguientes preguntas: ¿el nuevo esquema de distribución de los combustibles, vigente a partir del 1 de junio, prevé la eliminación de la venta de gasolina a precio subsidiado en las estaciones de servicio, previa adoptación de la modalidad de subsidio directo a los usuarios y usuarias? En tal sentido, ¿se seguirá el ejemplo de Irán? (1)
Respecto de la primera interrogante, el mismo presidente Maduro dejó entrever en su alocución del sábado 30 de mayo que lo que iniciaría dos días después sería una fase de “normalización” en el suministro de combustibles, que se extendería por tres meses, y que el objetivo era que “todos los vehículos automotores, carros, camiones, motos del país, estén en el Sistema Patria, y podamos ir a un subsidio directo al consumidor, al usuario”.
Adicionalmente, el presidente defendió la decisión de subsidiar el 100 por ciento del combustible para el transporte público “para no afectar en nada el pasaje del trabajador”, pero explicó que el objetivo era lograr, en el transcurso de noventa días, una “fórmula justa en el transporte público, porque creo que lo justo sería el subsidio al usuario del transporte público, directo, a través del Carnet de la Patria”.
El lunes 1 de junio, mientras ofrecía balance público de la implementación del nuevo esquema, insistió en el primer punto: “Todo el mundo debe estar inscrito en el Sistema Patria, porque llegará el momento en que a través del Sistema Patria les daré a ustedes el subsidio directo”.
De manera que todo indica que en septiembre, tras culminar la fase de “normalización” en el suministro, entrará en vigencia la modalidad de subsidio directo tanto para los usuarios y usuarias del servicio de expendio de combustibles, como para los del transporte público.
Pero, ¿cómo se implementarán estos subsidios directos? ¿Quiénes resultarán elegibles para recibirlos? ¿Qué monto recibirán? ¿Con qué periodicidad? ¿De acuerdo a qué criterios se determinará el monto de los subsidios directos?
Conocer la experiencia iraní puede permitirnos vislumbrar algunos escenarios.
La experiencia iraní
El documento que he utilizado como base para dar cuenta de la experiencia iraní fue publicado en julio de 2011 por el Fondo Monetario Internacional (FMI), y se intitula: “Irán. Las Crónicas de la Reforma de Subsidio” (Iran. The Chronicles of the Subsidy Reform) (2). Salvo indicación contraria, toda la información que sigue está extraída de estas “Crónicas”.
Como su título lo indica, el documento es una crónica de la implementación de la Reforma de Subsidios Directos (Targeted Subsidies Reform) en Irán, vigente a partir del 19 de diciembre de 2010. Fue elaborado por Dominique Guillaume, Roman Zytek y Mohammad Reza Farzin, este último viceministro de Economía y Finanzas del Gobierno iraní.
Un dato curioso, que vale la pena mencionar, es que las pocas notas publicadas en Venezuela sobre el asunto, sin excepción, abrevan directamente de este documento, aunque casi ninguno lo referencie expresamente.
Antes de iniciar, y aunque resulte muy obvio, no está de más subrayar que la situación de la República Islámica de Irán en 2010, específicamente la económica, era muy distinta de la situación venezolana una década después.
Algunos pocos indicadores nos pueden permitir tener una idea muy aproximada del contraste entre una situación y otra. Así, por ejemplo, en los años precedentes a la reforma, específicamente en el período comprendido entre 2005 y 2009, la economía iraní creció un promedio de 5,6 por ciento anual (3). En 2010, el salario mínimo promedio ascendía a 303,5 dólares (4). En diciembre de 2010, la inflación anualizada fue calculada en 12,8 por ciento. Venezuela, por su parte, acumuló un crecimiento negativo de -62,4 por ciento en el período 2014-2018. A mediados de junio de 2020 el salario mínimo es el equivalente a 2 dólares. En mayo de 2020 la inflación fue de 38,6 por ciento, con un acumulado del 295,9 por ciento durante el año.
Con todo y que la implementación de la Reforma de Subsidios Directos de 2010 en Irán tuvo lugar en condiciones económicas significativamente más favorables, eso no desdice, en lo absoluto, de su enorme valor histórico referencial, como podremos ver a continuación.
Objetivo de la Ley de Reforma
Para comenzar, es muy importante precisar que lo que ocurrió en Irán fue una reforma de los precios de la energía. Es decir, no solo aumentó el precio de todos los combustibles (gasolina, diesel, kerosene, gas licuado de petrolero, etc.), sino también de la electricidad, el agua y el gas doméstico.
La base jurídica de la reforma de los precios de la energía fue la Ley de Reforma de Subsidio Directo (Targeted Subsidy Reforme Act), aprobada por el parlamento el 5 de enero de 2010. Fue concebida para aplicarse en cinco años, coincidiendo con el Quinto Plan Quinquenal 2010-2015 (Fifth Five Year Economic, Social and Cultural Development Plan).
La Ley de Reforma estipuló que todos los precios serían incrementados gradualmente. En el caso de los combustibles, hasta lograr el objetivo de establecer precios equivalentes a no menos del 90 por ciento de los precios del Golfo Pérsico. El precio del gas doméstico sería incrementado hasta llegar a un precio que no podía ser menor al 75 por ciento del precio promedio de exportación. En cuanto al agua y la electricidad, el precio sería incrementado hasta cubrir el costo de producción.
En 2008, el precio internacional de la gasolina rondaba los 2 dólares el litro. En Irán se pagaba a una tasa equivalente a 0,1 dólares el litro desde 2007, cuando fue establecido un sistema de racionamiento: desde entonces, cada usuario o usuaria podía consumir hasta 120 litros de gasolina al mes. Superada esa cuota, tenía que pagarla a precio de “mercado libre”, equivalente a 0,40 dólares por litro. Posteriormente la cuota fue reducida a 60 litros por mes por vehículo. El objetivo expreso del racionamiento fue reducir tanto la excesiva demanda, estimulada por el bajo precio, como el contrabando a países vecinos. El país estaba importando crecientes cantidades de gasolina para poder abastecer su mercado interno.
El objetivo principal de la Ley de Reforma era racionalizar el consumo. Compensando a los hogares por el aumento de los precios de la energía, se desestimularía el consumo excesivo de gasolina, mientras que la compensación en dinero permitiría a la población comprar o pagar una mayor cantidad de bienes esenciales y servicios.
Dos datos decisivos: por una parte, según estimaciones oficiales, la implementación de la Reforma de Subsidios Directos permitiría obtener un ahorro de entre 50 mil y 60 mil millones de dólares anuales; por otra parte, y según la Ley de Reforma, el 50 por ciento de esos recursos estarían dirigidos a la población, fundamentalmente a través de subsidios directos, pero también bajo la forma de fortalecimiento de planes sociales (salud, vivienda, empleo, etc.). Otro 30 por ciento se destinaría al sector privado y el restante 20 por ciento al sector público.
El sujeto de la Ley de Reforma
El Gobierno iraní tuvo claro desde el principio que el incremento de los precios de la energía resultaría inaceptable para la población a menos que estuviera acompañado de la compensación adecuada. Asumió como un hecho histórico indiscutible que la eliminación de subsidios a bienes y servicios básicos y esenciales se traduce en el deterioro del ingreso real, que afecta fundamental y desproporcionadamente a los hogares más pobres.
En razón de lo anterior, las autoridades hicieron mucho énfasis en que el objetivo no era eliminar los subsidios, sino subsidiar directamente a los hogares. Argumentaron que la energía barata beneficiaba principalmente a las clases privilegiadas, que además la consumían en exceso. La implementación de la Ley de Reforma beneficiaría a los hogares más pobres, que comenzarían a recibir un pago en efectivo que mejoraría sus condiciones de vida.
Como mínimo, el subsidio directo habría tenido que permitir a los hogares más pobres compensar la pérdida de utilidad debido a la reducción del consumo de energía una vez que hubieran aumentado los precios, con un mayor consumo de otros bienes y servicios. Pero el Gobierno iraní logró definir un monto que evitara la pérdida de utilidad de los hogares, permitiéndoles no solo consumir más bienes y servicios, sino incrementar el uso de energía.
La circunstancia decisiva de que el monto del subsidio directo dependiera, tal y como lo contemplara la Ley de Reforma, de los recursos obtenidos a partir del incremento de los precios, contribuyó a la aceptación social de la iniciativa.
Tarifas
Luego de revisar más de doscientos escenarios, las autoridades decidieron adoptar un sistema multi-precios, para moderar el impacto de la reforma, principalmente en los hogares más pobres, y promover el uso racional de energía. Múltiples variables fueron consideradas: el incremento de los precios tendría que ser suficiente para reducir la demanda excesiva, pero también había que tomar en cuenta, por ejemplo, los problemas de acceso en algunas regiones del país al gas doméstico utilizado para la calefacción, el servicio más consumido por los hogares más pobres, y que representaba el mayor gasto relacionado con la energía.
Las tarifas de la electricidad, el agua y el gas doméstico fueron establecidas previendo montos escalonados: a menor consumo, menor costo, y una vez superado un determinado nivel de consumo, precios más altos. Así, por ejemplo, el costo de 100 kWh de electricidad fue establecido en un precio de 270 riales (0,027 dólares). En exceso de 600 kWh, el usuario o la usuaria pagaría 2100 riales (0,21 dólares). A su vez, los usuarios y usuarias en climas más calientes podían ser elegibles para obtener descuentos. Las tarifas fueron diferenciadas por región del país: se establecieron precios más bajos en las regiones más calientes, con relativamente alta demanda de aire acondicionado. Igualmente, las tarifas del agua y del gas natural fueron diferenciadas por región. Por ejemplo, en las regiones con problemas de acceso al gas doméstico, los precios de la calefacción fueron permanentemente monitoreados y regulados.
En cuanto a la gasolina, y como recordaremos, el sistema multi-precios estaba vigente desde 2007. A partir de la implementación de la Ley de Reforma, el precio del litro de gasolina fue incrementado de mil riales (0,1 dólares) a 4 mil riales (0,4 dólares), con una cuota de 60 litros por mes por vehículo, y la gasolina a precio de “mercado libre” pasó de 4 mil riales a 7 mil riales (0,70 dólares). Adicionalmente, durante los primeros meses, a los usuarios y usuarias se les permitió consumir su cuota disponible de 60 litros de gasolina al viejo precio de mil riales.
Elegibilidad
Si bien la Ley de Reforma estipulaba que el 50 por ciento de los ingresos estarían dirigidos a los hogares del país, considerando su nivel de ingreso, no ofrecía mayores detalles. Inicialmente, las autoridades estaban inclinadas por otorgar el subsidio directo a los hogares más pobres. Pero pronto resultó claro que sería muy difícil definir administrativamente cuáles hogares podían resultar elegibles y cuáles no.
Finalmente, las autoridades decidieron que toda la población podía aplicar para recibir el subsidio directo, al tiempo que hicieron un llamado a los hogares más ricos para que se abstuvieran de hacerlo.
El proceso de aplicación para optar por el subsidio directo fue simple y las reglas establecidas bastante indulgentes. Básicamente, solo se necesitaba aplicar para recibir el subsidio directo. No hubo mayores verificaciones. Las autoridades reportaron una tasa de aprobación excepcionalmente alta del 98 por ciento de los aplicantes.
Para el momento de implementación de la Ley de Reforma, más de 61 millones de personas recibieron el subsidio directo, lo que representaba el 80 por ciento de la población de Irán, de 75 millones de personas. A cada iraní le fueron asignados 800 mil riales, pagaderos cada dos meses, es decir, un monto equivalente a 40 dólares mensuales, multiplicados hasta por seis integrantes del hogar. Más aún, las autoridades dejaron claro que aquellas personas que todavía no habían aplicado, seguían siendo elegibles para hacerlo, recibiendo el subsidio directo de manera retroactiva. Así, en mayo de 2011, más de 70 millones de iraníes se habían registrado para recibir el subsidio directo.
Los iraníes en el extranjero no eran elegibles para aplicar por el subsidio directo, pero podían hacerlo una vez retornaran a Irán.
De vuelta a Venezuela
Si algo podemos aprender de la experiencia iraní es que cualquier medida dirigida a la “sinceración” de precios, mediante la eliminación de subsidios, inevitablemente suscitará el rechazo popular.
Se puede apelar a un sinfín de argumentos morales para condenar la reacción popular, y de hecho eso es lo que suelen hacer los gobernantes antipopulares. Pero la condena moral no hace sino escamotear la verdadera razón por la cual la población rechaza medidas de tal naturaleza: ellas suponen el deterioro, con frecuencia muy significativo, de sus condiciones materiales de existencia, lo que suele expresarse, por ejemplo, en la pérdida del ingreso real.
A la espera de la gasolina. Foto: Cacica Honta. Colectivo Cacri Photos
En Venezuela, donde la inmensa mayoría de la población ha visto severamente afectadas sus condiciones materiales de existencia en años recientes, es sencillamente inviable proceder a la tal “sinceración” de precios de los bienes y servicios, sin tomar en cuenta, por ejemplo, que la clase trabajadora sobrevive por debajo del umbral que supone el límite mínimo del valor de su fuerza de trabajo, determinado por el valor de los artículos de primera necesidad (5).
En tal sentido, no solo es correcto, sino sobre todo justo y legítimo, proceder al incremento de los precios del combustible, previendo la implementación, en el corto plazo, de un subsidio directo para el pueblo venezolano.
En relación con los precios de los combustibles, específicamente, resultaba muy claro, al punto de no estar siquiera en discusión, que era necesario incrementarlos a un punto que permitiera racionalizar el consumo, evitar el contrabando de extracción y ahorrarle a la nación venezolana una cuantiosa cantidad de recursos. Sin duda, continuar regalando la gasolina beneficiaba fundamentalmente a los más privilegiados, incluidos corruptos y contrabandistas, y perjudicaba enormemente a la mayoría de la población.
Por supuesto que el incremento de los precios de los combustibles, por sí solo, no resuelve el principal problema de todos: cómo evitar el empeoramiento de las condiciones materiales de existencia de la población. Sin garantías de que el incremento no repercutirá en la pérdida del ingreso real de la clase trabajadora, éste puede significar, simplemente, la drástica reducción del mercado de combustibles, expulsando de facto a las mayorías o, dicho de otra manera, restringiendo su acceso al servicio, reservándolo para una minoría privilegiada que podría pagar, sin problema alguno, los nuevos precios, e incluso precios más altos que los establecidos oficialmente.
Esto es lo que, en teoría, vendría a resolver el subsidio directo anunciado por el presidente Maduro, y de allí su importancia.
Siguiendo con el ejemplo iraní, los recursos destinados a pagar este subsidio directo a la población tendrían que provenir de los recursos ahorrados como consecuencia del incremento de los precios de los combustibles. Y aquí llegamos a un punto clave de la cuestión.
El pueblo venezolano tiene que saber, y las autoridades están obligadas a suministrar esa información, a cuánto asciende el monto del ahorro. Al respecto, hay múltiples versiones, prácticamente una distinta según el vocero del que se trate. En agosto de 2018, el mismo presidente Maduro informaba públicamente que Venezuela dejaba de percibir anualmente alrededor de 18 mil millones de dólares anuales como consecuencia de los bajos precios de los combustibles, así como por el contrabando de extracción (6). Según el documento “Propuesta de reestructuración Petróleos de Venezuela S.A.”, fechado en marzo de 2020, y que habría sido elaborado por la Dirección Ejecutiva de Planificación de PDVSA para la consideración de la Comisión Presidencial “Alí Rodríguez Araque”, las pérdidas anuales por el subsidio a la gasolina ascienden a 11 mil millones de dólares (7). Más recientemente, en mayo de 2020, el economista Rafael Quiroz estimaba las pérdidas anuales en alrededor de 25 mil millones de dólares (8).
De nuevo, es fundamental conocer la cuantía de los recursos que podrá ahorrarse la nación a partir del incremento de los precios de los combustibles. Pero además, es muy importante saber qué porcentaje de esos recursos se destinará directamente a la población. Supongamos un ahorro de 10 mil millones de dólares anuales, por supuesto una cifra arbitraria, en ausencia de información oficial. Tomando como referencia la experiencia iraní, eso se traduciría en un fondo de 5 mil millones de dólares que estarían dirigidos a toda la población venezolana. Otros 3 mil millones irían al sector privado y 2 mil millones al sector público.
Naturalmente, estos porcentajes podrían variar ligeramente. La experiencia iraní es una invaluable referencia histórica, no una camisa de fuerza. En tal caso, la definición del porcentaje destinado a subsidiar directamente a la población pasaría, necesariamente, por calcular un subsidio directo que permita a los hogares venezolanos elevar sus ingresos. En otras palabras, el subsidio directo tendría que permitirles adquirir y pagar más bienes esenciales y servicios, e incrementar, incluso, el uso de energía. De la misma forma, perfectamente puede decidirse que el sector público, y específicamente la industria petrolera nacional, reciba una mayor cantidad de recursos que el sector privado.
Privatizaciones
Respecto del sector privado, cabe una muy importante precisión: múltiples señales sugieren la intención del Gobierno venezolano de favorecer el incremento de la participación de capital privado en la prestación de servicios esenciales, comenzando por el mismo mercado de combustibles, para también en electricidad, agua potable y gas doméstico. En algunos casos no se trata ya de señales, sino de hechos muy concretos. Quizá sea el servicio de gas doméstico el que más se ha visto afectado por este influjo privatizador. En todo caso, lo realmente importante es que la privatización del servicio no se ha traducido, en lo absoluto, en una mejoría de la prestación del servicio con la correspondiente garantía de acceso para las mayorías populares.
El caso del servicio de gas doméstico, en general poco conocido y menos estudiado, pero sí muy padecido por la población, es un buen ejemplo de que la mayor participación del sector privado no se traduce en mayor bienestar para los hogares venezolanos, un porcentaje de los cuales, muy por el contrario, es expulsado del mercado por la vía de hecho.
Más ilustrativo aún que el caso del servicio de gas doméstico, y de hecho el más emblemático de todos, es el mercado de artículos de primera necesidad: la progresiva retirada del Estado, contrarrestada parcialmente por la existencia de los CLAP, significó la virtual expulsión de parte importante de la población venezolana. Los productos están disponibles en las estanterías, ciertamente, pero muchos de ellos a precios sencillamente inaccesibles para la mayoría.
Muy al contrario de lo que parece ser una idea que ha ganado mucho terreno entre las autoridades gubernamentales, e incluso en una parte de la población (9), los problemas de la gestión pública de los servicios esenciales no se resuelven transfiriendo la gestión al capital privado, sino haciendo lo necesario para mejorar la gestión pública, que es la única que puede garantizar realmente el acceso universal.
Con mucha frecuencia se apela al recurso retórico del “pragmatismo” para justificar la privatización, que se vende como simplemente inevitable. Pero como diría un amigo con el que conversaba recientemente sobre estos asuntos, quizá no haya nada menos pragmático que la privatización.
De nuevo, un estudio detenido de lo que ha sucedido con la privatización progresiva del servicio de gas doméstico resultaría suficiente para concluir que no es recomendable, bajo ninguna circunstancia, intentar algo similar con servicios públicos como la electricidad o el agua potable. Insisto, guardando las debidas distancias, la experiencia iraní aporta pistas muy valiosas sobre lo que podría hacerse.
En cuanto al mercado doméstico de combustibles, nada permite suponer que sea realmente necesaria su privatización parcial, que es lo que parece haber sucedido con 200 estaciones de servicio, hasta ahora, aunque todavía no ha sido confirmado oficialmente que, contraviniendo lo estipulado tanto en la Ley Orgánica de Hidrocarburos como en la Ley Orgánica de Reordenamiento del Mercado Interno de los Combustibles Líquidos (10), los operadores de estas estaciones de servicio han dejado de ser expendedores para convertirse en comercializadores. Muy por el contrario, todo indica que el nuevo esquema de precios puede ser perfectamente gestionado por PDVSA, manteniendo la propiedad sobre la totalidad de las estaciones de servicios, como mandan nuestras leyes, con el añadido de que, en tal caso, todo el ahorro derivado del incremento de los precios iría a parar a las arcas públicas, y no una parte a bolsillos privados. Al menos no directamente, porque una parte de esos recursos, tal y como sucedió en el caso de Irán, podría ser destinada al sector privado. Esto sí sería actuar muy pragmáticamente, es decir, poniendo en primer lugar el bolsillo de los hogares venezolanos.
Subsidio directo universal
Tan o más importante que lo anterior, hasta aquí he dado por sentado que el subsidio directo tendrá carácter universal. Es decir, que no lo recibirán exclusivamente los propietarios y propietarias de vehículos registrados en el Sistema Patria, sino todas las personas registradas en él, lo que definiría la medida real de la universalidad, y en tanto que cualquier persona, sin restricción alguna, puede registrarse cuando lo desee. Caso contrario, todo el país continuaría pagando por la gasolina de la minoría propietaria de vehículos, siendo la gasolina una mercancía que produce unas ganancias que pertenecen a toda la población. Lo más lógico sería, en todo caso, que las personas de más altos ingresos se abstuvieran de recibir el subsidio directo.
Además, dando igualmente por sentado la necesidad de incrementar en un futuro próximo las tarifas de los servicios de electricidad y agua potable, al menos hasta su precio de costo, el hecho de que se implemente, desde ya, un subsidio directo de carácter universal, previo cálculo del ahorro que supondría para toda la nación el incremento de las tarifas de estos servicios, contribuiría decisivamente a que la población considere no solo aceptable, sino incluso deseable, tarifas más altas de electricidad y agua potable. En otras palabras, un eventual incremento de las tarifas de estos servicios se traduciría en un aumento del monto del subsidio directo universal. Es lo que todavía podría hacerse respecto del servicio de gas doméstico, revirtiéndose el proceso de privatización: eliminar el subsidio indirecto, elevando las tarifas, previo cálculo del ahorro que esto supondría, y a partir de allí calcular el incremento en el subsidio directo universal a la población.
Por último, la implementación de este subsidio directo universal podría ser uno de los puntos de apoyo para comenzar a redefinir, o para terminar de definir, un plan económico que permita recuperar la productividad de la nación, comenzando por la industria petrolera nacional, y estimular la demanda interna. Muchos ajustes tendrían que hacerse, muchas otras variables tendrían que considerarse. Por ejemplo, las medidas orientadas a eliminar las restricciones para la importación tendrían que revisarse con detenimiento, como en general cualquier otra medida que implique sacrificar los ingresos fiscales del país. Al respecto, nuevamente la experiencia iraní sirve de referencia. Pero asumamos que esa es harina de otro costal, aunque no lo sea. Por ahora, es suficiente.
De la misma manera que, para construir un relato económico creíble, con un mínimo de eficacia política, es necesario dar cuenta de la totalidad real, sin evadir responsabilidades (1), para saber dónde estamos parados y cuáles son las implicaciones de las políticas puestas en marcha, es necesario conocer los hechos.
En relación con el tema de los combustibles líquidos, con especial énfasis en la gasolina, y a partir del “nuevo esquema” de distribución anunciado por el presidente Nicolás Maduro el pasado 30 de mayo, un detalle que resulta particularmente curioso es el poco o nulo conocimiento que tenemos sobre un actor decisivo del mercado interno de combustibles, lo que a su vez se relaciona directamente con su notable bajo perfil público: los expendedores de gasolina.
Los expendedores de gasolina son actores privados que están agrupados en Fenegas: Federación Nacional de Asociaciones de Empresarios de Hidrocarburos. En algunas notas periodísticas aparece mencionada como Federación Nacional de Expendedores de Gasolina. Su actual presidente es Juan Barros.
El 11 de septiembre de 1998, siendo presidente Rafael Caldera, y en plena campaña electoral (Chávez resultaría electo presidente por primera vez menos de tres meses después), fue aprobada una Ley Orgánica de Apertura del Mercado Interno de la Gasolina y Otros Combustibles Derivados de los Hidrocarburos para Uso en Vehículos Automotores(2).
Tal y como su nombre lo indica, dicha Ley fue creada con el propósito de “regular el proceso de apertura del mercado interno de la gasolina y otros combustibles derivados de los hidrocarburos para uso en vehículos automotores y crear las condiciones para una adecuada participación de la empresa privada en el mismo” (artículo 1). Desde entonces, el sector privado comenzó a participar en las actividades relacionadas con “el transporte, el almacenamiento, la distribución y el expendio de dichos productos en territorio nacional, incluida su importación” (artículo 3).
Poniendo orden
La Ley estuvo vigente durante una década, hasta 4 de septiembre de 2008, cuando fue aprobada la Ley Orgánica de Reordenamiento del Mercado Interno de los Combustibles Líquidos (3). Antes, como recordaremos, había sido aprobada una nueva Ley Orgánica de Hidrocarburos (LOH), que entró en vigencia el 1 de enero de 2002, y cuya versión más reciente data de mayo de 2006 (4).
Con la entrada en vigencia de la LOH, la actividad de comercialización de la gasolina y otros combustibles quedó reservada exclusivamente al Estado venezolano (artículos 57 y 27). El sector privado podía participar en las actividades de suministro, almacenamiento, transporte, distribución y expendio de combustible, actividades todas concebidas como un “servicio público”, siendo absoluta potestad del Estado la fijación de precios, que asumía la responsabilidad de “garantizar el suministro, la eficiencia del servicio y evitar su interrupción” (artículo 60).
No obstante, con la aprobación de la Ley Orgánica de Reordenamiento del Mercado Interno de los Combustibles Líquidos, en 2008, se reservó “al Estado la actividad de intermediación para el suministro de combustibles líquidos, por razones de conveniencia nacional, carácter estratégico, servicio público y de primera necesidad, realizada entre Petróleo de Venezuela S.A., sus filiales y los establecimientos dedicados a su expendio” (artículo 1). Al mismo tiempo, se reservó al Estado “las actividades de transporte terrestre, acuático y de cabotaje de combustibles líquidos” (artículo 2).
Para el momento en que se aprueba esta Ley, y según informó en su momento el presidente Chávez, de las 1854 estaciones de servicio existentes en el país, PDVSA controlaba alrededor de 600, poco más del 32 por ciento. Es decir, el sector privado tenía una participación en el mercado interno de combustibles superior al 67 por ciento (5).
Un año después, según el Informe de Gestión Anual 2009 de PDVSA (6), de las 1861 estaciones de servicio existentes en el país, PDVSA manejaba directamente 803, mientras que el sector privado, bajo la modalidad de “contrato de suministro”, manejaba 1058, es decir, el 56,85 por ciento del total de estaciones de servicio, recibiendo, por tal concepto, un subsidio directo del Estado.
Más recientemente, según el Informe de Gestión Anual 2016 de PDVSA (7), de las 1803 estaciones de servicio existentes en el país, PDVSA manejaba directamente 1088, y el sector privado 715. En otras palabras, éste último seguía teniendo una participación de casi el 40 por ciento en el mercado interno de combustibles, un porcentaje todavía mayor a la participación de PDVSA en 2008.
Foto: Marcelo Volpe. Colectivo Cacri Photos.
El desorden
Suponiendo que, al día de hoy, la participación del sector privado en el mercado interno de combustibles es similar a la de 2016, y dando por descontado que las 200 estaciones de servicio que hoy expenden gasolina no subsidiada están manejadas por privados, esto quiere decir, por supuesto, que la mayoría de las estaciones de servicio controladas por privados aún están obligadas a expender gasolina subsidiada.
Siendo éste el caso, ¿qué puede impedirnos suponer que al menos una parte de las innumerables privaciones que está sufriendo la ciudadanía para poder abastecerse de gasolina, se relaciona directa e inmediatamente con la presión que estaría ejerciendo el sector privado, o parte de él, para engrosar la lista de estaciones de servicio que no expenden gasolina subsidiada, o para hacerse de una cuota mayor del mercado interno de combustibles?
Conforme a múltiples relatos que circulan por las redes y de boca en boca, la tendencia parece clara: las 200 estaciones de servicio que solo expenden gasolina a “precio internacional” están ofreciendo un mejor servicio, e incluso están mejor abastecidas, que las 1368 estaciones de servicio restantes, un porcentaje de las cuales, no podemos saberlo, ni siquiera están operativas hoy 4 de junio.
Hay otro aspecto, quizá el más importante de todos, que aún no ha quedado del todo claro: ¿los operadores de estas 200 estaciones de servicio han dejado de ser expendedores y han pasado a ser comercializadores?
Al respecto, en su alocución del 30 de mayo, el presidente Maduro se refirió a un “nuevo esquema de participación”, que incluye la posibilidad de que estas 200 estaciones de servicio “vendan libremente” la gasolina. Las mismas estaciones de servicio, “estratégicamente ubicadas en el país”, estarían siendo “gestionadas por empresarios privados que están trayendo su gasolina”.
En efecto, en entrevista concedida a la agencia estadounidense The Associated Press (AP), y publicada el pasado 29 de abril, el empresario Wilmer Ruperti, dueño de Maroil Trading Inc., informó que había comprado 300 mil barriles de combustible, que habían arribado a Venezuela durante la cuarta semana de abril, y que un millón de barriles adicionales estaban en camino. Siempre según AP, el empresario informó que una parte de los recursos para comprar el combustible provenía de PDVSA, y que durante el mes de marzo sus abogados habían notificado al Departamento del Tesoro de Estados Unidos sobre sus planes de compra, y no había recibido ninguna objeción (8).
Según la agencia Reuters, a comienzos del mismo mes de abril, la Cámara Petrolera de Venezuela, capítulo Zulia, había propuesto al Gobierno “flexibilizar las restricciones a la importación y venta de la gasolina”. En la misma nota se lee que “una fuente de PDVSA dijo que la estatal desestimó la oferta y prefirió centrar sus esfuerzos en reanudar la producción en su circuito refinador” (9).
No obstante, según nota publicada en Argus el 9 de abril, un integrante de la Comisión Presidencial “Alí Rodríguez Araque” habría comentado que la propuesta “tiene mérito”. Y ofreció mayores detalles: “La propuesta en discusión permitiría a los inversores o empresas privadas venezolanas comprar e importar gasolina y diesel, distribuir el combustible en todo el país y venderlo desde las estaciones de servicio”, que les serían “transferidas” por PDVSA. “El combustible importado se descargaría en las terminales… que se encuentran cerca de sus refinerías… y la distribución de las terminales a las estaciones de servicio sería manejada por los operadores privados, dijeron los miembros de la comisión”. La estatal petrolera “también transferiría docenas de camiones cisterna de combustible… al sector privado para facilitar la distribución… Los miembros de la comisión… que favorecen la propuesta del sector privado afirman que los precios actuales del mercado negro demuestran la voluntad de algunos conductores de pagar lo que sea necesario para llenar sus tanques de manera confiable” (10).
En todo caso, si tal y como ha informado el presidente Maduro, y ha confirmado Ruperti, actores privados están comprando gasolina, y sobre todo si fuera cierto que los operadores de las 200 estaciones de servicio que venden a “precio internacional” han pasado a ser comercializadores, esto permitiría comprender el interés de los gasolineros en “demostrar” que la gestión privada del servicio es mucho más eficiente que su gestión pública.
Y es justo en este punto donde se hace muy evidente que la cuestión va mucho más allá de la diatriba aséptica sobre la buena o mala gestión, por la que tanto se inclinan los tecnócratas y expertos, y comienzan a develarse sus implicaciones políticas. Puesto que se comprenderá que la relación de hechos económicos expuesta hasta aquí, es también una relación de circunstancias políticas. También en este punto se hace casi imposible discernir dónde termina el necesario pragmatismo implicado en las medidas adoptadas y dónde comienza el oportunismo político.
Preguntas
Ciertamente, en un contexto de asedio económico como el que padece la nación venezolana, puede resultar no solo deseable, sino incluso inevitable, una mayor participación del sector privado en el mercado interno de combustibles. Lo anterior, dando por descontado que resultaba sencillamente irracional continuar regalando la gasolina, situación contraria, dicho sea de paso, a la voluntad de la mayoría del pueblo venezolano.
Al margen, incluso, de cualquier consideración de índole legal, lo que no desdice de su pertinencia, cabe hacerse las siguientes preguntas, entre otras: ¿cuál terminará siendo la participación del sector privado en el mercado interno de combustibles? ¿Acaso puede negarse que el sector privado presionará, puesto que tal es su naturaleza, por obtener una cuota cada vez mayor del mercado? ¿Hasta dónde llegará la “retirada” del Estado? ¿Estamos presenciando los primeros pasos de un esquema que comprende la privatización progresiva de las estaciones de servicio? ¿Se trata de un esquema temporal o permanente? ¿Solo la participación mayoritaria del sector privado en el mercado puede garantizar una eficiente prestación del servicio? ¿Una eventual participación mayoritaria del sector privado en el mercado beneficiaría, necesariamente, a la mayoría del pueblo venezolano?
El presidente Maduro aseguraba, el 30 de mayo, que “llegará el día en que podamos equilibrar ingresos, salarios, bonos, precio justo del transporte, con un precio mayor sustentable de la gasolina”. ¿Queda descartada cualquier posibilidad de aumento del salario en el futuro inmediato, siendo el caso que la clase trabajadora venezolana sobrevive por debajo del umbral que supone el límite mínimo del valor de su fuerza de trabajo, determinado por el valor de los artículos de primera necesidad?
Por último, ¿el nuevo esquema prevé la eliminación de la venta de gasolina a precio subsidiado en las estaciones de servicio, previa adoptación de la modalidad de subsidio directo a los usuarios y usuarias? En tal sentido, ¿se seguirá el ejemplo de Irán? Es un tema que abordaré en una próxima entrega.
El martes 28 de abril de 2020, apenas un día después de conocerse el nombramiento oficial de Tareck El Aissami como nuevo ministro de Petróleo, y de Asdrúbal Chávez como presidente de Petróleos de Venezuela, S.A. (PDVSA), la agencia Reuters publicó una nota en la que refería haber tenido acceso a un documento de la empresa estatal venezolana que proponía “una profunda reestructuración que transferiría gran parte de sus actuales actividades a empresas privadas” (1).
El mismo día, el documento en cuestión ya circulaba en redes sociales, aunque no había sido publicado por ningún medio oficial, lo que no ha sucedido hasta hoy. Según Reuters, las autoridades gubernamentales habían evitado responder “de inmediato a las solicitudes de comentarios”.
El documento de sesenta y cuatro páginas, fechado en marzo de 2020, se intitula “Propuesta de reestructuración Petróleos de Venezuela S.A.” (2), y habría sido elaborado por la Dirección Ejecutiva de Planificación de PDVSA, para la consideración de la Comisión Presidencial “Alí Rodríguez Araque”, encargada de la “defensa y reestructuración” de la estatal petrolera, creada por el presidente Nicolás Maduro el 19 de febrero pasado, y dirigida por Tareck El Aissami, también vicepresidente del Área Económica (3).
Un millón de barriles, reorganización y simplificación
El punto de partida del documento es un objetivo muy general: “incrementar la producción y devolver a Venezuela el rol protagónico en el mundo petrolero”. Más específicamente, define como meta “la recuperación en el menor tiempo posible de al menos 1 millón de barriles en la producción de petróleo crudo y gas”. Para lograrlo, considera necesario “la reorganización del sector de exploración, producción, transporte, almacenamiento, transformación y comercialización de hidrocarburos de Petroleros de Venezuela S.A., y la simplificación de su estructura, eliminando su participación en negocios no petroleros”.
Respecto de esto último, plantea reducir el número de filiales de PDVSA a doce, de las veinticuatro con las que cuenta actualmente. Es lo que el documento enuncia como “eliminación de la participación de PDVSA en negocios no petroleros”, es decir, “todas aquellas empresas propiedad de PDVSA que ejecutan servicios y actividades no relacionadas directamente con la gestión directa de producción de petróleo y gas”. Estas incluirían, entre otras: PDVSA América, PDV Marina, PDV Naval y PDVSA Gas Comunal. Todas estas filiales se integrarían “a sus respectivos sectores en la administración pública” o se procedería “a la venta, o liquidación y cierre”.
Igualmente, propone la fusión de PDVSA Petróleo con la Corporación Venezolana de Petróleo (CVP). La empresa resultante se encargaría de operar en las áreas de producción de petróleo y gas, refinación y comercialización de la producción propia, concentrándose en la “gestión financiera y contractual de la cartera de inversiones del Estado en las empresas mixtas, ASC [Acuerdos de Servicio Conjunto] y Licencias”.
Tales serían, en resumen, las propuestas en materia de simplificación de estructura. Mención aparte merece la forma como es concebida PDVSA Gas: “debe ser el ente comercializador del gas producido en el país, comprando la producción de las empresas mixtas (a precios de mercado), y vendiendo a distribuidores en [el] nivel nacional e internacional”.
Cambios en materia legal: todo en uno
Pero el documento también propone significativos cambios en materia legal. En concreto, plantea:
Modificación de tres artículos (22, 27 y 57) de la Ley Orgánica de Hidrocarburos (LOH), aprobada por el presidente Chávez el 13 de noviembre de 2001, por vía habilitante.
Eliminación del Decreto 5200, relativo a la Migración a Empresas Mixtas de los Convenios de Asociación de la Faja Petrolífera del Orinoco, así como de los Convenios de Exploración a Riesgo y Ganancias Compartidas, sancionado por el presidente Chávez el 26 de febrero de 2007.
Eliminación de la Ley Orgánica que reserva al Estado bienes y servicios conexos a las actividades primarias de hidrocarburos, firmada por el presidente Chávez el 7 de mayo de 2009.
Igualmente, “implementar sin demoras ni burocracia” el artículo 44 de la LOH, que contempla la posibilidad de rebajar la regalía del treinta por ciento “hasta un límite del veinte por ciento”, lo que solo aplica, por cierto, para “un yacimiento maduro o de petróleo extrapesado de la Faja del Orinoco”.
Reducción igualmente “permanente” del impuesto sobre la renta (ISLR), actualmente del cincuenta por ciento. El documento no especifica la magnitud de la reducción.
“Eliminación definitiva de la contribución especial sobre precios extraordinarios y exorbitantes”, es decir, de la Ley que crea Contribución Especial por Precios Extraordinarios y Precios Exorbitantes en el Mercado Internacional de Hidrocarburos, cuya versión más reciente data del 20 de febrero de 2013.
“Eliminación definitiva de impuestos y contribuciones marginales”, establecidos en el artículo 48 de la LOH.
“Regulación por Ley de los impuestos municipales”, que no podrían “exceder en ningún caso del uno por ciento (1%) sobre los ingresos brutos efectivamente percibidos por los sujetos obligados”.
Ley Orgánica de Hidrocarburos
Comencemos por la Ley Orgánica de Hidrocarburos (4). ¿Por qué modificar el artículo 22? Veamos lo que establece: “Las actividades primarias indicadas en el artículo 9 de esta Ley, serán realizadas por el Estado, ya directamente por el Ejecutivo Nacional o mediante empresas de su exclusiva propiedad. Igualmente podrá hacerlo mediante empresas donde tenga control de sus decisiones, por mantener una participación mayor del cincuenta por ciento (50%) del capital social, las cuales a los efectos de esta Ley se denominan empresas mixtas. Las empresas que se dediquen a la realización de actividades primarias serán empresas operadoras”.
¿Cuáles son estas “actividades primarias indicadas en el artículo 9” de la Ley? Veamos: “Las actividades relativas a la exploración en busca de yacimientos de los hidrocarburos comprendidos en esta Ley, a la extracción de ellos en estado natural, a su recolección, transporte y almacenamiento iniciales, se denominan actividades primarias a los efectos de esta Ley. De conformidad con lo previsto en el artículo 302 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, las actividades primarias indicadas, así como las relativas a las obras que su manejo requiera, quedan reservadas al Estado en los términos establecidos en esta Ley”.
Recordemos lo que establece el artículo 302 constitucional: “El Estado se reserva, mediante la ley orgánica respetiva [LOH], y por razones de conveniencia nacional, la actividad petrolera y otras industrias, explotaciones, servicios y bienes de interés público y de carácter estratégico…” (5).
Pues bien, lo que el documento plantea es que “se retire la limitación [de] que el Estado debe participar como mínimo con un 50% del capital social en las empresas que ejerzan actividades primarias de la industria petrolera”, lo que permitiría “flexibilizar la participación de capital privado nacional e internacional en las actividades de exploración y explotación de hidrocarburos líquidos en el territorio nacional con o sin la participación accionaria de PDVSA”.
De aprobarse esta modificación, el artículo 22 quedaría como sigue: “Las actividades relativas a la exploración en busca de yacimientos de los hidrocarburos comprendidos en esta Ley, a la extracción de ellos en estado natural, a su recolección, transporte y almacenamiento iniciales, denominadas actividades primarias, podrán ser realizadas directamente por el Estado, por empresas de su exclusiva propiedad, por empresas mixtas con participación de capital estatal y privado, en cualquier proporción y por empresas privadas. Las empresas que se dediquen a la realización de actividades primarias serán empresas operadoras”.
Por su parte, el artículo 57 de la LOH establece: “Las actividades de comercialización de los hidrocarburos naturales, así como la de los productos derivados que mediante Decreto señale el Ejecutivo Nacional, sólo podrán ser ejercidas por las empresas a que se refiere el Artículo 27 de la presente Ley. A tal efecto, las empresas mixtas que desarrollen actividades primarias sólo podrán vender los hidrocarburos naturales que produzcan a las empresas a que se refiere el Artículo 27 de la presente Ley”.
¿Qué plantea el documento? La modificación del referido artículo, eliminando “la limitación [de] que las empresas mixtas que ejerzan actividades primarias de la industria petrolera solo podrán vender los hidrocarburos naturales que produzcan a las empresas de la exclusiva propiedad del Estado venezolano”, lo que permitiría “que las actividades de comercialización sean reguladas en la Ley a partir del principio de libertad de comercio”.
Es por ello que propone, igualmente, la modificación del artículo 27 de la LOH (al que hace referencia el artículo 57), que establece: “El Ejecutivo Nacional podrá mediante Decreto en Consejo de Ministros, crear empresas de la exclusiva propiedad del Estado para realizar las actividades establecidas en esta Ley y adoptar para ellas las formas jurídicas que considere convenientes, incluida la de sociedad anónima con un solo socio”. El documento no ofrece ningún detalle adicional sobre los alcances de la eventual modificación de este artículo.
Respecto de la aplicación “sin demoras ni burocracia” del artículo 44 de la LOH, éste establece, ciertamente: “El Ejecutivo Nacional, en caso de que se demuestre a su satisfacción que un yacimiento maduro o de petróleo extrapesado de la Faja del Orinoco, no es económicamente explotable con la regalía del treinta por ciento (30%) establecida en esta Ley, podrá rebajarla hasta un límite del veinte por ciento (20%) a fin de lograr la economicidad de la explotación…”. No obstante, con todo y que el mismo artículo de la LOH establece que el Ejecutivo “queda facultado igualmente para restituirla [la regalía], total o parcialmente, hasta alcanzar de nuevo el treinta por ciento (30%), cuando se demuestre que la economicidad del yacimiento pueda mantenerse con dicha restitución”, el documento sugiere la “reducción permanente” de la regalía.
Por último, al plantear la “eliminación definitiva de impuestos y contribuciones marginales”, el documento parece sugerir la eliminación del artículo 48 de la LOH, que incluye cuatro tipos de impuestos: impuesto superficial, impuesto de consumo propio, impuesto de consumo general e impuesto de extracción.
“El último rastro que nos quedaba de la nefasta apertura petrolera”
Lo que se conoce como Decreto 5200, relativo a la Migración a Empresas Mixtas de los Convenios de Asociación de la Faja Petrolífera del Orinoco, así como de los Convenios de Exploración a Riesgo y Ganancias Compartidas (6), fue sancionado por el presidente Chávez el 26 de febrero de 2007.
Firmado por el presidente Chávez en el Palacio de Miraflores, durante el Aló Presidente número 268, este Decreto iba “dirigido a las asociaciones llamadas estratégicas, que no eran estratégicas para Venezuela”, y apuntaba a eliminar “el último rastro que nos quedaba de la nefasta apertura petrolera” (7).
Agregaba Chávez entonces: “Déjame leer aquí lo siguiente, la médula del Decreto: «Artículo 1°. Las asociaciones existentes entre filiales de Petróleos de Venezuela, S.A. y el sector privado que operan en la Faja Petrolífera del Orinoco, y en las denominadas de Exploración a Riesgo y Ganancias Compartidas, deberán ser ajustadas al marco legal que rige la industria petrolera nacional, debiendo transformarse en empresas mixtas en los términos establecidos en la Ley Orgánica de Hidrocarburos». Es decir, explico: empresas mixtas donde la mayoría de acciones debe estar en manos de Petróleos de Venezuela, es decir, en manos de la República y no en manos de transnacionales. Sigo leyendo: «En consecuencia de lo antes previsto, todas las actividades ejercidas por asociaciones estratégicas en la Faja Petrolífera del Orinoco, constituidas por las empresas Petrozuata, S.A.; Sincrudos de Oriente S.A., Sincor, S.A., Petrolera Cerro Negro, S.A. y Petrolera Hamaca, C.A.; los convenios de Exploración a Riesgo y Ganancias Compartidas del Golfo de Paria Oeste, Golfo de Paria Este y La Ceiba, así como las empresas o consorcios que se hayan constituido en ejecución de los mismos; la empresa Orifuels Sinovensa S.A., al igual que las filiales de estas empresas que realicen actividades comerciales en la Faja Petrolífera del Orinoco, serán transferidas a las nuevas empresas mixtas»”.
Luego, a propósito del artículo 2 del Decreto, que reserva para el Estado “una participación accionaria del sesenta por ciento (60%)”, como mínimo, comentaba: “estamos recuperando la propiedad y la gestión de estas áreas estratégicas”.
Finalmente, sentenciaba: “Se acabó la privatización del petróleo en Venezuela… Ésta es la verdadera nacionalización del petróleo. El petróleo es de todos los venezolanos… No queremos que las empresas se vayan… Que sigan siendo socias, pero ahora no son ellos los dueños, ahora es PDVSA, y ellos socios minoritarios. Es decir, negocios en manos de los venezolanos. Ésta es un área estratégica. No se puede entregar a privados, al sector privado nacional ni transnacional”.
Según se lee en el documento que habría sido presentado a la Comisión Presidencial “Alí Rodríguez Araque”, la eliminación de este Decreto, tanto como la eliminación de la Ley Orgánica que reserva al Estado bienes y servicios conexos a las actividades primarias de hidrocarburos, “permitirá descargar de PDVSA hacia el sector privado nacional e internacional las actividades conexas a la industria petrolera, entre ellas inyección de gas y agua a yacimientos, servicios lacustres, compresión de gas, tratamiento de ripios y aguas, servicios especializados, entre otros”.
Aunque el documento recomienda reducir la participación accionaria estatal hasta el 50,1 por ciento en veinticinco de las cuarenta y seis empresas mixtas en las que participa PDVSA (lo que representa el 54,3 por ciento del total), lo que pasaría por eliminar el Decreto 5200, una eventual reforma del artículo 22 de la LOH abriría las puertas a una participación minoritaria del Estado venezolano.
Igualmente, el documento recomienda conservar el porcentaje accionario actual, siempre mayor al 60 por ciento conforme al Decreto 5200, en apenas cinco empresas mixtas (10,8 por ciento), mientras que sugiere la fórmula fusionar/renegociar/portafolio para otras trece empresas mixtas, y pasar a licencia (sin intervención estatal) tres de ellas.
Respecto de las treinta y cuatro unidades de producción de esfuerzo propio, es decir, aquellas manejadas exclusivamente por el Estado, se recomienda pasar dieciocho a la modalidad de empresas mixtas, lo que equivale al 52,9 por ciento del total, sin especificar cuál sería el porcentaje accionario estatal. Además, se propone que once de estas unidades de producción sean manejadas bajo la figura de Acuerdos de Servicio Conjunto (ASC), modalidad de negocios que implica que “las operaciones de exploración y producción sean realizadas por una empresa de servicios”, sin ofrecer mayores detalles. Falta la información relativa al estatus de las seis unidades de producción restantes.
El beneficio del Estado (Government Take) como “problema”
Estrechamente vinculado con lo anterior, el documento presenta un gráfico en el que Venezuela aparece situado de séptimo entre “los países que más se benefician de la explotación de los hidrocarburos”. Pero de inmediato se hace la salvedad: “Esta cifra no considera que el Estado es el socio mayoritario en las únicas empresas que permiten sociedad con transnacionales, las empresas mixtas. Siendo éste el caso, y considerando que la participación del Estado en dichas empresas es del 60%, el Government Take se sitúa en más del 90% de los ingresos operacionales de estas empresas”.
En otras palabras, como consecuencia del Decreto 5200, siempre según el referido documento, Venezuela sería realmente el país que más se beneficia en todo el mundo de su actividad petrolera. Esta circunstancia, muy lejos de ser considerada una fortaleza o una ventaja, es concebida como un problema: “esto hace a Venezuela un país mucho menos atractivo para invertir en esta actividad”.
La solución sería reducir este Government Take “a un monto lo suficientemente atractivo para la inversión privada”, y es en razón de este argumento que se hacen las recomendaciones ya mencionadas: “reducción permanente” tanto de la regalía (artículo 44 de la LOH) como del ISLR; eliminación de la Ley que crea Contribución Especial por Precios Extraordinarios y Precios Exorbitantes en el Mercado Internacional de Hidrocarburos (8), aprobada por la Asamblea Nacional el 20 de febrero de 2013 ; eliminación de impuestos y contribuciones marginales (previstos en el artículo 48 de la LOH); y regulación de los impuestos municipales, que actualmente “pueden sobrepasar el 12% sobre los ingresos brutos”, por lo que se recomienda establecer un límite máximo del uno por ciento.
Específicamente sobre el impuesto por precios extraordinarios y exorbitantes, el documento se manifiesta expresamente partidario de los intereses del capital privado: dicho impuesto “debe ser eliminado” por tratarse de “un beneficio no equitativo para el Estado”, el cual “se encarga de capturar los ingresos generados por la volatilidad de los precios internacionales de petróleo, aumentando sus ingresos en tiempos de expansión y disminuyendo su riesgo en tiempos de contracción”. Agrega: “Si son las empresas mixtas las que asumen todo el riesgo potencial de las operaciones, también deben tener el derecho de participar en los beneficios extraordinarios y potenciales del negocio”.
“El expropiado histórico ha sido el pueblo”
El 7 de mayo de 2009, con motivo de la firma de Ley Orgánica que reserva al Estado bienes y servicios conexos a las actividades primarias de hidrocarburos (9), el presidente Chávez hizo lectura pública de los artículos 2 y 6, que establecen lo siguiente:
“Artículo 2. Alcance de la reserva. Quedan reservados al Estado los bienes y servicios conexos a la realización de las actividades primarias previstas en la Ley Orgánica de Hidrocarburos, que anteriormente eran realizadas directamente por Petróleos de Venezuela, S.A., (PDVSA) y sus filiales, y que fueron tercerizadas, siendo esenciales para el desarrollo de sus actividades. Los bienes y servicios a los que se refiere el presente artículo son:
1. De inyección de agua, de vapor o de gas, que permitan incrementar la energía de los yacimientos y mejorar el factor de recobro.
2. De compresión de gas.
3. Los vinculados a las actividades en el Lago de Maracaibo: Lanchas para el transporte de personal, buzos y mantenimiento; de barcazas con grúa para transporte de materiales, diesel, agua industrial y otros insumos; de remolcadores; de gabarras planas, boyeras, grúas, de ripio, de tendido o reemplazo de tuberías y cables subacuáticos; de mantenimiento de buques en talleres, muelles y diques de cualquier naturaleza.”
“Artículo 6. Expropiación. El Ejecutivo Nacional podrá decretar la expropiación, total o parcial, de las acciones o bienes de las empresas que realizan los servicios referidos en los artículos que anteceden…”.
Respecto de esto último, Chávez reflexionaba: “… esos recursos fueron expropiados al pueblo… Cuando se habla de expropiaciones… hay que decir que aquí el expropiado histórico ha sido el pueblo… es decir, la nación, la patria, la mayoría de nosotros. Y una minoría, entonces, se adueñó, disfrazándose con instrumentos jurídicos, con leyes injustas o medidas ilegales, violatorios de la soberanía nacional, de la Constitución, de la vieja y de la nueva. Se adueñaron de activos, de recursos que son de todos nosotros, como este caso” (10).
En aquel entonces, informaba el presidente, la medida significaba un ahorro para la nación por el orden de los 700 millones de dólares: “… vean ustedes el desangramiento, cómo la burguesía y la pequeña burguesía todavía tiene muchos mecanismos a través de los cuales se apropia del ingreso petrolero, de la mayor parte del ingreso petrolero. Distintos mecanismos que fueron creados durante cien años. Ahora hay que desmontarlos, y los seguiremos desmontando”.
De igual forma, implicaba la recuperación de al menos “trescientas lanchas, treinta remolcadores, treinta gabarras, treinta y nueve terminales y muelles, sesenta y una lanchas de buzos, cinco diques astilleros… trece talleres…”; incluida la gabarra que utilizó el mismo presidente Chávez en diciembre de 2002 para llegar hasta uno de los tanqueros inmovilizados por los “meritócratas” durante el paro-sabotaje petrolero, una vez que los trabajadores lograron ponerlo en funcionamiento: “Ellos tomaron las gabarras porque los empresarios se negaban a moverlas. ¡Pero ellos las tomaron! Y recuerdo que me dijo uno: ‘Chávez, saluda a mi esposa…’. Me la puso al teléfono y la saludé: ‘Yo estoy muy orgullosa, tengo veintiún días que no veo a mi marido, pero sé que está dando una batalla por la patria’. ¡Esos trabajadores merecen eso y mucho más! Son nuestros trabajadores, nuestras trabajadoras”.
Según informó el presidente aquel día, con la aprobación de la Ley fueron incorporados a PDVSA más de ocho mil trabajadores hasta entonces tercerizados.
El documento incluye información al detalle sobre las eventuales oportunidades de inversión para el capital privado nacional y transnacional, en lo que define como “aguas intermedias”, que refiere a “la infraestructura asociada a transporte por troncales principales de crudo y gas, patios principales de almacenamiento de crudo, rebombeos, extracción y fraccionamiento de líquidos del gas, plantas compresoras de alta presión, plantas de tratamiento e inyección de agua, terminales de embarque crudos, terminales de manejo y embarque de sólidos (coque/azufre, vapor, agua desmineralizada, generación eléctrica, hidrógeno y nitrógeno)”.
La decisión de incorporar esta definición de actividades petroleras que se realizan en “aguas intermedias” parece estar motiva por la necesidad de distinguirlas de las actividades que se realizan “aguas arriba”: exploración, producción, tratamiento y almacenamiento inicial, que se corresponderían con las “actividades primarias”, tal y como están definidas en el artículo 9 de la LOH, previamente citado.
En otras palabras, el documento parece sugerir que, actualmente, en el caso de las actividades que se realizan en “aguas intermedias”, no aplica lo establecido en el artículo 22 de la LOH que, como hemos visto, establece que las “actividades primarias” solo podrán ser realizadas por el Estado, mediante empresas de su exclusiva propiedad o por empresas donde tenga mayoría accionaria (empresas mixtas).
En todo caso, una eventual reforma del artículo 22 de la LOH, en los términos planteados en el documento, como ya hemos visto, haría superflua esta distinción entre “aguas arriba” y “aguas intermedias”.
En concreto, el documento recomienda estimular la participación de capital privado en las áreas de:
Transporte y almacenamiento de crudo: diecisiete terminales y patios, y catorce sistemas de oleoductos en todo el país. La modalidad de negocios recomendada es Acuerdos de Servicio Conjunto.
Procesamiento y compresión de gas: trece plantas. También en este caso la modalidad de negocios recomendada es Acuerdos de Servicio Conjunto.
Refinación y comercialización: cinco refinerías, dieciséis plantas de distribución de combustible y una planta envasadora de lubricantes. Modalidad de negocios: Acuerdos de Servicio Conjunto o empresas mixtas.
En el caso específico de las refinerías, propone “un nuevo modelo de negocio que permita el otorgamiento de licencias a empresas privadas o públicas”, tal y como lo establece el artículo 12 de la LOH. De igual forma, se lee en el documento, “las actividades de refinación de hidrocarburos pueden ser llevadas a cabo por el Estado y las entidades privadas, conjunta o separadamente”, como ciertamente reza el artículo 10 de la LOH.
El detalle es que el artículo 10 de la LOH también prevé lo siguiente: “Las instalaciones y obras existentes, sus ampliaciones y modificaciones, propiedad del Estado o de las empresas de su exclusiva propiedad, dedicadas a las actividades de refinación de hidrocarburos naturales en el país y al transporte principal de productos y gas, quedan reservadas al Estado en los términos establecidos en esta Ley”.
En otras palabras, el Estado puede otorgar licencias (artículo 12 de la LOH), y las “actividades de refinación y comercialización… pueden ser realizadas por el Estado y los particulares, conjunta o separadamente” (artículo 10 de la LOH), pero esto no aplica para las actuales refinerías, de propiedad exclusiva del Estado, como lo establece expresamente el mismo artículo 10 de la LOH, sino para “refinerías a ser construidas”, como se lee en el artículo 11 de la LOH: “Las refinerías a ser construidas deberán responder a un plan nacional para su instalación y operación y deberán estar vinculadas a proyectos determinados aprobados por el Ejecutivo Nacional por órgano del Ministerio de Energía y Petróleo…”.
En tal sentido, el otorgamiento de licencias para operar las refinerías del Estado exigiría, como mínimo, la modificación del artículo 10 de la LOH.
El documento también recomienda el otorgamiento de licencias para explorar y explotar campos de PDVSA Gas, e identifica un total de tres “áreas exploratorias” y otras nueve “áreas a desarrollar”. Las licencias suponen “exploración y explotación de yacimientos de gas seco por parte de terceros sin intervención de PDVSA”.
Por último, en materia de precios de combustibles, recomienda la eliminación progresiva del subsidio, “desde el 100% actual hasta un valor que iría en función del pulso social y la realidad económica del país”, protegiendo al transporte público, al transporte de alimentos y medicinas, y la generación eléctrica, pero teniendo como meta la fijación de “precio internacional a detal de los mismos”. De acuerdo a lo planteado en el documento, el subsidio actual supone la pérdida de once mil millones de dólares anuales para PDVSA.
Plan de la Patria
Es un hecho incontrovertible que lo contenido en el documento “Propuesta de reestructuración Petróleos de Venezuela S.A.” va en sentido contrario a lo propuesto por el presidente Chávez en el histórico documento que conocemos como “Plan de la Patria. Programa del Gobierno Bolivariano 2013-2019” (11).
Como seguramente recordará la inmensa mayoría del pueblo venezolano, el primer objetivo histórico del Plan de la Patria consiste en: “Defender, expandir y consolidar el bien más preciado que hemos conquistado después de 200 años: la independencia nacional”.
Asociado a este objetivo histórico, está uno de los objetivos nacionales: “Preservar y consolidar la soberanía sobre los recursos petroleros y demás recursos naturales estratégicos” (1.2). Relacionados, a su vez, con este objetivo histórico, tenemos varios objetivos estratégicos. Vale la pena mencionar aquí al menos cuatro de ellos:
“1.2.1. Mantener y garantizar el control por parte del Estado sobre Petróleos de Venezuela, S.A.”. Puede concluirse que, en general, la “Propuesta de Reestructuración” va en contra de este objetivo.
“1.2.2. Garantizar la hegemonía de la producción nacional de petróleo”. Puede interpretarse que la propuesta de modificación del artículo 57 de la LOH va en contra de este objetivo.
“1.2.3. Asegurar una participación mayoritaria en las empresas mixtas”. La propuesta de modificación del artículo 22 de la LOH va en contra de este objetivo.
“1.2.5. Asegurar los medios para el control efectivo de las actividades conexas y estratégicas asociadas a la cadena industrial de explotación de los recursos hidrocarburíferos”. La propuesta de eliminación del Decreto 5200 y de la Ley Orgánica que Reserva al Estado Bienes y Servicios Conexos a las Actividades Primarias de Hidrocarburos va en contra de este objetivo.
También asociado al primer objetivo histórico, tenemos otro de los objetivos nacionales: “Garantizar el manejo soberano del ingreso nacional” (1.3). Relacionado con este último, tenemos varios objetivos estratégicos, de los cuales solo citaremos dos:
“1.3.1. Mantenimiento y fortalecimiento del actual régimen fiscal petrolero. Que contempló muchos cambios positivos a lo existente en 1998”. Algunas versiones del Plan de la Patria incluyen el siguiente cuadro:
Impuesto
Régimen fiscal
1998
Actual
ISRL
34%
50%
Regalía
1% – 16.67%
30%
Impuesto de extracción
0
33,33%
Impuesto Registro de Exportación
0
0,1%
Impuesto superficial
0
100 UT x Km2 %
La propuesta de reducir “permanentemente” tanto la regalía como el ISRL va en contra de este objetivo, así como la eliminación de los impuestos establecidos en el artículo 48 de la LOH. En general, toda la propuesta de reducir el “Government Take” va en contra de este objetivo.
“1.3.2. Mantener y fortalecer mecanismos eficaces de captación de la renta excedentaria, por incrementos extraordinarios y exorbitantes de los precios internacionales de los hidrocarburos”. La propuesta de eliminar la Ley que crea Contribución Especial por Precios Extraordinarios y Precios Exorbitantes en el Mercado Internacional de Hidrocarburos, va en contra de este objetivo.
Cualquiera podría argumentar, de manera oportunista, que estamos en 2020, y que por tanto lo que está escrito en el Plan de la Patria es sencillamente extemporáneo. Veamos, entonces, lo que está escrito en el Plan de la Patria 2019-2025 (12):
“El Plan de la Patria 2019-2025 es una fase de profundización de la etapa 2012-2018. Se han mantenido los cinco (5) Objetivos Históricos y se han detallado otros, que por las condiciones de desarrollo de la Revolución lo han requerido, en función de la guerra económica e imperial, así como por las condiciones reales de los procesos, para la profundización de la direccionalidad socialista. Así, por ejemplo, a los 24 objetivos nacionales se han incorporado 8, totalizando 32 Objetivos Nacionales. Los objetivos estratégicos se han desarrollado con mayor detalle, pasando de 151 a 173 Objetivos Estratégicos…”.
En efecto, el objetivo nacional 1.2 ha sido objeto de una ligera modificación, que no obstante no supone una variación de su significado y alcance: “Consolidar la defensa y soberanía en la preservación y uso de los recursos naturales estratégicos, con especial énfasis en los hidrocarburíferos, mineros y acuíferos, entre otros”.
Pero, ¿qué ha pasado con los objetivos estratégicos? Veamos:
“1.2.1. Fortalecer el rol del Estado en la administración y explotación de los recursos hidrocarburíferos y mineros”.
“1.2.1.1. Blindar el marco jurídico para garantizar la plena soberanía sobre los recursos hidrocarburíferos y mineros”.
“1.2.2. Mantener y garantizar el control por parte del Estado sobre Petróleos de Venezuela S.A. (PDVSA)”.
“1.2.2.1. Garantizar la hegemonía del Estado sobre la producción nacional de petróleo”.
“1.2.2.2. Asegurar una participación mayoritaria de PDVSA en las empresas mixtas”.
“1.2.5. Asegurar los medios para el control efectivo de las actividades conexas y estratégicas, asociadas a la cadena industrial de explotación de los recursos hidrocarburíferos”.
“1.2.5.1. Fortalecer las acciones emprendidas para el control efectivo de las actividades conexas estratégicas de la industria petrolera”.
Como puede verse, absolutamente ningún cambio regresivo, todo lo contrario. Ahora veamos qué ha sucedido con el objetivo nacional 1.3, y los objetivos estratégicos que le están asociados:
“1.3. Garantizar el manejo soberano del ingreso de la República y la reinversión de los excedentes nacionales, tanto públicos como privados, a efectos de garantizar los principios sociales de equidad y desarrollo nacional”.
“1.3.1. Fortalecer y profundizar el régimen fiscal del sector hidrocarburos, para garantizar el bienestar del pueblo”.
“1.3.1.1. Mantener y fortalecer el actual régimen fiscal petrolero para garantizar el bienestar del pueblo”.
“1.3.1.2. Garantizar los sistemas de información sobre la producción y comercialización del sector de hidrocarburos, a efectos de una mayor recaudación fiscal oportuna y eficiente”.
“1.3.1.3. Ajustar y actualizar, bajo el criterio del máximo interés nacional, los marcos normativos de los sectores asociados a la actividad de hidrocarburos, tales como el gasífero y el petroquímico”.
“1.3.2. Mantener y fortalecer mecanismos eficaces de captación de la renta excedentaria, por incrementos extraordinarios de los precios internacionales de los hidrocarburos”.
“1.3.2.1. Maximizar la captación de renta excedentaria mediante la adecuación periódica de los parámetros y políticas de referencia para la determinación de incrementos extraordinarios de los precios”.
De nuevo, ningún cambio regresivo. Muy por el contrario: todas y cada una de las modificaciones formales apuntan a defender, fortalecer, blindar, mantener, garantizar, asegurar, ajustar, actualizar y profundizar una política soberana en materia petrolera.
Producción o soberanía: ¿un falso dilema?
Habiendo revisado al detalle la “Propuesta de Reestructuración”, y dado su carácter indudablemente regresivo, nos queda la esperanza de que se trate de un documento falso. Podría tratarse, por qué habría de extrañarnos, de una “filtración” dirigida a fomentar la intriga y la desunión nacional. Un insidioso fragmento de la nota de Reuters citada al principio, podría estar apuntando en tal dirección: “Es probable que la propuesta enfurezca a algunos miembros del partido oficialista, que argumentan que tales movimientos hacia políticas económicas de libre mercado equivalen a una traición al legado de Chávez”.
Pero precisamente por tratarse de una propuesta profundamente lesiva de la soberanía nacional, y frente al escenario, por remoto que fuere, de que esté siendo siguiera considerada por las autoridades gubernamentales, bien cabe tomar las previsiones que el supuesto amerita.
Si tal fuera el caso, cabe hacerse varias preguntas. En primer lugar, ¿para lograr el objetivo de aumentar la producción petrolera en el menor plazo posible, tal y como está planteado expresamente en el documento, es realmente necesario comprometer la soberanía sobre nuestros recursos hidrocarburíferos?
¿No estaremos frente a un falso dilema: producción o soberanía?
Suponiendo que el dilema es real, y que se trata, por no existir ninguna otra alternativa, de optar entre producción y soberanía: ¿quién decide esto? ¿No tendría que ser precisamente el soberano?
¿Si la soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, como manda el artículo 5 constitucional, por qué el soberano no está siendo partícipe y protagonista de una discusión en la que está en juego nada menos que la soberanía sobre sus recursos petroleros?
De nuevo, supongamos que el dilema es real: ¿debemos asumir, por tanto, que la República, amenazada como está por el imperialismo estadounidense y por el cipayaje, ha entrado en una fase histórica en la que el contenido del Plan de la Patria es ya letra muerta?
¿Si el Plan de la Patria ha dejado de ser nuestro horizonte estratégico, debemos asumir que la República se ha quedado sin horizonte?
¿Realmente la única alternativa es producción sin República ni horizonte?
Volvamos a la pregunta: ¿y si estuviéramos frente a un falso dilema: producción o soberanía? ¿Entre soberanía y producción hay contradicción? ¿Son conceptos mutuamente excluyentes?
¿Realmente estamos dispuestos a desperdiciar la oportunidad histórica que supone ser capaces de resolver el problema fundamental de producir, preservando y consolidando la soberanía sobre nuestros recursos petroleros?
Estoy absolutamente convencido de que todas nuestras energías tendrían que estar puestas en la resolución de ese problema fundamental. Las generaciones futuras, nuestros hijos e hijas y su descendencia, cuya independencia y felicidad dependen en buena medida de ese gigantesco esfuerzo que estamos obligados a hacer hoy, sabrán agradecerlo.
(4) Ley Orgánica de Hidrocarburos. 24 de mayo de 2006. Aprobada por vía habilitante el 13 de noviembre de 2001, entró en vigencia el 1 de enero de 2002 y fue reformada por la Asamblea Nacional en mayo de 2006.
(5) Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. 1999. Con la Enmienda Nº 1, sancionada por la Asamblea Nacional el 14 de enero de 2009, refrendada popularmente el 15 de febrero de 2009, y promulgada por el presidente Chávez el 19 de febrero de 2009.
¿Por qué la inmensa mayoría de la sociedad venezolana ha respondido acatando la cuarentena voluntaria, circunstancia que ha sido decisiva para controlar la propagación del coronavirus? ¿Qué nos dice esto sobre lo que hemos sido y podemos ser como sociedad? ¿Acaso nuestra respuesta colectiva no habla muy elocuentemente sobre lo que realmente somos?
Pánico
En un artículo publicado el pasado 13 de marzo en España, uno de los países europeos más afectados por la pandemia, Javier Salas resume de la siguiente manera las orientaciones de varios psicólogos sociales para enfrentar de manera eficaz la situación de emergencia: “Un liderazgo claro, instrucciones precisas, llamadas a la acción colectiva, porque en comunidad nos sentimos mejor, y evitar todo lo posible el desasosiego y la duda, porque provocan los comportamientos peculiares que hemos visto estos días, como la compra compulsiva de papel higiénico” (1).
Salas cita un artículo escrito por los psicólogos sociales ingleses Stephen Reicher y John Drury, quienes enfatizan la necesidad de colectivizar, en lugar de personalizar, la respuesta a la pandemia: “Si priorizamos al individuo, entonces el más fuerte en lugar del más necesitado ganará… En lugar de personalizar el problema, debemos colectivizarlo. La cuestión clave no es tanto ‘sobreviviré’, sino ‘cómo lo superamos’. El énfasis debe estar en cómo podemos actuar para garantizar que los más vulnerables entre nosotros estén protegidos y las pérdidas para la comunidad se minimicen; después de todo, desde una perspectiva colectiva, una pérdida para uno es una pérdida para todos” (2).
Basados en sus investigaciones en contextos de emergencia, Reicher y Drury concluyen que “cuando las personas dejan de pensar en términos de ‘yo’ y comienzan a pensar en términos de ‘nosotros’… comienzan a coordinarse, apoyarse mutuamente y asegurarse de que los más necesitados reciban la mayor ayuda”. Es lo que llaman “sentido de identidad compartida”. En ocasiones ésta “surge por el solo hecho de experimentar una amenaza común. Pero los mensajes también son importantes. Cuando una amenaza se enmarca en términos grupales en lugar de individuales, la respuesta pública es más sólida y más efectiva”. De allí la importancia de los mensajes que apelan a “la obligación moral de evitar imponer riesgos a los demás”, y la ineficacia de los mensajes dirigidos al individuo: “¡Cuídate!” (3).
Sobre los episodios de “pánico”, y más específicamente de “compras de pánico”, como la compra compulsiva de papel higiénico, Reicher, Drury y Clifford Stott ponen seriamente en entredicho la idea muy arraigada “de que es la búsqueda ciega y competitiva del interés propio lo que convierte los desastres en tragedias”. Sostienen que “el concepto de ‘pánico’ ha sido abandonado en gran medida por quienes estudian los desastres, ya que no describe ni explica lo que la gente hace en tales situaciones. Las personas generalmente no actúan de manera irracional o egoísta en las crisis. Por el contrario, investigaciones recientes enfatizan cómo experimentar una amenaza o peligro común puede llevar a las personas a desarrollar un sentido de identidad compartida o ‘unión’ y, cuando esto sucede, conduce a una mayor cooperación y apoyo a los demás”. En otras palabras, “lejos de ser agentes irracionales de destrucción propia, su tendencia a la autoayuda mutua en emergencias es el mejor recurso disponible para una sociedad” (4).
Enfatizan: “Mientras que algunos pueden actuar de manera egoísta, muchas personas se comportan de manera ordenada y medida, estructurada por las normas sociales. Se ayudan mutuamente, se esperan, y no solo ayudan a familiares y amigos, sino también a extraños. De hecho, hay momentos en que las personas mueren no por un exceso de egoísmo, sino por retrasarse al cuidar a los demás” (5).
De nuevo, subrayan la importancia de los mensajes en situaciones de emergencia: “el surgimiento de la identidad compartida en una crisis (y de una respuesta más efectiva) puede fomentarse dirigiéndose al público en términos colectivos e instándolos a actuar por el bien comunal. Por el contrario, la identidad compartida (y las respuestas efectivas) pueden debilitarse creando divisiones e induciendo la competencia entre las personas”. Así, por ejemplo: “En un contexto en el que se pide a las personas que se preparen para un posible autoaislamiento durante un período prolongado, las historias sobre otros en la comunidad que están fuera de control y que compran cantidades excesivas de un recurso valioso, sirven para crear un sentido de ‘cada quien por su cuenta’ o ‘sálvese quien pueda’. Además, hace que sea completamente razonable que las personas salgan y compren dichos recursos por sí mismas y esto se ve agravado por las imágenes de estantes vacíos que ilustran el costo si uno demora la compra. Con todo, si uno está persuadido de que sus vecinos están comprando irracionalmente (digamos) papel higiénico, entonces no es ‘pánico’ salir uno mismo y comprar papel higiénico antes de que se acabe. Es una respuesta completamente razonable de acuerdo a la información que uno tiene disponible. En todo caso, lo tonto sería no responder” (6).
En suma, la noción de “pánico” no solo no tiene ninguna base científica. Además, es profundamente dañina: “Las historias que emplean el lenguaje del ‘pánico’ ayudan a crear los mismos fenómenos que se condenan. Ayudan a crear el egoísmo y la competitividad que convierte los preparativos sensatos en almacenamiento disfuncional” (7).
El análisis de Armando Rodríguez, otro de los psicólogos sociales consultados por Javier Salas, coincide en buena medida con el que hacen sus colegas ingleses. Escribe Salas: “Cuando vemos a la gente correr con pánico, corremos con ellos: estamos diseñados para el contagio en situaciones de emergencia. Por eso, cuando no sabemos qué hacer y alguien reacciona acaparando papel higiénico, se produce un efecto de imitación inmediata. ‘Si nos muestran que esa es la vía de escape a la emergencia, y nos dicen que otros están acaparando esa vía de forma irracional y egoísta, la reacción es lanzarse también para no perder esa vía yo también’, explica Rodríguez. ‘Cuando no hay norma social, reaccionamos imitando erráticamente, porque sabemos que el otro está teniendo las mismas emociones que nosotros’, añade”. Concluye Rodríguez: “No nos volvemos voraces, violentos, histéricos, salvo cuando provocamos una profecía autocumplida” (8).
Para Reicher, Drury y Stott, “el comportamiento que estamos viendo actualmente en los supermercados no es la compra de pánico y no debe describirse como tal. Incluso decirle a la gente que no entre en pánico es contraproducente, porque esto en sí mismo sugiere que existe algo por lo que hay que entrar en ‘pánico’, que algunas personas están entrando en pánico y que, por lo tanto, no podemos confiar el uno en el otro. La razón por la cual esto es tan tóxico es que, de hecho, será mejor que superemos esta crisis actuando juntos como comunidad. En términos prácticos, esto significa que debemos confiar el uno en el otro… Sobre todo, nuestro mensaje para los medios, los políticos y los comentaristas expertos es: ¡No digan pánico!” (9).
En otro artículo, los mismos psicólogos sociales ingleses vuelven a abordar el tema de las “compras de pánico”, pero también se detienen a analizar otros hechos que son citados frecuentemente como ejemplos de la supuesta propensión de las personas a actuar de manera irracional durante situaciones de emergencia: “Ciertamente, algunas personas pueden haber actuado egoístamente y en contra del bien común. Sin embargo, los datos recientes (no publicados) sugieren que los acaparadores son un pequeño porcentaje de la población y la verdadera razón de la escasez es la frágil cadena de suministro ‘justo a tiempo’ de los supermercados modernos. Del mismo modo, una gran parte del problema de las aglomeraciones públicas tiene que ver con que las personas sean obligadas a trabajar por sus empleadores, y tengan opciones limitadas de cómo llegar a sus puestos de trabajo” (10).
Si muchas personas no pueden cumplir con la medida de aislamiento, esto “tiene menos que ver con las psicologías disfuncionales que con los sistemas disfuncionales y las prácticas disfuncionales. En efecto, las personas no cumplen principalmente con las medidas de distanciamiento debido a la falta de oportunidades, no a la falta de razón o fuerza de voluntad, y la respuesta debería ser proporcionar más oportunidades en lugar de burlarse del público” (11).
Para explicar esta tendencia a condenar moralmente la actuación de la gente común, calificándola con frecuencia de irracional, irresponsable e incluso infantil, Reicher, Drury y Stott sugieren la existencia de “dos psicologías”. La primera de ellas nos concibe como personas frágiles: “Nuestra comprensión del mundo está distorsionada por múltiples prejuicios. Nos resulta difícil manejar información compleja, lidiar con el riesgo y la incertidumbre. Nos falta voluntad para lidiar con la presión y es probable que ésta ceda bajo amenaza. Y todas estas tendencias se exacerban cuando nos unimos en grupos. Nuestra razón se atrofia, nuestras emociones aumentan y se propagan como una infección. Perdemos el control. Actuamos irracionalmente. Tenemos pánico”. De acuerdo a esta perspectiva, “las personas son el problema en una crisis. En el mejor de los casos, no pueden cuidarse a sí mismas. En el peor de los casos, exacerban el problema original a través de sus respuestas disfuncionales: desnudan las tiendas, exigen escasos recursos médicos que no necesitan, se niegan a acatar las medidas que son buenas para ellos, se pelean y se amotinan. La implicación de este punto de vista es un profundo paternalismo. Como las personas son tan infantiles en una crisis, necesitan que el gobierno las cuide… Implica que el gobierno debe comunicarse con moderación y de la manera más simple para que las personas no se sientan abrumadas por lo que se les dice” (12).
En marcado contraste, la segunda “considera a las personas en términos mucho más constructivos: constructivos en el sentido de que no distorsionamos la información, sino que creamos significado y comprensión con las herramientas disponibles para nosotros, y también constructivos en el sentido de que somos capaces de hacer frente a nuestro mundo, incluso en crisis. Además, en ambos sentidos, somos más constructivos cuando nos reunimos en grupos. Estamos en mejores condiciones de dar sentido a nuestro mundo y de hacer frente a los desafíos que enfrentamos en el mundo cuando actuamos entre nosotros como miembros de un grupo común que cuando actuamos uno contra el otro como individuos separados. La forma en que la colectividad crea resiliencia es particularmente clara en las crisis. Cuando las personas piensan en sí mismas como ‘nosotros’ en lugar de ‘yo’, es más probable que acepten medidas que optimicen la lucha general contra el coronavirus, incluso si están personalmente en desventaja” (13).
Claro está, este enfoque es completamente opuesto al “sentido común psicológico contemporáneo, que insiste en que el comportamiento se rige por el propio interés individual. También está en desacuerdo con los cambios sociales que socavan sin descanso las comunidades y colectividades, buscan transformar los grupos sociales en consumidores individuales, y ven cada relación como un intercambio interpersonal basado en el mercado. En este sentido, quizás el coronavirus es una poderosa llamada de atención” (14).
Profecías autocumplidas
La respuesta de la sociedad venezolana frente a la pandemia puede resultar realmente sorprendente, sobre todo si tomamos en cuenta que, desde hace poco más de un lustro, viene siendo profundamente afectada por el acentuado deterioro de sus condiciones materiales y espirituales de vida, experimentando el progresivo socavamiento de la sociabilidad construida desde principios del siglo XXI, fundada en el bien común, la solidaridad con los más desfavorecidos, y la participación y el protagonismo populares.
De hecho, la perspectiva que nos ofrecen los psicólogos sociales previamente citados con motivo de la situación de emergencia social ocasionada por la pandemia, constituye un insumo invaluable para intentar realizar un análisis en retrospectiva de lo acontecido en Venezuela en años recientes.
En primer lugar, debe resaltarse el profundo y negativo impacto que han tenido todas las modalidades de profecías autocumplidas, en particular desde que iniciaron los esfuerzos sistemáticos por instalar en el sentido común la idea de “crisis humanitaria”, alrededor de 2014 (15). Por cierto, y no es ninguna coincidencia, el primer blanco fue precisamente el sistema público de salud.
Muy lejos de estar orientada a aportar a la mejora del sistema público de salud, la idea de una “crisis humanitaria” en materia sanitaria estuvo políticamente motivada desde sus inicios: el objetivo no era cuestionar públicamente la mala gestión gubernamental, exigiendo los necesarios correctivos, lo que de hecho, en sentido estricto, es legítimo derecho ciudadano, y es lo que corresponde hacer al pueblo organizado, sino crear las condiciones para deslegitimar no solo al Gobierno nacional, sino al mismo sistema público de salud.
El relato de la “crisis humanitaria” en materia alimentaria perseguía idénticos objetivos: es sencillamente imposible leer el análisis de los psicólogos sociales a propósito de las “compras de pánico” en el contexto de la emergencia con motivo de la pandemia, y no recordar el tratamiento dado todos estos años por políticos, medios y opinadores a los sucesivos episodios de escasez de artículos de primera necesidad, y sobre todo los numerosos comentarios sarcásticos a propósito de las estanterías vacías, y en particular sobre la falta de papel higiénico, con el agravante de que, en este caso, se humillaba deliberadamente a la inmensa mayoría de la población venezolana (16).
De hecho, si lo comparamos con lo sucedido con el sistema público de salud (y con el sistema educativo público, y en general con todos los servicios públicos, que han sido objeto de ataques muy similares con idénticos propósitos), en el caso del sistema público de distribución de alimentos las consecuencias fueron más perjudiciales y duraderas: su desmantelamiento total, el levantamiento de los controles de precios y la total “libertad” de actuación a los monopolios y oligopolios, que no han dejado de aprovechar su posición de dominio sobre el mercado para “marcar” precios, que aumentan discrecional y permanentemente. La desaparición del sistema público de distribución de alimentos (a lo que siguió la creación de los CLAP, en abril de 2016, en un esfuerzo gubernamental por llenar ese vacío) es el ejemplo más acabado de profecía autocumplida.
Muy clara demostración de que el relato de la “crisis humanitaria” no tiene como objetivo superar la crisis, sino crearla y profundizarla (tal es la lógica de las profecías autocumplidas), lo constituyen los sistemáticos ataques violentos a centros públicos de salud, unidades educativas públicas, unidades e instalaciones de transporte público, ya sea de personas o de alimentos y otros insumos, establecimientos del sistema público de distribución de alimentos, sobre todo durante las oleadas de violencia política de los años 2013, 2014, 2017 y 2019, todo esto traducido en la destrucción de numerosos bienes públicos, pérdidas multimillonarias para la nación, sin mencionar la pérdida de vidas humanas.
Muchos otros ejemplos pueden citarse: la masiva migración de venezolanos y venezolanas como consecuencia de la “crisis humanitaria” fue el tópico privilegiado de políticos, medios y analistas, mucho antes de que la migración fuera efectivamente masiva (17). Las medidas coercitivas unilaterales de Estados Unidos, la Unión Europea y algunos otros países, han sido adoptadas apelando a la misma idea de “crisis humanitaria”, es decir, contribuyendo significativamente a agravar la misma crisis a la que han recurrido como pretexto argumental para imponer dichas medidas. Otra profecía autocumplida. Y tal vez el caso más extremo: la idea de “intervención humanitaria” para resolver la “crisis humanitaria”, que barajan irresponsablemente los mismos políticos, medios y expertos. Irónicamente, y suponiendo que no es suficiente con invocar el sentido común, el mismo hecho de que se trate de una profecía aún no cumplida es lo que nos impide afirmar, con todas las pruebas en la mano, que una tal intervención provocaría, ahora sí, una verdadera crisis humanitaria (18).
El hecho cierto es que esta recurrencia de profecías autocumplidas ha tenido un profundo impacto en nuestra sociabilidad o, para decirlo de otra forma, en la manera como concebimos lo que hemos sido, lo que somos como sociedad y lo que nos depara el futuro. Lo que en otra parte he llamado el proceso de neoliberalización de facto de la sociedad venezolana (19) ha dejado una huella profunda en nosotros.
En la medida en que este proceso ha venido avanzando, la imagen que tenemos de nosotros mismos se ha ido acercando peligrosamente a aquella primera idea de “psicología” que describían Reicher, Drury y Stott: personas frágiles, prejuiciosas, con manifiesta incapacidad para comprender el mundo, con dificultad para manejar información compleja, lidiar con el riesgo, la incertidumbre, las presiones, las amenazas; personas irracionales, emocionales, disfuncionales, infantiles, egoístas, propensas a la violencia; personas que menospreciamos el valor de lo colectivo y desconfiamos de lo público. Todo lo cual, por demás, y como ya apuntaban los mismos psicólogos sociales, en sintonía con el sentido común psicológico contemporáneo, tan propenso a concluir que actuamos movidos por el interés individual, antes que pensando en el bien común, y como consumidores, antes que como cualquier otra cosa.
En parte, lo que he pretendido llamar aquí nuestra gran prueba tiene que ver con la necesidad de que revisemos, con toda la honestidad de la que seamos capaces, si esta idea de “psicología” es lo que realmente nos define. Y con “nosotros” no me refiero solo a nosotros en tanto individuos, y tampoco a nuestro entorno más cercano, sino a la sociedad de la que formamos parte. No importa si en el examen de nosotros mismos salimos mal parados. Lo importante es no dejar de concebirnos como parte de un todo, al margen del cual estaríamos perdidos.
Foto: Carlos F. Rojas. Colectivo Cacri Photos
La confianza recuperada
Luego de pensarlo mucho (y a pensar en esto he dedicado parte importante de mi tiempo en cuarentena), mi conclusión provisional es que la imagen que nos hemos hecho de nosotros como sociedad durante los años más recientes, se aleja mucho no solo de lo que hemos sido, sino sobre todo de lo que realmente somos.
¿Quién puede negar que, en la medida en que las peores profecías autocumplidas han estado a la orden del día, ha sido manifiesta nuestra tendencia a actuar de manera voraz, violenta e histérica, para emplear los mismos términos del psicólogo social Alfredo Rodríguez? Pero justo en este punto es necesario volver sobre la pregunta inicial: ¿por qué la inmensa mayoría de la sociedad venezolana ha respondido acatando la cuarentena voluntaria, circunstancia que ha sido decisiva para controlar la propagación del coronavirus?
¿Qué ha cambiado? ¿Qué ha hecho la diferencia? ¿O es que acaso los mismos políticos, medios y opinadores, en un arrebato súbito de sensatez, han dejado de hacer los pronósticos más catastróficos? Absolutamente todo lo contrario: por ejemplo, varias semanas antes del primer caso confirmado de coronavirus, declararon la inminencia de un “holocausto de la salud” y vaticinaron “una verdadera masacre epidemiológica que nos pudiera llevar al exterminio” (20).
Lo que ha hecho la diferencia, en primer lugar, ha sido la respuesta gubernamental: acatando de manera oportuna las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS), informando a la población de manera regular y pormenorizada, orientando de manera clara y precisa sobre las necesarias normas de prevención, haciendo un llamado a la unión nacional, sin distingo de parcialidades políticas; subrayando la importancia de apelar al bien común, a la solidaridad; reforzando el sistema público de salud; empleando los medios a su alcance, como el Sistema Patria, para atender de manera eficaz a la población; estrechando la colaboración con instituciones, como la misma OMS y la Organización Panamericana de la Salud, y con países como Cuba, China y Rusia, para acceder a información experta, recursos o insumos de extraordinaria valía. El resultado se puede resumir en una sola palabra: confianza.
Esta confianza recuperada, que es confianza en las autoridades gubernamentales, pero sobre todo confianza en nosotros mismos, es sin duda alguna uno de los acontecimientos más significativos que haya tenido lugar en Venezuela en mucho tiempo.
Es la confianza, y no el pánico, es el valor que otorgamos al bien común, y no el egoísmo, lo que en última instancia nos ha persuadido sobre la conveniencia de respetar la cuarentena.
¿Esta circunstancia desdice de la existencia de un proceso de neoliberalización de facto de la sociedad venezolana? Ciertamente no. Pero nos permite identificar sus límites, convencernos de que tal fenómeno está muy lejos de ser una fatalidad.
¿Hemos asimilado, como sociedad, las profundas implicaciones de este acontecimiento? Urge hacerlo, y en esto consiste la gran prueba que tenemos por delante: una vez recuperada, reaprender la confianza, que es la manera de no perderla de nuevo. Porque de la misma manera que aprendemos la desesperanza, aprendemos la desconfianza en nosotros mismos, en nuestra fuerza, en las ideas, valores y sentimientos que nos hacen seres humanos más solidarios, capaces de anteponer el bien común al interés individual.
No nos llamemos a engaño: la confianza recuperada puede ser una conquista social efímera, momentánea. Puede suceder, perfectamente, que se desvanezca frente a nuestros ojos sin que podamos siquiera advertirlo. Por eso, insisto, es tan importante asimilar cuanto antes el hecho: hemos sido capaces, como sociedad, más allá de nuestras posiciones políticas, de recuperar la confianza.
Foto: Cacica Honta. Colectivo Cacri Photos
La posibilidad de pensar lo que hacemos
Por razones muy obvias, quienes tuvimos o tenemos responsabilidades de Gobierno estamos aún más obligados a asimilar, de inmediato, los alcances de este acontecimiento. Debemos, en primer lugar, reconocer nuestra responsabilidad a la hora de evitar que tantas y tan perjudiciales profecías se cumplieran.
El eficaz manejo que las autoridades gubernamentales han hecho de la situación de emergencia con motivo de la pandemia es la más clara demostración de lo que debe hacerse para conjurar las profecías autocumplidas. Pero esta misma verdad, a mi juicio incontrovertible, pone también en evidencia que durante los últimos años nuestro desempeño como Gobierno ha sido muy ineficaz.
Tal ineficacia, me parece, se relaciona directamente con el hecho de que hemos asumido una actitud paternalista, en los términos definidos por Reicher, Drury y Stott. Es decir, partiendo de la desconfianza en la gente, convencidos de su incapacidad para manejarse en una situación de profunda crisis, persuadidos de su inmadurez o de su irracionalidad, nos creemos llamados a protegerla, antes que cualquier otra cosa. Esto es particularmente evidente en la manera como, de un tiempo a esta parte, las autoridades gubernamentales en general transmiten sus mensajes a la población: “con moderación y de la manera más simple para que las personas no se sientan abrumadas por lo que se les dice” (21). Con mucha más frecuencia de la tolerable socialmente, tal actitud se traduce en la casi total desinformación respecto de asuntos que son fundamentales para la sociedad o, para decirlo de otra manera, en la completa opacidad respecto de decisiones de enorme relevancia social.
La manera como las autoridades gubernamentales han lidiado con la pandemia es la medida de lo que corresponde hacer en todos los órdenes, fundamentalmente en materia económica. En esta materia, donde se decide en grado sumo el futuro de toda la sociedad, el Gobierno pareciera empeñado en escribir un manual de cómo hacer exactamente todo lo contrario de lo que es preciso hacer.
Particularmente en lo económico, la información puesta al servicio de toda la sociedad debería ser suficiente, regular, oportuna, detallada, clara, independientemente de su complejidad. Además de estar informada, a la sociedad le asiste el derecho de discutir, cuestionar, rechazar y por supuesto elaborar propuestas, mucho más en situaciones de crisis. Pues hay que crear las condiciones para que esto sea posible.
Así, por ejemplo, y por citar un caso de extraordinaria relevancia, anunciar la reestructuración de nuestra industria petrolera es una medida correcta y necesaria, pero del todo insuficiente, en tanto que PDVSA ha vuelto a convertirse en una verdadera caja negra para toda la sociedad. Más allá de la abundante información pública sobre el impacto de las medidas coercitivas unilaterales impuestas por el Gobierno estadounidense, es poco lo que se sabe sobre lo que ocurre dentro de la principal empresa del país. La judicialización de trabajadores y trabajadoras de la empresa de manera nada transparente, violándose el debido proceso, viene a agravar aún más la situación.
¿Cuál es el resultado del manejo tan ineficaz de asuntos tan sensibles para la sociedad? No es ningún misterio: desconfianza.
En uno de los textos más lúcidos que se hayan escrito hasta ahora a propósito de la pandemia, Yuval Hoah Harari planteaba: “Una población automotivada y bien informada suele ser mucho más poderosa y eficaz que una población controlada e ignorante… La gente tiene que confiar en la ciencia, las autoridades públicas y los medios de comunicación. En los últimos años, los políticos irresponsables han socavado de forma deliberada la confianza en la ciencia, las autoridades públicas y los medios de comunicación. Ahora esos mismos políticos irresponsables podrían verse tentados de tomar la senda del autoritarismo, argumentando que no cabe confiar en que la población haga lo correcto” (22).
Lo escrito por Harari es un “retrato hablado” de Donald Trump, a quien evita mencionar expresamente, aunque es bastante severo con el Gobierno estadounidense: “el actual gobierno estadounidense ha renunciado a la labor de liderazgo. Ha dejado bien claro que la grandeza de Estados Unidos le importa mucho más que el futuro de la humanidad” (23).
En todo caso, en lo que quiero insistir es en la importancia de la confianza. El mejor antídoto contra los políticos, medios y expertos irresponsables que socavan la confianza de la gente, son los políticos, medios y expertos que actúan responsablemente, confiando en la capacidad de la gente para manejar información compleja, en su capacidad para hacer frente a situaciones de crisis, y transmitiendo mensajes que ponen el acento en la necesidad de actuar en razón del bien común. Tal es el remedio contra cualquier profecía autocumplida.
Harari hace otra precisión muy pertinente: “Siempre que se hable de vigilancia, debemos recordar que la misma tecnología de vigilancia no sólo puede utilizarse por los gobiernos para vigilar a los individuos, sino también por los individuos para vigilar a los gobiernos (24). Esto a propósito de la enorme oportunidad que supone una herramienta como el Sistema Patria.
Recientemente, Ketsy Medina sugería que el Sistema Patria podía ser aprovechado por la población para realizar denuncias relacionadas con la violencia de género. Razón no le falta. ¿Por qué no? De hecho, también puede servir como una eficaz herramienta para que la gente pueda denunciar el cobro ilegal en las estaciones de servicio, aportando información que le permita a las autoridades, en tiempo real, tener una idea bastante aproximada de posibles focos de conflicto social. En general, puede servir para que la gente evalúe el funcionamiento de los servicios públicos, para formular denuncias contra comerciantes inescrupulosos, para evaluar la gestión de autoridades locales, regionales e incluso nacionales.
Específicamente respecto de las aglomeraciones públicas en torno a las estaciones de servicio y el malestar popular asociado al cobro ilegal por parte de efectivos de la GNB, vale recordar, una vez más, lo planteado por Reicher, Drury y Stott: si la gente no cumple con las medidas de distanciamiento social, esto ocurre la mayoría de las veces por falta de oportunidades, no porque la gente sea irracional. En lugar de culpabilizar a la gente común y corriente, es decir, “en lugar de burlarse del público” (25), lo que debe hacerse es crear más oportunidades, en este caso en particular sancionando severamente a los efectivos corrompidos y garantizando la eficacia en la prestación del servicio, dándole prioridad a quien corresponda, y también, por cierto, informando a la población sobre la cantidad de combustible existente en el país. De nuevo: tenemos que ser capaces de confiar en la capacidad de la sociedad venezolana para manejar esta información. Asumir de antemano que la gente entrará en pánico es todo lo contrario de lo que hay que hacer.
Una cosa es pensar que hacemos lo único posible para enfrentar una situación de crisis, y otra muy distinta es permitirnos la posibilidad de pensar lo que hacemos para enfrentarla. Superar esta gran prueba, como sociedad, pasa por elegir la segunda opción.
No hay nada que permita suponer que el destino de los pueblos gobernados por liderazgos neoliberales vaya a ser muy distinto al que ya alcanzó al pueblo estadounidense. En general, la respuesta de los gobernantes en Brasil, Colombia, Chile, Ecuador y Perú, por solo citar a los países con mayor número de casos confirmados (2), ha sido muy similar a la adoptada por la Administración Trump: timorata, lenta, torpe, rayando en lo irresponsable e inhumano, y privilegiando los intereses de las elites económicas.
Lamentablemente, lo que cabe esperarse para las próximas semanas es un agravamiento de la crisis sanitaria en estos países de Nuestra América, muy probablemente opacada por el caos sanitario en Estados Unidos, hoy epicentro de la pandemia, y seguramente disimulada y hasta silenciada por la mediática global, exactamente de la misma forma que ha sido deliberadamente silenciada la oportuna y por los momentos eficaz respuesta del Gobierno venezolano.
Policía bueno, policía malo
La respuesta de las autoridades venezolanas ha tenido un efecto político inesperado: el debilitamiento acelerado de la estrategia de “doble poder”, en el contexto de los esfuerzos estadounidenses por precipitar un “cambio de régimen”, y liderizada dentro y fuera del país por elementos de la ultraderecha venezolana, secundados por parte importante de una clase política antichavista que, muy a pesar de las permanentes disputas entre partidos y facciones, actúa bajo la tutela de Estados Unidos.
Cuerpos de seguridad y enfermeros activan estrictas medidas sanitarias con ciudadanos venezolanos provenientes de Colombia. Tazón, Caracas. Foto: Marcelo Volpe. Colectivo Cacri Photos
Tal situación de debilidad, sumado a la impopularidad de las medidas coercitivas unilaterales contra Venezuela (de la que incluso da cuenta una firma como Datanálisis, históricamente alineada con el antichavismo), y al creciente consenso global respecto de la necesidad de ponerle fin a las “sanciones” económicas que pesan sobre varias naciones del planeta (¡incluso el Financial Times!), han supuesto, entre otras cosas, un desplazamiento del protagonismo opositor hacia figuras que claman por un “acuerdo político” que le permita a Venezuela acceder eventualmente no solo al financiamiento de las multilaterales, sino a los multimillonarios recursos de la nación secuestrados por bancos extranjeros.
Mientras policías buenos y malos echan mano de sus respectivas tácticas de negociación política, y Venezuela es capaz de mantener a raya al COVID-19, el neoliberalismo hace aguas en todo el continente, dejando ver todas sus costuras y miserias.
De momento, este último dato está lejos de ser una buena noticia: que el neoliberalismo haga aguas en medio de la pandemia, significa que nuestros pueblos, incluidos millones de migrantes económicos venezolanos y venezolanas en países suramericanos, pagarán el mayor costo, no solo en vidas humanas, sino con mayor desempleo y pobreza. Son los náufragos del neoliberalismo. Y el número va en aumento.
No debería sorprendernos que, en el corto plazo, la diáspora venezolana en Suramérica sea deliberadamente reposicionado como tema prioritario en la agenda política y mediática global, regional y nacional, de manera similar a como ocurrió en 2019, con motivo de las multitudinarias manifestaciones populares de carácter anti-neoliberal que sacudieron a varios países del continente. Ya hay señales que apuntan en tal dirección (8). Las elites gobernantes, ajenas a toda idea de nación suramericana, no tardarán en recurrir a los mismos chivos expiatorios, promoviendo conflictos intra-clase, apelando al chovinismo y a la xenofobia, para intentar disimular la completa ineficacia de sus políticas antipopulares.
Las diversas modalidades de cuarentena adoptadas por los países del continente han supuesto una suerte de frágil tregua forzada, que les ha permitido a varios gobiernos contener parcialmente la masiva contestación popular frente al neoliberalismo. En tal sentido, pudiera pensarse que la pandemia les ha dado la oportunidad de tomar un segundo aire. Nada más alejado de la verdad: el torpe manejo de la pandemia expondrá aún más a los gobiernos neoliberales. Tras la cuarentena, en las calles, nuestros pueblos, tal vez incluso el estadounidense, sabrán hacer lo que corresponde: continuar y profundizar la lucha ya iniciada y saldar las debidas cuentas.
Entonces, el neoliberalismo que hoy hace aguas se convertirá en una extraordinaria noticia.
«Cuarentena en casa». Caracas. Foto: Carlos F. Rojas. Colectivo Cacri Photos
A buen resguardo en nuestros hogares, como estamos la mayoría de venezolanos y venezolanas, y ocupados, como corresponde, en el cuidado de nuestros hijos, hijas y familiares, la ocasión es propicia para, en lugar de ensimismarnos, presas del miedo, pensar en el mundo en que vivimos.
Tal vez no haya un ejercicio más importante que éste. Aprovechar el encierro forzoso, necesario para pensar no solo en la circunstancia que nos mantiene aislados, sino para pensarnos como parte de un todo que va mucho más allá de los estrechos límites de nuestros núcleos familiares.
Es muy probable que sea cierto lo que ya varios han dicho al día de hoy: tras la pandemia, el mundo ya no volverá a ser como antes. La pregunta es: ¿qué tipo de mundo será?
El ejercicio de pensarnos no puede ser postergado al día después de finalizada la pandemia. El momento es ahora. Porque es ahora que nos corresponde conjurar la posibilidad de un mundo más injusto y desigual, que es hacia donde apuntan los movimientos, iniciativas y decisiones de fuerzas económicas y políticas muy bien entrenadas en sacar provecho del “capitalismo del desastre”, como bien apuntaba recientemente Naomi Klein (1).
Venezuela ya era una “enfermedad contagiosa”
En el caso concreto de Venezuela, es indispensable tomar en cuenta que la decisión del Gobierno nacional de declarar el estado de excepción, en su modalidad de estado de alarma (2), viene precedida de una situación excepcional de facto decidida por los agentes económicos monopólicos y oligopólicos, alrededor de 2015, orientada a desconocer cualquier regulación estatal sobre la economía, y por tanto a retomar el control total del mercado (3).
Fundamentalmente a partir de 2016, cuando se produce una suerte de giro pragmático gubernamental (4), el repliegue estatal ha sido notable, sin que esto implique, por supuesto, una mejoría de la situación material de las mayorías populares, situación que se ha agravado significativamente por las medidas coercitivas impuestas unilateralmente por el gobierno estadounidense, y que constituyen un flagrante crimen de lesa humanidad.
En otras palabras, a la cuarentena colectiva oficial, decretada por el Gobierno nacional para enfrentar la pandemia, le precede el permanente y sistemático asedio de fuerzas políticas y económicas de filiación radicalmente antidemocrática, que no han vacilado a la hora de referirse al pueblo venezolano como una “enfermedad contagiosa” (5), e incluso se han mostrado abiertamente partidarias de someter al país a “cuarentena” (6), es decir, al bloqueo total de nuestra economía.
El círculo vicioso infernal
¿Qué ha vuelto a quedar en evidencia durante la pandemia? Que las fuerzas económicas monopólicas y oligopólicas, y la casta política que le sirve de muñeco de ventrílocuo, actúan fundamentalmente en razón de su propio beneficio, y que por tanto no solo son absolutamente ineficaces para gestionar una situación de crisis, sino que, peor aún, hacen todo lo que esté a su alcance para sacar provecho de la misma.
Tal es la razón, y no cualquier otra, por la que gobiernos como los de Estados Unidos, Reino Unido, Brasil, Chile y Colombia, por citar solo algunos casos, han demorado tanto en aplicar las medidas de contención que recomienda la Organización Mundial de la Salud: entre la reproducción del capital y la reproducción social de la vida, optan por la primera. Luego, al momento de sacar cuentas, la conclusión es siempre la misma, cual si se tratara de un designio divino: el Estado debe acudir en auxilio de monopolios y oligopolios, y la clase trabajadora debe pagar los platos rotos.
Si la pandemia es una oportunidad para pensar en el mundo en que vivimos, tiene que servirnos para imaginar un mundo en el que la humanidad sea capaz de romper con este círculo vicioso infernal. Para emplear la expresión de José Romero-Losacco, si algo debe ser confinado es el capital. Es preciso detener la pandemia económica (7).
Revertir la situación excepcional de facto
Sabemos que uno de los efectos inmediatos de la pandemia económica neoliberal que azota al mundo desde mediados del siglo XX, y en Nuestra América, con inusitada fuerza, desde la década de los 70, es lo que se conoce como recortes al “gasto social”, incluidos los destinados al fortalecimiento de sistemas públicos de salud. Pues bien, ha quedado sobradamente demostrado que para enfrentar una situación como la originada por el COVID-19, no solo todos los países del planeta requieren de sólidos sistemas de salud gestionados públicamente, sino que además resulta absolutamente necesario interrogarse acerca de la pertinencia de instituciones de salud en manos privadas, que anteponen el afán de lucro al juramento hipocrático. La discusión debería estar centrada en cómo gestionar eficazmente la salud pública, de la misma manera que no tendría que discutirse siquiera la imperiosa necesidad de subordinar la salud privada al servicio del bien común.
Idénticas consideraciones deben hacerse respecto de otras áreas. El estado de alarma decretado por el Gobierno nacional nos permite identificar las actividades esenciales para el funcionamiento de la vida en sociedad: aquellas para las que no aplica la orden suspensión de actividades (artículo 9°). Ellas son:
Los establecimientos o empresas de producción y distribución de energía eléctrica, de telefonía y telecomunicaciones, de manejo y disposición de desechos y, en general, las de prestación de servicios públicos y domiciliarios.
Los expendios de combustibles y lubricantes.
Actividades del sector público y privado prestador de servicios de salud en todo el sistema de salud nacional: hospitales, ambulatorios, centro de atención integral y demás establecimientos que prestan tales servicios.
Las farmacias de turno y, en su caso, expendios de medicina debidamente autorizados.
El traslado y custodia de valores.
Las empresas que expenden medicinas de corta duración e insumos médicos, dióxido de carbono (hielo seco), oxígeno (gases o líquidos necesarios para el funcionamiento de centros médicos asistenciales).
Actividades que conforman la cadena de distribución y disponibilidad de alimentos perecederos y no perecederos a nivel nacional.
Actividades vinculadas al Sistema Portuario Nacional.
Las actividades vinculadas con el transporte de agua potable y los químicos necesarios para su potabilización (sulfato de aluminio líquido o sólido), policloruro de aluminio, hipoclorito de calcio o sodio gas (hasta cilindros de 2.000 lb o bombonas de 150 lb).
Las empresas de expendio y transporte de gas de uso doméstico y combustibles destinados al aprovisionamiento de estaciones de servicio de transporte terrestre, puertos y aeropuertos.
Las actividades de producción, procesamiento, transformación, distribución y comercialización de alimentos perecederos y no perecederos, emisión de guías únicas de movilización, seguimiento y control de productos agroalimentarios, acondicionados, transformados y terminados, el transporte y suministro de insumos para uso agrícola y de cosechas de rubros agrícolas, y todas aquellas que aseguren el funcionamiento del Sistema Nacional Integral Agroalimentario.
Este listado nos permite hacernos una idea bastante aproximada de las actividades que necesariamente deben permanecer bajo el más estricto control público, no por una cuestión de principios, sino precisamente por tratarse de actividades esenciales. Tendríamos que sumarle las actividades económicas que, por mandato constitucional, están reservadas al Estado venezolano. Esto no supone la no participación del capital privado en algunas de estas actividades, que también está prevista en nuestra Constitución, pero implica la irrestricta regulación estatal, particularmente en los asuntos referidos a la salud (numerales tres, cuatro y seis), como ya he planteado, y a la alimentación (numerales siete y once).
El planteamiento es claro: el estado de excepción decidido por el Presidente de la República, en su modalidad de estado de alarma, es una oportunidad para comenzar a revertir la situación excepcional de facto decidida por los agentes económicos monopólicos y oligopólicos hace más de un lustro, y para reconsiderar, con toda la firmeza que exige un estado de alarma, la viabilidad política estratégica del giro pragmático introducido por el propio Gobierno alrededor de 2016.
Entre otros asuntos tan o más importantes, es ahora, y no después de la pandemia, el momento de evaluar con severidad, franqueza y responsabilidad si las distintas “alianzas estratégicas” con el capital privado nos han puesto en mejor posición para enfrentar una situación como la pandemia. Debemos interrogarnos, por ejemplo, si la gestión mayoritariamente privada del gas doméstico (numeral diez) garantiza una eficaz prestación del servicio, en circunstancias que obligan a la inmensa mayoría del pueblo venezolano a permanecer en sus hogares. También debemos interrogarnos si las mismas “alianzas” con la agroindustria privada garantizan no solo el abastecimiento del mercado interno, al menos de algunos rubros esenciales, sino su oportuna distribución a precios justos. Igualmente, ¿las circunstancias no obligan a investigar y penalizar muy severamente a los elementos que han apostado, con un margen de maniobra pasmoso, a la desinversión en áreas esenciales, para justificar la privatización de bienes o activos públicos?
No se trata, en lo absoluto, de negar la pertinencia de tales “alianzas” por una cuestión de principios, insisto, sino de interrogarnos por sus efectos prácticos, tomando como punto de partida lo que manda la Constitución. En lo referido específicamente al régimen socioeconómico, el artículo 299 establece que éste “se fundamenta en los principios de justicia social, democracia, eficiencia, libre competencia, protección del ambiente, productividad y solidaridad”. El mandato es inequívoco: si lo que prevalece es la “libre competencia” y desaparece todo lo demás, no solo la Constitución es letra muerta, sino que el precio lo pagan las mayorías populares con su vida.
Muy probablemente el futuro no nos permita otra oportunidad para terminar de asimilar que, lejos de autorregularse, el mercado debe ser regulado democrática y firmemente por el Estado.
No somos el ombligo del mundo
De manera inesperada, el pánico social producido por la pandemia nos ha permitido conocer en tiempo real de situaciones que, hasta hace muy poco, muchos creían que podían ocurrir “solo en Venezuela”.
De casi todos los rincones del planeta, con particular énfasis en las naciones del Norte global, rico y “desarrollado”, nos llegan noticias de multitudes que arrasan con los anaqueles de los comercios, adquiriendo alimentos de manera compulsiva, lo mismo que antibacteriales, tapabocas, papel higiénico y medicamentos, entre otros, así como de revendedores sin escrúpulos de estos mismos productos, sin contar los numerosos episodios de gente intentando burlar los cercos sanitarios o haciendo caso omiso de las recomendaciones o instrucciones de las autoridades, o de políticos irresponsables menospreciando la gravedad de la crisis o apelando a discursos explícitamente racistas y clasistas.
Guardando las debidas distancias, la situación excepcional de facto que padece la población venezolana desde hace más de un lustro, agravada exponencialmente por las medidas coercitivas unilaterales del gobierno estadounidense, invisibilizada sistemáticamente por la mediática global, ahora adquiere alcance planetario, con motivo del COVID-19.
Imágenes de caos y desolación, más bien propias de películas y series televisivas postapocalípticas, pasan a formar parte del paisaje habitual.
Durante mucho tiempo, la mediática global, con sus respectivos agentes nacionales y locales, intentó persuadirnos, y en efecto logró persuadir a mucha gente alrededor del mundo y dentro de nuestras fronteras, que nuestra “crisis humanitaria” tenía como origen el “virus bolivariano”. Intentaron convencernos de que el pueblo venezolano era el “paciente cero” de su propia enfermedad terminal.
Resulta que no somos el ombligo del mundo, ni para bien ni para mal. No somos la suma de todas las desgracias. Somos, en todo caso, responsables de nuestro destino, mas no irremediablemente culpables, como se nos ha intentado hacer creer. Como bien lo resumiera Claudio Katz: “Los poderosos buscan chivos emisarios para exculparse de los dramas que originan, potencian o enmascaran. El coronavirus es el gran peligro del momento, pero el capitalismo es la enfermedad perdurable de la sociedad actual” (8).
Importante pista a seguir: nótese cómo la misma mediática global que eventualmente se hará eco de las expresiones globales de solidaridad que permiten sobrellevar la situación originada por la pandemia, enmudece e ignora deliberadamente las manifestaciones de idéntico signo que nos han permitido enfrentar con dignidad la situación excepcional de facto que hemos padecido durante años. Lo mismo, por cierto, vale para el resto de países “sancionados” por Estados Unidos.
Addendum
Al decreto mediante el cual el Gobierno bolivariano ordena el estado de alarma en todo el territorio nacional, podría agregársele al menos un artículo. Es decir, hacer eso que los profesionales del derecho llaman un addendum.
Podría escribirse más o menos como sigue:
Artículo x. Se impondrán las penas más severas para cualquier autoridad, persona natural o jurídica que, aprovechándose del estado de alarma, incurra en:
El desalojo arbitrario de inquilinos e inquilinas.
Agresiones contra predios ocupados por campesinos, campesinas, comuneros y comuneras.
Agresiones contra trabajadores y trabajadoras.
Violaciones fragrantes al debido proceso, y de cualquier otro derecho no susceptible de ser suspendido en un estado de alarma.
Y el resto de numerales que se considere oportuno incorporar.
Una de mis hipótesis de trabajo es que cuando lo previamente anómico pasa a estar en el centro de la dinámica social, es decir, cuando lo anómico deviene nueva norma de sociabilidad (1), es porque se ha impuesto un estado de excepción. En este caso, son los agentes económicos capitalistas, fundamentalmente monopólicos y oligopólicos, quienes se arrogan la auctoritas para suspender la potestas (2). Son, digamos, el nuevo “soberano”, uno que actúa en estrecha alianza, aunque con frecuencia subordinado a los intereses del soberano imperial estadounidense (3).
¿Cómo se expresa este estado de excepción? Precisamente, como suspensión de la potestas, y más específicamente como desconocimiento de los mecanismos de regulación del mercado. Podría decirse que el estado de excepción es expresión de una rebelión victoriosa contra la regulación estatal del mercado. Por supuesto, es preciso matizar: no se trata en lo
absoluto de una victoria definitiva. La situación actual tendría que definirse más bien como una disputa en proceso.
He planteado, entre otras cosas, la necesidad de indagar en las condiciones históricas que han hecho posible no tanto la rebelión en sí, sino el hecho de que haya resultado victoriosa (4). Hasta ahora, rebeliones del mismo signo no habían conocido sino el fracaso: durante los años 2002 y 2003, por ejemplo.
Más allá de poderosos e incluso decisivos condicionantes externos, como la severa contracción de la renta petrolera desde finales de 2014 y, más adelante, las medidas coercitivas unilaterales impuestas por el soberano imperial estadounidense, ¿cuáles otras condiciones y circunstancias inducen la debilidad de las fuerzas revolucionarias? Hasta tanto no seamos capaces de saldar esta deuda analítica será imposible comprender cómo es que ha logrado prevalecer este nuevo “soberano”, que ejerce un poder que nadie le delegó, y que decide sobre nuestras vidas al margen de nuestra voluntad (5).
El detalle es que, a falta de la legitimidad que le otorgaría el voto popular, en la medida en que lo anómico ha devenido nueva norma de sociabilidad, y dado el progresivo debilitamiento del Estado, una parte de la población comienza a aspirar que sean estos agentes económicos capitalistas quienes asuman el control del mercado, y a exigirle al Estado que contribuya a la “normalización” de la situación por la vía de transigir con el nuevo “soberano”.
Allí radica, a mi juicio, el peligro principal: en el hecho de que una parte de la sociedad, que deposita cada vez menos confianza en el Estado, y extenuada por lo que percibe como una insoportable “caotización” de la economía, termine aceptando la realidad de un mercado desregulado, en algunos casos como un “mal necesario”, y en otros incluso como horizonte, en el sentido de precondición para el fin de la “caotización”. De esta forma, el nuevo “soberano”, ilegítimo de origen, terminaría conquistando un mínimo de legitimidad entre quienes ha sometido como rehenes en el transcurso de su rebelión.
La excepción consensuada
A diferencia de los tiempos que corren, de mutación hacia un régimen de gubernamentalidad neoliberal, de reorganización de la racionalidad política (6), hubo un tiempo en que el estado de excepción reunió el consenso de toda la sociedad venezolana.
Esto ocurrió a propósito de la Tragedia de Vargas, en diciembre de 1999. Según plantea Didier Fassin, este acontecimiento “produce un estado de excepción humanitario”. La singularidad de la situación estriba en que éste no se decreta “en nombre de la amenaza a la seguridad pública que provocaría, clásicamente, una declaración de guerra, u hoy la amenaza de un ataque terrorista”, sino que se instaura “en nombre de la emoción suscitada por el cataclismo y sus repercusiones humanas”. Las “medidas excepcionales” no son autorizadas por “el temor de un peligro”, sino en razón de “la simpatía por los siniestrados”. En esto consiste “la originalidad de la situación: lejos de ser la decisión de un soberano, el Estado de excepción es deseado por amplios segmentos de la sociedad, transportados de alguna manera por una ola de generosidad en vista de las víctimas y por un sentimiento de confianza en la persona del presidente. Habitualmente temido y denunciado, el estado de excepción es aquí deseado” (7).
Este “consenso nacional… alrededor del principio de este estado de urgencia” (8) tiene lugar en condiciones históricas muy particulares. Por una parte, y como recordaremos, está “la espectacular brutalidad del cataclismo y el número de muertos, heridos y siniestrados”, a lo que se le suma “el carácter aparentemente no discriminante de esta violencia natural que afecta tanto a pobres como a los ricos” (9). Por otra parte, y esto es lo que hace del 15 de diciembre “un símbolo político particularmente fuerte”, tenemos “su coincidencia perfecta con otro evento mayor…: las elecciones nacionales que permitirían al pueblo decidir sobre un proyecto de Constitución destinada a echar las bases de la nueva ‘República Bolivariana’, llamada de esa forma por el presidente Hugo Chávez” (10).
En palabras de Fassin, Chávez, “jefe carismático con reputación de persona íntegra”, y que reivindicaba la gesta libertaria de Simón Bolívar, “encarnaba literalmente la regeneración de una Venezuela que los observadores, hombres políticos y simples ciudadanos veían como un país en total desamparo”. Empleando “un lenguaje místico y simbólico crístico”, Chávez ofrecía “a la Nación moribunda y dividida la perspectiva de un renacimiento” (11).
Aquel 15 de diciembre se produce, “por un lado, la comunión entre el malestar que, como golpeaba indistintamente a todas las categorías sociales, congrega al país entero, y, por otra parte, la redención en las urnas que, gracias a una refundación constitucional, significa una promesa de regeneración nacional. Para hacer frente a la aflicción, se invoca a la ‘sagrada unión’ de los partidos. La retórica utilizada reenvía a una teología política, en el sentido schmitiano. La figura del jefe que decide tomar plenos poderes, en el momento de peligro, para salvar a la patria en peligro, encuentra toda su legitimidad en ese marco” (12).
Ahora bien, Fassin ha subrayado que aparentemente el deslave no discriminó entre ricos y pobres, y es un hecho indiscutible que murieron, resultaron heridas o perdieron sus viviendas personas de todas las clases sociales, como también es cierto que mucha gente de las clases más altas colaboró activamente en las labores de rescate. Pero aquello de la igualdad en la tragedia en una verdad a medias. El siguiente relato lo resume cabalmente: “Dos mujeres evacuadas por las fuerzas armadas a Barquisimeto contaron su llegada al aeropuerto de esta ciudad… La primera, salida del medio popular y originaria de los barrios pobres de Vargas, fue recibida en la guarnición donde puede inmediatamente lavarse y calentarse. No teniendo ningún lugar donde ir, fue luego vestida y alimentada con sus hijos durante varios meses, haciendo a cambio un trabajo de limpieza. La segunda, miembro de las clases medias y habitante de las zonas residenciales del litoral, encuentra en el fuerte militar a un ingeniero que participó en los socorros y que le propone venir a tomar una ducha con su hija en su oficina. Ella llama a sus amigos, que le prestan una casa, y a su hija, [que] regresa rápidamente a… Estados Unidos, donde vivía, la hace llevar rápidamente a la capital en dos autos que su empresa había alquilado para ella. Es decir, cuando la vida físicamente amenazada de las víctimas, y pasado el tiempo de la emergencia del salvataje, tempranamente en el momento de ‘resocializarse’, todo se hace según las líneas habituales de las desigualdades” (13).
Pero la desigualdad no solo “reaparece” (por supuesto, realmente nunca deja de existir) en el momento de la resocialización tras la tragedia. Además, plantea Fassin, se “construye una relación desigual entre aquel que ayuda y aquel que es ayudado. El hecho es certificado en algunos lugares donde la urgencia de una catástrofe reduce la condición de los siniestrados a su pura existencia física y suscita movimientos ambiguos de piedad y solidaridad. Las víctimas no se engañan con el trato que les dan, especialmente si ellas son de medios modestos, los estigmas de la pobreza redoblan los estigmas de la desgracia”. Por eso es tan importante, continua Fassin, el hecho de que Chávez haya procedido “rebautizando a los siniestrados”, luego de “haber tomado la medida de la injusticia social del gesto humanitario que se agrega al infortunio habitual de la catástrofe natural, precisamente él que ha propuesto dar vuelta [a] esos estigmas”. Si se les llama damnificados, “término que… no es menos una etimología connotada religiosamente en referencia a la condena, siendo de esta forma asociada a la idea de falta, Chávez propondrá “reemplazar ese término por aquel de dignificados, aquellos a los que se le reconoce su dignidad… De damnificados de la tierra, los sobrevivientes se convierten en redimidos”. Con todo y que “la recalificación de los siniestrados en esta terminología religiosa tuvo muy poco efecto en las condiciones concretas de su confinamiento en los campos militares”, Chávez “hizo más por transformar los reflejos de la sociedad a la vista de los pobres y del ejército en el estado de urgencia” (14).
Recapitulando, Fassin sostiene que, aun cuando “la excepción es siempre introducida a través de las categorías del derecho”, en Venezuela, en ocasión de la Tragedia de Vargas, “la excepción es pensada en una perspectiva totalmente diferente: ni acto jurídico, en la coyuntura de la Asamblea Nacional Constituyente, ni estado de hecho, instituido por las fuerzas armadas, ella es aquí un gesto político que implica y atraviesa toda la sociedad. La excepción no es solo el estado de excepción proclamado (y vimos que no lo era completamente en este caso), es también la situación excepcional (vivida colectivamente como tal)” (15). Más adelante, complementa: “En el proceso de regeneración del Estado, anunciado según una retórica en el fondo menos revolucionaria que mística y potente en un simbolismo también más religioso que político, la catástrofe es vivida como una prueba que permite reconstruir la unidad nacional y la excepción aparece como la modalidad concreta de la redención colectiva adquirida al precio de una violencia simbólica, a veces física” (16).
Pero el consenso nacional en torno al estado de excepción durará poco: “ese tiempo de unidad reencontrada en la desgracia habrá constituido el punto de partida de divisiones por venir, que tomaron la forma de rupturas profundas, y dejado al país en numerosas oportunidades al borde de la guerra civil, haciendo pesar la amenaza de un nuevo estado de urgencia, esta vez por razones de estricta seguridad interior. Cuando el estado de gracia desaparece, lo social aparece porque él es jerarquizado, dividido y conflictual”. Frente a la tragedia, la sociedad venezolana ha experimentado brevemente “la ilusión de que las fronteras étnicas y raciales, económicas y políticas se borran frente a la ola unánime de solidaridad. Pero, porque esta ilusión no sabe resistir a la prueba de la realidad, la duración de las reglas del juego social común retoma rápidamente la altura: pillajes para los sobrevivientes, desvío de donaciones, abusos de las fuerzas armadas, abusos de poder, ajuste de cuentas, resultan de este modo la regla de la excepción, mientras que, subrepticiamente, evidencian las desigualdades preexistentes de condiciones frente a la tragedia y se muestra la indiferencia satisfecha de las clases sociales privilegiadas en vista de los siniestrados. La lengua española dice mejor que ninguna otra esta ambigüedad en las escenas de catástrofe: los damnificados no son solamente las víctimas de las desgracias, sino también los damnificados de la tierra; al infortunio se suman los estigmas. Que el presidente venezolano los rebautice dignificados, procede de una loable intención y tal vez portadora de efectos performativos. Una vez pasada la emoción y agotada la generosidad, ese gesto simbólico no les ahorrará ni las injusticias ni las violencias” (17).
Un lugar en el mundo
En contraste con diciembre de 1999, cuando el estado de excepción fue deseado por el conjunto de la sociedad, la situación de excepcionalidad que ya resulta muy evidente a partir de 2015, cuando el antichavismo hace suya la retórica de la “razón humanitaria” (18), se impone a las mayorías populares. Es una situación de hecho, no fundada en un acto jurídico, y que tiene profundas implicaciones políticas.
A tal punto se ha entronizado la “razón humanitaria”, lo que se traduce en una representación patética de las desigualdades sociales (19), que corremos el riesgo de olvidar lo que significó el proceso de subjetivación del chavismo, es decir, la progresiva politización de las clases populares que tuvo lugar durante la última década del siglo XX, y que se afianzó durante los primeros años de la revolución bolivariana.
Es completamente cierto, como afirma Fassin, que los damnificados de la Tragedia de Vargas pertenecientes a las clases populares eran, al mismo tiempo, los damnificados de la tierra. De hecho, lo correcto sería afirmar que antes de que lo perdieran todo durante el deslave, ya eran damnificados. Para decirlo con Frantz Fanon, referido por Fassin de manera implícita, antes de engrosar la lista de los siniestrados, los damnificados pobres de Vargas habitaban “una zona del no-ser, una región extremadamente estéril y árida, una rampa esencialmente despojada, desde la que puede nacer un auténtico surgimiento” (20). Su rebautismo como dignificados va más allá de lo estrictamente performativo: a Chávez lo animaba mucho más que la intención de hacer un gesto simbólico.
Puede que aquel episodio haya prefigurado lo que sería la médula del tipo específico de gubernamentalidad en ciernes que ensayó el movimiento bolivariano bajo el liderazgo de Chávez: uno cuyo propósito no era hacer morir y dejar vivir, ni hacer vivir y dejar morir, sino hacer vivir a lo que estaba condenado a morir (21). Es decir, reconocer la dignidad de quienes hasta hace muy poco eran simplemente los condenados de la tierra.
En El chavismo salvaje, sobre todo en la segunda parte, sobre Los salvajes, he reunido un conjunto de textos que dan cuenta de la forma como el antichavismo representó a su contraparte histórica desde los mismos inicios de la revolución bolivariana. En uno de ellos puede leerse: “La irrupción del chavismo en la arena política está indisociablemente ligada a su criminalización. Podría decirse incluso que la criminalización le precede, de manera que cuando el chavismo entra en escena no puede aparecer más que como sujeto criminal, bárbaro, irracional, violento. Sin este discurso que estigmatiza, transfigura e incluso oculta al sujeto chavista, no hay relato opositor sobre el chavismo. Evidencias históricas sobran, y están allí, a la mano, para el que desee realizar la arqueología del discurso opositor: durante los primeros meses de 1999, las páginas de opinión de la prensa opositora están plagadas de horror a las ‘invasiones’ de tierra. Es así como aparece el sujeto chavista, apenas instalado el nuevo Gobierno: como un agente extraño al cuerpo social, como un elemento patógeno que se desplaza movido por un pavoroso impulso centrípeto, del campo a la ciudad, de la barbarie a la civilización. El relato opositor fue siempre el relato de la catástrofe inminente que provocarían las invasiones bárbaras chavistas” (22).
Esta catástrofe inminente precede a la catástrofe natural de diciembre de 1999, y es esta sencilla razón la que permite entender cómo después del breve estado de gracia que sucedió a la Tragedia de Vargas, reemerge la sociedad jerarquizada, dividida y conflictual, para decirlo con Fassin.
En diciembre de 1999, no solo los damnificados de Vargas, sino las mayorías populares condenadas, hacía ya algunos años que habían iniciado el lento camino hacia su dignificación: ese “surgimiento” sobre el que escribiera Fanon. Al hablar de dignificados, y quizá sin que fuera su intención en ese momento, Chávez no hacía otra cosa que significar ese acontecimiento. Sacudiéndose los estigmas, sobreponiéndose a la invisibilización, a la deshumanización y a la muerte, en suma, al no-ser, las clases populares comenzaban a ser. Tal es el significado de un par de frases que pueden leerse en El chavismo salvaje, escritas en 2012: “Con el chavismo, son millones lo que han encontrado su lugar en el mundo. Muchos antichavistas sienten que lo han perdido” (23).
El blanqueamiento del chavismo
El estado de excepción impuesto por el nuevo “soberano” capitalista implicará que estos millones que, con el chavismo, encontraron su lugar en el mundo, sean expulsados, lenta pero progresivamente, de vuelta a la zona del no-ser. Esto es particularmente visible a partir de 2015, cuando proliferan al punto de normalizarse largas colas a las puertas de los comercios, de gente que intenta adquirir productos de primera necesidad a precios regulados. Entonces, el acceso masivo a estos productos, una de las principales conquistas populares durante la revolución bolivariana, comienza a percibirse ya no como expresión de la construcción de una sociedad más justa e igualitaria, sino como ocasión para la competencia, la trampa, la mentira, el abuso o la falta de autoridad. Tras años de dignificación, las mayorías populares se vieron forzadas a lidiar nuevamente con la experiencia de la humillación (24).
El proceso de mutación del sujeto popular chavista guarda relación directa con este estado de excepción de hecho: si para el antichavismo, identidad política que asumen fundamentalmente quienes habitan la zona del ser, la insurgencia del chavismo describe un movimiento centrípeto, que amenaza sus privilegios, la situación de excepcionalidad será el punto de partida de una dinámica social caracterizada por un impulso centrífugo, de expulsión del chavismo hacia la zona del no-ser. En tal contexto, y de manera muy esquemática, el chavismo oficialista reclamará su derecho a seguir gozando de los mismos privilegios, es decir, hará todo lo posible por permanecer en la zona del ser; otra parte del chavismo se refugiará, irreductiblemente, en la propia identidad política, independientemente de si esto se traduce o no en su permanencia en la zona del ser; mientras que el grueso del chavismo, ya expulsado o en vías de serlo, establecerá un relación cada vez más problemática con la identidad política. En el caso de este último, sobre todo, predominará la desconfianza en la clase política toda, el Estado seguirá siendo concebido como un bien político importante, aunque se valore que ha fallado, y se producirá la inflación del mercado desregulado como bien político, al que se asociará con la posibilidad de orden en medio del “caos” reinante.
Paradójicamente, esta inflación del mercado desregulado como bien político puede que sea el único punto en común entre el oficialismo y el chavismo desafiliado. De hecho, esta singular circunstancia permitiría explicar el “fenómeno” Lacava.
Alcalde de Puerto Cabello entre 2008 y 2016, electo en 2017 gobernador del estado Carabobo, política y económicamente uno de los más importantes del país, Rafael Lacava hizo su campaña marcando distancia de la simbología de la clase política chavista, usando en muy pocas ocasiones la tradicional indumentaria de color rojo, privilegiando el uso de la camisa que identifica a la selección nacional de fútbol, de color vinotinto. Relativamente joven (51 años), hombre blanco de ascendencia europea, “rico de cuna”, como gusta autodefinirse, economista egresado de la Universidad Católica Andrés Bello, especialista en gerencia tributaria, el político ha forjado una imagen de gobernante “eficiente” que, por ejemplo, aplicando medidas propias del populismo punitivo, ha combatido “exitosamente” a pequeños bachaqueros, a quienes llegó a penalizar con la limpieza de vías públicas durante su gestión como alcalde, y a quienes, según llegó a prometer como candidato a gobernador, exhibiría en “El carro de Drácula”, como llamó a un vehículo adornado, en la parte posterior, con una celda de barrotes.
Ya como gobernador, Lacava ha seguido recreando la simbología vampiresca, anunciando, por ejemplo, la creación de “TransDrácula”, servicio de transporte público, con autobuses usados importados de Estados Unidos, administrados por privados; “Gas Drácula”, servicio de gas doméstico, previamente gestionado por la vía comunal, y ahora por privados; “HidroDrácula”, servicio de suministro de agua potable; “TrashDrácula”, servicio de aseo urbano; la “Dracuseñal”, similar a la “batiseñal” que alumbra el cielo de Ciudad Gótica cuando se requiere la presencia de Batman, y que en este caso se enciende cuando el gobernador desea anunciar una “buena noticia”; el “Dracualumbra”, programa de alumbrado y marcado de vías; las “dracuplazas” y los “dracuparques”, donde proliferan los food trucks, con el capital privado interviniendo en el mantenimiento de los espacios públicos; los “dracuproductos”, resultantes de “alianzas estratégicas” con el capital privado, y entre los que destacan la “Dracucerveza”, la “Dracuarepa” (harina de maíz), el “Dracupollo”, el “Dracucafé”, el “Dracujabón”, el “Dracuaceite”, la “Dracumargarina”, etc.; una línea de ropa marca “Drácula”; el “0800Drácula”, para la atención de emergencias; “PoliDrácula”, nombre que ahora exhiben las unidades de la policía estadal; el “Club Drácula”, un local nocturno; el “DracuFest”, un festival playero; la reinauguración de una plaza pública ubicada en la ciudad de Valencia con el nombre de “Plaza Transilvania”, entre otras iniciativas de idéntico signo.
Especialmente hábil en el manejo de las redes sociales, Lacava ha logrado proyectar una imagen de “proximidad” con sus seguidores, interactuando virtualmente con una frecuencia que no es usual en la clase política, más proclive a la franca desconexión con la gente, recurriendo muchas veces al humor y empleando a menudo un lenguaje coloquial, cuando no expresamente soez, sin que hasta los momentos hubiere alguna señal pública de reprobación por parte del liderazgo político chavista. A la vista de la sociedad venezolana, a Lacava simplemente se le ha dejado hacer y pasar.
De nuevo, el “fenómeno” Lacava solo es posible entenderlo en el contexto del proceso de mutación del sujeto popular chavista, que a su vez guarda relación directa con el estado de excepción que se le ha impuesto a la sociedad venezolana, y que sería uno de los puntos de partida de un proceso de mutación de mayor alcance, hacia un régimen de gubernamentalidad neoliberal, de profunda reorganización de la racionalidad política, con su estela de despolitización y desciudadanización.
En un clima político signado por lo que se percibe popularmente como una “retirada” general del Estado, que no es solo del mercado, y por el marcado descrédito de la clase política, apelando a una hábil estrategia de marketing político, Lacava aparece como un gobernante “eficiente” cuando anuncia que hará lo que cualquier gobernante tendría que hacer: ocuparse de los asuntos públicos. De hecho, la primera línea de defensa retórica de sus partidarios es precisamente esa: el gobernador hace lo que otros no hacen, y poco importa si el precio que hay que pagar son sus excentricidades. En tal circunstancia, pasa a un segundo plano lo fundamental, es decir, la forma de hacerlo: privatizando la gestión de servicios esenciales e incluso espacios públicos, por ejemplo, lo que desdice elocuentemente aquello de que solo se paga un precio simbólico. En realidad, la mayoría no está en condiciones de pagar el precio, y el resultado no es otro que mayor desigualdad social.
Más importante aún, el verdadero “éxito” de Lacava radica en hacer no solo digerible hasta cierto punto, sino incluso deseable para una parte de la población, lo que muchos otros gobernantes nacionales, regionales y locales están haciendo o tienen intenciones de hacer, no sin tener que enfrentarse al rechazo popular: privatizar para gobernar más “eficientemente”. Exactamente lo mismo puede afirmarse a propósito de sus declaraciones en favor de la privatización del servicio eléctrico (24): el único “mérito” del gobernador es manifestar públicamente lo que otros gobernantes todavía no se atreven a decir. Se entiende perfectamente: bajo el liderazgo de Chávez, cualquier opinión en tal sentido hubiera resultado inconcebible. Lacava ha hecho un importante aporte, trocando lo antes inconcebible en duda razonable.
En suma, lo que el “fenómeno” Lacava nos enseña es que bien puede producirse un blanqueamiento del chavismo. En el caso de este chavismo adocenado, y para decirlo con Fanon, la consigna parece ser: “blanquearse o desaparecer” (25). El gobernador puede apelar al habla coloquial, hacer chistes subidos de tono, romper uno que otro protocolo, incluso permitirse ser soez, pero nada de eso lo hace irreverente y mucho menos subversivo. Todo lo contrario. Lo que el chavismo blanqueado le dice al chavismo que ha sido expulsado de vuelta a la zona del no-ser, no es más que: “Tú, quédate en tu lugar” (26).
Quedarse en su lugar o, parafraseando a Fanon, encontrar arrestos para tomar conciencia de su posibilidad de existir. Tal es el dilema al que se enfrenta hoy día no solo el chavismo, sino las clases populares en su conjunto.
(5) Reinaldo Iturriza López. Constituyente, rebelión y estado de excepción.
(6) Reinaldo Iturriza López. Cuarentena (VIII): Neoliberalismo y clases populares: la mutación en marcha.
(7) Didier Fassin. Un deseo de excepción. La gestión de los siniestrados en catástrofes, en: La razón humanitaria. Una historial moral del tiempo presente. Prometeo Libros. Buenos Aires, Argentina. 2016. Págs. 267-268.
(8) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 267.
(9) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 274.
(10) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 275.
(11) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 276.
(12) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 276.
(13) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 281.
(14) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Págs. 283-284.
(15) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 290.
(16) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Pág. 291.
(17) Didier Fassin. Un deseo de excepción. Págs. 291-292.
Está en marcha un proceso de mutación de la sociedad venezolana, de su régimen de gubernamentalidad, que afecta nuestra materialidad, pero también nuestras maneras de sentir y de pensar. La “razón humanitaria”, con su estela de desciudadanización y despolitización, gana terreno. Una parte de la clase política pretende erigirse en defensora de las “víctimas humanitarias”, mientras que la otra asume la “protección” del pueblo víctima de la “guerra económica”, que además sufre las consecuencias de las medidas coercitivas que impone arbitrariamente el soberano imperial estadounidense (1).
Muy recientemente, pocos años después de producirse el giro pragmático del Gobierno, alrededor de 2016, suerte de vuelta de tuerca, y que apunta a la relegitimación del neoliberalismo por la vía estatal (2), algunos empresarios se muestran “optimistas”: “Tenemos 15 años de una economía controlada y resulta que liberaron un poco las amarras y todavía no nos hemos acostumbrado a eso, no nos creemos lo que pasa” (3).
Aunque menos optimistas, las mayorías populares tampoco se acostumbran: la neoliberalización de facto de la sociedad venezolana (4) ha significado un aumento de la desigualdad. El progresivo deterioro de las condiciones materiales de existencia no da mucha oportunidad para la incredulidad: lo que predomina, en cambio, es el desconcierto. Lo que impera es la dificultad para comprender cómo después de la “década ganada”, que estuvo precedida por la “década virtuosa” de la política, hemos llegado a este punto.
Como suele suceder en contextos de aumento de la desigualdad, y de avance de la desciudadanización y la despolitización, las mayorías populares comienzan a ser invisibilizadas, su soberanía expropiada, su voz silenciada, sus opiniones “privatizadas”, en el sentido de que la “opinión pública” se limita a dar cuenta, fundamentalmente, de los relatos que las conciben como “víctimas” susceptibles de recibir “ayuda” o “protección”, y no mucho más que eso.
Lejos de lo que pudiera pensarse, ni el desconcierto ni la incomprensión suponen pasividad o resignación, de la misma forma que desciudadanización no supone que desaparezca el anhelo de justicia, y despolitización no significa el abandono del amplio repertorio de luchas protagonizadas durante la revolución bolivariana.
El relato del burgués “optimista” trata de la “libertad” recuperada, de todas las oportunidades de beneficio, en el sentido liberal del término, que se abren frente a sus ojos una vez que la economía ha sido “liberada” de sus “amarras”. El burgués calcula, saca cuentas: las perspectivas son tan alentadoras que no puede creerlo. Pero, ¿qué relatan las clases populares? ¿Dónde queda su libertad? ¿Les resultará posible obtener algún beneficio de todo esto y, si así fuera, de qué tipo de beneficio hablamos? ¿Cómo calculan las clases populares y qué resultados obtienen?
Para decirlo con Verónica Gago, es posible pensar “el cálculo como base de una pragmática vitalista”, lo que quiere decir “que se puede pensar estratégicamente como forma de afirmación de los sectores que justamente quedan fuera del cálculo tanto económico como político: o como asistidos o población excedente o como desclasados… eso que Rancière llama «la parte de los sin parte»”, y que “suele quedar expuesta sólo a cálculos de supervivencia que, estadísticamente, organizan su gestión como víctimas de los cálculos de otros” (5).
Esta “pragmática vitalista” es “utilitaria”, pero entendido lo “útil” no como “cálculo mezquino”, sino en sentido spinoziano: “«Todos los hombres poseen apetito de buscar lo que es útil» y las cosas útiles son «sobre todo, aquellas cosas que pueden alimentar y nutrir al cuerpo»” (6). Para Gago, y siguiendo con Spinoza, “cálculo es conatus”, es decir, “el vitalismo de una vida”, “es infancia, resistencia, hábito, tristeza, memoria, deseo, despliegue, noción común, potencia organizadora de encuentro, medida para las mezclas de los cuerpos, descubrimiento del propio ser singular en el mundo”, una singularidad que es al mismo tiempo personal y colectiva (7).
Para Gago, quien desarrolla esta idea a partir del análisis de Foucault, lo que distingue a la racionalidad neoliberal es que reconoce a la libertad como base de su cálculo. Puntualiza: “la libertad no es neoliberal, lo neoliberal es poner esta libertad como base de lo calculable”, es decir, “incluir lo incalculable [la libertad] como estímulo de una racionalidad calculadora”. Partiendo de este punto, la racionalidad neoliberal no solo conquista el mercado, sino que suscita “nuevos modos de gobierno (gubernamentalidad) que preservan y custodian la productividad propiamente capitalista de esta libertad, al punto que… las personas inmanentizan el cálculo como razón que organiza la vida y, ahora sí, anima el conatus”. Por tanto, “se trata entonces de un conatus histórico, de un conatus promovido por cierto orden social inéditamente hábil y permeable” (8).
En tal sentido, “el cálculo puede ser tomado al mismo tiempo en su cara esencialmente neoliberal (es decir: reconocimiento de la libertad tentativa ampliada de cálculo, exposición de la operación subjetiva-colectiva en vistas a la explotación y al gobierno como gubernamentalidad) y, al mismo tiempo, como momento de un conatus («vitalismo de la vida», «salud», «querer vivir») que produce realidad no previamente calculada, que da lugar a nuevos modos de organización, de sociabilidad, a nuevas tácticas de intercambios, a la creación de lenguaje, de puntos de vista, en fin, de valor en un sentido amplio”. Es decir, “este vitalismo de la vida no es meramente coextensivo con el campo del cálculo neoliberal, sino que se lo reconoce en sus signos a partir del rechazo”. Puede ser “adaptación”, pero también “desmesura” (9).
En términos políticos, “cálculo es conatus quiere decir que se roba, se trabaja, se hacen vínculos vecinales y se migra para vivir. No se acepta morir, o ver reducida la vida al mínimo de sus posibilidades. La aceptación de las reglas del cálculo viene íntimamente aparejada a un movimiento de producción de subjetividad, de «querer». Son verbos: «emprender», «arreglárselas», «salvarse»” (10).
Traducido al contexto venezolano, “cálculo es conatus” sugiere la necesidad de despachar los relatos tributarios de la “razón humanitaria”, para “analizar los sentidos, lecturas y prácticas que circulan en torno a la reproducción material de la vida desde la mirada de quienes habitan en comunidades populares urbanas” (11). En otras palabras, reorientar la mirada a las estrategias desplegadas por las clases populares para “resolver la vida” (12). Esto es lo que han hecho tres jóvenes y brillantes investigadores: Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez.
Resolver la vida
En un trabajo intitulado Entre la resolución del día a día y la administración de lo común, publicado en 2018, Pineda, García-Sojo y Vargas parten del principio de que no es posible comprender lo que sucede en Venezuela si no se toma en cuenta la contradicción entre reproducción del capital y reproducción social de la vida, entendida esta última “como el conjunto de prácticas y relaciones que suponen la reproducción biológica, psicológica, económica, ecológica y cultural de la vida” (13).
En un contexto de crisis, que tiene su origen inmediato en la severa contracción de la renta petrolera a partir de 2014, se ha hecho evidente la “creciente dificultad que tenemos las mayorías para garantizar la concreción de la materialidad mínima que requiere la cotidianidad” (14). A partir de entonces, “Venezuela ha estado inmersa en una vorágine permanente signada por una inflación disparada; desabastecimiento de bienes de consumo básico (notablemente alimentos, medicamentos, insumos médicos, entre otros); caotización de transacciones financieras cotidianas (insuficiencia permanente de dinero en efectivo, dificultad en las transacciones digitales, entre otras) y crisis institucional, particularmente en torno a la ejecución de las políticas redistributivas que han caracterizado la apuesta política del Estado venezolano a partir de 1999” (15).
Respecto de los relatos predominantes sobre la crisis (“guerra económica operada según intereses internacionales y la burguesía nacional” o “agotamiento interno del modelo rentista que ha reeditado el chavismo desde el Estado”), los investigadores apuntan “que no son tesis necesariamente divergentes: estamos experimentando el agotamiento de una matriz que reproduce un modelo civilizatorio en crisis y que es blanco de una ofensiva imperial con apoyo de la burguesía local, quienes han enfilado fuerzas en exacerbar los puntos débiles estructurales de la economía venezolana: sectores económicos esenciales improductivos, fuerte dependencia de la importación de bienes y servicios a través de divisas que son posibles gracias al ingreso petrolero, el modo especulativo de circulación de rentas, formas políticas históricamente clientelares y un modo de vida anclado en el consumismo exacerbado” (16).
El lugar de enunciación es definido claramente: “Partimos de la idea de que cualquier horizonte de salida a la crisis debe responder a los intereses del pueblo”, entendido como el conjunto “de las y los comunes, quienes hacen parte de una comunidad de oprimidas y oprimidos cuya única opción civilizatoria es la unidad en torno a la necesidad de garantizar la reproducción de lo que les es común: la vida, en todas sus dimensiones”. En tal sentido, si bien “las formas dominantes de administración de lo común suelen ser lo denominado público… o privado”, la apuesta “es delinear una forma de administración de lo común, desde los comunes, que instrumentan sus propias capacidades de hacer para reproducir materialmente la vida”. Luego, los comunes hacen política, entendida como “aquello que tiene como objetivo la producción, reproducción y ampliación de la vida de la comunidad”. El ejercicio de la política se realizaría de acuerdo a tres principios: “el principio de lo material, que responde fundamentalmente a garantizar la reproducción de la vida; el principio democrático, que responde a los procedimientos que garanticen el ejercicio del poder obediencial; y el principio de factibilidad, que determina actuar solo en el terreno de lo posible” (17).
Hechas estas precisiones conceptuales, y luego de ofrecer detalles sobre los aspectos metodológicos del estudio (treinta y siete personas entrevistadas entre abril y noviembre de 2017), los investigadores proponen la siguiente tipología de formas de resolución de las condiciones materiales para la reproducción social de la vida:
Por ingresos provenientes de actividades formales
Por ingresos provenientes de actividades informales
Venta y reventa de alimentos y otros bienes
Malandreo
Matar tigres
Porque se goza de programas sociales del Estado, subsidios o de redes estatales
Porque se forma parte de redes de solidaridad familiares, inter-familiares, entre otros tipos
Porque se es parte o existe relación con organización y articulación política de diverso orden
Por poseer medios o bienes inmuebles como patrimonio
Por modificación de hábitos de consumo y modos de vida
La forma de resolución por ingresos provenientes de actividades formales “refiere a todo el campo de las actividades que generan salarios con una periodicidad estable y relaciones contractuales, con beneficios a los trabajadores apegados a la legislación laboral vigente y que contribuyen con los ingresos fiscales de un país” (18). Notablemente, apenas fue nombrada por las personas entrevistadas. Se ha producido un significativo “desplazamiento de la fuerza de trabajo desde lo formal a lo informal”. Apuntan los investigadores: “La gente señala que obtiene mayores ingresos desempeñando actividades laborales en el sector informal, generalmente identificadas en códigos abiertos como ‘bachaqueo’, ‘tigres’ o ‘rebusques’, señalando que cada vez se hace más razonable abandonar relaciones laborales formales para acceder a mayores niveles de renta (expresadas en ingresos formales o no) mediante dinámicas o prácticas lícitas o ilícitas” (19).
La forma de resolución por ingresos provenientes de actividades informales tiene que ver con “el diverso e incierto campo de actividades que no suponen salarios ni relaciones contractuales. Actividades económicas, prestadoras de bienes o servicios que no contribuyen a los ingresos fiscales de un país, no brindan beneficios laborales apegados a la legislación vigente y en las que sus trabajadores no gozan de seguridad social ni de condiciones mínimas de seguridad en el trabajo”. También incluye “las actividades consideradas ilegales, así como dinámicas laborales informales dentro de espacios laborales formales” (20). Fue la más referida por las personas entrevistadas, junto con la forma de resolución por modificación de hábitos de consumo y modo de vida, dato que ilustra una de las más importantes mutaciones producidas durante la crisis (21). De hecho, los investigadores sugieren que podríamos estar en presencia de “una ruptura generacional entre lo que actualmente representan prácticas válidas y legítimas para obtener ingresos y lo que la misma expresión representaba décadas atrás” (22). Identifican al menos dos expresiones de este fenómeno: “En primer lugar, la mano de obra, surgida a partir del modo de producción originario del barrio: la autoconstrucción, parece estar desplazándose de este sector laboral hacia otras formas emergentes de resolución de las condiciones materiales de la vida, en el marco de procesos migratorios en busca de trabajo hacia afuera o dentro del país (como la minería en el sur venezolano). Por otro lado, algunas dinámicas colectivas – familiares o comunitarias – vinculadas a la autoconstrucción del barrio desaparecen o merman de manera notable, como la ‘cayapa’ para terminar de construir una vivienda; las mejoras infraestructurales posibles con el… pago salarial de fin de mes, entre otras. Incluso surgen nuevos tigres asociados a tareas cada vez más desagregadas del mismo proceso de autoconstrucción, en una suerte de ‘taylorismo comunitario’: pegar bloques, cargar arena, cargar escombros, entre otras tareas que anteriormente solo eran rentables si se asumían juntas, en su totalidad” (23). La misma “ruptura”, continúan los investigadores, “se vive como tránsito entre la preeminencia de hombres que se formaron en el servicio militar obligatorio y un oficio – o varios – como albañilería, carpintería, electricidad, entre otros, que ahora están en la búsqueda cotidiana de cualquier actividad que permita acceder a rentas: cargar bolsas de mercado, llevar tobos de agua, cargar bombonas de gas, entre otros” (24).
Retomando uno de los principios que orientan el estudio, el de la contradicción entre reproducción del capital y reproducción social de la vida, los investigadores plantean que esta “ruptura generacional” se produce en un contexto caracterizado por “el declive del sector comercial-inmobiliario, el auge del sector financiero-especulativo y el reacomodo del sector importador-comercial”, lo que se traduce como importantes “cambios en las comunidades populares urbanas, casi como reflejos de esta reconfiguración de los principales circuitos concentrados” de capital (25).
Entre las actividades informales destaca la venta y reventa de alimentos y otros bienes, que “implica diversas modalidades: se venden alimentos elaborados, procesados artesanalmente y, por lo general, vendidos a bajos costos (repostería, café colado, empanadas, hielo, etcétera), pero también se revenden, a muy altos costos, productos que se adquieren a través de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) o a precios regulados en los supermercados o en locales abastecidos (Punto Polar)”. Estas actividades de reventa con conocidas popularmente como “bachaqueo” (26). Uno de los aportes más significativos del estudio es que da cuenta de la ambivalencia del bachaqueo, en tanto que fenómeno que suscita sentimientos contradictorios:
“Todos odiamos a los bachaqueros, cuando se hace referencia a grupos ‘mafiosos’ que monopolizan el acceso a alimentos regulados, moviendo altos volúmenes de productos que luego revenden a precios… especulativos”;
“Todos somos bachaqueros, cuando se hace referencia a la acción diaria de tantas mujeres – y en menor medida de hombres –, de amanecer recorriendo la ciudad en búsqueda de productos con precios accesibles”;
“Hay bachaqueros que no nos hacen daño, cuando se trata de gente cercana con carencias materiales muy sentidas (o similares a las propias) que compran todo lo que puedan y dedican una parte para el autoconsumo y otro para la venta al resto de la comunidad en pequeñas cantidades, generalmente en la forma de ‘tetas’, a fin de ganar más dinero para cubrir otros gastos o comprar más para ‘bachaquear’ (léase: repetir el proceso descrito). Constituye una especie de pequeño bachaquero, a escala de subsistencia” (27).
Subrayando este carácter ambivalente del bachaqueo, los investigadores concluyen que se trata de “una noción que agrupa distintas prácticas, casi antagónicas en algunos casos, pero todas nombradas de la misma manera, lo cual nos parece que supone un agrupamiento que tiende a igualar prácticas y sujetos: iguala a quienes más padecen la crisis con quienes controlan el circuito y generan altos niveles de renta a partir de la crisis” (28).
Entre las actividades identificadas como malandreo, se cuentan: “el microtráfico de drogas; la vigilancia personal del ‘pran’; el control armado de circuitos de capital susceptibles a la usura (el cobro por ‘vigilancia’ de locales, práctica conocida como ‘cobrar vacuna’; la venta de puestos en las colas de supermercados, entre otros); el robo y el arrebato (señalado como una práctica que se ejerce fuera del barrio); y la ‘vinculación con sindicatos fuera del barrio’, prácticas casi siempre asociadas con jóvenes (29). El malandreo trasciende la violencia delincuencial. De hecho, debe ser entendida como “una forma económica”, más que como un “conjunto de decisiones éticas”. El estudio revela “relaciones que dan cuenta de: a) estructuras organizativas locales con articulación regional e incluso nacional; b) diversificación de tareas como custodia de locales, territorios y hasta dinámicas concretas (como la ‘cola’ para acceder a productos regulados, por ejemplo); distribución y comercialización de diversos bienes y servicios; comunicaciones, entre otros; c) funciona en base a niveles jerárquicos; y d) opera en torno al control de circuitos de actividades económicas como préstamos de dinero, juegos de azar, prostitución, reventa de alimentos, etcétera”. En suma, el malandreo se vincula “a circuitos de circulación del capital que progresivamente desarrolla mecanismos para controlar otros circuitos y alinear los pequeños emprendimientos en el territorio” (30).
Por último, entre las actividades informales se cuenta matar tigres, que “tienen que ver con cobrar por hacer tareas concretas de la cotidianidad o trabajos breves o provisionales”. Así, por ejemplo, los hombres mencionan “tareas asociadas a la dinámica laboral de la construcción: cargar arena, pegar bloques, cargar escombros, entre otras”, mientras que las mujeres mencionan “trabajos como cuidar niños, secar cabello, hacer manicure, limpiar casas, hacer manualidades, vender bisutería, vender maquillaje, costura, arreglos de ropa, entre otros” (31).
Tres formas de resolución de las condiciones materiales ocupan un lugar intermedio: ayudan a resolver, pero están lejos de resultar suficientes. Éstas son: gozar de programas sociales del Estado, subsidios o de redes estatales; formar parte de redes de solidaridad familiares, inter-familiares, entre otros tipos; y ser parte o tener relación con organización y articulación política de diverso orden. La primera tiene que ver con “todo aquello que se resuelve gracias a pensiones, becas o ayudas económicas (con periodicidad estable o no), así como redes de equipamiento o servicios públicos subsidiados y la participación en una o varias Misiones Sociales” (32). Aquí se incluyen las bolsas o cajas de alimentos distribuidas por los CLAP, el aporte mensual a través de la Gran Misión Hogares de la Patria, las bolsas de comida adquiridas a precios subsidiados en los lugares de trabajo (instituciones públicas), la alimentación de niños, niñas, jóvenes y adultos en instituciones educativas públicas, así como “ayudas” diversas que se gestionan ante diversos organismos públicos. La segunda refiere a “todo aquello que se resuelve gracias a la solidaridad a lo interno de las familias, entre distintos núcleos familiares, redes de amistades o incluso que se fundan sobre la base de una mínima organización para el intercambio de productos y servicios en una determinada comunidad” (33). Algunos ejemplos serían las compras planificadas y al mayor para abaratar costos, el trueque, el ahorro colectivo para comprar medicinas de alto costo, entre otros. Por último, la tercera se relaciona con “todos aquellos aspectos de la materialidad que se resuelven a partir del trabajo de la comunidad en diversas áreas o articulando el trabajo entre comunidades. Contempla tanto las expresiones más visibles como consejos comunales, Comunas, CLAP, entre muchas otras, pero también todas aquellas posibles formas de organización existentes sin importar el signo político” (34). Un ejemplo a destacar dentro de esta modalidad “son las compras de alimentos (generalmente verduras y legumbres) programadas por los consejos comunales u otras expresiones organizativas en el territorio”, y que “suelen hacerse a través de acuerdos con productores locales, evitando intermediarios y costos de transporte, para abaratar el precio final a la comunidad” (35).
La forma de resolución por poseer medios o bienes inmateriales como patrimonio, que refiere a “propiedades individuales o colectivas (familiares o inter-familiares) que permiten resolver condiciones materiales” (36), prácticamente no fue mencionada por las personas entrevistadas.
La forma de resolución por modificación de hábitos de consumo y modos de vida fue la más mencionada, junto con los ingresos provenientes de actividades informales. Es la modalidad más estrechamente asociada con la capacidad de “creatividad” e “inventiva” populares. El cambio de hábito más frecuentemente citado se relaciona con el consumo de alimentos: “En efecto, actualmente se comen más vegetales, hortalizas – especialmente tubérculos – y más granos, y se comen menos harinas, azúcares, proteína animal (pollo y carne de res en especial, pero también cerdo y pescado en general) con la marcada excepción de sardina, que por el contrario se come ahora con sorprendente frecuencia por ser muy barata”. Puede decirse que se come “mejor”, pero indudablemente se come menos: la mayoría coincide en que se hacen menos comidas al día, ya no se hacen meriendas, e incluso hay alguna gente que no tiene qué comer (37). Los investigadores apuntan: “Las posiciones están divididas en torno a si esta modificación se traduce en que se coma más sanamente o si estamos acercándonos a niveles de desnutrición y pobreza extrema conocidos en Venezuela antes del proceso bolivariano. A partir de la muestra es evidente que el cambio en la dieta cotidiana se padece mucho más de lo que se celebra; se sufre el no poder acceder a los alimentos en las mismas cantidades y con la misma celeridad que antes, y se emprenden enormes esfuerzos por intentarlo” (38).
Este extraordinario ejercicio de cartografía de la diversidad de formas de resolución de las condiciones materiales para la reproducción social de la vida empleadas por las clases populares, y que aporta información muy valiosa para comprender el tipo de mutaciones que está experimentando la sociedad venezolana en tiempos de crisis, es complementado con un “análisis sobre las formas en que el pueblo – que habita en las comunidades participantes – está administrando lo común, la vida en todas sus dimensiones en relación con la procura material y cómo se vincula con el Estado y el mercado” (39).
Público, privado, común
En cuanto a la administración de lo común por parte del Estado, la percepción generalizada es que “hay una situación de crisis generalizada en donde ‘todo está desbordado’, el Estado no tiene control de lo que sucede, ‘están las leyes, pero no se cumplen, no se toman cartas en el asunto’, entre otras” opiniones del mismo signo. Se cuestiona la falta de “seguimiento adecuado” a los “programas sociales”, lo que termina “favoreciendo la corrupción y el clientelismo”. Además, “hay ideas recurrentes que asocian a la fuerza pública y a otras instituciones de control (especialmente policías y militares) como parte de las redes de corrupción, no estando al servicio de lo común, ni de lo público, sino de sus propios intereses o de los privados”. Entre las personas entrevistadas, las más politizadas (“típicamente voceros y voceras de consejos comunales”) opinaron que el funcionamiento de los CLAP implica “un desdibujamiento de su rol en la gestión de lo común, tal y como se venía planteando en el proceso bolivariano”. Para los habitantes promedio, en cambio, “estas críticas tenían más que ver con una aparente tendencia a la discrecionalidad”. Con todo, “se sigue perfilando al Estado como la opción para el apalancamiento de la gestión de lo común” (40).
En el caso del mercado o, más precisamente, de los agentes económicos capitalistas que lo controlan, específicamente “las grandes cadenas de supermercados” son calificadas como “cómplices con respecto a las situaciones de colas, el remarcaje constante de precios y el establecimiento de redes para el bachaqueo que se conectan desde adentro, vinculadas también con los cuerpos de seguridad y con distintos niveles de organización criminal”, situación que se repite en “los pequeños abastos y bodegas en el corazón de las comunidades, impidiendo que la organización comunitaria ejerza algún tipo de contraloría” (41).
Por último, la valoración que se hace de la propia comunidad, en particular las personas más politizadas, “es que hay intentos de organizaciones comunitarias para la producción alimentaria, por un lado, y para la organización de los consumos de alimentos planificados, por otro, pero que no han terminado de configurarse como expresiones del todo orgánicas”. Se insiste en señalar la tensión existente entre los CLAP y los consejos comunales, “aunque no deja de reconocerse que los CLAP contribuyen grandemente a garantizar la alimentación de las familias”. Uno de los entrevistados afirmó: “Sí me molestó esa vaina de que ‘todo el poder para los CLAP’, eso desmovilizó a la comunidad, ya no hay comité de salud, comité de deporte, comité de cultura, comité de vivienda. No hay nada. Lo único que hay es el CLAP”. De igual forma, está muy presente la idea “de la necesidad de cambiar el modelo económico productivo en Venezuela como única posibilidad para salir de la crisis actual. El debate sobre cómo está configurada la economía del país y su dependencia del petróleo, circula permanentemente en las comunidades populares urbanas” (42).
Dicho esto, los investigadores plantean la existencia de “dos andamiajes concretos que engranan esfuerzos entre varias formas de administración de lo común”, que se organizan como “trinidades”. La primera de ellas “es la componenda entre los circuitos concentrados de la importación y el comercio (distribuidores, intermediarios y comercios), prácticas corruptas de sectores del Estado (especialmente dentro de la fuerza pública y otras instituciones de control) y las mafias organizadas (redes de bachaqueo en manos de malandros). Estas tres formas actuando como una sola representan la forma histórica de acceso a mercancías en nuestro país”. La segunda sería la resultante de “una débil componenda entre el Estado (distintos sectores del poder ejecutivo, incluso la fuerza militar), la organización comunitaria (sobre todo el CLAP en los últimos años, aparte de consejos comunales y Comunas) y las comunidades populares”. Esta segunda trinidad “es muy joven y poco estable, ha sido consecuencia de la crisis en la distribución de alimentos, aun cuando podríamos decir que desde 1999 ha habido otros ejercicios parciales de trabajo de esta trinidad” (43). La pregunta es: ¿cuál de ellas prevalecerá?
Pues bien, si el criterio de evaluación es el “principio material”, la primera trinidad “garantiza materialidad solo en la medida en que la población accede a mercancías especulativas en el mercado, es decir, que la concentración de capital en manos de los circuitos de distribución y comercialización es el objetivo primario”. En el caso de la segunda trinidad, “tiene como objetivo central el consumo de la población eliminando el mercado intermediario, pero hay que advertir que no está exento de contribuir a la concentración de capital en manos de los circuitos de importación, distribución y comercialización” (44).
Si se trata del “principio democrático”, es cierto que la primera trinidad “ha operado siempre con no poca legitimidad en la población”. Por ejemplo, “el mayor oligopolio nacional ha logrado posicionar sus productos como referencias culturales nacionales, sin embargo, este último período ha abierto fisuras importantes en el rol de cada uno de los actores que la componen”. Se podría afirmar que ha quedado expuesta la manera como opera, poco o nada democrática. La segunda trinidad, por su parte, “no cuenta con la misma historia y se presenta como una medida coyuntural frente a la crisis”, siendo el caso que “la expectativa general es poder restablecer el consumo vía mercado”. Si bien ha ganado alguna legitimidad, prevalece “la pobre articulación con la organización comunitaria de mayor consolidación estos años que son los consejos comunales y las Comunas, el paralelismo y desconocimiento genera confrontaciones, y luego está la poca claridad sobre los mecanismos de asignación de la política, así como los precarios mecanismos de rendición de cuentas a la comunidad” (45).
Por último, si el criterio es el “principio de factibilidad”, la primera trinidad tiene a su favor “que se trata de reproducir el mismo esquema de importación, distribución y comercialización especulativa”, es decir, “la forma rentística histórica de Venezuela”, mientras que la segunda trinidad se enfrenta al desafío de “seguir subsidiando desde el Estado el mismo esquema de importación, distribución y especulación – en época de declive de la renta petrolera y de cerco comercial internacional – o apalancar la producción, procesamiento y distribución nacionales” (46).
La mutación en marcha: un nuevo orden, una nueva racionalidad
El análisis que realizan Pineda, García-Sojo y Vargas me parece sumamente valioso por varias razones:
parten del reconocimiento de la contradicción entre reproducción del capital y reproducción social de la vida, una contradicción que, dicho sea de paso, no solo atraviesa, tensiona y determina a la sociedad venezolana, sino que es de carácter universal. Más importante aún, no naturalizan esta contradicción, no la consideran un fenómeno ahistórico, sino todo lo contrario: a diferencia de muchos otros análisis, asumen de entrada que la reproducción del capital conspira de manera permanente contra la reproducción social de la vida, y toman partido en favor de esta última;
sortean de manera hábil e inteligente las trampas de la retórica política, evitando plantearse falsos dilemas y reconociendo que, de la misma forma que está en marcha una “guerra económica”, también está en crisis no solo el modelo capitalista rentístico, sino todo un modelo civilizatorio fundado en la reproducción del capital;
definen expresamente su lugar de enunciación: el pueblo. Se asumen como parte del sujeto popular y manifiestan que cualquier salida a la crisis debe responder a sus intereses;
plantean que, más allá de las formas dominantes de administración de lo común, la pública y la privada, hay que tomar en cuenta la administración de lo común por parte de los comunes, lo que implica un reconocimiento de la potencia de lo popular;
van al terreno, estableciendo interlocución directa con el sujeto popular. Esto, que puede parecer obvio, y desprovisto de cualquier mérito, reviste mucha importancia en el momento actual, en tanto que predominan los análisis desanclados de la realidad. Más significativo aún, y éste es quizá el principal aporte que hacen los investigadores, se trata de una interlocución desprejuiciada, desmoralizada, que no incurre en la victimización de las clases populares;
construyen una cartografía de las formas de resolución de las condiciones materiales para la reproducción social de vida, que es un buen punto de partida para futuras investigaciones. Al observar este ejercicio de construcción, es cuando más evidente se hace el esfuerzo por realizar un análisis exento de moralina, que evita victimizar a un sujeto popular que, ciertamente, padece los rigores de la crisis, pero también “resuelve” de múltiples maneras;
sugieren la existencia de al menos dos grandes formas de agrupación de las fuerzas intervinientes en la administración de lo común, lo que permite comprender, al menos parcialmente, y de manera muy esquemática, la manera como se imbrican fuerzas que, en otros análisis, suelen aparecer actuando de manera aislada.
En líneas más generales, eso que los investigadores identifican como “transformaciones a partir de la crisis” (47), así como las diversas formas que asumen las tensiones y contradicciones entre el Estado, los agentes económicos capitalistas y las clases populares, son índice elocuente del proceso de mutación del régimen de gubernamentalidad. La creciente pérdida de capacidad estatal para administrar lo común, las limitaciones inherentes a la manera de intentar gestionar la crisis (que deja al descubierto la tensión inclusión/participación, expresada en el estudio como CLAP vs. consejos comunales, por ejemplo), los problemas que se derivan de la incomprensión de la naturaleza de la crisis (lo que se evidencia en la tendencia a dejar intacta la lógica metabólica de reproducción del capital), sumado al progresivo “repliegue” estatal del mercado, son circunstancias que deben ser analizadas desde esta perspectiva.
Lo que varias de las personas entrevistadas, y de hecho parte importante de las clases populares perciben como “crisis generalizada”, “desbordamiento”, ausencia de “control”, incumplimiento de las leyes, inacción, falta de “seguimiento”, y los propios investigadores describen en alguna parte como “caotización”, es igualmente signo de la mutación hacia un régimen de gubernamentalidad neoliberal. Como bien apunta Santiago Castro-Gómez, “el neoliberalismo no es el caos y la irracionalidad que quedan después de la desaparición del estado, sino que conlleva toda una reorganización de la racionalidad política que abarca no sólo el gobierno de la vida económica, sino también… el gobierno de la vida social e individual. Una racionalidad que, valga decirlo, no elimina al Estado, sino que lo convierte en instrumento para crear la autonomía del mercado. Si se puede hablar de algo así como la ‘retirada del estado’, ésta deberá verse como el efecto de una tecnología racional de gobierno y no como un fenómeno irracional” (48).
Lo que está en marcha y, podría agregarse, en disputa, es toda una reorganización de la racionalidad política. De allí la importancia, insisto, que tiene identificar y combatir todo vestigio de “razón humanitaria” (49). Eso que percibimos comúnmente como caos e irracionalidad es realmente la manera como se manifiesta la configuración de un orden fundado en una determinada racionalidad: la neoliberal. El Estado, por supuesto, no “desaparece”, por más que parezca inerme, impotente, casi inexistente, y su “repliegue” debe entenderse como un efecto de las tácticas empleadas por fuerzas que actúan racionalmente, ya se trate de agentes económicos capitalistas (transnacionales, nacionales y locales, con énfasis en los poderes monopólicos y oligopólicos), facciones de poder actuando dentro del mismo Estado, o de poderes fácticos que asumen la forma de “mafias organizadas”, para seguir con la fórmula “trinitaria” planteada por los investigadores. Lo que está en juego es el control del Estado y, por esa vía, el control del mercado; la capacidad de prevalecer en la disputa por la administración de lo común y, por tanto, la subordinación de las mayorías populares a la lógica de la reproducción del capital.
En tal contexto debe analizarse, igualmente, el bachaqueo, fenómeno anómico por excelencia, que resumiría todo el caos y la irracionalidad de la crisis actual. De nuevo, es preciso hacer un esfuerzo por desmoralizar el análisis. En tanto que expresión inmediata, próxima y cotidiana de la crisis, ponemos todo el énfasis en la anomia bachaquera, lo que nos impide comprender que ya no hay más anomia, en el sentido de que lo previamente anómico pasa a estar en el centro de la dinámica social: en medio de un proceso de mutación del régimen de gubernamentalidad, de reorganización de la racionalidad política, lo anómico deviene nueva norma de sociabilidad.
Pero, además, y por supuesto muy lejos de pretender idealizarlo, los investigadores han subrayado el carácter ambivalente del fenómeno bachaquero: los bachaqueros pueden inspirar tanto el odio de toda la comunidad, como comprensión y hasta solidaridad. Todo depende de quiénes se trate: de mafias o de personas comunes y corrientes que se enfrentan a las mismas dificultades que el resto de la comunidad, o incluso peores. De igual forma, bachaquear es una práctica que puede ser señalada como censurable, rayando en lo criminal, o puede ser concebida como una práctica a la que todos y todas, eventualmente, deben recurrir para la procura de alimentos o medicinas, por ejemplo.
Abordar el fenómeno bachaquero desde la condena moral puede suponer la total invisibilización del significativo aumento de la desigualdad social como consecuencia de la crisis, y de las múltiples estrategias que emplean las clases populares para “resolver la vida”. Para decirlo con Verónica Gago, puede implicar el desconocimiento del “vitalismo de la vida” que caracteriza a las mayorías populares, lo que claramente tiene serias implicaciones políticas: es sencillamente imposible hacer política revolucionaria despachando el ingente esfuerzo popular por “resolver” la cotidianidad.
Por otra parte, esta condena moral del bachaqueo, y en general de las formas que asume este “neoliberalismo desde abajo” (50), puede encubrir prejuicios de clase: se juzgan como inaceptables o intolerables, exactamente las mismas prácticas a las que recurren los llamados “emprendedores”, comúnmente personas pertenecientes a la clase media venida a menos: la simple reventa de alimentos y bebidas, por poner un solo ejemplo. Aún más, puede significar que los grandes “ganadores” de la crisis, los agentes económicos capitalistas, queden fuera de la ecuación, más allá del escrutinio popular, llegándose en algunos casos al extremo de considerarlos al mismo tiempo como “víctimas” y “salvadores”: víctimas de los controles estatales sobre el mercado, y oportunos y puntuales proveedores de los bienes que pasan a estar disponibles (aun cuando no accesibles) una vez que el Estado ha levantado los controles. Peor aún, puede representar el menosprecio de la dura lucha que las comunidades organizadas han librado contra estos mismos agentes económicos capitalistas, que de hecho promueven activamente el bachaqueo, en alianza con mafias criminales, como lo tienen muy claro los sujetos más politizados de los barrios populares.
Esta condena moral del bachaqueo es en sí misma una clara expresión de la reorganización de la racionalidad política en curso, de la despolitización inherente al neoliberalismo. En tal sentido, es un serio obstáculo para hacerle frente a este proceso de neoliberalización de la sociedad venezolana.
En todo caso, han transcurrido casi tres años desde que Pineda, García-Sojo y Vargas iniciaran su estudio. En ese lapso, aparentemente, el fenómeno del bachaqueo prácticamente ha desaparecido. Algunos pudieran sentirse tentados a sentenciar, victoriosamente, que ha sido “erradicado”. Muchas preguntas pueden hacerse: ¿realmente ha desaparecido o simplemente ha asumido otras formas? ¿Acaso los agentes económicos capitalistas no practican el bachaqueo, solo que a gran escala? Pongamos por caso que el fenómeno persiste, pero de manera muy acotada. En tal caso, ¿ha disminuido la desigualdad o se ha incrementado? ¿En la medida en que se ha producido la “retirada” del Estado se ha hecho más democrático el mercado? Algunas de estas preguntas pueden parecer capciosas, otras respuestas parecen obvias, pero no lo son tanto: el neoliberalismo ha avanzado mucho en el sentido común. Entre muchas otras que pudieran hacerse, tal vez la pregunta más importante de todas siga siendo: ¿cómo resuelven la vida hoy día las mayorías populares?
(8) Verónica Gago. La razón neoliberal. Págs. 233-234.
(9) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 234.
(10) Verónica Gago. La razón neoliberal. Págs. 234-235.
(11) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Tensiones y posibilidades en contextos populares urbanos frente a la crisis venezolana, en: Venezuela desde adentro. Ocho investigaciones para un debate necesario. Karin Gabbert y Alexandra Martínez (compiladoras). Fundación Rosa Luxemburg. Quito, Ecuador. 2018. Pág. 343.
(12) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 348.
(13) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 341.
(14) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 342.
(15) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 344.
(16) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Págs. 344-345.
(17) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Págs. 345-346.
(18) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 350.
(19) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 366.
(20) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 350.
(21) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 364.
(22) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Págs. 366-367.
(23) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Págs. 366-367.
(24) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Págs. 367-368.
(25) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 365.
(26) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Págs. 351-352.
(27) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 368-369.
(28) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 369.
(29) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Págs. 353-354.
(30) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Págs. 369-370.
(31) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 354.
(32) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Págs. 354-355.
(33) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 356.
(34) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Págs. 356-357.
(35) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 357.
(36) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 357.
(37) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 358.
(38) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 371.
(39) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 360.
(40) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Págs. 361-363.
(41) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 363.
(42) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Págs. 363-364.
(43) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 374-375.
(44) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Págs. 375-376.
(45) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 376.
(46) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 376.
(47) Edith Pineda Arvelo, Mariana García-Sojo y Hernán Vargas Pérez. Entre la resolución del día a día y la administración de lo común. Pág. 364.
Si tuviera que plantearlo de manera muy esquemática, diría que el aporte de Verónica Gago en su extraordinaria obra La razón neoliberal, pasa por:
la recuperación de los conceptos de gubernamentalidad y biopolítica (Foucault) como punto de partida para pensar la cuestión del neoliberalismo;
la problematización del concepto de neoliberalismo, y la construcción del concepto de neoliberalismo desde abajo, en tanto que respuesta desde abajo a los efectos desposesivos del neoliberalismo;
realizar una lectura no moral y victimista de lo popular en general y del migrante en particular, reivindicando una pragmática popular vitalista, echando mano del concepto de “oportunismo de masas” de Paolo Virno y del concepto spinoziano de “conatus”;
proponer un concepto de progreso por fuera de la racionalidad neoliberal;
trabajar con un concepto de cálculo más allá de la lógica del beneficio, ubicado entre la aspiración al progreso y la obediencia.
Verónica Gago inicia su ensayo dando cuenta de lo que identificamos comúnmente como neoliberalismo: “privatizaciones, reducción de protecciones sociales, desregulación financiera, flexibilización laboral, etc.”. Desde los años 70, América Latina “ha sido un lugar de experimentación para estas modificaciones impulsadas «desde arriba», por organismos financieros internacionales, corporaciones y gobiernos”. El neoliberalismo puede ser definido como “un régimen de existencia de lo social y un modo de mando político instalado regionalmente a partir de las dictaduras, es decir, con la masacre estatal y paraestatal de la insurgencia popular y armada, y consolidado en las décadas siguientes a partir de gruesas reformas estructurales, según la lógica de ajuste de políticas globales” (1).
Hacia finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, el neoliberalismo es contestado masivamente en América Latina: “Las revueltas durante la crisis de 2001 en Argentina marcaron el quiebre de la legitimidad política del neoliberalismo «desde arriba». Esas revueltas son parte de una secuencia continental: Venezuela, Bolivia, Ecuador (y una nueva secuencia de movilizaciones como las de Chile y Brasil más recientes)”. La magnitud, y en algunos casos incluso la radicalidad de la contestación, hace que comience a ganar terreno el concepto de “posneoliberalismo” (2).
No obstante, plantea Gago, posneoliberalismo “no indica ni transición ni mera superación. Mas bien señala la crisis de su legitimidad como política estatal-institucional a partir de las revueltas sociales recientes, las mutaciones operadas en el capitalismo mundial a partir de su crisis global y de ciertas políticas institucionales en los países cuyos gobiernos han sido caracterizados como «progresistas»”. Mientras esto ocurre, es posible constatar “la persistencia del neoliberalismo como condición y la incorporación o inmanentización de algunas de sus premisas fundamentales en la acción colectiva popular que lo ha impugnado” (3).
Para ser capaces de verificar esta persistencia del neoliberalismo, y ésta es la más importante precisión metodológica y conceptual de Gago, hay que partir de que el neoliberalismo no es solo un conjunto de políticas impulsadas por los gobiernos y las multilaterales, sino toda una racionalidad. Es necesario “pensar el neoliberalismo como una mutación en el «arte de gobernar», como propone Foucault con el término gubernamentalidad”, lo que implica “entender el neoliberalismo como un conjunto de saberes, tecnologías y prácticas que despliegan una racionalidad de nuevo tipo que no puede pensarse solo impulsada «desde arriba»”. La gubernamentalidad neoliberal supone “una forma sofisticada, novedosa y compleja de enhebrar, de manera a la vez íntima e institucional, una serie de tecnologías, procedimientos y afectos que impulsan la iniciativa libre, la autoempresarialidad, la autogestión y, también, la responsabilidad sobre sí” (4).
Tenemos, entonces, que la racionalidad neoliberal opera en el nivel macropolítico, pero también es “puesta en juego por las subjetividades y las tácticas de la vida cotidiana”, expresándose “como una variedad de modos de hacer, sentir y pensar que organizan los cálculos y los afectos de la maquinaria social”. En tal sentido, “el neoliberalismo se vuelve una dinámica inmanente: se despliega al ras de los territorios, modula subjetividades y es provocado sin necesidad primera de una estructura trascendente y exterior” (5).
Por un lado, “el neoliberalismo no se deja comprender si no se tiene en cuenta cómo ha captado, suscitado e interpretado las formas de vida, las artes de hacer, las tácticas de resistencia y los modos de habitar populares que lo han combatido, lo han transformado, lo han aprovechado y lo han sufrido” (6). Por el otro, también es cierto que se comprende muy poco si no se subraya el hecho de que el neoliberalismo es permanentemente resistido y combatido desde abajo.
Gago propone el concepto de “neoliberalismo desde abajo” para referirse al “conjunto de condiciones que se concretan más allá de la voluntad de un gobierno, de su legitimidad o no, pero que se convierten en condiciones sobre las que opera una red de prácticas y saberes que asume el cálculo como matriz subjetiva primordial y que funciona como motor de una poderosa economía popular que mixtura saberes comunitarios autogestivos e intimidad con el saber-hacer en la crisis como tecnología de una empresarialidad de masas” (7).
Dado por hecho y padecido, pero sobre todo resistido y combatido, este neoliberalismo desde abajo supone una “pragmática vitalista” (8). Para Gago, este concepto “permite pensar el tejido de potencia que surge desde abajo”. Apelando al concepto de “conatus”, de Spinoza, afirma que “la dinámica neoliberal se conjuga y combina de manera problemática y efectiva con este perseverante vitalismo que se aferra siempre a la ampliación de libertades, de goces y de afectos” (9). En el neoliberalismo desde abajo, estos “conatus” se ubican más allá “de la idea fría y restringida del cálculo liberal, dando lugar a figuras de la subjetividad individual/colectivas biopolíticas, es decir, a cargo de diversas tácticas de vida” (10). En síntesis, “hablar de neoliberalismo desde abajo es un modo de dar cuenta de la dinámica que resiste la explotación y la desposesión y que a la vez se despliega en (y asume) ese espacio antropológico del cálculo” (11).
Recapitulando, el concepto de neoliberalismo desde abajo pone en entredicho la idea comúnmente aceptada de que “el neoliberalismo se trata solo de un conjunto de macropolíticas diseñadas por centros imperialistas”, “de una racionalidad que compete solo a grandes actores políticos y económicos, sean transnacionales, regionales o locales”, y que, por tanto, “su superación… depende básicamente… de políticas macro-estatales llevadas adelante por actores de la misma talla” (12). Concebido de esta manera, dejamos de lado, por ejemplo, “las dinámicas sociales de actores que suelen verse más como víctimas del neoliberalismo que como decisivos articuladores de una heterogeneidad social cada vez más veloz, desbordante e ininteligible en términos de una geometría política clásica” (13).
Gago plantea que hay que tomarse en serio esta articulación entre neoliberalismo y subjetividades populares, recrear nuevos conceptos que nos permitan “comprender la dinámica compleja que alcanza a lo político cuando es capaz de recoger en sí todas las capas de lo real”, lo que significa estar atentos a la “advertencia de Marx: «lo real es múltiplemente determinado»” (14). Por tal razón recurre al análisis de Foucault, “en la medida en que nos permite pensar la gubernamentalidad en términos de ampliación de libertades y por tanto analizar el ensamblaje productivo y multiescalar que implica el neoliberalismo actual como modo de gobierno y de producción de realidad que también desborda ese gobierno”, siendo necesario, igualmente, “discutir los modos de dominación que esta nueva manera «libre» de gobernar impone” (15).
Refiriéndose a la dinámica del neoliberalismo, afirma que la apuesta es “encontrar un vocabulario político que se despliegue en esa inmanencia problemática sin allanar contradicciones y ambivalencias”, dando cuenta igualmente de las dinámicas “de fuerzas productivas que todo el tiempo desbordan el esquema neoliberal y anticipan posibilidades que ya no son las socialistas estatales”, constituyendo “un modo de cooperación social que reorganiza el horizonte del trabajo y de la explotación, de la integración y del progreso, de la buena vida y del buen gobierno” (16).
Gago centra su análisis en la feria de La Salada, en Buenos Aires, Argentina, donde el trabajador migrante de origen boliviano es predominante, y en la manera como ésta se relaciona con la villa, el taller textil clandestino y la fiesta. Al respecto, plantea: “a la vez que constatamos formas de explotación y subordinación vinculadas al trabajo migrante, que el capital sitúa como su parte «baja» y exhibe como situaciones ejemplificadoras de obediencia, se descubre también una faz de invención resistente y democrática”. Acto seguido, insiste en dos cuestiones claves: “Por un lado, la posibilidad de escapar de la imagen puramente victimista de quienes encaran una trayectoria migrante. Por otro, desbordar esa definición estrictamente empresarial, de formación de capital humano, sin abandonar la idea de progreso. ¿Es posible pensar el ansia de progreso por fuera del régimen neoliberal definido como matriz de una racionalidad individualista ordenada por el beneficio? ¿Es posible hacer una reivindicación del cálculo más allá del beneficio? ¿Es posible que el «oportunismo de masas» del que habla Paolo Virno sea un dinamismo social que sin embargo no suele atribuirse a los sectores populares?” (17).
De un lado, Gago asume “una clara estrategia opuesta a la victimización de los sectores populares”, que eventualmente se expresa como “moralización y judicialización” del mundo popular (18). Del otro, parte de la hipótesis de que el trabajador migrante exhibe “un impulso vital que despliega un cálculo en el que se superpone una racionalidad neoliberal con un repertorio de prácticas comunitarias produciendo como efecto lo que llamamos neoliberalismo desde abajo” (19); para decirlo con Virno, “esta pragmática vitalista se emparenta con la idea de un «oportunismo de masas», es decir, el cálculo permanente de oportunidades como modo de ser colectivo” (20).
Hasta aquí lo central del planteamiento de Verónica Gago, que resume en el primer capítulo de La razón neoliberal, y que desarrollará en los capítulos sucesivos.
¿Uno o varios “progresismos”?
Verónica Gago se plantea expresamente debatir con el “progresismo” latinoamericano, con lo que considera los límites inherentes a su forma de concebir la política. A su juicio, la idea misma de “posneoliberalismo” se funda en “la reivindicación de la dupla estado vs. mercado”, y en la creencia en una pretendida autonomía de lo político. No obstante, apunta: “El neoliberalismo no es el reino de la economía suprimiendo el de la política, sino la creación de un mundo político (régimen de gubernamentalidad) que surge como proyección de las reglas y requerimientos del mercado de competencia” (21). Luego, advierte: “Cuando se apela a la recuperación del estado se pretende separar abstractamente las secuencias «liberalismo-mercado-economía» de «desarrollismo-estado-política», y suponer, paso a paso, que lo segundo puede de por sí corregir y sustituir a lo primero. Pero este modo de plantear las cosas conlleva ya el riesgo de una reposición inmediata y general de relegitimación de un neoliberalismo «político», por falta de toda reflexión crítica sobre los modos de articulación entre institución y competencia (entre liberalismo y neoliberalismo). La renuncia a la singularidad en el diagnóstico trae como correlato políticas sin singularidad alguna respecto del desafío actual” (22).
Acto seguido, hace explícita la apuesta teórica y política de La razón neoliberal: “En cierto sentido en todo el continente se juega el mismo problema: ¿puede la reposición del estado y los nuevos liderazgos antiliberales superar al neoliberalismo? Defendemos la tesis de que sólo el despliegue contenido en los movimientos y revueltas de las últimas décadas en el continente anticipan nuevos sujetos y racionalidades que una y otra vez son combatidos a partir de la reintroducción de una racionalidad propiamente liberal desde la «recuperación del estado»” (23). Sin duda, un planteamiento polémico y audaz.
Tal y como propone Gago, considero imprescindible reivindicar la necesidad de singularidad en el diagnóstico, lo que pasa por reconocer, igualmente, los límites de la idea de “progresismo”. En el caso específico de Venezuela, si bien se pueden identificar, sin mayores inconvenientes, un conjunto de afinidades programáticas, tácticas e incluso estratégicas con los gobiernos “progresistas”, sin duda alguna que hay que subrayar sus diferencias, que pueden llegar a ser muy notables.
Claudio Katz (24), por ejemplo, refiriéndose al contexto latinoamericano durante el “ciclo progresista”, distingue entre gobiernos derechistas (que irónicamente suelen quedar fuera del análisis), centroizquierdistas y radicales. Aunque evidentemente no lograron hacerlo, solo estos últimos se plantearon realmente “una ruptura frontal con el neoliberalismo”. Por tanto, si de “pos-liberalismo” se trata, esa condición “solo correspondería a ese segmento radical y no al conjunto de Sudamérica”.
Katz discute con quienes defienden lo que llama la “tesis pos-liberal” y con quienes plantean la idea de un “Consenso de commodities”. En el caso de los primeros, el problema deriva “de una confusa utilización del propio concepto de pos-liberalismo. Se lo aplica en tantos sentidos, para aludir a tal diversidad de situaciones, que termina navegando en la indeterminación. No se sabe si define gobiernos, etapas o patrones de acumulación. La noción tampoco esclarece las políticas económicas en boga… En la acepción más corriente, el pos-liberalismo define un período superador del Consenso de Washington. Pero enfatiza el giro político hacia la autonomía, omitiendo la persistencia del patrón económico gestado durante la fase precedente”. En el segundo caso, se subraya el “predominio extractivista en la región, avalado por gobiernos de distinto signo, que reemplazaron la valorización financiera por la sumisión a la minería, el petróleo, la soja. En contraposición a la óptica pos-liberal, relativiza los cambios políticos y remarca las convergencias económicas conservadoras”.
Según Katz, ambas perspectivas incurren en el error de desconocer “las fuertes divergencias que separan a los gobiernos derechistas, centroizquierdistas y radicales, en todos los terrenos ajenos a la especialización en exportaciones básicas”. Acto seguido, advierte: “La principal dificultad aparece al momento de explicar las posturas soberanas o las reformas sociales que adopta un eje político radical, asentado en la mono-exportación primaria. Venezuela no logró erradicar la preeminencia del petróleo, Bolivia no se liberó de la centralidad de la minería o el gas y Cuba ha incrementado su atadura al níquel o el turismo. ¿Pero esa dependencia convirtió a Chávez, Evo o Fidel en presidentes afines a Fox, Uribe o Alan García? Las confusiones en este terreno conducen a caracterizaciones que identifican mecánicamente la gravitación de la agro-minería con el aumento de la dependencia política o la reversión neocolonial. En los casos más extremos, Evo Morales es presentado como un ‘extractivista neoliberal’ y Correa como un ‘agente del capital trasnacional’. El extractivismo es un concepto adecuado para ilustrar ciertos rasgos de la economía latinoamericana. Estas características condicionan el patrón de reproducción, pero no definen el carácter de un régimen político o la naturaleza de un gobierno”.
La propuesta de Katz es “integrar las dos dimensiones”, salvando, entre otros, el obstáculo que significa no ser capaces de distinguir entre gobiernos “progresistas”: “Las transformaciones políticas en la región aparecieron en un marco de continuada especialización primario-exportadora. Hay mayor diversidad de gobiernos y mayor predominio del mismo patrón de reproducción”. Al menos en parte, lo que está en juego es cómo analizar esta contradicción. Si bien es cierto que “el patrón de reproducción da cuenta de la estructura productiva y la inserción internacional de cada economía”, no es menos cierto que “los gobiernos deben ser caracterizados con otro instrumental. Emergen de la historia y tradición política de cada país, en correspondencia con las necesidades de las clases dominantes y los desenlaces de la lucha social”.
Integrar las dos dimensiones implica reconocer que ambas “están muy relacionadas y las mutaciones de un plano inciden directamente sobre el otro”. No obstante, esas mutaciones “no se procesan al mismo ritmo, ni en la misma dirección”. Así, un gobierno derechista “se amolda por completo al pilar neoliberal”, uno centroizquierdista “afronta conflictos” y otro radical “choca con esos fundamentos”: “En un caso prevalece la sintonía, en otro la convivencia y en un tercero la contraposición”. En resumen: “Los triunfos populares contra el neoliberalismo no determinan un paisaje posliberal y la continuada especialización primario-exportadora no diluye en un estatus común a todos los gobiernos”.
Para terminar, Katz se refiere a las “dualidades” presentes en América Latina, relacionadas con la dinámica de levantamientos populares “que no fueron derrotados, pero tampoco devinieron en revoluciones anticapitalistas triunfantes”. Importante acotar que esto lo escribe en enero de 2013, cuando no se ha cerrado el “ciclo progresista” (hecho que ubica alrededor del triunfo de Macri en Argentina, en 2015, luego de las derrotas en Honduras, Paraguay y Brasil), y no ha tenido lugar la “restauración conservadora” que, tan pronto como en 2019, entra en crisis, con las movilizaciones populares en Ecuador, Chile, Colombia, Haití y Puerto Rico, según ha planteado el mismo Katz recientemente (25). Entonces planteaba que hablar de “dualidades” no significa “indefinición”. Avizoraba que “las tendencias en pugna deberán dirimirse”. En el caso específico de los gobiernos radicales, como el de Venezuela, sostenía que “solo pueden alcanzar metas progresistas si se radicalizan, confrontan con las clases dominantes y comienzan a erradicar el patrón primario-exportador”. Por supuesto, Katz no sugería que fuera tarea sencilla, todo lo contrario, ni proponía fórmulas mágicas. Pero precisaba lo que consideraba una de las claves: “La llave maestra de este viraje se ubica en la transformación revolucionaria del estado. Si este giro se demora, los dominadores tendrán tiempo para inducir el declive de las experiencias radicales y forzar su derrocamiento o neutralización”.
Ciertamente, tal y como advierte Gago, la “reposición” del Estado, incluso si el liderazgo político levanta las banderas del “antiliberalismo”, no es garantía de nada, mucho menos si el punto de partida es la pretendida autonomía de lo político, y menos aún si no se comprende al neoliberalismo en tanto gubernamentalidad. Es cierto que esto puede conducir a una relegitimación del neoliberalismo por la vía estatal. Pero esto último está muy lejos de ser una fatalidad (lo que por cierto no sugiere Gago). Además, como bien apunta Katz, el análisis incurre en yerros insalvables si no se distingue entre los distintos gobiernos “progresistas”, por más que ninguno haya sido capaz de alterar el patrón de reproducción.
Partiendo de esta distinción entre los gobiernos “progresistas”, es decir, subrayando la singularidad de los distintos procesos, es posible desplazar el análisis del tema de la “reposición” al de la transformación del Estado. De hecho, en el caso específico venezolano, al hacer un balance de la experiencia de la revolución bolivariana, aparece bastante clara esta tensión permanente entre reposición y transformación.
Una “política del sufrimiento”
Abordar esta tensión entre reposición y transformación del Estado en el caso de la revolución bolivariana, pasa, por supuesto, por evaluar el lugar que ocupa el sujeto popular. Un texto de Didier Fassin, La patetización del mundo, ofrece algunas pistas de cómo encarar el asunto.
Fassin identifica una mutación en la manera como las desigualdades son representadas, en primer lugar, en los países más ricos del planeta, proceso que ubica en la última década del siglo XX. De profesión médico, pero también sociólogo y antropólogo, Fassin es un estudioso de lo que llama “el gobierno de la vida”, que refiere a “la aplicación de lo político en lo biológico”, inspirándose en la obra de Michel Foucault, y específicamente en su concepto de biopoder. A su juicio, para entender lo que ocurre en este “gobierno de la vida” se hace “necesario abordar la cuestión a partir de los procesos de subjetivación… a través de los cuales se representa el mundo social, y se muestran, de manera caricaturesca, las desigualdades sociales” (26).
En tal sentido, describe la trayectoria que va desde una “política de la piedad”, expresión que toma de Hanna Arendt, a una “política del sufrimiento”. Muy esquemáticamente, la “política de la piedad” tendría su origen en la preocupación por “las desigualdades profundas y violentas que caracterizan al mundo moderno, industrializado y urbanizado”, la llamada “cuestión social”, que cobra fuerza a partir de la Revolución Francesa, y que suscita “una forma específica de conciencia política que diferencia la sociedad entre unos ricos que pueden alcanzar hasta la felicidad y unos pobres que sobreviven en la miseria”. Esta preocupación por lo social, y la “conciencia política” que se deriva de ella, tiene su correlato en políticas (de salud pública, por ejemplo), y a la vez se traduce en formas muy específicas de representar lo popular: “masas pobres que padecen en sus cuerpos la dominación y explotación del capitalismo” (27). De hecho, esta “política de la piedad”, considera Fassin, tendría dos características:
“La primera se refiere al cuerpo, es decir, al deterioro físico relacionado con la pobreza, la dominación y la explotación”
“La segunda concierne a grupos indiferenciados, los pobres, los proletarios, las masas, es decir, una colectividad sin cara” (28)
Fassin identifica este paso de una “política de la piedad” a una “política del sufrimiento” precisamente en ese registro: “por un lado, un padecimiento síquico, un dolor moral, no tanto concerniente al cuerpo, como a la mente; y, por otro lado, una visión del individuo como ser sufriente”. Esta inflexión es muy significativa, y tiene profundas implicaciones políticas: “Lo primero no es algo definido que se objetive claramente y por lo tanto no se puede medir, lo que implica que no se represente en términos de desigualdad social, sino de experiencia subjetiva; lo segundo no es una realidad colectiva indistinta, sino más bien de una entidad incorporada en una persona de carne y hueso que sufre en su intimidad síquica y su identidad moral. Este doble movimiento de psicologización y de individuación corresponde a lo que se puede calificar como una patetización del mundo, es decir, una representación patética de las desigualdades sociales y la introducción del pathos en lo político” (29).
¿Cuándo y dónde se expresa esta “política del sufrimiento”? Fassin la identifica de manera clara en la retórica política y académica de la Francia de los 90, pero también en Estados Unidos y América Latina, y la ilustra, por ejemplo, la cuasi desaparición de la palabra “desigualdad” y su sustitución por el término “exclusión”. Es decir, “los pobres se convirtieron en excluidos”. Advierte Fassin: “Este cambio de vocabulario no es anecdótico. Por el contrario, es revelador de una nueva representación del espacio social, de una nueva topografía simbólica de la sociedad”. Pero, ¿quiénes son los excluidos? “Aunque el núcleo es representado por los ‘nuevos pobres’, especialmente por los ‘desempleados de larga duración’, incluye también a todos los que por una razón u otra se encuentran en ruptura con el ‘lazo social’, para utilizar la expresión milagrosa bajo la cual se integran ahora todas las demás categorías de personas con dificultades sociales: inmigrantes, minusválidos, personas viejas, enfermos del SIDA, etc.” (30). Casi podría resumirse: las “víctimas” del neoliberalismo.
Dos rasgos caracterizan a esta noción de exclusión, de acuerdo a Fassin: “un abordaje psicológico, a menudo mezclado con una dimensión cultural, y una individuación de los excluidos”. Esta “psicologización” de la desigualdad eventualmente deriva en una “reprobación de las víctimas”, como ocurre frecuentemente en Estados Unidos, por ejemplo, en el caso de “las mujeres negras solteras con niños” o de “los padres negros designados como irresponsables”. Respecto de la “individuación”, Fassin apunta que “la retórica social insiste en que cada historia es singular, única”. Los excluidos son también los “perdedores” de la sociedad: “Puede ser la de la mujer proletaria sin calificación profesional que se divorcia y se encuentra sin recursos y sin techo, pero también la del ejecutivo que pierde su trabajo y cae en la miseria extrema. Los numerosos programas de televisión sobre el tema muestran cada vez la diversidad, es decir, la singularidad de los itinerarios que conducen a la exclusión” (31).
Esta “política del sufrimiento” procede mediante la “victimización y singularización de los excluidos”. Y este doble movimiento “define una nueva forma de subjetivación de las desigualdades sociales”. Resume Fassin: “La exclusión, como representación del espacio social, y el sufrimiento, como representación de la condición humana, se corresponden hoy, como se correspondían anteriormente la pobreza y la piedad”. Lo que Fassin define como “razón humanitaria”, como veremos más adelante, sustituye progresivamente, aunque sin desplazarla por completo, a esta “ideología humanitaria clásica”, asociada a la “política de la piedad”: “Hay sectores de resistencia a estas representaciones del mundo social. Sin embargo, el cambio es marcado, rápido y decisivo” (32).
De nuevo, la sustitución del vocablo “desigualdad” por el de “exclusión” no es un simple desliz retórico, sino el correlato en el vocabulario político, científico, y también económico, de una racionalidad según la cual es “prácticamente imposible luchar contra las desigualdades”, en todo caso “contra sus consecuencias más visibles”. Así, por ejemplo, instalada esta racionalidad en el sentido común, las formas muy específicas que asume la explotación bajo el régimen neoliberal, como la “precarización y la reducción del empleo, tienen cada vez más aceptación” (33).
Esta gubernamentalidad neoliberal tiene, claro está, su correlato institucional. Fassin emplea el ejemplo de los “lugares de escucha”, creados en Francia durante la década de los 90, y que fueron “el resultado de una reflexión nacional sobre las cuestiones ligadas a la pauperización creciente de algunos sectores de la población, al desarrollo de las violencias urbanas y a los comportamientos desviados”. Manejados por organizaciones privadas con financiamiento público, estaban originalmente concebidos para que los “jóvenes errantes” o “consumidores de drogas” (según el vocabulario oficial) pudieran ir, estar un rato, compartir entre ellos o, si fuera el caso, ser “escuchados” por un psicólogo o un trabajador social. Sin embargo, un estudio concluyó que muy pocos de estos jóvenes querían ser “escuchados”, y de hecho la mayoría de quienes asistían pertenecían “más a sectores populares que a sectores excluidos”. Con todo, estos lugares permitían “tanto al poder local como al estatal mostrar a la población que hacen algo contra el deterioro de la vida, la violencia urbana y los descarríos juveniles”. Pero más allá de todo esto, lo que instituciones de esta naturaleza revelan es la racionalidad inherente a la “política del sufrimiento”: “Más que considerar a los pobres como víctimas de situaciones de dominación, explotación y discriminación (cuando eran de origen extranjero), se les percibe como seres sufrientes a los cuales se debe escuchar y reconocer como humanos para restaurar su dignidad, no pudiendo proponerles un mejoramiento de sus condiciones objetivas de existencia” (34).
Fassin afirma que esta “política del sufrimiento” tiene alcance global. Pero no se expresa de la misma manera en todas partes. Así, por ejemplo, tenemos el caso del “papel que juega el humanitarismo médico en la política internacional, especialmente en el manejo de conflictos… Las guerras recientes de Yugoslavia, de Somalia y de Rwanda muestran claramente cómo las acciones humanitarias pueden reemplazar a la política. La legitimidad del ser sufriente se convierte en última instancia en el criterio político o, mejor dicho, en el criterio político confesable, porque simultáneamente, algunos intereses económicos y estratégicos, mucho menos confesables, permanecen incólumes. Pero si la legitimidad del ser sufriente y la política del sufrimiento que se deriva de ésta corresponden a realidades globales, hay que añadir también que en el mundo contemporáneo son realidades muy diferenciadas. La subjetivación de las desigualdades sociales es, en sí misma, extraordinariamente desigual”. Una cosa es “el padecimiento del piloto norteamericano públicamente humillado por el ejército enemigo” y otra muy distinta “el padecimiento de las decenas de miles de militares iraquíes que morían bajo el bombardeo de su país”. En ambos casos se trata de víctimas que padecen, pero a juzgar por la cobertura de los medios occidentales, tal pareciera que unos son más víctimas o padecen más que otros. En suma, unos son más humanos que otros: “La traducción de esta diferencia de sensibilidad es cínicamente estadística. Si se hace referencia al nivel de precisión de la contabilidad de los muertos, se constata que la vida de un hombre de las fuerzas aliadas tenía mayor existencia que la vida de cualquier otra persona sobre el territorio iraquí. Y si se juzga por el tratamiento diferencial de las dos vidas, parecería que éstas no se inscribieran en la misma escala de valores, ni pertenecieran a la misma humanidad” (35).
En relación con esto último, en un artículo intitulado El irresistible ascenso del derecho a la vida, Fassin ha formulado el concepto de “biolegitimidad” o “legitimidad de la vida” (36). Lo ha hecho, una vez más, partiendo de la tesis de Foucault “según la cual la modernidad política de las sociedades occidentales se caracterizaría por el paso, hacia el siglo XVIII, del poder soberano al biopoder, dicho de otro modo, del ‘viejo poder de dar la muerte’ al ‘poder de hacer vivir’. Según él, mientras la soberanía consistía, en última instancia, en el derecho a matar, el biopoder se inmiscuye, mediante el conocimiento y la acción, en los intersticios de la vida a los que erige en el objeto mismo de la política”. Pero, en realidad, y “contrariamente a lo que se infiere en general de la misma etimología de la palabra, el filósofo francés se ha interesado poco en la vida” (37), advierte Fassin.
Lo que se deduce de esta advertencia, y del mismo concepto de “biolegitimidad”, entre otras cosas, es precisamente que hay vidas más legítimas que otras, es decir, que en nombre del derecho a la vida lo que predomina es un tratamiento diferencial de la vida humana. Así, plantea Fassin, “la biolegitimidad, entendida como el valor atribuido a la vida como bien supremo, constituye un rasgo dominante, pero no uniformemente aceptado, en la construcción de lo que podría considerarse una comunidad ética internacional constituida alrededor de los derechos humanos y también de una razón humanitaria. A este respecto, que, desde hace algunos años, la Organización de las Naciones Unidas haya considerado el derecho de injerencia para salvaguardar a poblaciones en situación de peligro como un principio superior al de soberanía, heredado del tratado de Westfalia en el siglo XVII, muestra bien la importancia estratégica y la significación política de dicha razón humanitaria, ahora invocada incluso para justificar guerras. La cuestión que está en el núcleo del argumento humanitario así desarrollado – su última razón de ser – consiste en salvar vidas – vidas físicas de las personas amenazadas –” (38). Esto en el caso extremo de un conflicto bélico. Pero no se trata solo de que apelando a la “razón humanitaria” se aniquile a poblaciones enteras. Es decir, no solo se “hace morir” de manera “legítima” en nombre de la vida.
Además, mientras el derecho a la vida es asumido como “un imperativo moral absoluto”, sucede que “los derechos económicos y sociales quedan relegados a un plano secundario” (39). Por tanto, el predominio de esta “razón humanitaria”, de esta “patetización del mundo” que trae consigo la “política del sufrimiento”, a su vez característica de la gubernamentalidad neoliberal, tiene como efecto político el encubrimiento de la desigualdad, tanto como la producción de nuevas desigualdades.
La tensión inclusión/participación
Entre otras cosas, el valioso aporte de Fassin es una oportunidad para insistir en la importancia de la obra de Verónica Gago, que puede ser interpretada como un notable esfuerzo por expulsar el pathos de lo político, realizando un análisis de la gubernamentalidad neoliberal que no solo prescinde de, sino que rechaza frontalmente las representaciones del mundo social que apelan a la victimización y singularización de los “excluidos”.
En un hermoso pasaje de La razón neoliberal, Gago apunta: “Contra la interpretación victimista de las economías populares, que sólo las leen como formas de exclusión, la informalización de la economía emerge, sobre todo, de una fuerza de desempleados y mujeres que puede leerse como una respuesta «desde abajo» a los efectos desposesivos del neoliberalismo. Podemos sintetizar, un pasaje: del padre proveedor (la figura del trabajador asalariado, jefe de familia, y su contraparte: el estado proveedor) a figuras feminizadas (desocupados, mujeres, jóvenes y migrantes) que salen a investigar y ocupar la calle como espacio de sobrevivencia y, en esa búsqueda, expresan la emergencia de otras lógicas vitales. En ese pasaje, a su vez, se produce una nueva politización: son actores que toman la calle como espacio público cotidiano y doméstico al mismo tiempo, rompiendo con la clásica escisión topográfica de lo privado como privado de calle, de público. Su presencia callejera hace mutar el paisaje” (40).
Relacionado con lo anterior, y retomando el problema que introducía, para dejarlo en suspenso, al inicio del aparte precedente, no es posible encarar la cuestión de la tensión entre reposición y transformación del Estado, dejando de lado al sujeto popular, y su singular “vitalismo” en el contexto de la revolución bolivariana.
Hipótesis de trabajo: la tensión entre lo que Fassin llama “ideología humanitaria clásica” y “razón humanitaria” atraviesa desde sus inicios la tentativa revolucionaria bolivariana. De hecho, está muy presente ya en los años 90, la “década virtuosa de la política venezolana” (41), por ser el momento de la fragua del chavismo en tanto sujeto popular, y a pesar de que, como en casi toda América Latina, fue una “década perdida” en lo económico, como consecuencia de la aplicación del recetario neoliberal, conforme a los dictados del Consenso de Washington. La gravitación entre una y otra racionalidad determinará el mayor o menor énfasis puesto en la transformación del Estado.
Visto el estado actual de las discusiones sobre la revolución bolivariana, es evidente que no se ha insistido lo suficiente en la “revolución teórica” que supuso la idea-fuerza de democracia participativa y protagónica. Chávez se refiere a ella como una “ruptura epistemológica”, como “el ‘puente’ que permite pasar de la democracia a la revolución” o que “permite que, sin dejar de ser democracia, se pase a la revolución” (42). Presente en los documentos fundacionales del Movimiento Bolivariano Revolucionario Doscientos (MBR-200), se trata de una idea-fuerza que aportará a la definición de las sucesivas propuestas programáticas del movimiento, pero que, además, y esto lo decisivo, determinará la relación con las mayorías populares. Al menos lo más lúcido del liderazgo bolivariano dejará de concebir al pueblo venezolano como sujeto pasivo, como “víctima” del neoliberalismo, y comenzará a entenderlo como sujeto protagonista, pero sobre todo como un “igual”. En otra parte he llamado a esto “política de los comunes”: “la relación entre militantes revolucionarios y pueblo resulta en una política de los comunes, que implica a su vez tanto una repolitización de la militancia (que se ve obligada a desaprender la vieja cultura política, tributaria de la lógica de la representación), como una politización popular en clave protagónica” (43).
Sin sopesar las implicaciones de esta “revolución teórica”, los significativos efectos que tendrá en la cultura política de las mayorías populares, es decir, sin tomar en cuenta esta suerte de punto de partida histórico, con todo lo que supone en términos de ruptura con una racionalidad política fundada en la lógica de la representación (lo que no desdice, en lo absoluto, de la persistencia de líneas de continuidad), sencillamente no hay manera de comprender el proceso de subjetivación popular que conduce, en primer lugar, a la emergencia del chavismo, y luego a la victoria electoral de Chávez en 1998, la elección de una Asamblea Nacional Constituyente, la redacción de una nueva Constitución y su aprobación mediante referendo popular en 1999, el contragolpe popular de abril de 2002, la resistencia popular frente al paro-sabotaje petrolero y lock out empresarial de finales del mismo año e inicios de 2003, la victoria en el referendo de 2004 (estando en juego la continuidad de Chávez en la Presidencia), y en general las movilizaciones populares que derrotaron todas y cada una de las tentativas destituyentes del antichavismo de los primeros años de revolución. La radicalidad de la revolución bolivariana gravita en torno a esta idea-fuerza de democracia participativa y protagónica.
Es en este clima de intensa movilización y protagonismo populares, que Chávez convoca a Constituyente, aprueba en 2001, por vía habilitante, las primeras leyes orientadas a recuperar la soberanía en lo económico, como la Ley Orgánica de Hidrocarburos y la Ley de Tierras y Desarrollo Agrario; y, una vez logrado el control de la industria petrolera, que funcionaba como “un Estado dentro del Estado”, inicia un proceso orientado a saldar la “deuda social”, como la calificará en reiteradas ocasiones, fundamentalmente a través de la creación de “Misiones”, suerte de institucionalidad paralela y, eventualmente, alternativa al Estado, germen de una “nueva institucionalidad”, que permitiría al Estado Democrático y Social de Derecho y de Justicia en ciernes, garantizar el libre ejercicio de los derechos económicos, sociales y culturales de toda la población.
Con la creación de las “Misiones”, en tanto que correlato institucional de la democratización en la distribución de la renta, se inicia la que sin duda alguna será la “década ganada” por las mayorías populares. Pero si bien es cierto que, más allá del liderazgo de Chávez y del esfuerzo del funcionariado, su existencia hubiera sido inconcebible sin el protagonismo popular, es igualmente cierto que, de manera progresiva, fue haciéndose evidente la tensión entre el pueblo protagonista y el pueblo “excluido”, éste último concebido como simple “beneficiario”, como sujeto receptor de la “asistencia” estatal.
En El chavismo salvaje (44) hice un ejercicio de registro de algunas de las muy variadas formas que asume esta tensión. De hecho, fue a partir de su análisis que recurrí al concepto de “gubernamentalidad” (45), convencido de que debíamos construir un nuevo instrumental teórico que nos permitiera encarar el desafío de la transformación del Estado. Fue también a partir del análisis de esta tensión entre protagonismo y exclusión que fueron surgiendo conceptos como “oficialismo” (46), que puede ser entendido como el sujeto que, en lugar de sumarse a la tarea de transformar el Estado, se conforma con administrar el estado de cosas, tributa a la lógica de la representación, se siente incómodo lidiando con el pueblo protagonista, no está dispuesto a renunciar a los privilegios que entraña su papel de administrador y distribuidor de la renta, favoreciendo, para tales fines, las tradicionales prácticas clientelares y asistencialistas. Igualmente, el concepto de “gestionalización de la política” (47), que es lo que ocurre cuando el oficialismo hace ejercicio de la política, vaciándola de todo contenido popular transformador, expropiando la soberanía popular, refugiándose en la misma institucionalidad que es preciso transformar.
Entonces sugería que el punto de inflexión puede ubicarse alrededor de 2007 (48), cuando comienza a manifestarse nítidamente este doble fenómeno de protagonismo creciente del “oficialismo” y de tendencia a la “gestionalización de la política”. La historia, por supuesto, no es lineal, y lo que en aquel momento podía identificarse como una tendencia no podía, sin embargo, ser evaluado en lo absoluto como algo irreversible. Así, por ejemplo, más o menos por la misma época, Chávez orienta la creación de los consejos comunales, concebidos como espacios de autogobierno popular, y poco después alienta la creación de Comunas. Más adelante, en 2011, en un esfuerzo por relanzar las “Misiones”, crea la Gran Misión Vivienda Venezuela, cuyo pilar ideológico fundamental es la autogestión popular. En cada caso, la discusión de fondo era siempre la misma: cómo transformar el Estado, cómo darle rienda suelta al protagonismo popular en el ejercicio de gobierno, y los obstáculos que inevitablemente se presentan cuando está en marcha una empresa de tales magnitudes.
Un lúcido trabajo de Rebeca Gregson y José Romero-Losacco pone el acento en esta tensión “inclusión/participación” (49). Afirman: “Tras las elecciones presidenciales de 2006, la reelección de Hugo Chávez y la creación del nuevo partido, se observa un punto de inflexión. La relación no-armónica entre inclusión y participación comienza a hacerse cada vez más evidente, terminaba la luna de miel entre Estado y movimientos. Lo que fuera en un momento el matrimonio entre políticas de participación y políticas de inclusión comienza cada vez más a inclinarse hacia el lado de las últimas por encima de las primeras. Aunque la participación nunca ha salido del orden de los enunciados, en el orden del discurso la inclusión ha tenido un rol predominante, un devenir cuya condición de posibilidad lo protagoniza el alza de los precios del petróleo”. Más adelante, complementan: “De la mano de precios moderados primero y elevados posteriormente, el periodo 2006-2013 vio consolidarse al orden discursivo de la inclusión. El detalle está en que todo orden discursivo requiere de un sujeto y un objeto de enunciación. El sujeto de enunciación es el agente que se dirige hacia el objeto y lo tematiza, lo ordena, lo construye como objeto, así es inventado el sujeto excluido como objeto de las políticas de inclusión”.
El sujeto de enunciación vendría a ser el “oficialismo” retratado en El chavismo salvaje. El objeto es el “excluido”. Escribe Romero-Losacco: “El excluido fue inventado, así como fue inventado el otro pagano, bárbaro, subdesarrollado y/o pobre. El excluido es el nuevo descubrimiento/invención de aquellos que, habitando la casa del ser, pueden definir cuál es el adentro y cuál el afuera. El discurso de la inclusión implica la construcción del excluido en tanto que fuera del lugar donde habita el ser, quien incluye tiene el poder para hacerlo y tiene el poder para decir quién o quiénes están afuera. Quien incluye construye la imagen de quién es el incluido e impone a estos cómo han de pensarse a sí mismos como excluidos” (50).
Esta “retórica de la inclusión” que analizan Gregson y Romero-Losacco es totalmente congruente con lo que Fassin define como “razón humanitaria”. Procediendo conforme esta racionalidad, el oficialismo concibe al “poder popular” como el “destinatario” de estas políticas de inclusión, y no como protagonista; en otras palabras, es visto “como un sujeto sumiso, pasivo, comprado por la beneficencia estatal y su gran aparato petrolero, convirtiéndose en un número más dentro de los logros de la revolución y no un agente clave para propiciar los cambios que éste requería”. No obstante, es preciso insistir, “esta perspectiva ha convivido con un creciente proceso de politización del pueblo venezolano, que ha tomado las riendas de construcción del poder popular ensayando procesos de cogestión con el Estado, pero también, en muchos otros casos, experiencias autogestionarias que se encuentran en clara disputa con éste”.
Tras enumerar distintas iniciativas, como los consejos comunales (la participación entendida como “acción política ligada a la toma de decisiones sobre el espacio y la vida en común”), las Comunas y las Empresas de Propiedad Social Directa Comunal, entre otras, Gregson y Romero-Losacco resaltan la importancia del “Golpe de Timón”, como es conocida popularmente la intervención que realizara Hugo Chávez en consejo de ministros del 20 de octubre de 2012, suerte de testamento político: “clamando por darle centralidad a las Comunas como agentes de construcción y decisión, insta a hacer un viraje hacia la profundización del poder popular a través de la apuesta comunal. Un cambio que exigía la aplicación de políticas de participación y no de inclusión. Un esquema donde los que son excluidos no se incluyen, sino que se realizan desde la conciencia del no-ser, se asumen a sí mismos en su propio sistema de creencias y prácticas. Esto refleja la intención de producir un desplazamiento desde las políticas de inclusión, colocando el foco nuevamente en la participación para la construcción de comunidad, todo esto en un momento en el que comienzan a prefigurarse las actuales circunstancias económicas y sociales en las que se encuentra el país”.
Si bien en 2013, durante el primer año del gobierno de Nicolás Maduro, se produce un repunte en la creación de Comunas, entre los años 2014 y 2017, y en un contexto de agravamiento de la crisis económica, el Gobierno responde con “una intensificación en la aplicación de las políticas de inclusión”, en particular en las áreas de educación, vivienda y alimentación. En tal contexto, en 2016, son creados los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), que utilizan “el acumulado orgánico sostenido gracias a la participación para facilitar el acceso a los alimentos de primera necesidad y a bajo costo”. A juicio de Gregson y Romero-Losacco, “se desdibuja la participación como acción y política, así como el poder popular como actor de construcción de la sociedad, y se radicaliza su papel como facilitador de la política asistencial del Estado”. Pero si bien los CLAP pueden “representar un obstáculo para el avance cualitativo de algunas experiencias del poder popular”, no es menos cierto que también han surgido “propuestas productivas y de distribución de alimentos” de carácter autónomo, así como se han fortalecido organizaciones populares que “han podido encontrar mayor interés en la comunidad para participar en propuestas productivas autogestionadas, y con mayores posibilidades de colocación de sus productos, dada la reducción de la oferta de algunos productos que satisfagan la demanda existente”.
En efecto, alrededor de 2016 es posible identificar un nuevo punto de inflexión. En marcado contraste con el precedente (que ha tenido lugar una década antes), éste tiene lugar en un contexto de severa contracción de la renta. A partir de entonces, la palabra “protección” colonizará la retórica oficial. Así, el conjunto de políticas sociales será concebido como una forma de “proteger” a la población “víctima”, por ejemplo, de la “guerra económica”. En otras palabras, se produce una entronización de la “razón humanitaria”.
El antichavismo y la “razón humanitaria”
El antichavismo, por su parte, siempre antagonizó con lo que, siguiendo a Fassin, y a falta de mejor término, podemos llamar la “ideología humanitaria clásica”. Reconocerle alguna legitimidad implicaba, por la vía de los hechos, hacer lo propio con un Gobierno y, sobre todo, con un sujeto popular que, de plano, consideraba ilegítimos. En última instancia, reconocer no solo la legitimidad, sino incluso la existencia del pueblo chavista, significaba conceder que éste había sido la resultante histórica de la desigualdad predominante en la sociedad venezolana, desigualdad que se había politizado de manera “salvaje”. Por eso, para decirlo con Claudio Katz, optó por la “contraposición” total.
No por casualidad, esta dinámica de “contraposición” adquiere un cariz más moderado justo cuando se produce el primer punto de inflexión de la revolución bolivariana, haciéndose nítida la tensión entre inclusión y participación. Entonces, el antichavismo apela a una retórica más “inclusiva”, intentando establecer alguna relación de interlocución con el malestar popular. Se muestra interesado por el destino de los “pobres” y, sin hurgar demasiado, por las desigualdades que persisten como consecuencia de la “ineficiencia” gubernamental. Años más tarde, luego de encajar sucesivas derrotas, y conforme se fue agudizando la crisis económica, sobre todo a partir de 2015, hace suya la retórica de la “razón humanitaria”. Procede, como he analizado en otra parte, a la “humanitarización” de la política (51).
Siguiendo a Carl Schmitt, Daniel Bensaïd se refería a la “disolución de la política en lo humanitario” y sus peligrosas implicaciones: “Para Schmitt, elevar la humanidad a la condición de instancia suprema del derecho es el complemento lógico del individualismo ético. La política ordinaria instrumentaliza su universalidad abstracta por medio de una «impostura universal». Surge entonces «la posibilidad de una aterradora expansión y de un imperialismo asesino». Eso es lo que consiguen ante nuestros ojos la reivindicación de la injerencia humanitaria (donde el deber – moral – sustituye subrepticiamente al «derecho» jurídico) y la proclamación de una guerra ética presentada como cruzada: «Cuando un Estado combate a su enemigo político en nombre de la humanidad, no es a una guerra de la humanidad» a lo que se asiste, sino a un trastrocamiento del concepto de universal. La invocación a la humanidad como legislador supremo demuestra ser «instrumento ideológico particularmente útil a las expansiones imperialistas». Bajo su forma ética y humanitaria, la guerra se convierte en «un vehículo del imperialismo económico» que «niega al enemigo su condición humana», lo declara «fuera de la ley y de la humanidad» y lleva su propia lógica «a los límites de lo inhumano». No es de extrañar que este enemigo, excluido de la especie, sea regularmente objeto de un discurso de bestialización y de actividades secretas diversas. Por un siniestro juego de espejos, la despolitización del conflicto produce a cambio una despolitización de la «víctima humanitaria». Negada como actor político, se ve reducida a la desnudez pasiva de los cuerpos sufrientes y martirizados” (52).
En el caso del antichavismo, la “humanitarización” de la política es total, y se expresa de múltiples formas, siendo las más evidentes la apelación a la existencia de una “crisis humanitaria”, que legitimaría tanto la “asistencia humanitaria” como la “intervención humanitaria” (53). En tales casos, resulta clara la aplicabilidad del análisis que realizaba Fassin a propósito de la “biolegitimidad”: en nombre del derecho a la vida, y en respuesta al padecimiento de la “víctima humanitaria”, se pretende legitimar no solo la guerra, sino numerosas medidas coercitivas unilaterales que producen un enorme perjuicio en la población, quedando expuesto, una vez más, el cínico tratamiento diferencial de la vida humana. Más aún, en los casos extremos de las oleadas de virulenta violencia antichavista de 2014 y 2017, este tratamiento diferencial de la vida llega al límite de la inhumano, parafraseando a Schmitt, bestializando al pueblo chavista, más o menos de la misma forma que ya lo hacía durante los primeros años de revolución, solo que ahora linchando y prendiendo en fuego a personas “sospechosas” de ser chavistas, es decir, haciendo sufrir y martirizando a las mismas “víctimas humanitarias” que reclama defender (54).
Esta “humanitarización” de la política es directamente proporcional a la agudización de la crisis económica: en la medida en que el Estado ve rebasada su capacidad para garantizar el libre ejercicio de derechos (produciéndose una desciudadanización de facto, esto es, pérdida de derechos o creciente dificultad para su pleno ejercicio y disfrute, en particular de los derechos económicos) (55), avanza la despolitización del conflicto y con ella la despolitización de la “vida humanitaria” a la que hacía referencia Bensaïd. Su correlato mediático es la proliferación del “periodismo exploitation” (56), dedicado a narrar la tragedia de las “víctimas humanitarias”, asumiendo el periodista el rol de “testigo” (57). Mirado a través del prisma de la “razón humanitaria”, se construye un relato sobre el fenómeno migratorio que convierte a los emigrantes, automáticamente, en “refugiados”, aplicando, una vez más, un tratamiento diferencial: no será lo mismo el “refugiado” en Colombia, Ecuador o Perú que el “refugiado” en Estados Unidos o España, y un “refugiado” venezolano en España no será equivalente al migrante de origen africano, de la misma forma que el “refugiado” venezolano en Estados Unidos no será equivalente al migrante de origen centroamericano. Otro índice de “humanitarización” es la multiplicación de organizaciones de diversa índole que actúan como gestoras del sufrimiento, dando de comer a personas en situación de calle o haciendo recolectas de medicinas para centros de salud, entre otras iniciativas de idéntico signo (58).
La retórica “humanitaria”, que impregna el vocabulario político, periodístico y académico, es particularmente notoria en el económico: no solo abundan las referencias a una realidad que se considera casi inenarrable, por lo trágica, apelando con frecuencia a un lenguaje que raya en lo escatológico, sino que, en ninguna otra oportunidad, durante los últimos veinte años, habían circulado con tanta naturalidad las ideas asociadas a la vulgata neoliberal. De hecho, la naturalización de estas ideas, el terreno que han venido ganando en el sentido común, puede ser interpretada, al mismo tiempo, como causa y consecuencia de los fenómenos de desciudadanización y despolitización ya mencionados: la primera contribuye a crear las condiciones de posibilidad de la segunda, a partir de la cual se construye una explicación sobre la desciudadanización, que tiene como efecto mayor despolitización, en un movimiento que describe un círculo vicioso.
Así, por ejemplo, desde esta perspectiva, y en apretada síntesis, la severa crisis económica actual tendría como origen el “modelo” que hizo posible la “década ganada”, que será traducida como un momento en el que imperó el “despilfarro” de la renta, y que no solo impuso controles que constreñían y cercenaban las libertades económicas, sino que nacionalizó y expropió a diestra y siniestra empresas y bienes que luego fueron gestionadas, las primeras, de manera ineficiente, y usufructuados o abandonados los segundos.
Aguas abajo, allí donde “sobrevive” la población desciudadanizada y despolitizada, este sentido común asumiría la forma de una desconfianza raigal en el Estado (ya no muy lejos, sino en las antípodas de cualquier voluntad transformadora), la veneración del empresariado “exitoso”, la añoranza por la “buena vida”, la idealización de la competencia, la normalización del cálculo subordinado a la lógica del beneficio de sí mismo y del más pequeño entorno, la nostalgia por la nacionalidad arrebatada, el deseo de mano dura contra la delincuencia, la aspiración de convertirse en un “emprendedor”, es decir, en una persona propietaria o responsable de sí; en suma, el tipo de subjetividad que suscita la gubernamentalidad neoliberal.
Una vuelta de tuerca
Esta vulgata neoliberal, cuando circula en pequeños espacios académicos y políticos, cuidándose mucho estos últimos, incluso, de exponer públicamente sus verdaderos propósitos y convicciones, no solo resulta prácticamente inocua, sino objeto de mofa. Así sucedió en Venezuela hasta hace relativamente poco. De hecho, era práctica corriente referirla con ánimo pedagógico, para ilustrar todo lo contrario de lo que el chavismo logró cimentar como cultura política.
Pero cuando es el Estado el que decide “replegarse” del mercado, en parte forzado por circunstancias ciertamente muy adversas, pero también porque una parte de la clase política chavista está convencida de que no hay otra alternativa, ya sea por pragmatismo o por convencimiento ideológico, entonces esta vulgata neoliberal se convierte en una verdadera amenaza.
La cuestión es que, como he tratado de argumentar, la retórica económica neoliberal es apenas una dimensión de toda una racionalidad que atraviesa el cuerpo social, que tiene sus correlatos en lo político, en lo cultural, que suscita un tipo muy específico de subjetividad, y que tributa a poderes económicos fácticos globales y locales, monopólicos u oligopólicos. Al producirse este fenómeno de “humanitarización” de la política, al comenzar a prevalecer esta “razón humanitaria”, lo que ha hecho es transparentarse esta racionalidad asociada a la gubernamentalidad neoliberal que, como bien apunta Gago, posee una dinámica inmanente, en el sentido de que, allí donde se “repliegan” las fuerzas que le hacen de contrapeso, estos poderes económicos fácticos, a través de una serie de mecanismos de poder y saber, actúan a sus anchas.
De nuevo, ciertamente en circunstancias muy adversas, el Estado ha decidido “replegarse” del mercado alrededor de 2016, relajando o levantando de manera progresiva los controles en el campo económico, lo que coincide con el momento en que se produce el segundo punto de inflexión ya referido, y comienza a predominar el discurso de la “protección”. Dadas sus implicaciones, e incluso si se valoran como inevitables, tiene que concederse que se trata de movimientos regresivos en lo estratégico, aun si hubieren contribuido a garantizar la permanencia en el poder.
Entendiendo que el Estado es un instrumento de dominación de clase, y que la lucha de clases se expresa al interior del Estado venezolano, sin olvidar el hecho de que parte de la estrategia del soberano imperial estadounidense es hacer inviable su funcionamiento (59), pero a su vez entendiendo que el Estado es “el efecto móvil de un régimen de gubernamentalidades múltiples” (60) que lo tensionan (inclusión/participación), y que el neoliberalismo, más que un conjunto de recetas económicas, es una gubernamentalidad, lo que ha venido produciéndose en Venezuela, en particular desde 2016, es una vuelta de tuerca que tiende a la “reposición” y posterga la tarea de transformación del Estado.
Lejos de cualquier fatalismo, la apuesta es construir un instrumental analítico que nos permita comprender el problema, es decir, hacernos de unos conceptos que nos permitan plantear el problema de manera correcta. Considero que el aporte de los autores y las autoras trabajados en este análisis apunta en esa dirección.
Sobre la vuelta de tuerca que se ha producido alrededor de 2016, un par de comentarios adicionales. Ciertamente, el control del mercado no es algo que pueda decretarse, puesto que la capacidad real de control depende directamente de la correlación de fuerzas. Pero la opción no puede ser “liberalizarlo”, confiando en su “autorregulación”. De hecho, habría que comenzar por cuestionar esta retórica que tanto se ha naturalizado, y que es de talante inequívocamente neoliberal: no se trata realmente de “controlar el mercado”, sino de democratizarlo, manteniendo a raya a las fuerzas capitalistas monopólicas u oligopólicas, que son las que controlan de facto el mercado “liberalizado”. Y para hacerlo, es preciso regular su funcionamiento, garantizando el acceso de todas las fuerzas económicas, comenzando por las mayorías populares. Cualquier decisión táctica en sentido contrario no puede comprometer lo estratégico, y no solo tiene que ser informada y explicada suficientemente, sino sobre todo discutida y analizada por y con el conjunto de la sociedad. La interlocución política con las mayorías populares no puede desaparecer. No se puede subestimar su inteligencia, lo que pasa, por cierto, por ser escrupulosamente cuidadosos con la retórica, que mal empleada puede sembrar confusión y desaliento.
En cuanto a la “protección”, hay que comenzar por reconocer su impronta conservadora. El solo hecho de verificar su relación de familiaridad con la “razón humanitaria” tendría que ser suficiente para erradicarla del discurso político, lo que implica no tanto que desaparezca de la retórica, sino del ejercicio de la política. Tal y como está concebida, dada la racionalidad a la que está asociada, no puede más que tributar a la desciudadanización y a la despolitización. Partiendo de la idea de “víctimas”, de sujetos pasivos, susceptibles de “inclusión” y “protección”, a quienes se les desconoce su potencial transformador, su voluntad protagónica, es sencillamente imposible hacer política revolucionaria para las mayorías populares.
Luego, es preciso identificar y combatir todas manifestación de “razón humanitaria” en el chavismo. En la fase actual de la “batalla de las ideas”, hay pocos frentes más importantes. Así, por ejemplo, esta idea de la “protección” de la vida de las “víctimas” como imperativo moral indiscutible, pero que implica realmente que los derechos económicos y sociales pasen a un segundo plano, dado que se considera imposible reivindicarlos, es decir, garantizar su efectivo ejercicio y disfrute. Lo que en principio puede valorarse como algo absolutamente razonable, puede perfectamente terminar legitimando el hecho de que se considere preferible garantizar la disponibilidad de alimentos o la calidad de los servicios, antes que su accesibilidad. Puesto así, el criterio de justicia social desaparece de la ecuación, se encubre la desigualdad, y de hecho se crean las condiciones para que aumente la desigualdad social. Ya sucedió con los alimentos. Puede suceder con los servicios públicos. No se trata de tener que elegir entre disponibilidad o calidad y accesibilidad. El punto es que éste es un falso dilema, exactamente de la misma manera que lo es tener que optar por el derecho a la vida o por los derechos económicos y sociales, por la vida o la justicia social.
Éste es justo el tipo de falsos dilemas que plantean permanentemente, a través de infinidad de vías y formas, los agentes económicos capitalistas. El problema se presenta cuando comienzan a ser planteados, con una naturalidad que puede llegar a ser pasmosa, por no pocos burócratas y por una parte considerable de la población.
Está en marcha un proceso de mutación de la sociedad venezolana, de su régimen de gubernamentalidad, que afecta nuestra materialidad, pero también nuestras maneras de sentir y de pensar. Los efectos de este proceso a veces estallan frente a nuestros ojos, otras veces, quizá las más, pasan inadvertidos. Hay lucha abierta y frontal, otras veces lucha sorda e incruenta. Ha prevalecido la paz, pero sin duda alguna se libra una guerra. Hay certezas, pero también desconcierto. Hay esperanza, pero también desaliento. Algunas veces pesadillas, en general un sueño intranquilo. Y esta intranquilidad tiene que ver con que está en marcha una metamorfosis, estamos obligados a reconocerlo. Lo contrario es correr el riesgo de despertar una mañana y descubrir que nos hemos convertido, como Gregorio Sansa, en algo monstruoso.
La realidad supera a la ficción: recientemente, un vocero del capital sentenciaba, gozoso: “No logramos cambiar el gobierno, pero logramos que el gobierno cambiara” (61). Pero la realidad es más terca aún, y la última palabra la tendrán el pueblo y su “vitalismo de la vida” (62), tan ajeno a la racionalidad neoliberal.
(26) Didier Fassin. La patetización del mundo. Ensayo de antropología política del sufrimiento, en: Cuerpo, diferencias y desigualdades. Mara Viveros Vigoya y Gloria Garay Ariza (compiladoras). Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas, Centro de Estudios Sociales. Bogotá, Colombia. 1999. Pág. 32.
(27) Didier Fassin. La patetización del mundo. Págs. 32-33.
(28) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 33.
(29) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 33.
(30) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 34.
(31) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 35.
(32) Didier Fassin. La patetización del mundo. Págs. 35-36.
(33) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 36.
(34) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 37.
(35) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 39.
(50) José Romero-Losacco. La invención de la exclusión, en: Tiempos para pensar. Investigación social y humanística hoy en Venezuela. Tomo I. Alba Carosio (compiladora). Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG). Caracas, Venezuela. 2015. Págs. 140-141.
(55) Reinaldo Iturriza López. Constituyente, rebelión y estado de excepción.
(56) Reinaldo Iturriza López. Radiografía sentimental del chavismo (V): La tragedia humana.
(57) Didier Fassin. Una subjetividad sin sujeto. La metamorfosis de la figura del testigo, en: La razón humanitaria. Una historial moral del tiempo presente. Prometeo Libros. Buenos Aires, Argentina. 2016. Págs. 293-324.