¿Qué será de Venezuela después de Chávez?


Mayor General Jacinto Pérez Arcay, mentor del comandante Chávez, durante su memorable discurso del 15 de marzo de 2013
Mayor General Jacinto Pérez Arcay, mentor del comandante Chávez, durante su memorable discurso del 15 de marzo de 2013

(Escrito para el medio comunitario español Diagonal, el 15 de marzo de 2013.

Salud).

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¿Qué será de la Venezuela después de Chávez? Para respondernos esta pregunta lo mejor es no dar nada por sobreentendido. Para comenzar, habría que apuntar que en este país vivimos un tiempo histórico en el que la democracia se experimenta con singular intensidad. Afirmar que Chávez y el chavismo han protagonizado una revolución «pacífica y democrática» no es mero formalismo. La revolución bolivariana ha significado la progresiva restitución de derechos económicos, sociales y culturales para las mayorías populares. Más significativo aún, este proceso ha transcurrido en un clima de plenas libertades políticas, incluso en los momentos en que la democracia estuvo más amenazada. En las más recientes elecciones presidenciales, el candidato opositor, Capriles Radonski, fue apoyado por 29 partidos políticos. La inmensa mayoría de los medios de comunicación está en manos privadas. Lo mismo puede decirse de la banca. La burguesía comercial importadora está viva y coleando. Estos datos, entre otros que pudieran enumerarse, desmienten la propaganda anti-bolivariana que pinta un país sumido en el caos y el despotismo desde que llegara el «caudillo populista» y comenzara a arremeter violentamente contra la gente decente y las normas de convivencia democrática.

Por supuesto que hay problemas graves en la Venezuela bolivariana. El de la criminalidad violenta, por ejemplo (un problema, por cierto, que afecta fundamentalmente a la base social de apoyo a la revolución). Pero se trata de un problema que es explotado políticamente por el antichavismo, de la manera más demagógica, con la esperanza de minar el respaldo al gobierno nacional. Porque lo cierto es que el mayor problema del antichavismo es que su clase política ha sido desplazada casi por completo, por la vía electoral, lo que le dificulta enormemente el control de los recursos del Estado, y en particular de la renta petrolera. Precisamente porque ha perdido ese control, la revolución bolivariana pudo avanzar tanto en tan poco tiempo en materia de restitución de derechos. En los otros campos, y sobre todo en el económico, los progresos continúan siendo más bien tímidos.

Intentando recuperar el control del Estado, el antichavismo ha recurrido, a grandes rasgos, a la táctica confrontacional y violenta, y luego a la pacífica e institucional. La primera fue empleada de manera sistemática durante los primeros años de gobierno de Chávez, notoriamente en 2002 y 2003, y fue prácticamente abandonada luego de la estrepitosa derrota encajada en las presidenciales de 2006. Si desde entonces descarta la vía violenta no es por vocación democrática: lo hace de manera forzosa, obligada por las circunstancias. Inicia entonces un largo período en el que la oposición se centra en la crítica de la gestión de gobierno. Paralelamente, tiene lugar un curioso proceso de mímesis: parte del antichavismo comienza a imitar la simbología del chavismo, a resignificar algunas de sus ideas-fuerza, lo que casi llega al paroxismo durante la campaña presidencial de 2012, con un Capriles Radonski autoproclamándose candidato «progresista» (a pesar de su programa de gobierno de corte neoliberal), repitiendo de manera textual frases empleadas frecuentemente por Chávez e imitando incluso su lenguaje corporal. Todo lo cual unido a un mensaje de paz y unidad nacional, asimilando al chavismo, y especialmente a Chávez, con la violencia y la desunión.

Luego de la derrota del 7 de octubre pasado (Chávez resultó reelecto con el 55% de los votos), y tras haber sido arrasado en las elecciones regionales del 16 de diciembre, entramos sin duda en un nuevo período, caracterizado entre otros datos por la precariedad estratégica del antichavismo, que se expresó en nuevos brotes de intolerancia política contra el chavismo y en la agudización de las tensiones a lo interno de la clase política opositora.

Por todo lo anterior, la pregunta del momento no es tanto qué será del «chavismo sin Chávez», sino qué sucederá con el antichavismo sin Chávez.

Al día siguiente del fallecimiento del comandante Chávez, el diario El Universal (el decano de la prensa oligárquica) editorializaba: «Se abre la etapa del chavismo sin Chávez y, tal vez, si la madurez de un pueblo en trance de cambios y en medio de grandes turbulencias lo permite, se pueda construir la gran oportunidad para retomar planes y proyectos necesarios y viables para apuntar a un mejor horizonte, con esperanzas renovadas y consensos generadores de paz y progreso«. Antes, se refería a Chávez en los siguientes términos: «Pero el ejercicio del gobierno, con un estilo polarizador, sectario y agresivo con sus adversarios, generó la división del país en prácticamente dos grandes sectores: el chavismo, a secas, y la oposición democrática«.

Digamos que es exactamente el lenguaje que cabe esperarse de un órgano de la oligarquía. No obstante, cuatro días más tarde, durante su discurso de aceptación de la candidatura opositora para las elecciones del próximo 14 de abril, Capriles Radonski abría fuego a discreción: no sólo arremetió con fiereza contra Nicolás Maduro, Presidente encargado, a quien acusó de «irrespetar» la imagen de Chávez (como pretendiendo ubicarse en el improbable sitial de guardián de su memoria), sino que pronunció una frase que provocó una oleada de indignación en el chavismo: «¿Quién sabe cuándo murió el Presidente Chávez?«, sugiriendo que sus familiares, visiblemente afectados como es natural, se estarían prestando para una macabra maniobra electoral del gobierno.

¿Una vulgar provocación del antichavismo, que busca preparar el terreno para nuevas provocaciones, dado que se sabe derrotado el 14 de abril?

Todo apunta a que el chavismo obtendrá una nueva victoria en las elecciones presidenciales. ¿La razón? Chávez no produjo la «división del país», como sentencia El Universal. La oligarquía lo pintó siempre como un «polarizador, sectario y agresivo», es decir, como un político irracional. Pero lo que realmente hizo Chávez fue recuperar la «razón estratégica», como la definía el entrañable Daniel Bensaïd, y aportó decisivamente a la emergencia de una cultura política propiamente chavista. Entre otras cosas, contribuyó a la repolitización de la sociedad venezolana, a la recuperación del antagonismo como fundamento de la política, desplazando a tecnócratas neoliberales y gestores o «representantes»; entendió siempre la revolución como horizonte inseparable de la situación concreta: no se trataba simplemente de «inventar», en el sentido de atreverse a idear lo nuevo, con audacia, sino de hacerlo posible. Pero nada de esto, incluyendo al mismo Chávez, hubiera sido posible sin el chavismo, hecho fundamentalmente de pueblo pobre, marginado, explotado e invisibilizado, que comenzó a recuperar su dignidad con Chávez a la cabeza. Parafraseando al Mayor General Jacinto Pérez Arcay, mentor del comandante, Chávez no ha sido sino la «punta del iceberg» de una «singularidad histórica». Luego del 5 de marzo, esa singularidad histórica que es el chavismo ha salido a la calle por centenares de miles, acaso por millones, a reiterar su disposición para la lucha, es decir, para hacer lo posible, siempre dentro del cauce democrático, por garantizar la continuidad de la revolución bolivariana.

Precisamente porque fue un demócrata genuino, y contrario a la imagen que de él crearon sus enemigos, Chávez reivindicó siempre el conflicto como motor de cambios políticos. Claro está, un conflicto que debía ser gestionado democráticamente. En un discurso del 19 de abril de 1999, manifestaba: «Nuestros adversarios tienen el deber de combatir. Que combatan, pero igual nosotros tenemos la obligación de combatir y combatiremos sin tregua… porque aquí hay un conflicto político, hay un conflicto histórico».

Catorce años después, se trata del mismo conflicto histórico. ¿El antichavismo tendrá el valor de combatir por la vía democrática? ¿O pateará el tablero? Muchas de las preguntas que habremos de formularnos en el futuro dependerán de la forma como aquellas sean respondidas.

El viejo Antonio, un hombre decepcionado


El viejo Antonio no pierde oportunidad para señalar lo que define como una clara propensión a la militancia sin principios ni ímpetu. Ofrece varios ejemplos, de vividores y charlatanes, y me pregunta si acaso a eso se le puede llamar militante.

De cuándo acá alguien exige un salario por hacer el trabajo que en otros tiempos se hacía por pura convicción.

Le riposto, más en broma que en serio, que yo siempre entendí que la revolución era asunto de asalariados, y me responde que una revolución es asunto de hombres y mujeres que no están dispuestos a ponerle un precio a su trabajo, y esto incluye toda la energía puesta en el trabajo militante.

Le replico nuevamente, y le planteo que debe reconocer que no todo se trata de ímpetu, furor o frenesí. Que hace falta cabeza y también pies sobre la tierra. Me dice que tengo razón. Pero agrega que si tiene que escoger entre quien acusa un dolor de cabeza o se queja de sus pies adoloridos tras una larga caminata o alguien con dolor de ímpetu, se queda con este último.

Dolor de ímpetu: dícese de aquel dolor que hace que se nos retuerzan los bríos con que luchamos.

Otra forma de nombrar la alegría que nos produce saber que la llama que nos hace pensar y caminar no está extinta.

Qué fácil es confundir a Antonio, comunista desde niño, severo de juicio, con un viejo cascarrabias, un nostálgico, un hombre derrotado. Sin embargo, en su interior sigue habitando esa llama, y es como si se empeñara todos los días en resguardarla para preservar la herencia.

A su manera, el viejo Antonio es un «hombre decepcionado». No se me ocurre otra forma de expresarle mis respetos.

Daniel Bensaïd escribía que la crítica de la religión que hacía Marx tenía como objetivo «despojar al hombre de sus ilusiones, de sus consuelos ilusos, defraudarlo, hacer caer las escamas de sus ojos» para que, en palabras del propio Marx, «piense, obre y modele su realidad como hombre decepcionado, que alcanza la razón para gravitar en torno a él mismo, es decir, en torno a su sol real».

Es lo que hace Antonio, y lo disimula con estridencias, alaridos y golpes a la mesa que no impresionan a nadie: recordarme que no podemos permitirnos dejar de pensar, obrar y modelar nuestra realidad como hombres y mujeres decepcionados, porque de otra forma estamos perdidos.

Que la inconformidad, la rebeldía, la independencia de criterio forman parte de una herencia que tenemos que ser capaces de transmitir a los que vendrán después de nosotros, y que debemos evitar ser tan imbéciles como para creer que una revolución se trata de obtener un cargo, sacar provecho personal.

Después no se lamenten cuando el pueblo decepcionado se los cobre.

Por lealtad hacia los desconocidos


Estar en campaña no tendría que significar hacer una pausa en el trabajo militante para dedicarse a lo «electoral», y asumir la tarea con una cierta resignación, derivada del hecho de que, después de todo, somos demasiado humanos y estamos movidos por las pasiones más bajas, por lo que no quedaría otra alternativa que prometer, embaucar y ensuciase las manos, como siempre se ha hecho.

Al contrario, estar encampañado es una oportunidad como pocas para revisar nuestra noción de militancia y evaluar hasta qué punto ella se corresponde con esa política «otra» que, convenzámonos de una vez, es urgente inventar y desplegar.

Entender, por ejemplo, que no tiene sentido alguno pretender que algo como la construcción del «hombre nuevo» (por citar una consigna muy socorrida) es una tarea que se acometerá con hombres y mujeres nuevos, y no con nosotros, los «viejos», es decir, con seres humanos de carne y hueso con una voluntad enorme para luchar y cambiar, pero que cargamos con los valores de la vieja sociedad.

En un hermoso texto de 1997, en el que indagaba sobre las «razones y pasiones militantes«, Daniel Bensaïd defendía la idea de que la militancia, eso que pudiera llamarse el «compromiso militante», tiene que ver tanto con la «adhesión a grandes ideas, como a esas fidelidades moleculares, esas mínimas relaciones de memoria y acción» asociadas a lo que algún militante polaco enunciaba como «lealtad hacia los desconocidos».

Militamos en la revolución bolivariana «por lealtad hacia los desconocidos».

Escribía Bensaïd: «Militar compromete un sentido de la responsabilidad hacia los desconocidos, sin eclipses ni intermitencias. Ahí estamos. No en el simple compromiso… En realidad, de eso se trata. No de casarse con tal causa o tal partido, sino de vivir una relación con el mundo sin reconciliación posible. El compromiso no es un despertar matinal después de una noche de rayos y truenos. Se llega a ser revolucionario por lógica del corazón y de la razón».

Militamos porque «este mundo es inaceptable. Por tanto hay que intentar cambiarlo, sin ninguna garantía de conseguirlo. Esto es lo primero».

Militamos porque no nos da la gana de renunciar a lo que hemos conquistado durante todos estos años, complementaríamos.

Se puede renunciar a esta «lógica del corazón y de la razón» por tres razones: «por mala fe, por resignación o por cinismo». Es fácil hacerlo en tiempos de campaña y repetir las prácticas de la vieja política y actuar como si todo se tratara de cuotas de poder y de cargos y de privilegios.

Pero siempre podemos reafirmar nuestra «lealtad hacia los desconocidos» que luchan por cambiar el mundo.

Carta abierta a quienes militan en el campo popular y revolucionario


Chávez en Plaza O’Leary. Al término de la movilización popular del 13 de noviembre de 2011. Por: Fidel Ernesto Vásquez.

Es preciso no perder de vista que el proceso de construcción del Gran Polo Patriótico es el corolario de un período de la revolución bolivariana que se caracterizó por una suerte de pulsión por monopolizar la política revolucionaria. Me refiero a ese lapso de tiempo signado, entre otros hitos, por la entronización del discurso sobre el socialismo, una propuesta de reforma constitucional que sentaría las bases jurídicas para acelerar la transición del capitalismo al socialismo, y por supuesto el llamado del presidente Chávez a conformar el Partido Socialista Unido de Venezuela.

Este pretendido monopolio sobre la política revolucionaria se tradujo muy pronto en un intento de aplanar, normalizar, uniformizar y disciplinar al chavismo, volviendo a invisibilizar y criminalizar a sujetos que la misma revolución se había encargado de reivindicar durante sus años iniciales (buhoneros, motorizados, jóvenes de los barrios, incluso colectivos y organizaciones que integran el debilitado movimiento popular, etc.); y se expresó también, lo que es peor, en la casi total clausura de los espacios públicos de debate y crítica democráticos.

Naturalmente, nunca estuvimos a las puertas de la inminente instauración de un régimen totalitario y castro-comunista, tal y como lo propagandiza el antichavismo más histérico. Todo lo contrario: este período nos enseñó que la amplísima y mayoritaria base social del chavismo no tiene ninguna voluntad de acompañar unánime y acríticamente un proceso que degenere en el encumbramiento de nuevas elites políticas y económicas.

De allí que el chavismo nunca volviera a participar tan masivamente en unas elecciones como lo hiciera en diciembre de 2006, cuando lo que estaba en juego, ciertamente, era la reelección de Chávez. Aun cuando está fuera de toda discusión que es imposible comparar el caudal de votos correspondiente a contiendas electorales de distinta naturaleza, no es menos cierto que el comportamiento electoral del chavismo ha sido, desde entonces, significativamente irregular. No puede hablarse, por ejemplo, de una tendencia al alza, como sí puede decirse en el caso del antichavismo.

Éste no es un dato menor: en la Venezuela bolivariana, cada contienda electoral significa una verdadera confrontación, por la vía pacífica, de dos modelos antagónicos, lo que supone un proceso de agitación, movilización y participación popular que termina fortaleciendo a la revolución. En eso consiste lo que cualquier observador desinformado pudiera calificar como el «secreto» de la fuerza del proceso venezolano. Es decir, desde 1998 el hecho electoral está muy lejos de significar una mistificación de la participación popular.

La abstención no es más que el correlato electoral de ese fenómeno que puede denominarse hastío por la política, el cual, insisto, debe distinguirse siempre del desencanto. El hastío por la política que expresa parte considerable de la base social del chavismo no es consecuencia de su desorientación política (como llegó a plantearse cuando la derrota electoral de la propuesta de reforma constitucional), sino el resultado de ese extravío estratégico derivado de la pretensión de la burocracia partidista de monopolizar la política revolucionaria. Una práctica monopólica que terminó cercenando cualquier posibilidad de construir un partido genuinamente democrático, y sobre la cual se fundó lo que terminó imponiéndose como lógica del partido/maquinaria. Todo esto, dicho sea de paso, en nombre de un discurso sobre el socialismo cada vez más vaciado de contenido.

El predominio de esta lógica del partido/maquinaria, con toda su estela de autosuficiencia, soberbia y sectarismo; la peligrosa tendencia a concebir el hecho electoral como un fin en sí mismo, a contravía de lo que éste significó históricamente para el chavismo; todo lo cual sumado a la descalificación de la crítica, por más constructiva que ésta fuera, terminó conspirando en favor del debilitamiento, lento, a veces casi inadvertido, pero continuo, de la revolución bolivariana.

De hecho, no es en lo absoluto casual que durante este período se instalara y adquiriera relativa fuerza el discurso sobre los anarcoides, pequeñoburgueses, desviados y espontaneístas que estarían poniendo en peligro, con sus cuestionamientos y propuestas siempre inoportunos, el curso normal del proceso bolivariano. Esta forma de proceder no es para nada novedosa: estigmatizar de entrada al adversario para luego menospreciar sus argumentos forma parte de la nefasta tradición de la izquierda anti-democrática. El objetivo, una vez más, es asegurarse el monopolio de la Verdad revolucionaria, reclamar el papel de vanguardia esclarecida que debe conducir a las masas, etc.

Este discurso senil, autoritario, anti-popular, es justamente el que está llamado a ser desplazado en el período que se abre con la convocatoria del presidente Chávez a conformar el Gran Polo Patriótico. Un discurso caduco, asociado a prácticas que condujeron al fracaso estrepitoso de los socialismos realmente inexistentes, como diría Daniel Bensaïd.

Era realmente predecible que volveríamos a escuchar el estribillo sobre los anarcoides y espontaneístas que estarían apostándole al espacio del Gran Polo Patriótico como una oportunidad para darle rienda suelta a su inmadurez política, a sus taras y resentimientos, para acometer la tarea malsana de acabar de una vez y para siempre con el Partido, condenando a la revolución a un destino trágico e irreversible.

No obstante, en lugar de transarnos en una polémica estéril con quienes han envilecido de tal manera un debate que tendría que ser irreverente, pero fraterno y respetuoso, como corresponde entre revolucionarios, es momento de sumarnos al esfuerzo colectivo de construir, de una vez por todas, ese espacio público de debate democrático que esta revolución reclama.

No caigamos en la trampa: para entrar con paso firme en el período que recién inicia, y que marca el fin del monopolio de la política revolucionaria que reclamaba para sí la burocracia política, lo primero es que sepamos identificar la impostura que supone una discusión entre quienes entenderían la necesidad de una vanguardia y quienes le apostarían, repitámoslo, al espontaneísmo. Otras oposiciones más o menos análogas: partidos políticos versus movimientos sociales, izquierda senil versus infantilismo de izquierda, etc., vendrían a ser versiones distintas del mismo falso dilema.

La tarea que tenemos por delante, además de vencer a la abstención el 7 de octubre de 2012 (de la manera más categórica posible), es la construcción de una dirección colectiva de la revolución bolivariana.

Para ello, es imprescindible hacernos de una caja de herramientas conceptual que nos permita, antes que nada, identificar la singularidad del momento político, y luego ir liberando la práctica política de las viejas ataduras de las lógicas de aparato. En tal sentido, sugiero cuatro líneas de análisis sobre asuntos que solemos dar por sobreentendidos:

1. El asunto de la organización: partidos y movimientos. ¿Cómo construir dirección colectiva sobre la base de esa distinción artificiosa entre movimientos sociales y partidos políticos? ¿Los partidos están llamados a dirigir al conjunto de los colectivos y movimientos no políticos? ¿Nuestras críticas van dirigidas a los partidos realmente existentes o contra la forma partido? ¿Son necesarios los partidos? ¿Acaso no existen movimientos y, más allá, miles de pequeños grupos que actúan reproduciendo la misma lógica excluyente y sectaria de los partidos? Cuando hablamos de los partidos, ¿tiene sentido hacer alguna distinción entre sus bases y su dirigencia?

2. El asunto del sujeto de la revolución. ¿Puede hablarse de un sujeto central de la revolución bolivariana? Si así fuera, ¿dónde está? ¿En las fábricas? ¿En Petróleos de Venezuela? ¿En la Administración Pública? ¿En las comunidades? ¿Existe un sujeto chavista? ¿Qué es el chavismo: esa parte de la población que sigue a Chávez o la forma de enunciar una pluralidad de sujetos? ¿El sujeto de la revolución bolivariana se viste siempre de rojo?

3. El asunto del Estado. ¿Monstruo devorador o muro de contención frente a otros monstruos más feroces (como el capital globalizado)? ¿El Estado es el mismo aquí y en todas partes? Si bien es cierto que todo Estado se funda en la violencia, ¿cómo se fundó el Estado venezolano, de qué manera concreta se ejerció esa violencia, qué efectos políticos produjo? ¿Cuál es la relación histórica entre Estado y burguesía vernácula (pienso en las nociones de Brito Figueroa: «acumulación delictiva de capital» y «burguesía burocrática»)? ¿Cuál es la relación histórica entre Estado y partidos políticos? ¿Y entre Estado y movimiento popular? ¿A qué nos referimos cuando hablamos de burocracia? ¿Tiene alguna eficacia política el uso del vocablo «derecha endógena»? ¿Transformar al Estado, perpetuarlo, reformarlo, abolirlo?

4. El asunto del socialismo. ¿Cómo evitar que el discurso del socialismo se convierta en un señuelo para legitimar nuevas formas de sujeción? Cuando hablamos de socialismo, ¿nos referimos a un conjunto de ideas plasmadas en libros que habría que leerse para saber qué hacer? ¿Existen prácticas socialistas de gobierno? De ser así, ¿cómo distinguirlas?

Líneas de análisis que, por supuesto, no agotan un temario que debe ser construido de manera colectiva por quienes militamos en el campo popular y bolivariano.

Rebelión popular: cuando izquierda y derecha no tienen nada que decirnos



En un artículo intitulado El mejor de los mundos posibles, publicado el 14 de octubre de 1989, Cristina Peri Rossi, poeta y escritora uruguaya, advertía: «La crisis de los regímenes comunistas tiene una consecuencia casi inconsciente en el ciudadano de pie de los países desarrollados de Occidente: la sutil desesperanza de que entonces, con todos sus defectos, vivimos en el mejor de los mundos posibles».

Lo que Daniel Bensaid denunciara como el «socialismo realmente inexistente» tocaba fondo: a la fecha, se habían venido abajo los regímenes en Polonia y Hungría. Un mes después, poco menos (el 9 de noviembre), caía el Muro de Berlín, y luego los gobiernos en Checoslovaquia, Bulgaria y Rumania. La misma Unión Soviética estaba a punto de desintegrarse.

De aquella «sutil desesperanza» que percibía Peri Rossi, «a la desmovilización ciudadana, a la resignación, hay un pequeñísimo paso. El neocapitalismo brutal, con sus injusticias, su desigual reparto de la riqueza, su olvido de los menesterosos y de los necesitados, su falta de protección a la vejez, a los pobres, a los marginados parece quedar convalidado por el abrumador fracaso del modelo comunista».

En una frase: no era tiempo para triunfalismos. Era imprescindible no sucumbir a la tentación del análisis maniqueo: «Es como si al haberlo hecho tan mal… la Unión Soviética diera un espaldarazo definitivo a como lo hemos hecho en el otro lado. Falsa comparación y falsas consecuencias… Hay que decirlo con todas las letras: el desarrollo de una parte de Occidente (porque es una parte, tan sólo: América Latina también pertenece a Occidente) ha tenido un coste social muy alto. Nuestras ciudades, que ofrecen en sus tiendas todo tipo de artículos de lujo y los últimos modelos de la técnica en automóviles o televisores, son también las ciudades de la contaminación, la violencia, la drogadicción, la mendicidad y el miedo».

Es historia cómo la rancia izquierda de entonces pretendió asimilar el triunfo de los pueblos en Europa del Este y la derrota del «socialismo realmente inexistente», es decir, su propio fracaso, como una derrota de la humanidad entera. Del otro lado, la derecha neoliberal, ensoberbecida, furibunda, pretendía imponernos otra farsa: aquella según la cual la victoria de los pueblos era el triunfo definitivo de la civilización del capital.

Pocos meses antes, había tenido lugar en Venezuela la rebelión popular del 27F. Esto recién comenzaba. Sin embargo, no conforme con la brutal represión de Estado, sobre el sujeto de la revuelta llovió fuego «amigo» y enemigo: fue condenado y vilipendiado tanto por los guardianes del orden como por intelectuales «progres». (Aún hoy, se leen opiniones como ésta: «aquel formidable estallido no pasó de ser una ‘jacquerie’, un motín, cuando ha podido y debido ser la captura del gobierno, el inicio del camino revolucionario«). Ni la rancia izquierda ni la derecha tenían nada que decirnos. En el juego de la historia, habían quedado fuera de lugar.

Recordatorio que viene a cuento a propósito de las revueltas populares en el norte de África, donde una nueva historia empieza a escribirse. No es tiempo de triunfalismos, pero tampoco de maniqueísmos: entre la izquierda rancia y la derecha genocida, nuestra opción es por los pueblos en rebelión, por aquellos que han logrado sobreponerse a la desmovilización, a la resignación, y se han volcado a las calles. Como hace veintidós años.

Comunismo: esa mala palabra


(El veinticuatro en Ciudad CCS, publicado el jueves 4 de marzo de 2010, va sobre Daniel Bensaid. Hace un tiempo hice una referencia más bien marginal a su obra, que no se corresponde con la profunda admiración que profeso por ella.

Bensaid fue uno de los organizadores del célebre Movimiento 22 de Marzo, que tuviera destacado protagonismo durante el Mayo Francés del 68. Más recientemente, fue uno de los principales impulsores del Nuevo Partido Anticapitalista francés, tal vez la iniciativa de organización partidista más interesante de toda Europa. También enseñó en la Universidad de París VIII.

Aunque parte importante de su obra no ha sido traducida al español, muchos de sus artículos pueden leerse en la web de la revista Viento Sur. En Venezuela, la editorial El Perro y la Rana publicó Clases, plebes, multitudes (aquí puede leerse en una edición chilena). Con suerte, en las Librerías del Sur puede conseguirse Resistencias, editada por la española El Viejo Topo. La editorial argentina Herramienta publicó una de sus obras de mayor envergadura: Marx intempestivo. La española Península recién publicó su Elogio de la política profana, que aún no llega a Venezuela.

Sospecho que Marx, mode d’emploi (Marx, manual de uso), uno de sus últimos libros (hasta donde sé, aún no traducido al español), debería ser lectura obligada para todos los jóvenes – y no tanto – interesados en conocer la obra de Marx.

Para leer el artículo al que hago referencia en Ciudad CCS, entrar aquí. Allí encontrarán esta definición de comunismo:

«El comunismo no es una idea pura, ni un modelo doctrinario de sociedad. No es el nombre de un régimen estatal, ni el de un nuevo modo de producción. Es el de un movimiento que, de forma permanente, supera/suprime el orden establecido. Pero es también el objetivo que, surgido de este movimiento, le orienta y permite, contra políticas sin principios, acciones sin continuidad, improvisaciones de a diario, determinar lo que acerca al objetivo y lo que aleja de él. A este título, es no un conocimiento científico del objetivo y del camino, sino una hipótesis estratégica reguladora. Nombra, indisociablemente, el sueño irreductible de un mundo diferente, de justicia, de igualdad y de solidaridad; el movimiento permanente que apunta a derrocar el orden existente en la época del capitalismo; y la hipótesis que orienta este movimiento hacia un cambio radical de las relaciones de propiedad y de poder, a distancia de los acomodamientos con un menor mal que sería el camino más corto hacia lo peor.

Con razón Bensaid es repudiado, o simplemente desconocido, por los que, en nombre del «socialismo del siglo XXI», siguen haciendo apología del «comunismo del siglo XX».

Salud).

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Daniel Bensaid.

Potencias del comunismo: así intituló Daniel Bensaid el último artículo que escribió para la revista Contretemps, publicado en diciembre de 2009. Bensaid falleció la mañana del 12 de enero de 2010. «Desarrolló siempre, sin concesiones, un combate de ideas, inspirado en la defensa de un marxismo abierto, no dogmático», escribían sus camaradas del Nuevo Partido Anticapitalista francés. Sólo agregaría que Bensaid libró un combate inspirado en el único marxismo digno de defender: el que sigue aportándonos herramientas para comprender y realizar la crítica radical del capitalismo, pero también para realizar una crítica similar contra los crímenes cometidos en nombre del comunismo.

No habrá «socialismo del siglo XXI» sin este necesario ajuste de cuentas histórico. «Las palabras de la emancipación no han salido indemnes de las tormentas del siglo pasado», escribía. «El socialismo se ha implicado en el asesinato de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, en las guerras coloniales y las colaboraciones gubernamentales hasta el punto de perder todo contenido a medida que ganaba en extensión. Una metódica campaña ideológica ha logrado identificar a ojos de muchos la revolución con la violencia y el terror. Pero, de todas las palabras ayer portadoras de grandes promesas y de sueños de porvenir, la de comunismo ha sido la que más daños ha sufrido debido a su captura por la razón burocrática de Estado y de su sometimiento a una empresa totalitaria».

Bensaid advierte: «Es necesario… pensar lo que ha ocurrido con el comunismo del siglo XX. La palabra y la cosa no pueden quedar fuera del tiempo de las pruebas históricas a las que han sido sometidos… No se inventa un nuevo léxico por decreto. El vocabulario se forma con el tiempo, a través de usos y experiencias. Ceder a la identificación del comunismo con la dictadura totalitaria estalinista sería capitular ante los vencedores provisionales, confundir la revolución y la contrarrevolución burocrática, y clausurar así el capítulo de las bifurcaciones, único abierto a la esperanza. Y sería cometer una irreparable injusticia hacia los vencidos, todas las personas, anónimas o no, que vivieron apasionadamente la idea comunista y que la hicieron vivir contra sus caricaturas y sus falsificaciones. ¡Vergüenza a quienes dejaron de ser comunistas al dejar de ser estalinistas y que no fueron comunistas más que mientras fueron estalinistas!».

Sigamos leyendo a Bensaid. De manera que no tengamos que reclamar mañana: ¡Vergüenza a quienes dejaron de ser socialistas al dejar de ser chavistas y que no fueron socialistas más que mientras fueron chavistas!

¿Una nueva derecha?


(Leerse como lo que es: un conjunto de dudas, interrogaciones, anotaciones, sospechas; tentativas de un plan de trabajo inacabado).

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1.
Tal vez sea cierto que una nueva derecha sólo sea concebible como el opuesto de algo que merezca llamarse nueva izquierda. Pero hasta la «nueva» izquierda se ha convertido en una vieja fórmula. Y no nos interesan las viejas fórmulas.

Nos interesan, eso sí, las izquierdas que aquí y allá, más temprano que tarde, se distinguieron por su crítica de la falsa dialéctica que obligaba a optar entre capitalismo o socialismo estalinista. Nos reconocemos en la larga y vieja tradición que se remonta a Trotsky, y aún al Lenin de la Carta al Congreso («El camarada Stalin, llegado a Secretario General, ha concentrado en sus manos un poder inmenso, y no estoy seguro que siempre sepa utilizarlo con la suficiente prudencia»), y más atrás, a la luminosa y fundamental Rosa Luxemburgo de La revolución rusa, texto en el que polemiza con Lenin, y en el que señala las tensiones que atraviesan la experiencia soviética desde sus inicios: «El sistema social socialista sólo será y sólo puede ser un producto histórico, nacido de la escuela misma de la experiencia, en la hora de la realización, del devenir de la historia viva, la cual… tiene la buena costumbre de producir junto a una necesidad social real siempre también los medios para su satisfacción, a la par que las tareas también las soluciones. Planteadas las cosas en estos términos, está claro que el socialismo no puede imponerse… Como premisa del socialismo hay una serie de medidas de fuerza… Lo negativo, el derribo, puede hacerse por decreto. La construcción, lo positivo, no. Tierra virgen. Mil problemas. Sólo la experiencia puede corregir y abrir nuevos caminos. Sólo una vida en ebullición sin trabas encuentra mil formas nuevas, improvisaciones, emana fuerza creadora, corrige ella misma todos los errores. La vida pública de los estados en los que la libertad está limitada es tan estrecha, tan pobre, tan esquemática, tan estéril, precisamente porque al suprimir la democracia se clausura la fuente viva de toda riqueza y de todo progreso espiritual… Igual que políticamente, también económica y socialmente. Las masas populares en su conjunto deben participar. En caso contrario, el socialismo se decreta, se impone desde la mesa de gabinete de una docena de intelectuales».

Sobre estas reflexiones de Rosa Luxemburgo analizaba Toni Negri en El poder constituyente: «En el difícil juego entre movimiento de las masas e iniciativa del partido toma ventaja el partido: esta superdeterminación del partido respecto a las masas significa la derrota de la democracia y la afirmación de una gestión dictatorial y burocrática».

El futuro del «socialismo del siglo XXI» se definirá en ese «difícil juego». ¿Cómo va el juego?

2.
Uno de los rasgos característicos de una nueva derecha venezolana sería su apropiación del discurso antifascista y antitotalitario. A la vez, una de sus principales falencias sería su casi absoluta dependencia del uso de las analogías históricas: una y otra vez sus portavoces anuncian haber descubierto, por ejemplo, puntos de coincidencia inocultables entre Hitler y Chávez, entre el nazismo y el chavismo. A ellos se refería Walter Benjamin cuando afirmaba: andan «en el pasado como en un desván de trastos, hurgando entre ejemplos y analogías”. Manuel Caballero es un verdadero experto en estos asuntos. Lo hace a menudo desde su columna semanal en el diario El Universal. No pudo evitar hacerlo a propósito de su incorporación como individuo de número de la Academia Nacional de la Historia, en 2005.

En su discurso, don Caballero recordó cómo en la Italia de Mussolini se «convirtió la celebración del centenario de la muerte del Libertador también en ocasión de propaganda del régimen. Donde no faltó la exaltación del duce latinoamericano, el césar democrático, genio de la latinidad y fascista avant la lettre. De modo que no es sólo en Venezuela o en América Latina donde se ha utilizado la figura del Libertador como instrumento de legitimación política del autoritarismo». Nos recordó también que el afán por «abolir la historia» no es exclusivo ni original de «los venezolanos», sino que «se trata de una invención de los regímenes totalitarios, pero muy en especial del fascismo alemán». Y ponía un ejemplo: «En su condición de ocupante de la Francia vencida, Hermann Goering lo expresaba así en 1940: ‘Se debe borrar el año 1789 de la historia'». Acto seguido citaba a Alfred Rosenberg: «Toda la historia de un pueblo se resume en su primer mito». Y a continuación de nuevo la analogía: «Es decir que toda la historia de un pueblo, y más aún, de toda la humanidad, no es más que un monstruoso accidente interpuesto entre la parusía de dos mitos. En el caso alemán, entre Sigfrido y Hitler; en el venezolano, entre Bolívar y quienquiera que pretenda vestir las ropas del sucesor, del profeta, de la reencarnación del mito».

La ventaja, si así puede llamársele, o más bien la trampa que se esconde tras este ejercicio intelectual, es que el aventajado se exime de toda explicación: en ningún momento nos explica en qué consiste el totalitarismo del régimen chavista. Al contrario, debemos acostumbrarnos a cierta lógica expositiva del tipo: Chávez es autoritario y fascista porque utiliza a Bolívar para legitimarse políticamente, como lo hizo Mussolini; o bien: Chávez es autoritario y fascista porque pretende abolir la historia, como lo hizo Goering; o ésta otra: Chávez es como Hitler, porque nadie más que Bolívar puede ser como Sigfrido. Al final de su discurso, y refiriéndose a un relato de Par Lagerkvist, concluye don Caballero: «Pocas veces hemos leído una sátira más certera sobre lo que el fascismo, en especial el alemán, llegó a hacer con su pueblo; pocas veces hemos visto descrito con más vivos colores la empresa que todo fascismo, todo totalitarismo, todo militarismo, emprende con su pueblo: reducirlo al estado de niñez mental. Acríticos, sumisos si bien llorones, obedientes al Padre Protector, crueles y despiadados». De lo que se desprende que el pueblo chavista se encuentra reducido, como el alemán, al estado de niñez mental: sumiso, despiadado, etcétera.

Así es muy fácil declararse «antifascista» y «antitotalitario», suponiendo como un hecho consumado, más allá de toda verificación, precisamente aquello que hay que explicar: al margen de toda abstracción y generalización, ¿qué sería lo específicamente fascista del chavismo? ¿O acaso el uso y abuso del apelativo se corresponderá, como puede sospecharse, con una empresa intelectual orientada a la negación radical de cualquier singularidad y potencialidad revolucionarias del chavismo, y a su inscripción arbitraria en la mediocre regularidad de los regímenes antidemocráticos? Imposible no recordar al Jean Pierre Faye de La crítica del lenguaje y su economía, que relee incrédulo los desatinos en que incurre Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo: «Para Hannah Arendt la comparación Hitler-Stalin se extiende por contagio a un perpetuo paralelo nazismo-bolchevismo. Desde la tercera página de su libro, en la edición francesa, nos topamos con formulaciones como ésta: «Es comprensible que un nazi o un bolchevique…» Esa retórica prosigue sin descanso. Su consecuencia lógica es dejar entender por repetición que los hombres antes de Hitler eran semejantes a los hombres de antes de Stalin… ¿Por qué no un paralelo entre Hinderburg y Lenin, entre Röhm y Trotsky? Pero, precisamente, se llega a ello. El capítulo sobre «El totalitarismo en el poder» se abre con la serie de los siguientes equívocos: «Encontramos en el slogan de Trostsky: revolución permanente, la caracterización más adecuada»… ¿De qué? «De la forma de gobierno que engendraron los dos movimientos»; o sea, bolchevismo y nazismo, desde luego. Y se desemboca en esta enormidad: «En lugar del concepto bolchevique de revolución permanente, encontramos la noción de selección racial, que nunca conocerá tregua» (!)» (Faye no puede más que exclamar).

Una «enormidad» es una de las secciones que puede encontrarse en la página web soberanía.org, intitulada sugerentemente Crónicas del fascismo en Venezuela. Siguiendo un procedimiento muy similar al empleado por Manuel Caballero, uno de sus más activos colaboradores, José Rafael López Padrino, dedica su puntual esfuerzo a denunciar ante el mundo que en Venezuela impera un «socialismo fascista». Lo curioso es lo que se experimenta al leer varios artículos de López Padrino: los efectos secundarios del lenguaje profundamente violento del mismo autor y su impresionante despliegue de pasiones tristes. En lugar de encontrar una explicación de lo que sería este «socialismo fascista» debemos conformarnos con esa violencia que se despliega frente a nuestros ojos, y que se suponía el objeto de la crítica (la violencia fascista, entiéndase). López Padrino no se dirige a la cabeza del lector: golpea directamente en su estómago. Más que hilvanar ideas, acumula insultos. No suscita el ejercicio reflexivo, incita al desprecio. ¿Será éste uno de los rasgos distintivos de la nueva derecha?

Cosa curiosa: los artículos reunidos en Crónicas del fascismo… se desplazan de la temática «Bush es como Hitler» (De Hitler a Bush, La familia Bush y la Alemania nazi, La familia Bush financió a Adolfo Hitler, etc.) a la que ya hemos visto: «Chávez es como Hitler». Los artículos que giran en torno a la primera temática fueron publicados por los administradores de soberania.org a partir de febrero de 2003, y con ellos inauguraron la sección. En algunos casos son artículos previamente publicados en Indymedia Colombia o Granma Internacional. Allí puede leerse a un Samir Amin («Hoy, EEUU está gobernado por una junta de criminales de guerra que llegaron al poder a través de una especie de golpe [de Estado]. Aquel golpe pudo haber estado precedido por unas (dudosas) elecciones: pero no debemos olvidar que Hitler fue igualmente un político elegido. En esta analogía, el 11 de septiembre cumple la función del ‘incendio del Reichstag'»); o a una Gloria Gaitán («Bush, el Hitler del siglo XXI»). El desplazamiento temático no se produce sino hasta 2006. En todo 2005 sólo es publicado un artículo del argentino Emilio J. Cárdenas (quien entre 1992 y 1996 fuera embajador y representante permanente de su país ante las Naciones Unidas. Más interesante aún: Cárdenas fue representante personal del Secretario General de Naciones Unidas en Irak, donde negoció con el régimen de Saddam Hussein asuntos concernientes a las «armas de destrucción masiva»). En éste se lee: «Algunos políticos de tendencia autoritaria parecen empeñados en crear sus propios ‘grupos de choque’ para tener el espacio público bajo control. La moda se extiende por toda América Latina y otras partes del mundo… La idea… no es nueva, si recordamos la historia de Roma, o la del ‘nazismo’, o la del fascismo, o la del ‘comunismo’… Ellos actúan abiertamente, protegidos y hasta apañados por las fuerzas policiales. En visible coordinación con ellas. Violentamente, como cabe suponer. O como fuera también el caso de los llamados ‘grupos bolivarianos’, en Venezuela». Justo a esta altura los administradores de soberania.org incorporan, convenientemente, una foto de Lina Ron.

Queda pendiente responder: ¿qué sucede entre 2003 y 2005? ¿Qué acontecimientos políticos, económicos y sociales se producen en Venezuela durante estos años, y que a su vez estarían en el origen de semejante desplazamiento discursivo, de tan pronunciado envilecimiento del lenguaje? ¿Este desplazamiento del discurso guarda relación con la eventual radicalización del discurso chavista? ¿Es posible encontrar en la nueva derecha resabios de una izquierda que, en algún punto, decidió no seguir acompañando el proyecto político chavista? Por último, la pregunta más obvia de todas: ¿este giro que es posible identificar claramente en soberania.org sería realmente representativo de un giro discursivo de mayor envergadura, ese que permitiría rastrear la aparición de una nueva derecha?

Pero volviendo: si bien no aparece en 2006, durante este año el discurso antifascista y antitotalitario de la oposición venezolana interviene públicamente con inusitada fuerza, se reproduce geométricamente y se consolida. Por ejemplo, es de comienzos de este años el artículo de Fernando Mires en el que nos advertía: «En América Latina, lamentablemente, algunos intelectuales todavía no saben distinguir (como ya ocurrió con los intelectuales europeos de los años treinta) entre lo que un gobernante dice que es y lo que es… Chávez y el chavismo… no son de izquierda. Si alguien ha leído relatos de los primeros años del fascismo en Italia no se sorprenderá si los encuentra de nuevo en Venezuela». Asimismo, Heinz Sonntag nos explicaba que la evidencia de que padecemos un régimen totalitario es «la exhibición de la arrogancia» de Chávez: «Todavía no hemos llegado al perfecto Estado totalitario… Pero estamos acercándonos día tras día… Uno de los instrumentos mediante los cuales se amolda al pueblo al Estado de sumisión y de obediencia anticipada que es la condición socio-psicológica del totalitarismo es la exhibición de la arrogancia, esto es: del poder en su forma más cruda».

De 2006 es una entrevista que le realizara Rafael Osío Cabrices (el mismo que se rindiera a los pies del coronel Pedro Soto, en la tristemente célebre edición de la revista Primicia, del 18 de febrero de 2002) a Heinz Sonntag, y cuyo título ya lo dice todo: El fascismo de los años treinta ha vuelto en una edición más moderna. El encuentro tiene como pretexto el lanzamiento oficial del Observatorio Espacio Antitotalitario Hannah Arendt, que reúne (escribe Osío Cabrices) a «un conjunto de intelectuales venezolanos –incluyendo en el grupo a dos que nacieron nada menos que en Alemania–» y para los cuales «aquí el fascista es el gobierno de Chávez». Nótese el alcance del abuso del lenguaje «antitotalitario»: quien nos ilustra es «nada menos que» un alemán. Y a quien se rinde homenaje, y en nombre de la cual se realiza la denuncia del totalitarismo chavista, es a una judía: Hannah Arendt. Éste no es un detalle sin relevancia. Ya lo decía Faye, refiriéndose a Los orígenes del totalitarismo: «Si hay un libro del que no me gustaría hablar es el de Hannah Arendt… La razón de más peso… es… ésta: Hannah Arendt es una emigrada alemana que a los diecinueve años escapó del exterminio. Sólo esto, aparte de la amplitud de su obra, me merece respeto. Pues, nunca perdamos ocasión de repetirlo, todos somos judíos alemanes«. Continúa Osío Cabrices: el Observatorio… «rinde homenaje a la pensadora judía, que describió como nadie esta perversión espantosa en Los orígenes del totalitarismo. Se trata de una nueva iniciativa… que pretende informar a los venezolanos que el actual gobierno, el mismo que pretende ejercer el poder hasta más allá de 2030, contiene muchos de los rasgos que caracterizaban al fascismo italiano, al nacional–socialismo alemán y al stalinismo soviético, que causaron millones y millones de muertes mientras asolaron la Tierra». Impresionante. Dicho lo básico por Osío Cabrices, Sonntag pasa a desempeñar su papel de multiplicador del sintagma fundacional, y a partir del cual se articula todo el discurso: «Chávez es como Hitler». Veamos (todos los subrayados son nuestros):

«- ¿Es fascista el chavismo?
– Yo diría que sí. Le doy esta respuesta básicamente porque hay elementos que son una clara analogía a los fascismos que han existido entre 1922 y 1945 y a los fascismos de izquierda de las repúblicas socialistas y la URSS. Mejor hablemos de los totalitarismos, que incluyen al fascismo tanto de izquierda como de derecha. Los movimientos totalitarios suelen construir estructuras paraestatales, es decir, que son paralelas al Estado ya existente. En la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler, en los regímenes fascistas de Hungría y Austria antes de la anexión alemana, así como en los fascismos de izquierda, existieron fuerzas armadas regulares, que estaban dentro de la estructura del Estado, y además estructuras militares que sólo obedecían al líder: los Fasci di Combattimento, las SA y SS, la KGB. También había una educación que daba el Estado y una que controlaba el partido. Un sistema de salud pública del Estado y otro del partido.

¿Pero cree usted que pueda instalarse un totalitarismo en Venezuela?

– No se trata de que yo lo crea o no, ¡es que ya está ocurriendo, es lo que Chávez y sus adláteres están haciendo! Claro, como todos los regímenes totalitarios tendrán disidencia y resistencia, pero harán absolutamente todo para callarla. ¡Ya están en eso! Por fortuna, los medios de comunicación no han hecho un pacto con el Gobierno como ocurrió en la Alemania nazi, ni están todos los medios en manos del Partido, como pasó en el stalinismo. Pero eso no es porque el régimen no tenga ganas de que eso sea así. Yo espero que aquí haya suficiente capacidad de resistencia para que eso no ocurra; sin embargo, no descarto que ese totalitarismo sí llegue a instalarse.

¿Cree, como Fernando Mires, que está surgiendo en el mundo un nuevo fascismo, que viene esta vez de América Latina?

– Sí. Es lo que dice Teodoro (Petkoff): hay dos izquierdas, una que representan Tabaré Vásquez, la Concertación en Chile, Lula, Oscar Arias en Costa Rica, y yo incluiría también a Andrés Manuel López Obrador, que no es un Chávez; y otra izquierda boba, tradicional. Como vemos, hay lo uno y lo otro. Evo falta por definirse. Y falta por ver también si la izquierda moderna va a poder resistir los embates de la izquierda boba».

Nótese, por una parte, cómo se definen de manera absolutamente arbitraria unos referentes históricos ineludibles, unos regímenes políticos (la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler, los regímenes fascistas de Hungría y Austria antes de la anexión alemana, los fascismos de izquierda) a partir de los cuales, y sólo a partir de los cuales sería posible entender la naturaleza del chavismo. Y como estamos hablando de regímenes políticos fascistas y totalitarios, entonces se trataría de examinar en qué medida el chavismo es más o menos fascista o totalitario, no dejando ningún margen a otro análisis posible. Estos referentes históricos vendrían a detentar una suerte de monopolio de la inteligibilidad: el chavismo sólo sería inteligible (entendible para el común, analizable como objeto de estudio) si se acepta como criterio de análisis, como punto de partida al nazismo o al estalinismo. Y así, en la medida en que se nos imponen estas normas, reglas o criterios de inteligibilidad, como de lo que se trata siempre es de verificar en qué medida el chavismo es más o menos fascista, más o menos estalinista, entonces cualquier diferencia con el régimen nazi o con el estalinismo equivale a la distancia que todavía nos separa de nuestro fatal destino, en caso de que Chávez continúe en el poder. Si en Venezuela «los medios de comunicación no han hecho un pacto con el Gobierno como ocurrió en la Alemania nazi, ni están todos los medios en manos del Partido, como pasó en el stalinismo», eso no desdice del carácter fascista y totalitario del chavismo. Antes al contrario: simplemente anuncia que el fascismo y el totalitarismo no han sido capaces de realizarse a plenitud, e indica al mismo tiempo la mayor o menor «capacidad de resistencia» que habrían exhibido las fuerzas democráticas «para que eso no ocurra» aún. De esta forma, queda completada la fórmula: el menor o mayor grado de fascismo chavista será inversamente proporcional a la capacidad de resistencia de las fuerzas democráticas; o lo que es lo mismo: a menos chavismo, más democracia, y viceversa.

Por otro lado, nada más que una constatación, al menos por ahora: la recurrencia a Mires, Petkoff y a todo el tema de las dos izquierdas. ¿Rastreando el origen de la temática de las dos izquierdas se hace al mismo tiempo la genealogía de la nueva derecha? (Es de 2005 el libro Dos izquierdas, de Teodoro Petkoff).

También de 2006 es un artículo de Tulio Hernández en el que, caso similar al de Arendt, establece una relación de identidad entre la lucha contra el capitalismo de Fidel Castro (que es traducida como «limpieza política») y la «limpieza étnica» que adelantara Hitler contra los judíos: «Porque un salvador de la patria, a diferencia de un líder demócrata, es alguien que se asume como el Único, el Elegido para… echarse sobre sus hombros el destino del país al que pertenece y literalmente ‘limpiarlo’ de alguna plaga que lo ha invadido, llámese el comunismo en el caso de Pinochet, los capitalistas y el imperialismo en el de Fidel, o los judíos y otras ‘razas inferiores’ en el de Hitler». Chávez, a quien, como hemos visto, es imposible reconocerle cualquier linaje democrático (a riesgo de hacer fracasar toda la lógica expositiva que soporta el lenguaje de la nueva derecha) queda emparentado así con Pinochet, y califica naturalmente como «tirano»: «los dictadores y los tiranos no siempre son una mera imposición por la fuerza de las armas, … muchos de ellos ejercen su despotismo a hombros de inmensas masas enardecidas que, como bien lo muestran los documentales sobre el fascismo, les aclaman y babean derretidos de emoción ante las arengas del un líder generalmente narcisista y retórico».

Ya en 1979, en su Nacimiento de la biopolítica, Michel Foucault realizó una crítica demoledora contra este tipo de práctica intelectual, a la que calificó de «inflacionaria», y a la que identificó como uno de los signos distintivos del clima de opinión de la época: corría la década de los setenta, comenzaba a hacerse hegemónico el discurso neoliberal, la virulencia de su crítica contra el Estado, y aumentaba la circulación de «cierta moneda crítica que podríamos calificar de inflacionaria», y que se caracterizaría por el «crecimiento de la intercambialidad de los análisis y pérdida de su especificidad». Afirmaba Foucault: «al considerar la recurrencia de los temas, podríamos decir que lo que se pone en cuestión en la actualidad, y a partir de horizontes extremadamente numerosos, es casi siempre el Estado; el Estado y su crecimiento indefinido, el Estado y su omnipresencia, el Estado y su desarrollo burocrático, el Estado con los gérmenes de fascismo que conlleva, el Estado y su violencia intrínseca debajo de su paternalismo providencial». Una de las ideas de uso frecuente en la que se soporta esta crítica al Estado, este discurso de la «fobia al Estado», como la llamará Foucault, «es la existencia de un parentesco, una suerte de continuidad genética, de implicación evolutiva entre diferentes formas estatales, el Estado administrativo, el Estado benefactor, el Estado burocrático, el Estado fascista, el Estado totalitario, todos los cuales son… las ramas sucesivas de un solo y el mismo árbol que crece en su continuidad y su unidad y que es el gran árbol estatal». La otra es «la idea de que el Estado posee en sí mismo y en virtud de su propio dinamismo una especie de poder de expansión, una tendencia intrínseca a crecer, un imperialismo endógeno que lo empuja sin cesar a ganar en superficie, en extensión, en profundidad, en detalle, a tal punto y tan bien que llegaría a hacerse cargo por completo de lo que para él constituye a la vez su otro, su exterior, su blanco y su objeto, a saber, la sociedad civil». De la conjunción de estas dos ideas, resumía Foucault, resultaba «una especie de lugar común crítico que encontramos con mucha frecuencia en la hora actual».

Ahora bien, y aquí nos encontramos con lo fundamental de la crítica que hace Foucault: ¿cuáles son las consecuencias prácticas de este discurso, de este «lugar común crítico» de la época de la contrarrevolución neoliberal? La intercambiabilidad de los análisis: «Desde el momento en que, en efecto, se puede admitir que entre las distintas formas estatales existe esa continuidad o parentesco genético… resulta posible no sólo apoyar los análisis unos sobre otros, sino remitirlos unos a otros y hacerles perder la especificidad que cada uno de ellos debería tener. En definitiva, un análisis, por ejemplo, de la seguridad social y del aparato administrativo sobre el que ésta se apoya nos va a remitir, a partir de algunos deslizamientos y gracias al juego con algunas palabras, al análisis de los campos de concentración. Y de la seguridad social a los campos de concentración se diluye la especificidad – necesaria, sin embargo – de los análisis». He allí, resumida en unas pocas líneas, la lógica discursiva de la nueva derecha venezolana: intercambiabilidad de los análisis que se expresa como abuso hasta el extremo de analogías históricas, que diluye toda diferencia entre los regímenes históricos fascistas y totalitarios realmente existentes y el «régimen» chavista, como condición para hacerle inteligible, pero sobre todo como renuncia deliberada a reconocer la especificidad del chavismo, y más allá, su carácter singular. Y también: inflación del lenguaje antitotalitario y antifascista.

Es preciso advertir, sin embargo, que la base social de apoyo al gobierno bolivariano no está exenta de incurrir en estas prácticas. Muchísimo menos la vocería gubernamental, que incurre en ella con demasiada frecuencia. Ya lo advertía Foucault: «lo que no debemos hacer es imaginarnos que describimos un proceso real, actual y que nos concierne, cuando denunciamos la estatización o la fascitización», sólo que en nuestro caso ya no se trataría del Estado (y por tanto tampoco de la estatización) como el blanco de la crítica, sino principalmente de la fascitización. (Sin embargo, el lector atento ya habrá notado que este llamado de atención es igualmente válido para el caso de las críticas que realizamos desde el campo revolucionario contra, por ejemplo, la burocratización e incluso contra la «derecha endógena»). Efectivamente, la denuncia del fascismo y de los fascistas opositores se ha convertido, en boca de la vocería gubernamental casi en pleno, en moneda de uso corriente, sólo que ésta no nos alcanza casi nunca para obtener una explicación suficiente, pormenorizada, esclarecedora, por ejemplo, de las tácticas opositoras, de sus objetivos inmediatos y a mediano plazo, de sus alianzas, y en fin, de las posiciones que ocupa en el entramado de relaciones de fuerza que es la política. Antes al contrario, se invoca al fascismo como se invoca al mal, de lo que resulta una moralina discursiva que, como toda moralina, es fundamentalmente conservadora.

Si es cierto que la oposición venezolana es eminentemente fascista (de lo que pareciera haber indicios suficientes), se debe ser capaz de explicar qué es lo que ésta tiene de específicamente fascista. Éste no es un asunto menor, sino de alcance estratégico. Tampoco es un anacronismo: al contrario, nos permite actualizar las condiciones en que hoy libramos nuestras batallas. Es posible que logremos descifrar esta especificidad en la medida en que respondamos a la pregunta: ¿existe una nueva derecha? Tal vez esta nueva derecha sea de corte fascista, pero esto es sólo una posibilidad. Tal vez nos enfrentamos al surgimiento de algo más.

3.
En estos tiempos de leyes habilitantes, y de inflación del discurso antitotalitario – del que los comunicados del Movimiento 2D serían la expresión más acabada -, bien vale la precisión que hiciera Daniel Bensaid: «un uso vulgar y demasiado flexible» de la noción de totalitarismo ha servido «para legitimar ideológicamente la oposición entre democracia (sin calificativos ni adjetivos, en consecuencia burguesa, realmente existente) y totalitarismo como la única causa pertinente de nuestro tiempo».

4.

La oposición no acaba de «descubrir», a partir de un análisis del contenido de las leyes habilitantes, que nos dirigimos hacia la instauración de un régimen totalitario. Las leyes habilitantes, siempre según el discurso opositor, vienen a ser una nueva demostración de lo ya sabido: que nos dirigimos hacia el totalitarismo – o en su versión más extrema: que el totalitarismo ya está aquí y llegó para quedarse.

La democracia venezolana correría poco riesgo si se tratara simplemente de que el discurso antitotalitario de la oposición pretende sustituir a la realidad, ofreciendo una versión interesada de los hechos y «confundiendo» o «manipulando» a su base social de apoyo (o a la «comunidad internacional»). El problema es la materialidad del discurso. Para decirlo con Jean Pierre Faye: el problema es lo que este discurso antitotalitario de la oposición hace «aceptable».

Contra los totalitarismos están legitimadas todas las violencias.

El juicio opositor sobre las leyes es anterior a su promulgación, y es por tanto, literalmente, un prejuicio. Por ejemplo: Luis Miquilena convoca a una rueda de prensa el domingo 3 de agosto y denuncia ante el país que constituye una «agresiva felonía… presentarle al país leyes que nadie conoce. Titulares de leyes, porque ni siquiera están elaboradas». Pero sobre las mismas leyes que desconocía y de las que dudó incluso que estuvieran realmente elaboradas, sentenció: «La habilitante es una emboscada para meter de contrabando la reforma constitucional que el pueblo rechazó». En este contexto, sin embargo, la pregunta más lógica no tiene cabida: ¿cómo saber si lo que denuncia Miquilena es cierto, si al mismo tiempo está denunciando que no le ha sido posible conocer aquello sobre lo que denuncia? Por supuesto, aprovechó la oportunidad para denunciar que la promulgación de leyes por parte del Ejecutivo vía habilitante «se parece mucho a aquella cosa… cuando Hitler entró en el poder, el Parlamento alemán le entregó a Hitler la facultad para otorgar leyes especiales».

Lo que está en juego no es el contenido de las leyes, sino la capacidad de imponer los términos en que éstas serán «debatidas» públicamente. Cualquier debate que prescinda de los términos de referencia que aporta el discurso antitotalitario, es considerado ilegítimo para la oposición. De allí la importancia de evitar entrar en este juego, intentando «demostrar» que no somos totalitarios. No olvidar jamás: lo que importa es la opinión de los campesinos sobre la tierra y la de los inquilinos sobre las viviendas.

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