Esta mala costumbre nuestra de limitar la comunicación al acto puntual de responder a lo que dicen los medios enemigos de la revolución bolivariana no obedece al capricho de tal o cual personaje.
En este asunto, como en todos los que conciernen al ejercicio de pensar un proceso de cambios revolucionarios, lo conveniente es no distraernos con los efectos de superficie, e intentar llegar al fondo del problema.
Sin duda, no es fácil ni grato tener que lidiar con la egolatría y la soberbia, pero digamos que esos son gajes del oficio. De nuevo, no perdamos de vista que lo que nos compromete es un ejercicio que incluso nos trasciende como hombres y mujeres de una generación, y que el desafío consiste en identificar cuánto de la vieja sociedad persiste entre nosotros, como precondición para crear lo nuevo. Ese será nuestro legado.
Mi sospecha es que no hemos sido capaces de desaprender nuestra manera de escribir la historia. La historia que aprendimos a leer y luego a contar fue la de nuestros «dominadores» (para decirlo con Walter Benjamin), cuya épica siempre nos deslumbró, como nos encandilaron sus héroes y sus hazañas. Pero en lo que respecta a la historia del pueblo, esa todavía no aprendemos a contarla.
A lo sumo, nos hemos venido destacando en el oficio de narrar la tragedia de la clase política antichavista, y ahora nos encandilan sus villanos y sus crímenes. Competimos por arrancar la declaración más ruin y hacemos carrera de «explicadores» de tramas inaccesibles al ojo del común, poco adiestrado, según juramos, en materia de moral y luces. Nos ceñimos a este guión y de allí no salimos.
Se nos olvida que «la historia sólo la hacen los que se oponen a ella», como decían Deleuze y Guattari con envidiable precisión. Y no ha sido distinto en el caso de la historia de la revolución bolivariana.
Si nos cuesta tanto desaprender es porque se trata de un acto que nos interpela directamente. En efecto, desaprender significa interrogarnos: ¿cómo hacer para contar nuestra propia historia en tanto pueblo en revolución? Y eso es algo que no está escrito en ninguna parte. Allí está el grueso del trabajo por hacerse.
Si nos limitamos a responder es porque no tenemos nada nuevo que decir. Y lo cierto es que hay demasiado que comunicar. Lo insólito es que esto suceda en plena revolución. Porque vamos a estar claros: el que siga actuando como si aquí el pueblo no tiene nada que decir, es porque no ha agarrado calle.
Quizá haya que comenzar por lo básico: opinar (explicar, aclarar) menos, informar más, para que cese tanto ruido, para que nos vayamos entendiendo.
Hace ya unos cuantos años, luego de la caída del Muro de Berlín y la Unión Soviética, Fernando Vallespín, profesor y filósofo español, decía algo más o menos como esto: «Así como ayer fuimos incapaces de predecir estos acontecimientos (la caída del Muro, etc.), hoy somos incapaces de entenderlos. Nos hemos quedado sin herramientas para entender y explicar la realidad». Mucha de esa incapacidad la veo yo en “nuestros” intelectuales. Creo que pasan muchas cosas, una de ellas lo que tú señalas: les falta agarrar calle.
Pero creo que también tiene que ver con una concepción del pueblo: seguir pensando que el pueblo no tiene nada qué decir o no sabe cómo hacerlo. Por eso se erigen en “explicadores”, por eso creen que su palabra es santa y que quien ose contradecirla o criticarla es mera jauría o un simple radical de poca monta (me pregunto si los venezolanos que fueron masacrados el 27 de febrero de 1989 eran jauría o si los militares que se alzaron el 4F eran radicales de poca o mucha monta). El intelectual que es luz y guía al pueblo ignorante, esa es la concepción de estos intelectuales metidos a explicadores con aspiraciones de vacas sagradas.
Muchos años más atrás que el mea culpa de Vallespín y los tongoneos del nuevo filósofo del Zulia, un viejo alemán dijo que “Los filósofos han interpretado el mundo de muy diversas maneras, pero de lo que trata es de transformarlo.
Saludos Ricardo. Te seguimos leyendo con atención.
Quise decir, Reinaldo…
¿Para qué informar? Estas escaramuzas de cuarta generación nos mantienen bastante entretenidos.
La confusión comienza cuando asumimos que estamos «en plena revolución» y no al final de una revuelta; hasta un quijote del proceso (A. Aponte) está percatándose de que nuestra Dulcinea no es tal, simplemente estamos actualizando, muy gatopardianamente, el modo de producción.